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Julio César y Palas Atenea:


Retaguardia de los dioses:

Los oficiales de Atenea le hicieron ver que el dictador, el general de los romanos, estaba luchando en el centro de su formación y que su presencia parecía haber frenado el avance de las tropas. Atenea, próxima al lugar donde un tribuno romano acababa de ser destrozado por las espadas de sus guerreros, se giró despacio.

—¿El dictador? ¿Estáis seguros?

—Sí, mi general.

Palas Atenea enfundó su espada y empezó a caminar en dirección al núcleo mismo de la batalla campal que se libraba desde antes del amanecer. Varios oficiales y dos docenas de veteranos le seguían de cerca. Por todas partes se combatía cuerpo a cuerpo... hasta la muerte.







El centro de la batalla. Ejército romano:

Cayo Julio César veía con orgullo cómo con su presencia se había recuperado la iniciativa en el choque, pero de nuevo todo parecía haberse estancado. De la caballería ya ni se acordaba. En el centro mismo de aquella vorágine la caballería parecía algo ajeno, lejano. Toda su fuerza y su mente estaban concentradas en conseguir detener el avance del ejército enemigo, allí mismo, en la llanura empantanada de sangre. De pronto los soldados del Valhalla que tenía ante sí se retiraban. Se retiraban. César iba a lanzar un grito para que sus hombres aprovecharan y se lanzaran contra el enemigo aún con más energía, pero tras replegarse una parte de los dioses de primera línea, emergió la silueta de una oficial con coraza, espada enfundada y un casco rematado en un penacho rojo inconfundible: Atenea.







El centro de la batalla. Ejército de los dioses:

La general inspiró aire con profundidad. Por fin tenía ante sí, en un campo de batalla, a su merced, al que conquistó la Galia, al que atravesó el río Rubicón, al que derrotó a Pompeyo el Grande, al que había destruido la república de Roma... ahora, por fin, era suyo, por fin, por fin...

Palas Atenea se abalanzó sobre su enemigo.







Centro de la batalla:

César no lo dudó y avanzó hacia aquella figura. Atenea le esperó. Cayo Julio César caminó hasta quedar a tan sólo tres pasos de distancia. Vio cómo Atenea se llevaba entonces su mano derecha hasta la empuñadura de su espada. El filo del arma del la diosa chirrió al brotar de la vaina de hierro y bronce.

César pensó en hablar, en decir algo, a fin de cuentas aquella era una diosa de la inteligencia y la razón, podían discutir como seres libres, racionales, juiciosos. Pero Atenea no venía para conversar. A César le tocaba conocer ahora a la verdadera Atenea, la guerrera feroz, implacable, mortal.

Así, Palas Atenea, como sus propios veteranos, entró en lucha con rapidez, sin preámbulos de ningún tipo. César, igualmente, se dispuso a arremeter contra la diosa.

Sus espada chocaron y los ejércitos a su alrededor rugieron enfervorizados. César presionaba con destreza. Paró la estocada de la diosa y casi le arrolló con un golpe de su escudo, pero Atenea retrocedió con un salto. El humano lanzó un tajo y la deidad rodó hacia un lado. Intercambiaron mandobles y paradas mientras estudiaban sus respectivos estilos. Alrededor de ambos, de César y Atenea, los hombres y dioses se tomaron un respiro para contemplar la pugna directa entre sus generales. Lucio Escipión y Marco Antonio, próximos al centro de la batalla, asistían también como testigos privilegiados a aquel episodio del combate.

César lanzó un iracundo grito de guerra y arremetió otra vez con su espada. Atenea paró el golpe y retrocedió, dejando que le siguiese. César le acosaba, pero, aún sin su escudo, la diosa no tenía problemas para defenderse. Además, mientras que el cargar con su armadura comenzaba a hacerse fatigoso para el humano, Atenea no parecía tener problemas con su vestimenta defensiva, se movía con ligereza y rapidez.

La diosa asestó una poderosa patada, derribando al dictador de espaldas. El hombre perdió el agarre sobre su escudo, que quedó abandonado en aquel suelo maldito manchado de sangre mientras humano y diosa retomaban su confrontación. Atenea, finalmente, con el destello de una incandescente luz, hizo aparecer su temido escudo, la Égida, con la cual encaró al rostro mismo de Roma, infundiéndole un primitivo temor en su ser al ver el ceño metálico de la gorgona.

Un ruido sorprendió a César. Un ruido que era como muchos ruidos juntos. César conprendió que a su alrededor la batalla se reiniciaba. Atenea embistió y por poco no acabó con el humano al primer embate. Su espada pasó por debajo del brazo de César, echando chispas contra su aradura y cortándolo a la altura de sus costillas.

César retrocedió con un salto y contraatacó, pero Atenea desvió su hoja con su escudo. Volvió otra vez a la carga y le lanzó un mandoble a la cabeza. El dictador lo paró y respondió con una estocada, pero la diosa se hizo a un lado sin problemas. El corte en las costillas le dolía y el corazón le latía enloquecido. Volvió al ataque, embistió contra el escudo, pero Atenea ni se inmutó; se agazapó y le lanzó un mandoble a las piernas. El muslo de César empezó a arderle tanto que se derrumbó. Atenea lanzó un tajó desde arriba y César rodó para alejarse. Trató de incorporarse, pero la pierna a duras penas le respondía.

El ansia de sangre de los dioses fue la que le salvó. La figura de Atenea desapareció tras un regimiento de guerreros enemigos que avanzaban contra César, contra el dictador que ahora sabían herido por su general, los veteranos de Atenea como buitres ávidos de comer la carroña despedazada, de nuevo, avanzaban contra las legiones. César, retrocediendo ante el avance del enemigo, vio el penacho de la general y aquella espada que lo había cortado en alto y escuchó unas palabras en griego provenientes de aquella garganta que comandaba el más temido ejército de los cielos:

Ahora perece el César, y toda Roma junto a él.

El dictador no tuvo tiempo de responder. Recuperó su escudo y etrocedió unos pasos más para reintegrarse con los manípulos de hastati y principes al mando de Lucio Escipión, que era el oficial más próximo al lugar donde había acontecido aquel épico duelo.

—¡Hay que mantener esta línea sin ceder más terreno!—espetó el dictador a Lucio, y este asintió, preocupado, mirando la pierna del general.

—Estoy bien. Es sólo un rasguño—dijo César de forma tranquilizadora, aunque su cojera era evidente y el dolor también, pero el enemigo ya estaba allí.

Ante los ojos del propio dictador, dos veteranos dioses sorprendieron a Lucio Cornelio Escipión y le clavaron una lanza por el costado que lo atravesó de parte a parte. El general asestó con su espada un tajo a la lanza, partiéndola en dos, y revolviéndose hirió a un dios en el rostro y al otro lo aplastó primero con el escudo y luego le clavó la espada, recién sacada de la destrozada boca del otro guerrero, y la hundió en el pecho de quien aún sostenía la mitad desgajada de la lanza que había atravesado a Escipión. Los lictores se hicieron con la posición y protegieron al general mientras éste intentaba asistir al cónsul, que se retorcía en el suelo.

Había caído boca abajo y no podía respirar. Estaba ahogándose en el fango de sangre. César le dio la vuelta y el Asiático escupió sangre y arena y pudo respirar durante un segundo hasta que sus pulmones partidos por la punta de la lanza dejaron de funcionar.

—César...—dijo Lucio Cornelio Escipión el Asiático—, suerte... César...

Y dejó de retorcerse en el suelo. César le cerró los ojos.

—Hay que retroceder, general... hay que retroceder—era Marco Antonio, a su espalda—. Son demasiados... los hastati y los principes no resisten, y tenemos los triari en las alas; sin su apoyo no podemos...

César dejó el cuerpo del cónsul en el suelo. Estaba herido en el muslo, cojeaba, acababa de ver morir a uno de sus mejores oficiales y otros habían caído ya, Lelio y parecía que Manio y quién sabe si alguno más. No sabía nada ni de Longino ni de Africanus ni de Trajano. Cayo Julio César estaba en estado de choque, perplejo, ausente. Los lictores lo tomaron por los brazos y se lo llevaron medio a rastras hacia posiciones más seguras mientras que una desordenada formación de hastati y principes mantenía una línea que permitía cierto orden en aquel repliegue. De pronto un rayo de sentido común invadió la mente del dictador.

—¿Dónde está la caballería, Marco?

—No sabemos nada de la caballería y no hay exploradores ya a los que recurrir. Los últimos que enviamos para saber de Trajano o Escipión no han regresado.

El dictador parecía hundido. Sin la caballería la batalla estaba perdida. Todo perdido... sólo quedaba el honor...

Cayo Julio César, dictator perpetuo de Roma, representante de la humanidad en la batalla final entre dios y el hombre, Ragnarök, enfundó su espada. Con ambas manos se quitó el casco y sacudió la cabeza. No había viento pero la sensación del aire envolviendo toda su cabeza fue gratificante. Respiró hondo. Para reincorporarse al combate no tendría que avanzar; sólo esperar que el repliegue de los manípulos de sus legionarios llegara hasta donde él se encontraba.

Volvió a ponerse el casco. Se lo abrochó con firmeza. Desenfundó su espada. Se pasó el dorso de la mano izquierda por la barbilla sudorosa. Tragó saliva. Los hastati y principes estaban llegando a su altura. El general se quedó firme, plantado en la tierra, como una efigie. Dos signifers pasaron a su lado con las insignias de la legión XIII Gemina. Retrocedían. Los lictores le protegieron para que los hastati y los principes se percataran de su presencia y se replegaran rodeándole. Y tras los legionarios, de nuevo, el enemigo. El general encaró a los guerreros celestiales una vez más, pero ya no había furia, sino contención. Paró golpes y junto a sus lictores se puso al frente de la formación de la XIII Gemina. Tomó entonces el mando de toda la XIII confiando en que Manio u quien fuera siguiera aún vivo y reorganizara las filas de la III Cyrenaica.

—¡En formación! ¡Reagrupad los manípulos!—aulló con energía y, para su sorpresa, los legionarios respondieron.

Las filas manipulares se rehacían mientras se contenía el avance enemigo, pero siempre cediendo, poco a poco, más y más espacio. Eso parecía ya una constante inevitable en aquel combate. En aquella derrota.

—¿Y la III Cyrenaica?—preguntó el general.

—Retrocede a la par que nosotros—respondió Marco Antonio—. Pero creo que no les queda ningún oficial superior al mando.

—De acuerdo—respondió César, asimilando lo que eso implicaba—. Resistamos entonces. Resistamos con todas nuestras fuerzas. Marco, ve y toma el control de la III Cyrenaica.

—Sí, mi general.

Y recibiendo golpes, lanzas que caían intermitentemente, levantando los escudos para frenar las espadas enemigas, intentando detenerse en ocasiones, pero siempre retrocediendo, las legiones de César caminaron hacia atrás, desandando todo lo andado aquella mañana, pasando por encima de los cadáveres del enemigo y por encima de los compañeros muertos o agonizantes. Siempre retrocediendo, siempre hacia atrás. Resistiendo. Perdiendo. Siendo derrotados poco a poco.

El general dejó de dar órdenes. No había nada ya que decir. Habían resistido a los elefantes, y derrotado dos enormes oleadas de atacantes. Aquellos hombres habían ganado ya tres batallas, pero cómo pedirles que ganaran una cuarta batalla más en un mismo día y contra la mayor y más intrépida de sus enemigos. Atenea había jugado bien sus bazas. Era sólo cuestión de tiempo. Aquellos veteranos luchaban con disciplina y tesón. Pensaban masacrar a todos los que tenían enfrente, pero no tenían prisa. No habían entrado en combate hasta hacía apenas una hora, mientras que sabían que los romanos llevaban todo el día luchando.

César pensó reconocer en aquel instante el momento en el que su vida llegaba a su fin.






Flanco derecho romano:

Al frente de la III Cyrenaica, Marco Antonio mantenía la formación en línea, cediendo terreno, siempre sus ojos fijos en la XIII Gemina, donde el dictador había tomado el mando. Haría lo que hiciera la XIII.

Un enemigo se acercó demasiado y Marco Antonio retrocedió como asustado, pero cuando el dios empezaba a sonreír, Marco Antonio detuvo su retroceso y le clavó una daga que empuñaba con la mano del brazo con el que sostenía el escudo. Era un ardid fruto de la desesperación, pero que había dado sus resultados en varias ocasiones. Marco Antonio tenía los músculos entumecidos y tenía hambre y sed y ganas de orinar. Iban a morir todos.






Flanco izquierdo romano:

Los legionarios de la XIII Gemina seguían retrocediendo. César pasó a las líneas de retaguardia para descansar un poco mientras los manípulos de primera línea continuaban la lucha. Tenía que reponer fuerzas. Si él se sentía así, cuando apenas había comenzado a combatir hacía una hora, ¿cómo estarían de extenuados sus hombres? El sentido de la batalla estaba decidido. Pensó en algún plan de huida, pero no lo había, no sin el auxilio de la caballería. Caerían todos. Su vanidad y su orgullo le cegaron: en el fondo de su ser pensaba que podría derrotar también a los dioses mismos. Ahora comprendía lo que quedaba: una muerte gloriosa, unas legiones destrozadas y aniquiladas.

Cayo Julio César dio media vuelta encarando de nuevo la línea de combate. Principes y hastati seguían replegándose. Él, de modo instintivo, también daba pequeños pasos hacia atrás. Estaba recuperando el resuello. Pronto volvería a entrar en la primera línea... Chocó con algo duro. Como una pared, como una gigantesca roca en medio de la llanura y perdió el equilibrio, pero sin soltar la espada paró la caída con sus manos. Se dio la vuelta. Había tropezado con uno de los enormes elefantes muertos. Allí, a gatas, en medio de la vorágine de la más bestial de las batallas, César se percató de que habían retrocedido tanto que ya estaban donde las legiones V y VI de Escipión se habían enfrentado con los elefantes, aniquilándose mutuamente. Habían perdido toda la llanura. Le faltaba el aire. Estaba agotado, de rodillas, cubierto de sangre y sangrando él mismo. Era la derrota absoluta. Era el final. En un arranque de rabia el dictador perpetuo de Roma volvió a levantarse y a ponerse el casco, lo ajustó y, cojeando por la herida en su pierna, se reintegró entre los hastati de primera línea.

—¡No se retrocede más! ¡Muerte o victoria!—gritaba con toda la fuerza de su espíritu y con toda la potencia que sus pulmones le ofrecían—. ¡Muerte o victoria! ¡Esto es el infierno! ¡Vamos a la gloria! ¡Por Roma, contra los dioses! ¡Por los caídos! ¡Por los caídos en esta batalla!

Y el general embistió como un toro bravo a un dios que llevaba siglos combatiendo junto con Atenea. El dios recibió un enorme empellón con el escudo del general y para cuando quiso reaccionar, la espada del dictador le había atravesado la garganta de parte a parte. El filo del arma salió y la sangre salpicó un metro alrededor del dios, que dejó espada y escudo para llevarse las manos a la garganta en un desesperado intento por frenar la hemorragia letal. Para entonces el general ya le había superado y, sin preocuparse de si le seguían o no sus legionarios, fue directo a por más enemigos.

Tras el dictador, los lictores y su pequeño grupo de veteranos abrieron una brecha en el enemigo y como por simpatía, toda la legión XIII Gemina reaccionó con furia superando el agotamiento total en el que estaban sumidos.






Flanco derecho romano.

Marco Antonio se percató del avance de la XIII Gemina.

—¡Maldita sea! ¡Por Hércules! ¡Hay que recuperar terreno!—pero sus legionarios no parecían estar por la labor—. ¡Nenazas! ¿Vais a dejar que los de la XIII Gemina nos digan luego que los de la III Cyrenaica no sabemos luchar? ¿Vais a pasar por eso?

Y no mentó ni a los dioses, ni a Roma, ni la gloria. No hizo falta. Los hastati, principes y triari de la III Cyrenaica vieron cómo los de la XIII Gemina recuperaban varios pasos de terreno y, como movidos por un resorte desconocido e invisible, clavaron sus talones en el fango rojo de la sangre de la llanura, plantaron sus escudos, pusieron sus espadas en ristre y, a una, empujaron contra el enemigo. La XIII Gemina volvía a avanzar.







Retaguardia de los dioses:

—Resisten, general—comentó Ares a Atenea.

La diosa observaba aquella reacción desde la retaguardia, donde se había vuelto a ubicar para volver a tener una visión de conjunto de la formación de ambos ejércitos. No parecía preocupada por aquel nuevo embate de las legiones. Había visto decenas, centenares de ellos.

—Es el último estertor—dijo—. Los moribundos, antes de morir, tienen a veces un último arranque de rabia. Dejadlos avanzar en el centro, pero conténganlos en las alas. Dejaremos que se embolsen a sí mismos, luego los desbordaremos por los flancos. ¿Qué sabemos de la caballería?

—No hay noticias sobre Cástor en el flanco izquierdo—informó Ares—. Pero Pólux ya está de regreso con sus catafractos, podemos usarlos para terminar el cerco y...

—No—interrumpió Atenea.

—¿Perdona?

—Mira bien, hermanito—señaló la diosa—. César aún tiene a dos legiones de reserva casi al completo en su retaguardia. Si las interpone entre la linea de batalla y los catafractos, podría acabar con nuestra caballería, y aunque habrían bajas, podría luego volverse y rematar a nuestra agotada falange.

Ares parpadeó dos veces.

—¿Pero por qué el humano no ha lanzado esas legiones contra nosotros aún?

—Obviamente para enfrentar a nuestro último ejército también en la reserva. Tus hombres, tu ejército al completo, no ha luchado aún. César lo sabe y pretendía tener con qué encararlos más delante. No obstante, esas legiones a su espalda eran también su garantía en caso de que sus alas de caballería cayesen ante las nuestras. Si las envía a la batalla, se descubre a sí mismo. Es por eso que tenemos que, o acabar primero con las fuerzas que ya están en combate, o forzar a la retaguardia actuar.

—¿Qué propones?

—Embolsaremos a las dos legiones que están combatiendo, una vez allí, o César asume esa perdida como un sacrificio o envía a sus reservas a romper el cerco. Independientemente de lo que haga, ese será el momento para que los catafractos ataquen por la retaguardia. Envía un mensajero a Pólux con esas mismas instrucciones.







Vanguardia romana:

César sintió un orgullo especial al ver cómo sus legiones recuperaban terreno, hasta que de nuevo, en medio del fango pegajoso que como arenas movedizas parecía absorber las piernas de cada soldado hacia las entrañas de aquella tierra extraña, las legiones no pudieron más y, exhaustas, no avanzaron más. En ese momento, los veteranos de Atenea recuperaron la iniciativa.

—Tenemos noticias de la caballería—dijo un mensajero, resollando a causa del esfuerzo.

César se volvió en redondo, sujetando al legionario por los hombros.

—¡Habla, por todos los dioses! ¡Dime por favor que Trajano y Escipión vienen en camino!

El mensajero negó nerviosamente con la cabeza.

—Escipión... Escipión el Africano está muerto—murmuró—. Los catafractos del flanco izquierdo nos rodearon y están en nuestra retaguardia. No han atacado, algo esperan, general, pero están aquí...

César guardó silencio, mirando a la nada con ojos perdidos. Habían perdido el flanco izquierdo. Sin caballería no había posibilidad alguna de victoria o esperanza...

—¿Trajano...?

—No sabemos nada.

El dictador cerró los ojos. Podía enviar a sus reservas a confrontar a los catafractos que, exhaustos como estaban, seguramente caerían. Pero si lo hacía, los veteranos de Atenea rematarían a las ya agonizantes legiones III Cyrenaica y XIII Gemina. Por otro lado, si sus reservas cargaban en ayuda de los combatientes, los catafractos los embestirían por la retaguardia y no habría forma de detenerlos. Además, Atenea tenía aún a un último ejército entero, de apariencia menos profesional pero mucho más numeroso. Si agotaba a sus legiones de retaguardia antes de enfrentar a esa fuerza final, se podría repetir el desastre al que se enfrentaba en ese mismo momento.

César veía impotente como sus hombres, sin saberlo, estaban siendo rodeados por los extremos. Un hermoso embolsamiento y aniquilación. Esa nunca fue su batalla de Zama, sino su propia tragedia de Cannae...

En el fondo de su ser, sintió empatía por la muerte de su antiguo aliado político, Marco Licinio Craso, que había perecido en la batalla de Carras luchando contra los temibles catafractos partos. Durante gran parte de su vida, César había creído que, de estar en su situación, habría podido salir airoso de aquel desastre, pero ahora...

Una idea se encendió en su mente, una locura desesperada pero que podría comprarle tiempo a Trajano de, si estaba vivo, acudir en su auxilio con su caballería. No habían garantías, pero tampoco había otra opción.

—Llama a Marco Antonio—dijo al mensajero—. Que acuda conmigo inmediatamente.

—Sí, general.

—Y... envía mensajeros a los hombres de la retaguardia—añadió, muy a su pesar, en contra de los mismos instintos que lo habían mantenido con vida durante tanto tiempo—. Quiero que la XII Fulminata y la IV Scythica entren a la batalla y estén atentos a mis ordenes. Habrá que ejecutar una maniobra en particular.

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