El choque de dos mundos:
—Escudos de plata—murmuró César para sí mismo—. Por todos los dioses: son argiráspides.
El sol de aquel maldito amanecer que nacía desde el oeste brilló sobre los dioses, quienes alzaron sus escudos. El sol reflejó sobre la superficie de los mismos con tal fuerza que cegó a todos los romanos.
Sólo los argiráspides, las unidades de élite fundadas por Alejandro Magno, llevaban escudos de plata como aquéllos, en donde se reflejaba el sol hasta cegar al enemigo. Lo sorprendente es que nunca antes se había visto tantos argiráspides juntos, tantos miles. No se podía ver bien contra el reflejo del sol en aquellos malditos escudos. Hacía falta mucho dinero para poder hacer tantos escudos de plata. Una fortuna inimaginable... o ser un dios. Eso también parecía funcionar.
César inhaló y exhaló profundamente. Escipión había caído el error de tratar a Atenea como si fuese Aníbal, él no mordería el mismo anzuelo. Desde ese momento, decidió que lucharía contra la diosa de la misma forma en la que lucharía contra el invencible Alejandro Magno. Quizá todo estaba perdido, pero eso no lo detendría. Era muerte o victoria. No había otra opción.
Primera linea de combate romana.
El choque fue frontal, feroz, salvaje.
Lucio Escipión no acertó a reaccionar sino hasta que los hastati de la legión XIII Gemina se encontraron a un centenar de pasos de los guerreros enemigos.
—¡Ahora! ¡Lanzad! ¡Lanzad!—gritó el Asiático, pero ya era tarde, sabía que era tarde.
Todos los legionarios a una arrojaron una andanada de pila, pero disparaban sin ver, cegados por treinta mil escudos que actuaban como espejos.
Por respuesta recibieron una tanda similar de jabalinas de todas las formas y dimensiones acompañada de decenas, centenares de piedras de los honderos. Piedras y jabalinas golpeaban los cascos y escudos de los romanos, y, con demasiada frecuencia, se colaban entre los resquicios de las armas defensivas y se clavaban en rostros, muslos, hombros... Los gritos de dolor emergían por todos lados, pero pronto ya no hubo espacio entre romanos y dioses.
Los manípulos de hastati se cerraron para formar un bloque compacto con el que enfrentarse a la falange que avanzaba contra ellos con la temible destreza de infinitos años de lucha. Los romanos ya habían derrotado a falanges similares a lo largo e su historia, pero aquella formación compacta, disciplinada y con las largas sarissas en ristre siempre era un enemigo difícil.
Los hastati escuchaban las voces de sus centuriones animándoles a seguir avanzando hasta el impacto final contra el enemigo. El choque de ambas líneas fue descomunal y las sarissas, algo más largas que las astas de los romanos de primera línea causaron estragos entre los legionarios. La disciplina impuesta por los Escipiones mantuvo la línea, pero el empuje de los guerreros celestiales era superior. Pronto, los hastati, más inexpertos, heridos en muchos casos y todos atemorizados, empezaron a perder terreno. Los soldados sentían que su propia flaqueza parecía transmitirse al corazón de sus enemigos transformada en más vigor y fortaleza en su lucha, pues cada vez empujaban los dioses con más intensidad.
—¡Desenvainad! ¡Desenvainad y cortad las sarissas!—gritaron los centuriones, y algunos daban ejemplo y, a riesgo de su vida, se introducían entre el bosque de puntas de sarissas enemigas y, a fuerza de descomunales mandobles, conseguían partir algunas de las largas lanzas enemigas.
Pero algunos dioses desenvainaban también y herían a su vez a los valientes centuriones y a muchos de los que seguían sus órdenes y, mientras tanto, el grueso de la falange divina seguía avanzando y los romanos no dejaban de retroceder y ceder terreno. La batalla se estaba perdiendo en el centro de la llanura.
Retaguardia romana:
Todos estaban cumpliendo su cometido bien y, aun así, la victoria se antojaba muy compleja. El centro había detenido a los elefantes, pero eso sí, a coste de dos legiones, y ahora los hastati no se bastaban para retener a la falange y si había algo que no se podía ceder en una batalla era el centro.
Vanguardia romana:
Escipión el Asiático pinchó por el lateral de su escudo a un ángel que tenía enfrente. Apartó el escudo un segundo y clavó su espada en el hombro del enemigo, éste se hizo a un lado y el cónsul de Roma aprovechó para empujarle con su escudo y avanzar; entonces otros dos ángeles vinieron para sustituirle. El cónsul planta de nuevo su escudo en el suelo y se refugia tras él. Caen los golpes. Pincha de nuevo por debajo, emerge, clava, empuja, hiere, vuelve a empujar y prosigue con su avance. Con el rabillo del ojo controla sus flancos. Los legionarios le siguen, pero muy a duras penas. Se frena o se quedará solo rodeado de enemigos.
—¡Avanzad, por Júpiter! ¡Avanzad y mantened la formación!—grita sus órdenes en los momentos en los que se refugia tras el escudo.
Sus hombres redoblan sus esfuerzos por seguir atacando, pero después de la carga de los elefantes muchos están aterrados y no ha habido tiempo para recuperarse. Lucio ve cómo en lugar de seguirle los hastati empiezan a ceder terreno.
—¡Maldita sea!—dice, y cede terreno a la par con sus hombres.
Quedarse solo allí es una locura sin sentido. ¿Por qué no le sustituyen los principes? El general debería ordenar ya la sustitución de los unos por los otros. Ya. Nuevos golpes caían sobre su escudo.
Primera línea de combate romana. Ala derecha:
Cayo Lelio se protegía de la ferocidad con la que combatían los dioses. Había matado a dos o tres y herido a varios, pero la flecha del hombro había sido golpeada por la espada de uno de sus enemigos y se había movido en su interior desgarrándole algo, no sabía bien qué, pero apenas sí podía sostener el escudo y si lo soltaba era hombre muerto. Los hastati de la III Cyrenaica se estaban comportando con honor, pero se les veía que no habían tenido tiempo para recuperarse del ataque de las bestias africanas y ahora la furia de aquellos ángeles y dioses traídos desde los cielos les hacía retroceder.
Lelio lo veía cuando miraba hacia abajo. Palmo a palmo perdían terreno y lo seguirían perdiendo si los principes no entraban a reemplazarles en primera línea. No era cobardía. Nadie podía acusarle de cobardía. Era necesidad. ¿Por qué el dictador no ordenaba que les sustituyeran ya?
—¡Aaahh!—le habían alcanzado por un lateral con una espada.
No sostenía bien el escudo por la flecha clavada y eso había permitido que un dios le sorprendiera por atrás. En un ataque de furia producido por una adrenalina suplementaria que su cuerpo generó en aquel instante, Cayo Lelio empujó con su escudo con bestialidad. Derribó a dos, tres enemigos, bajó la defensa, golpeó, clavó y pinchó con su espada e hirió mortalmente a varios de aquellos dioses, luego retrocedió varios pasos para reintegrarse con sus hombres, que parecían retroceder cada vez más rápido.
Cayo Lelio, oficial al mando de la III Cyrenaica, sangraba por delante y por detrás de un hombro destrozado. Le costaba respirar. Tenía que dar órdenes pero le faltaba fuelle para gritar. Inhalaba aire a espasmos. Escupió en el suelo y vio que por su boca salía sangre. Y los dioses no cejaban en su empuje.
—Mierda de batalla—dijo en voz baja, atragantándose con su sangre, que le supo buena.
Tenía sed.
Retaguardia romana:
Cayo Julio César veía cómo los hastati retrocedían ante los treinta mil argiráspides de la primera línea griega. Al hacerlo, los manípulos de principes y triari de las líneas dos y tres de combate romanas cedían terreno de forma similar para evitar quedar todos atrapados en una maraña sin formación ni maniobrabilidad. Era la línea de hastati la que debía oponer más resistencia, pero se veía que no podían.
Debía dar orden de reemplazarlos y dar paso a los principes, frescos y listos para el combate, pero César se resistía a ordenar aquella maniobra. Atenea sólo estaba empleando su primera línea de combate mientras preservaba otras dos de refresco, intactas. Él no podía cometer la insensatez de emplear todas sus tropas para responder a la embestida de la primera línea de los dioses, pero los hastati cedían y cedían. Se pasó la palma de la mano por el rostro e, inconscientemente, apretaba unos dientes contra otros. Sentía las miradas de los lictores en su cogote y del pequeño grupo de veteranos legionarios que le acompañaban a modo de guardia personal y de los soldados con las tubas y trompas que debían transmitir las órdenes del dictador de Roma. César se debatía en una tempestad de dudas. Mientras, en primera línea, morían sus hombres. Morían. Y él lo sabía.
Primera línea de combate romana.
Cayo Lelio veía cómo los legionarios de la III Cyrenaica no podían más. Así no podían seguir o aquello se convertiría en una huida en toda regla. Inspiró aire con todas sus fuerzas y luego soltó un potente alarido:
—¡Mantened la formación! ¡Por Hércules, no se retrocede! ¡No se retrocede!
Y se alzó cubierto de su propia sangre para asomarse por encima del escudo, donde una piedra arrojada por un hondero le pasó rozando, pero sin darle. Avanzó hacia dos ángeles que le encaraban y les atacó con la desesperación de quien se sabe malherido. El súbito cambio de actitud, de retroceder a embestir, sorprendió a los guerreros alados y para cuando quisieron reaccionar se encontraron con la espada de Lelio seccionándoles la garganta, pero nuevos ángeles vinieron a reemplanzarles.
Cayo Lelio se batía como un jabato con la espada. Asestaba golpes a derecha e izquierda y se protegía frontalmente con el escudo sostenido en alto por un brazo entumecido que no sentía, pero no veía lo que pasaba tras de sí. Los hombres de la III habían intentado responder a las demandas de su oficial pero tras una breve reacción inicial, volvían a perder terreno abandonando a su líder a su suerte.
Cayo Lelio sintió cómo le hendían un hierro, podía ser una espada o una lanza, justo en el vértice de su espalda y sintió algún hueso crujir. Comprendió entonces que estaba rodeado. Se volvió ciento ochenta grados y con su espada atravesó el corazón del dios que acababa de herirle traicioneramente, hecho que los ángeles de la línea de ataque divina aprovecharon para abalanzarse sobre él.
Un Cayo Lelio fresco y sin heridas habría salido de allí a mandobles, empujones y golpes, luchando como una fiera, pero estaba extenuado por el combate y por la sangre que llevaba perdiendo toda la mañana. Cayo Lelio sólo acertaba a dar golpes defensivos y a mantener pegado su escudo a su cuerpo. Seis dioses le rodeaban.
—¡A mí, la III! ¡A mí, la III!
Fue el último grito del general que sobrevoló la línea de enemigos que le había rodeado y llegó a oídos de los hastati que seguían en retirada. Fuera porque ya no era una orden, sino que eran palabras de un romano agonizando, o porque la llamada de auxilio de su superior les avergonzó, los hastati de la III Cyrenaica de Roma reaccionaron y embistieron a plomo a sus enemigos.
Éstos se vieron sorprendidos por aquella súbita reacción y cedieron unos pasos, los suficientes como para que los legionarios pudieran recuperar el terreno perdido y alcanzar la posición donde Lelio estaba luchando, pero para cuando los hastati llegaron allí, su oficial estaba arrodillado en el suelo. Tenía la flecha clavada en el hombro, heridas en brazos y piernas y una lanza que lo atravesaba de parte a parte entrando por su espalda. A su alrededor había cinco dioses muertos y uno malherido que enseguida fue abatido por los legionarios y todo era sangre, sangre y más sangre. El oficial les miró con los ojos muy abiertos.
—Mirad que os cuesta cumplir una orden—les dijo al tiempo que salía más sangre por su boca—. Mantened la posición... mantened la posición...
Y cayó de bruces sobre su propias babas y sangre. Dos hombres dieron la vuelta a su cuerpo con cuidado, mientras una docena de legionarios mantenía la línea de combate alejada del oficial. Cayo Lelio les miraba sin cerrar los ojos y sin parpadear, con la boca entreabierta por la que no dejaba de manar más sangre. Los dos hastati se miraron entre sí y depositaron con cuidado el cadáver del mejor amigo de Escipión el Africano en el suelo, sobre aquel creciente charco de sangre.
Retaguardia romana:
César asentía lentamente. La línea de hastati de la III Cyrenaica había reaccionado y dejaba de retroceder, lo cual era positivo. Cosa de Lelio, el Lelio de siempre, el de Cartago Nova, el de Baecula, el de tantas otras batallas, seguro, pero la XIII Gemina seguía cediendo terreno, de modo que toda la línea de combate romana corría el riesgo de dislocarse, de segmentarse en dos. Eso era inadmisible.
—¡Ahora!—espetó el general con rapidez.
Todas sus dudas se despejaron ante el peligro de ver la línea de su ejercito partida en dos. No tenía sentido reservar tropas si la batalla se perdía desde el principio.
Las tubas y las trompas resonaron en la llanura. Los principes se pusieron en marcha, camino de su fin o de la gloria. En aquella batalla no habría margen para retiradas parciales. Era todo o nada. Muerte o victoria.
Segunda línea de combate romana avanzando hacia la primera:
Lucio Escipión aullaba mientras iba de un extremo a otro de los manípulos que se incorporaban a la vanguardia.
—¡Por Júpiter, hastati atrás, principes al frente, principes al frente!
El propio cónsul buscó una posición adecuada en el centro de la línea de los principes y avanzó con los nuevos manípulos hasta la primera línea. No era momento de quedarse a medias. Sabía que los legionarios dudaban al ver como velites y hastati habían perdido terreno pese a su arrojo. El cónsul estaba convencido de que cuando todos vieran que él mismo se situaba en vanguardia, nadie retrocedería, no, al menos, sin antes morir.
Lucio llegó a la primera línea y se encontró con las pertinaces sarissas apuntando afiladas y mortíferas contra los gaznates de sus hombres.
—¡Pila en alto!—gritó el cónsul, y todos los centuriones repitieron su orden.
Miles de legionarios tomaron uno de sus dos pila con el brazo derecho y aguardaron la orden de sus superiores.
—¡Ahora, malditos, ahora, por todos los dioses!—espetó Lucio mientras él mismo lanzaba su pilum contra los guerreros enemigos con una fuerza descomunal.
El arma del cónsul voló por el aire en un trayecto corto, pues el enemigo estaba a tan sólo unos pasos. Uno de los dioses percibió que aquella lanza iba contra él, de modo que alzó su escudo para protegerse, pero la potencia de lanzamiento del veterano cónsul, así como su precisión, estaban muy por encima de la media, y el pilum atravesó el escudo del soldado celestial, hiriéndole no mortalmente, pero sí segando venas y arterias de su brazo y hombro dejándolo malherido y, lo más importante, haciéndole inservible para la primera línea de la falange.
No todos los pila del resto de principes resultaron tan lesivos como el del cónsul, pero sí que se crearon bastantes bajas entre el enemigo que permitieron, al menos, detener su avance mientras se reorganizaban para sustituir a los guerreros abatidos.
—¡Segundo pilum, en ristre!—ordenó Lucio.
Y así, con la segunda arma avanzando por delante de ellos, a modo de improvisada lanza, se produjo el choque entre los principes y la aparentemente indestructible falange divina.
Lucio sabía que de nuevo aquello no sería suficiente. Necesitaban a los triari con sus largas lanzas y su experiencia y arrojo brutal para contener a aquellos malditos dioses. Una vez más las sarissas causaron estragos y aunque de nuevo se dio la orden de usar las espadas para cortar las lanzas enemigas, muchos cayeron heridos o muertos.
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