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La carga de los catafractos:


Retaguardia de los dioses:

—Los romanos han sobrevivido a los elefantes, mi general—comentaba uno de los oficiales divinos a Atenea.

La diosa no respondió inmediatamente. Estaba evaluando. Los romanos se las componían como podían para matar a los elefantes. La maniobra de abrir pasillos en la formación de las legiones había sido un completo fracaso, y ahora, de las diez legiones romanas, solamente quedaban ocho. Los elefantes eran cazados entre fuegos interminables y, al final, en su mayoría perecían, pero no sin antes haberse llevado consigo cada bestia a varios centenares de romanos.

—No, yo no dirían que han sobrevivido a nuestros elefantes—respondió al fin Atenea—. Han sacrificado a una quinta parte de sus fuerzas para detenerlos. Nuestro ejército sigue prácticamente intacto, mientras que el suyo ha desperdiciado a uno de sus mejores generales en una misión suicida. Cazar elefantes no es algo que se haga sin gran esfuerzo. Veremos hasta dónde llegan las energías de los romanos está mañana.

Finalmente, tras varias horas desde iniciado el combate, el sol comenzaba a salir. La diosa sonrió una vez más. Era tiempo de usar su segunda sorpresa.







Caballería de los dioses, ala izquierda:

El dios Cástor, desde lo alto de su caballo blanco, contempló con agrado cómo los elefantes habían destrozado a las primeras dos legiones de Roma. Era la señal. El dios asentía satisfecho. Tras él estaba la agema, su caballería de élite, y más atrás un destacamento de argiráspides, a la espera de entrar en combate, ansiosos por demostrar por qué eran merecedores de ser considerados los mejores. Se volvió entonces hacia delante: ante él decenas de unidades catafractas, jinetes y caballos blindados por protecciones metálicas, formaban a la espera de que el dios ordenase su avance.

—¡Adelante, por Zeus y todos los dioses, adelante!—ordenó Cástor.

Tres mil catafractos se pusieron lentamente en marcha al paso, primero, y luego a un ligero trote que hizo que el suelo del campo de batalla empezara a vibrar a su alrededor. Era un avance lento, pues la enorme cantidad de metal que cada bestia debía transportar como protección para sí misma, además del jinete que a su vez iba completamente acorazado, hacían que el esfuerzo de cada caballo fuera ímprobo.

Ése era el único defecto de los catafractos: su lentitud provocada por el enorme esfuerzo físico al que se veían abocados los caballos, pero, por lo demás, eran indestructibles. Tras ellos trotaba el Cástor, rodeado, escoltado por los mil jinetes de la agema, más ligeros, una guardia personal para proteger al dios, pero ni por asomo tan temibles como los tres mil catafractos acorazados que les precedían y que, sin duda, aplastarían todo cuanto se les interpusiera por delante.







Ala Derecha Romana:

Lusio Quieto cabalgaba rodeado por varios jinetes romanos de las legiones II Traiana Fortis y XXX Ulpia Victrix. Se habían adelantado a los legionarios de ese flanco para intentar detener el avance de los catafractos. Decenas de caballos se golpearon entre sí. Las bestias relinchaban presas del pánico intentando, en vano, evitar estrellarse unas con otras. Los jinetes romanos buscaban herir a los ángeles con los gladios pero las espadas romanas, impotentes, se topaban una y otra vez con las protecciones metálicas que cubrían a los guerreros enemigos y éstos, a su vez, respondían con mandobles certeros. La sangre corría, y corría más sangre romana que divina.

—¡Replegaos! ¡Por Júpiter, replegaos!—ordenó Cneo Pompeyo Longino a sus hombres, que luchaba en ese mismo flanco. 

Tendrían que ser los soldados a pie los que contuvieran el avance de aquellos catafractos. Eran invencibles para los jinetes.







Ala derecha romana. Retaguardia:

—¡Nos desbordan por el flanco derecho, Caesar!—advirtió el jefe del pretorio, Tiberio Claudio Liviano—. ¡Son esos malditos catafractos! Lusio y Longino no han podido con ellos.

Trajano asintió.

Podía verlo con sus propios ojos: los elefantes habían exterminado a las tropas de Escipión y la falange macedónica se movía para confrontar a las legiones de César. Por los flancos, un nutrido grupo de catafractos se ponía en marcha para enfrentar a los emperadores que protegían ambos extremos.

—Mi casco—dijo, y al instante, un calon le proporcionó su yelmo con un feroz rostro grabado en bronce reluciente. Trajano se lo ajustó con rapidez, ciñéndose bien la correa—. ¡Liviano, nos corresponde a nosotros detener a esos catafractos!

—¡No va a ser fácil, Caesar!—respondió el jefe del pretorio poniéndose el casco a su vez.

—¡Eso lo hace más interesante!—le respondió el emperador con cierto relajo.

Intentaba infundir valor a sus hombres al no mostrar el miedo que lo atenazaba. Aquellos elefantes imparables habían minado la determinación de todas las legiones supervivientes a su ataque.

Liviano se dirigió a los jinetes singulares, la caballería personal del emperador de Roma.

—¡Con el Caesar! ¡Muerte o victoria! ¡Por Trajano!

—¡Por Trajano!

—¡Por Trajano!

—¡Por Trajano!—los jinetes del emperador entonaban al unísono el nombre de su César. Luchaban por él y morirían por él si era necesario, pero antes se llevarían por delante a un montón de aquellos malditos catafractos.

La caballería imperial marchaba al trote primero y luego al galope al encuentro de la más terrible de las caballerías del mundo: los catafractos del Valhalla. Un enemigo mortal.







Caballería de los dioses, flanco izquierdo:

—¡Es su emperador!—dijo Cástor al reconocer a la guardia pretoriana liderada por un jinete con un casco de bronce especialmente llamativo y reluciente bajo el sol del alba—. ¡Vamos a por él! ¡Por Zeus!

Los legionarios del flanco izquierdo romano se retiraban incapaces de resistir el embate de la caballería pesada. En su repliegue, no obstante, abrieron pasillos por los que se adentraron los jinetes del emperador. Y vieron al César Trajano en primera línea. Algunos empezaron a detenerse. Ver que el propio emperador entraba a combatir para hacer lo que ellos habían sido incapaces de conseguir hizo que muchos se lo pensaran y decidieran incorporarse como infantería de apoyo a aquella caballería pretoriana que parecía no temer a los dioses mismos.

Liviano azuzó su caballo con furia.

—¡Proteged al emperador! ¡Proteged al emperador!—gritó a los jinetes singulares más próximos, pues Trajano se había avanzado y podía quedar rodeado por los dioses.

—¡Es mío!—gritó Cástor en cuanto vio al emperador adelantando al resto de la guardia pretoriana—. ¡Es mío!

Y sus hombres se dirigieron, virando ligeramente, al encuentro del resto de los jinetes pretorianos que intentaban proteger al César romano.

Cástor y Trajano se encontraron en el campo de batalla. El dios arrojó una lanza que el emperador evitó al pegar su cuerpo al de su caballo. Casi sin espacio para respirar, el César se encontró con la espada de Cástor golpeando su escudo. Trajano respondió con un buen movimiento de su propia spatha pero su filo chocó contra la armadura de su contrincante. Éste, no obstante, soltó un alarido de dolor. Trajano sonrió bajo el yelmo de bronce. Pese a las malditas protecciones, aquellos dioses eran de carne y hueso y quizá le hubiera quebrado alguno a aquel líder celestial.

Cástor había sobrepasado al emperador por el empuje del galope, pero refrenó al animal y lo hizo girar ciento ochenta grados para volver a encarar a un emperador romano que, a su vez, hacía girar a su propia montura para enfrentarse de nuevo con él.

"Perfecto"—pensó Cástor.

Le dolía el brazo pero lo sentía fuerte. No había nada roto. La armadura lo había salvado. Ahora sabría aquel emperador qué le esperaba a cualquier humano, legionario o César, que se atrevía a desafiar a los dioses. Cástor ya había visto a Poseidón caer ante un simple hombre. Atacó con furia. El primer golpe fue al escudo del emperador, el segundo fue repelido por la espada del enemigo, el tercero de nuevo fue al escudo, el cuarto, otra vez en la espada, el quinto... no encontró al enemigo. El emperador, con un caballo más ligero que además llevaba un jinete con menos peso, podía moverse y maniobrar con más rapidez y el César había alejado al animal del dios.

—¡Tienes miedo!—grito Cástor a aquel emperador que, incapaz de herirlo, se retiraba, y se echó a reír al ver que el César romano se quedaba detenido, sin volver a acercarse.

Trajano ignoró las provocaciones de aquel dios y se volvió hacia Lusio Quieto.

—¡Los carros!—aulló—. ¡Los carros!

Y así, los legionarios dispusieron su artillería móvil. Carros con escorpiones romanos, tirados por las mulas, se abrieron paso hacia el frente y sus conductores y artilleros recibieron la orden, del propio Trajano, de disparar sus misiles mortíferos contra la caballería acorazada del enemigo. Ésta trotaba ya contra los legionarios de la II Traiana Fortis y XXX Ulpia Victrix, que poco podían hacer para detenerlos sólo con sus escudos y sus pila.

—¡Largad, largad!—gritó Trajano desde lo alto de su caballo.

Una flecha enemiga pasó rozando la cara del emperador hispano y Liviano ordenó que varios pretorianos rodearan aún más de cerca al César.

Los artilleros soltaron las cuerdas de los escorpiones y un sinfín de lanzas mortales, impulsadas con una potencia arrolladora, impactaron en las armaduras de los temibles catafractos. Las corazas fueron perforadas por aquellas lanzas brutales arrojadas con el equivalente a la fuerza de veinte brazos humanos y decenas de catafractos primero y luego más de un centenar cayeron abatidos.







Ala izquierda romana:

La batalla había empezado. Marco Aurelio cabalgaba ya galopando sobre su caballo, pero en lugar de la espada, asía con fuerza una poderosa jabalina. Sus enemigos eran los acorazados catafractos. Había que arremeter contra ellos desde la distancia. En el cuerpo a cuerpo tenían las de perder. 

—¡Todos a mi orden!—aulló Marco Aurelio—. ¡Jabalinas! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria!

Y la caballería romana se lanzó contra un enemigo pétreo, invencible, imposible.







Flanco derecho de los dioses:

—¡Vamos allá!—aulló el dios Pólux.

Los pesados catafractos empezaron a avanzar sobre el campo de batalla. La tierra comenzó a temblar.

—¡Escudos en alto!—ordenó Pólux.

Todos los jinetes divinos se cubrieron con sus armas defensivas. Sabían que iba a llover hierro sobre sus cabezas. Todos sus enemigos intentaban lo mismo. Habría algunas bajas, pero luego... luego sería su turno. Y no tendrían compasión.

—¡Ahora! ¡Lanzad!—gritó Marco Aurelio, al tiempo que arrojaba su jabalina.

Las lanzas romanas volaron por los cielos marcando arcos perfectos. Llegaban hasta un punto alto, en el horizonte de aquel mundo de frontera, dejaban de ascender e iniciaban su mortífero descenso en busca de sangre enemiga.

Pólux y el resto de los dioses recibieron aquella lluvia protegidos por sus escudos. La mayor parte de los jinetes y bestias resistieron la tormenta mortal gracias a las armas defensivas y a las corazas de hombres y bestias, aunque algunos habían sido heridos y al caer desplomados sobre la tierra arrastraban a algún otro caballo y su jinete. Se creó cierta confusión en el lento avance, pero la mayoría de los dioses se repuso a aquellas dificultades y continuó trotando tras sus líderes. Los romanos estaban ya allí.

Pólux se llevó por delante a un primer jinete enemigo con su propia lanza. Luego desenfundó la espada y arremetió contra otro. Y así por todas partes. Antes incluso de lo esperado, los dioses vieron cómo los romanos se retiraban.

—¡Retroceded! ¡Retroceded!—ordenaba Marco Aurelio a sus hombres—. ¡Abrid pasillos!

Pólux, que había oído las instrucciones del emperador filósofo, entendía bien lo de "retroceded" pero no comprendía a qué venía aquello de "abrir pasillos". ¿Pretendían volver a usar el falso muro de Zama? ¿Aún después del desastre de los elefantes con armadura pesada?

—¡Seguidlos! ¡Por Zeus, seguidlos!—vociferó el dios con rabia—. Sé que nos quieren alejar de la batalla, pero podemos seguirlos un poco. Eso también dará moral a la falange y a lo mejor así hacen al fin bien su trabajo Atenea y los suyos.

Iba a añadir algo mientras se limpiaba un poco de sangre romana de una mejilla con el dorso de una mano, pero pronto se olvidó de aquellas palabras y de su pecho brotó una interrogante.

—¿Qué es eso...?

Por entre los pasillos que habían abierto los jinetes romanos aparecían decenas de bigas, carros tirados por dos caballos, que se lanzaban contra ellos a toda velocidad.

—¿Qué pretenden?—preguntó uno de los jinetes.

—No tengo ni idea—admitió Pólux—, pero resistiremos su acometida en una fila compacta. Los caballos romanos no querrán chocar y terminarán por detenerse. Ningún caballo quiere chocar con otro y no los han cegado. Esos caballos de los carros ven que estamos delante. Pararán. Y si no, los detendremos nosotros...—y se dirigió a sus hombres—: ¡En línea! ¡Por Zeus, en línea!

Las bigas romanas se aproximaban hacia ellos al galope por los pasillos que habían dejado los jinetes de Roma. Marco Aurelio se detuvo para ver en qué quedaba todo aquello. ¿Surtiría efecto la estrategia creada por Trajano?

—¡Están ahí! ¡En formación!—repetía Pólux a los suyos.

Alineó su caballo y junto a él se situó otro jinete y otro y otro. Faltaban doscientos pasos, ciento ochenta, ciento setenta, ciento sesenta y, de pronto, una jabalina silbó en el aire y desgarró las protecciones metálicas de uno de los ángeles guerreros que estaba a la izquierda de Pólux como si aquel hombre hubiera estado desnudo. Ninguno de ellos entendió quién había lanzado aquella jabalina. Y de pronto lanzaron otra, y otra, y el resultado siempre era el mismo: ya se tratara de caballo o guerrero, el alcanzado por alguna de aquellas jabalinas caía fulminado, entre tremendos aullidos de dolor, atravesado por aquellas gigantescas saetas mortales. Nadie podía lanzar un arma arrojadiza con una fuerza tal que pudiera atravesar las protecciones acorazadas de los dioses. Nadie.

—¡Salen de los carros!—comprendió Pólux—. ¡Han montado escorpiones ligeros, ballestas que lanzan jabalinas, en los carros y nos disparan con ellas!

Y los caballos de los carros romanos no buscaban chocar, sino que una vez habían disparado giraban sobre sí mismos quedando a unos cien pasos del enemigo y volvían hacia la retaguardia. Una vez que todas las bigas habían disparado, la caballería romana volvía a tomar posiciones y cargaba contra ellos.

—¿Cuántos han caído?—preguntó Pólux nervioso—. ¡¿Cuántos?!

—Unos treinta—respondió un oficial.

Los catafractos no estaban acostumbrados a perder a tantos hombres en una carga. Para eso tenían aquellas corazas, pero ante las jabalinas de aquellos carroballistas las protecciones no valían.

—Bien. Ahora vuelven sus jinetes—dijo Pólux con coraje—. Contra ésos sí podemos. Hemos de matar a treinta para equilibrar esto.

A todos le pareció sensato. Era eso o huir. Pero en cuanto los jinetes romanos vieron que los dioses volvían a la carga, una vez más volvieron a alejarse abriendo pasillos. En aquel intervalo, los artilleros de los carros volvieron a cargar las ballestas y, de nuevo, se lanzaron contra las deidades.

—¡Por Zeus! ¡Esta vez no les esperaremos como estatuas! ¡No tenemos arqueros, así que lo tendremos que hacer todo nosotros!—aulló Pólux—. ¡A la carga!

Y blandiendo una lanza se arrojó con furia contra uno de los carros.

En cada biga iban dos romanos. Uno que conducía y otro que cargaba la ballesta.

—¡Por Júpiter!—gritó el conductor del carro al artillero—. ¡Dispara a ese guerrero! ¡Dispárale ya!

El artillero apuntó hacia Pólux y lanzó su jabalina a una velocidad atroz, pero éste se inclinó hasta pegar su cuerpo al del caballo y evitó la saeta mortífera. Llegó entonces a la altura del carro, asió con fuerza su lanza y...

—¡Aaagghhh!

Como si fuera un jabalí a punto de asar, Pólux atravesó al conductor del carro y lo sacó del vehículo. Este último quedó sin control, giró sobre su eje y volcó arrastrando consigo la ballesta, al artillero y los mismísimos caballos que tiraban del carro, que terminó dando decenas de vueltas de campana sobre la arena del Valhalla.

Pólux rugió al cielo con furia victoriosa.

Y decenas de sus guerreros se arrojaron para repetir su heroicidad aclamando a su líder. Pero los dioses que intentaron emular a Pólux, lo hicieron con diferente fortuna. Unos pocos, los menos, cayeron víctimas de las jabalinas de los escorpiones; otros no consiguieron su objetivo pero tampoco fueron derribados por las jabalinas de las máquinas romanas, y algunos lograron matar al conductor o al artillero del carro al que se enfrentaban. En total seis bigas terminaron estrellándose en aquel nuevo enfrentamiento. Los carros supervivientes, veintiocho aún, se replegaron con éxito para volver a recargar de nuevo sus jabalinas, pero ya no se sentían ni tan seguros ni tan valientes.

—¡Tenéis que apuntar a los caballos!—les ordenó Marco Aurelio desde su posición a los artilleros mientras sus jinetes volvían a cubrir la retirada estratégica de los carros que necesitaban un intervalo de tiempo para cargar sus armas—. ¡Los caballos son objetivos más grandes y fallaréis menos, y un catafracto queda inutilizado sin su caballo! ¡A los caballos!







Retaguardia de los dioses:

—Bien—decidió atenea—. Por Zeus y Metis. Dejémonos ya de prolegómenos. Que avance la falange. Veamos de qué son capaces estos dioses sin renombre.







Retaguardia romana:

—Que los supervivientes de las legiones de Escipión se retiren. Ya es nuestro turno. Esto no ha hecho más que empezar—ordenó Julio César. 

Las tubas y trompas transmitieron sus órdenes. A sus pies, sus oficiales repetían las instrucciones sin parar.







Vanguardia romana:

—¡Reagrupaos! ¡Reagrupaos!—aullaba Cayo Lelio a los legionarios supervivientes de la VI con la flecha clavada en el hombro. Parecía que la exhibiera como un trofeo. El ardor parecía haber remitido, pero estaba más cansado de lo normal.

—¡Reagrupaos todos! ¡Y por Marte lárguense de aquí!—gritaba Escipión el Asiático, sudando, con sangre en manos y piernas; sangre enemiga, de modo que se movía con agilidad entre los hastati restantes de la V.

Los romanos rehicieron sus filas, con los extenuados supervivientes de las Legiones Malditas retirándose hasta la retaguardia para dejar paso a los hombres de las legiones de César. Los oficiales, no obstante, permanecieron en el frente. Lucio junto a la XII Gemina, Lelio liderando la III Cyrenaica y Africanus recorriendo el frente de un lado a otro, azuzando a las tropas.

Los legionarios formaban dejando pequeñas islas en medio de su formación, allí donde un gigantesco cadáver de elefante yacía inerme, coronado por los cuerpos sin vida de sus adiestradores y de los arqueros que hasta hacía unos minutos habían estado transportando.

No había tiempo para retirar heridos, de modo que éstos buscaban refugio, los que podían arrastrarse, en esas pequeñas islas, junto a los gigantescos cuerpos de las bestias abatidas. Sus compañeros tendrían que luchar por ellos... y vencer, o luego serían rematados por los dioses victoriosos. Así era esa guerra. 

Los médicos, se movían de uno a otro de los grandes cadáveres de los paquidermos buscando a los legionarios heridos para intentar asistirles en lo posible. De momento se encontraban con heridos de flecha o lanza y, lo más horrible, con hombres con pies o piernas o incluso el pecho aplastado por el terrible pisotón de alguna de las bestias junto a cuyos cadáveres operaban sin ningún tipo de anestesia ni analgésico. Ya estaban abrumados y sólo era el principio.

El ejército de Roma se reagrupó en pocos minutos. Por el otro lado de la llanura avanzaba hacia ellos aquella maza de hombres que era la falange macedónica. Hastati, principes y triari avanzaron en busca de la primera embestida de la infantería enemiga.







Retaguardia romana

César se percató de que tanto la caballería de Trajano como la de Marco Aurelio mantenían a los catafractos enemigos en su lugar. Eso era bueno y eso era malo. Estaba bien que la caballería enemiga no pudiera repetir los movimientos de Cannae, desbordando las alas de la caballería romana para atacar por la retaguardia de las legiones, pero estaba mal que los propios jinetes romanos tampoco pudieran contribuir al combate que se estaba librando en la llanura. César comprendió en aquel instante que sería allí, en medio de aquella llanura, donde debería decidirse todo. Infantería contra infantería, cuerpo a cuerpo. 

Apretó los dientes y su mano, de modo instintivo, se deslizó hasta la empuñadura de su espada. Se contuvo. El general en jefe no debía entrar en combate aún. No en una batalla de aquella magnitud. Debía mantenerse en su posición para poder dar las órdenes necesarias. Eran sus hombres los que tenían que luchar, por él, por Roma. Tenía los mejores oficiales. Escipión el Africano, Escipión el Asiático, Cayo Lelio, Marco Ulpio Trajano, Marco Aurelio. Era su turno. Ellos debían combatir. Él había pasado días, semanas, diseñando aquella batalla. Él había reunido los recursos necesarios y él había hecho posible que aquella batalla tuviera lugar. Ahora debían combatir sus hombres. Sus hombres.

Entonces un nuevo escalofrío recorrió su columna.

César se dio cuenta de algo extraño. La luz comenzaba ya a bañar el campo de batalla, pero el sol no salía por el este...

Se volvió hacia atrás, tan impresionado como horrorizado al descubrir que la estrella emergía desde el oeste, a espaldas de los romanos.

—Esos malditos dioses hacen lo que quieren con el mundo...

¿Por qué Atenea haría salir el sol de frente a su ejército? La luz de la mañana no haría más que cegar a sus hombres.

A no ser...

—Minerva... eres una una bastarda realmente inteligente...







Retaguardia de los dioses.

—Haz avanzar la falange de inmediato—ordenó Atenea.

—¿Contra el sol?—preguntó Ares, recién llegado desde el campo de batalla.

—Contra el sol—reafirmó la diosa—. Usa los escudos.

Los ojos de Ares relucieron.

—Así se hará entonces—y montando en un caballo que un soldado le dispuso, partió al galope hacia las unidades de vanguardia.

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