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La batalla final:


La batalla se había detenido por completo. Ambos ejércitos formaban el uno frente al otro, diezmados y exhaustos, cada hombre y dios al límite de sus capacidades.

La falange de Atenea había sido del todo aniquilada, desde el grueso de sus fuerzas hasta sus veteranos, suficientemente desafortunados para haber quedado atrapados entre los dos ejércitos romanos.

Ahora, la diosa sólo contaba con su última fuerza de combate, el regimiento de Ares, reforzado los exhaustos catafractos de Pólux y los carros de Niké. No era mucho, y no bastaría para vencer a los romanos. Ordenó a la mayoría de los jinetes desmontar y hacerse con las armas de los caídos. Levantaría una última falange, y rezaría por que sus tropas, menos en número pero en mejor condición física que las de su enemigo, pudiesen sobrepasar al último frente de los humanos.

Por el lado de Roma, César comandaba ahora a las legiones III Cyrenaica, XIII Gemina, XII Fulminata, IV Scythica, II Traiana Fortis, XXX Ulpia Victrix, XV Apollinaris y XX Valeria Victrix.

Ocho legiones en nombre, pero menos de cuatro en la práctica. La III Cyrenaica y XIII Gemina habían sido casi del todo aniquiladas. De la II Traiana Fortis y XXX Ulpia Victrix sólo sobrevivía un pequeño contingente de caballería. Y las XV Apollinaris y XX Valeria Victrix habían construido el río que salvase a Trajano de los catafractos durante toda la noche. Estaban exhaustos aún sin haber combatido. Sólo la XII Fulminata y IV Scythica estaban en buena condición para pelear, pero habían sufrido numerosas bajas durante las maniobras de su cuadrado defensivo.

—Este es el fin—decidió César—. Para bien o para mal, la batalla termina ahora. Que la III Cyrenaica y la XIII Gemina se retiren. La II Traiana Fortis y XXX Ulpia Victrix se quedan en los flancos. Tendrán un último papel a desempeñar, pero eso es sólo si el resto cumplimos el nuestro.

Cayo Julio César se puso al mando de la legión XII Fulminata, la cual había ordenado combinar con la XX Valeria Victrix, ahora a ordenes de Trajano. Augusto se colocó frente a la XV Apollinaris, apoyándose en Liviano para dirigir a los hombres de la IV Scythica.

Eso era todo. Todo lo que le quedaba a Roma. Todo lo que le quedaba a la humanidad.

César encaró a los dioses que avanzaban pesadamente hacia ellos. Algo lentos pero enfervorizados, dispuestos a terminar con aquella batalla antes de que el sol se pusiese. César habló a su general de mayor confianza:

—Si nos rodean los dioses, a mí, a nosotros, y no hay posibilidad de escape, mátame. ¿Me has entendido? Me clavas tu propia espada y me das muerte. Un dictador de Roma cae en combate, pero nunca es apresado. Un dictador de verdad, no. ¿Me has entendido, Marco?

Marco Antonio asintió perplejo ante la insistencia de César.

—Sí, he entendido, mi general—ratificó—: Si nos rodean, asistiré al dictador en su devotio.

—Muy bien, sea: vamos ya a por esos malditos dioses—apostilló César.

Cayo Julio César se paseaba marcialmente, a buen paso, por delante de las cohortes de vanguardia.

—¡No avancéis, aún no!—gritaba, y todos los centuriones repetían sus órdenes.

—Están a seiscientos pasos, mi general—informó Marco Antonio, siempre caminando junto al dictador, mirando ora hacia la horda de dioses, ora hacia las cohortes de Roma.

—Que se acerquen más. No podemos malgastar ni una sola gota de energía. Que se agoten marchando ellos y no nosotros.

Marco Antonio asintió, pero no podía evitar sentir el pálpito de su corazón en los oídos. Había pensado que moriría momentos atrás, luego había sido salvado por su eterno rival Octavio, pero de nuevo la muerte llamaba a su puerta, acercándose inexorablemente.

—Sí, dictador—aceptó el general, y, acto seguido, añadió—: Están a quinientos cincuenta pasos.

—¡Preparad pila!—aulló entonces César.

Los legionarios asieron sus jabalinas.

—Quinientos pasos.

Los dioses lanzaban gritos guturales como si fueran bestias del inframundo. Querían asustar. Y lo conseguían.

—Cuatrocientos pasos.

Julio César se volvió hacia las cohortes de vanguardia.

—¡Esperad a mi señal antes de lanzar! ¡El que arroje antes un pilum se las verá personalmente conmigo después de la batalla!—apostilló antes de añadir para sí entre dientes—: Si seguimos vivos.

—Trescientos pasos.

César se giró de nuevo encarando ahora a los dioses, que continuaban su imparable avance en busca de las legiones romanas.

—¡Doscientos pasos!—tuvo que gritar Marco Antonio para ser oído por encima de los aullidos del enemigo, ya muy próximo, a punto de embestir las legiones—. ¡Ciento cincuenta pasos!

Se pasó la mano por la barbilla sudorosa.

Julio César levantó los brazos.

Todo iba a ocurrir muy seguido, casi de golpe, pero cuanto más cerca, más dioses caerían. A la vez, había que calibrar que los legionarios tuvieran tiempo suficiente para plantarse firmemente en sus posiciones con los escudos de modo que pudieran resistir el empuje de los enemigos que se les acercaban...

—¡Cien pasos, dictador!—pronunció a pleno pulmón Marco Antonio.

Era como un ruego, como si implorara que el dictador diera la orden.

Julio César bajó ambos brazos a la vez.

Miles de legionarios arrojaron sus pila. El cielo se tornó en una sombría nube de hierro y madera.

Crac, crac, crac, crac...

Como el granizo de la tormenta más violenta, las jabalinas romanas descendieron sobre las primeras líneas de los dioses. Decenas murieron de inmediato, centenares cayeron heridos. Eso detuvo su avance un instante. Estaban apenas a treinta pasos. La breve confusión ante la andanada fue el tiempo del que dispusieron los legionarios para prepararse con sus escudos antes de recibir el empuje de los dioses.

—¡Desenfundad, desenfundad, por todos los dioses!—ordenó Julio César, que retrocedió unos pocos pasos, siempre acompañado por Marco Antonio, para integrarse en la primera línea de combate de las cohortes de vanguardia.

Los dioses de la vanguardia de Ares pasaban por encima de los cadáveres y de los heridos de su propio ejército, pisándolos si era preciso, para no detener su avance. La lluvia de pila les había causado bajas, muchas, pero ahora eran como una fiera herida y venían a morder, a destrozar, a aniquilar.

El choque con los escudos de las cohortes romanas fue bestial.

—¡Pinchad, pinchad, pinchad!—aullaron el dictador, los emperadores y los centuriones.

Y los legionarios introducían los gladios por entre las rendijas que quedaban entre escudo y escudo y pinchaban, empujaban con la empuñadura con saña, buscando que las puntas de sus gladios quebraran pechos, brazos, piernas y, a ser posible, corazones o vientres, donde los pinchazos eran mortales.

Los dioses venían con ira, sí, pero les faltó fuelle, y la primera línea romana, aunque sufrió bajas, se encontró de pronto con que podía ganar algo de terreno. No obstante, César quería aún más dominio en la primera línea de combate.

—¡Primer reemplazo!—ordenó.

Los legionarios de primera fila se detuvieron, retrocedieron un par de pasos y los reemplazaron sus compañeros, que estaba detrás y entraban más frescos en el combate.

César se vio junto a Marco Antonio, con espacio libre a su alrededor, sin tener que seguir pinchando o empujando con el escudo contra el enemigo, que era desplazado por la fuerza y disciplina militar de los legionarios. Su espada goteaba sangre por la punta. Julio César había hecho su trabajo en primera línea como cualquier otro, y eso lo habían visto los legionarios y los había enardecido aún más. Su general no sólo dirigía la batalla, sino que combatía junto a ellos, codo con codo. Literalmente. De pronto, Julio César sintió algo húmedo por la sien.

—El dictador tiene un corte en la frente—dijo Marco Antonio—. ¡Llamad al medicus!

—Quiero reemplazos rápidos e ir avanzando—comentó sin prestar atención a su herida.

—Así se hará, mi general.

—Y que traigan agua para todos los legionarios que vengan de la primera línea, para que beban todo lo que necesiten. Da igual si la gastamos toda.

Los oficiales asentían y salían en distintas direcciones para organizar la estrategia.

Los romanos, con reemplazos rápidos y bien coordinados por las muchas horas de adiestramiento, mantenían una primera línea con hombres más descansados y bien adiestrados. Y pese a tener numerosas bajas por la virulencia con la que los dioses continuaban atacando, iban empujando a las deidades hacia atrás. Poco a poco, con mucha dificultad pero de un modo constante, aquel progreso les dio una enorme esperanza en la victoria. Puede que fueran supuesta escoria humana, el cáncer de la Tierra, pero iban a ganar, iban a cambiar la historia y ya nadie se reiría de ellos nunca más.







Centro del ejército de los dioses:

Atenea contemplaba cómo los guerreros de Ares trataban de doblegar a las cohortes romanas. No le gustaba aquello, aunque se negaba a creer que, al final, la fuerza de sus soldados y su superioridad como dioses no se impusieran. La victoria aún estaba a su alcance, esa batalla no era más que un gran acertijo que debía resolver...

Aún tenía a su guardia personal consigo, a un pequeño puñado de veteranos y a los caballos de Pólux y Niké. Estaba a tiempo de improvisar un contingente de caballería con ella misma a la cabeza. Su falange tendría que ceder terreno poco a poco y, una vez lista, lanzaría a sus jinetes, rodearía a los romanos por los flancos y los masacraría por tres frentes a la vez. La victoria sería suya. Otra vez. Sólo que costaría un poco más. Podía hacerse e iba a hacerlo.

—¡Por Zeus y Metis! ¡Que se sigan replegando, más rápido pero de forma ordenada!







Vanguardia del ejército romano:

—Está tomando caballos—dijo César, observando el repliegue de los dioses—. Intentará rodearnos una vez más.

—¿Y qué hacemos, dictador?—preguntó Marco Antonio.

—¿Cómo le va a Octavio a la izquierda?

—Mismos resultados que nosotros.

—Bien. Que ordene a Liviano tomar algunas cohortes para proteger su costado, y asegúrate de que Trajano haga lo mismo de nuestro lado. Seguiremos presionando hasta romper su falange. Entonces esa caballería ya no tendrá nada que hacer en nuestra contra.







En el centro de la batalla:

El sol se ponía en el Valhalla. Los dioses perdían fuelle en el combate, y el repliegue, que debía ser lento y ordenado, se volvía por momentos una desbandada de carreras rápidas donde muchas deidades intentaban alejarse también de las legiones romanas que avanzaban sin parar hacia ellos.

Ares se desgañitaba dando órdenes para controlar la retirada de sus hombres. Las cosas no marchaban bien, pero tenía la confianza puesta en que Atenea, como siempre, tendría un plan, una buena estrategia, una fórmula ganadora....

El dios de la guerra, desesperado, intentaba reconducir la situación, pero sus guerreros caían masacrados a centenares.

Ares miró hacia dónde Atenea: nada. Sus hombres, descorazonados, apenas oponían resistencia a unas legiones bien disciplinadas que seguían avanzando al tiempo que mataban y mataban. Algunos de sus hombres empezaron a arrojar las armas y a pedir clemencia. Eso enervó al dios hasta tal punto que se plantó en el frente mismo de lucha, pero aquella muestra de pundonor ya llegaba demasiado tarde. A su alrededor, el valor de Ares consiguió que algunos de sus hombres, por vergüenza, retomaran las armas, se unieran a su señor y plantaran cara a las cohortes romanas, pero las legiones siguieron con sus relevos en primera línea, siempre con hombres frescos en el combate cuerpo a cuerpo. El dios de la guerra fue quedándose cada vez con menos hombres, luego se vio rodeado de heridos y muertos y, por fin, se halló combatiendo solo contra la primera línea de las legiones romanas.

No pudo resistir aquel empuje de la legión XII Fulminata. Estaba superado por todo y abandonado por todos.

—¡Aggghh!—aulló cuando lo hirieron con un gladio, con dos.

En ese instante, el emperador Trajano reconoció la capa y el casco del dios enemigo y ordenó a los legionarios que detuvieran su ataque, que lo rodearan y que vigilaran a la deidad herida, caída y derrotada hasta que el dictador de Roma llegara a aquel lugar y decidiera qué debía hacerse con él.

Entre tanto, la masacre de dioses era generalizada: las legiones XII FulminataXV Apollinaris seguían matando y haciendo prisioneros, aniquilando enemigos como si fueran conejos asustados. Los dioses se habían acostumbrado a guerrear en batallas donde desde el principio hasta el final habían llevado las de ganar, y para nada estaban preparados, ni mental ni físicamente, para un combate que se les torció tan repentinamente.

Los cadáveres se acumulaban.

La masacre fue descomunal.

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