El amanecer en los cielos:
Era la madrugada del día señalado para la batalla. En el campamento romano, todos los legionarios desayunaban con avidez. Presentían el combate y sabían que necesitarían muchas energías para sobrevivir. El dictador había reunido de nuevo en su tienda a todos sus generales y oficiales. Las linternas y las lámparas de aceite chisporroteaban en su incansable esfuerzo por iluminar la estancia. Todos sabían de la solemnidad del momento y esperaban con nerviosismo las instrucciones de su general en jefe.
—Quiero a todas las legiones según lo acordado. Formación clásica en triplex acies, con las cohortes distribuidas en una inmensa cuadrícula: una cohorte ocupa un cuadrado y el siguiente queda vacío, y esa distribución se alterna en la siguiente fila. Dispongan a las tropas como bien conocen: velites al frente, y las líneas de hastati, principes y triari consecutivamente detrás de la infantería ligera de los velites. Escipión en el centro, para recibir a los elefantes. Trajano y Marco Aurelio cubrirán las alas. Yo tomaré control del centro para contener a la falange enemiga, relevando a las tropas de Escipión.
César miró a sus hombres, todos asentían muy seriamente, atentos.
—Ahora cada uno a su labor; que empiece el despliegue de tropas.
Centro Romano:
Publio se colocó al frente de sus tropas, los veteranos que lo habían acompañado en la gran batalla de Zama, aquellos hombres desterrados por su patria, como él mismo lo sería después, esas Legiones Malditas que habían puesto un alto al imparable avance de Aníbal.
Había empezado dirigiéndose hacia sus tropas con cierta calma fría, pero, a medida que avanzaba en su discurso, sus músculos se tensaron, las venas del cuello se marcaban con claridad, su rostro se tornó sudoroso y ligeramente enrojecido, henchido de sangre y pasión. Pronto todos y cada uno de los hombres de las legiones V y VI no hacían otra cosa sino escuchar a su líder, a su jefe, al único procónsul de Roma que había derrotado al temible Aníbal.
—¡Seremos nosotros los primeros en luchar!—continuaba Publio Cornelio Escipión desde lo alto de un hermoso caballo blanco con el que se movía despacio, al paso por delante de la perfecta formación de las legiones V y VI–. ¡Y lucharemos primero porque César sabe lo que valemos! ¡Sabe que somos inamovibles! ¡Sabe que ningún enemigo pasará por nosotros, sin importar qué! ¡Y por Castor y Pólux, tiene razón!
Observó a sus hombres, disciplinados, fieros y aguerridos. Estudió los rostros de sus oficiales, su hermano menor Lucio Cornelio Escipión el Asiático y su mejor amigo Cayo Lelio.
—¡Sabe bien lo que somos! ¡Pocos, pero fuertes y leales y valientes! ¡Estas legiones dicen que están malditas! ¡Es posible, pero en ellas no hay sitio para los débiles de espíritu y de físico! ¡Conquistamos Locri en Italia, derrotamos Sífax, rey de los númidas, y a los generales Hanón y Giscón! ¡Ciudades se han entregado y han abierto sus puertas por el temor a vuestras armas o por vuestra persistencia en el asedio, como en Utica! ¡Por todos los dioses, sé que hablo a hombres valerosos y de gran fortaleza de ánimo! ¡Vencimos a Aníbal Barca, maldita sea! ¡Las únicas legiones de Roma que han conseguido tal cosa! ¿Pero sabéis una cosa? ¿Sabéis qué sois vosotros para Roma?
Y una nueva pausa en la que el procónsul miraba desde su caballo a los hombres ahora silenciosos que le observaban absortos desde sus cascos ajustados bajo el sol resplandeciente de aquel amanecer, quizás el último que vieran muchos, quizás el último que vieran todos.
—¡Para Roma no sois nada! ¡Nada! ¡Os lo repetiré una vez más: para Roma no sois nada más que la misma escoria que expulsó y desterró a Sicilia para olvidarse, para borrar de los anales de la historia de Roma la más vergonzosa de las derrotas ante el enemigo! ¡Para Roma seguís siendo los vencidos de Cannae, los miserables que huyeron en lugar de morir con dignidad protegiendo su patria! ¡Lo sé, lo sé, mi corazón está con vosotros y sé lo que pensáis, sé que pensáis que eso no es justo, ya no, porque creéis haber compensado aquella grave ofensa con vuestro servicio y vuestra sangre en África, con las victorias allí conseguidas y, aún más, con haber derrotado a Aníbal para que, al fin, después de tantos años de terror, abandonara Italia! ¡Creéis que sólo por eso se os debería conceder el perdón! ¡Pero os he de decir una cosa! ¡Eso valdría con cualquier otra ciudad y con cualquier otro pueblo pero eso no basta para el pueblo romano y para el Senado de Roma, eso no es suficiente! ¡No es suficiente para borrar las seis legiones masacradas por Aníbal en Cannae! ¡Yo mismo, a quien ustedes apodasteis Africanus, fui desterrado de aquella ingrata patria a base de conjuras y malversaciones! ¡Los servicios que yo, mi hermano, mi padre y mi tío prestamos a esta república fueron respondidos con insultos y exilios! Así que sí... ¡Para Roma no sois nada! ¡Nada! ¡Y Roma no os dejará regresar ni os perdonará nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!
Publio Cornelio Escipión miró a su ejército; el silencio se había fraguado poco a poco y parecía que los legionarios fueran estatuas de piedra y que ni tan siquiera respiraran.
—Y vosotros me diréis entonces y con razón, ¿y para qué luchamos entonces si no es para volver con los nuestros y para recibir el perdón? ¡Un legionario jamás lucha por obtener un perdón, un legionario nunca buscará ser redimido, un legionario sólo puede buscar la victoria o la muerte! ¿Que por qué lucháis? ¡Yo os lo diré, por Júpiter! ¡Lucháis, lucharemos hoy todos por el triunfo y por la gloria! ¡Las legiones V y VI no buscan el perdón de Roma sino que Roma se arrodille ante ellos! ¡No lucháis por que os dejen regresar sino que lucháis por recibir un triunfo y ser conducidos por mí hasta el mismísimo Capitolio! ¡Lucháis por ser no las "Legiones Malditas", sino las mejores legiones de la historia de Roma! ¡Y a los legionarios que me habéis seguido desde Hispania sólo os recordaré que allí jurasteis seguirme hasta el mismísimo infierno! ¡Sea, entonces: bienvenidos todos al infierno!
Y el procónsul desenvainó su espada y la esgrimió en alto al tiempo que gritaba:
—¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria!—y con un último esfuerzo, llorando, salpicando saliva al gritar–. ¡Todos al infierno! ¡Hasta el infierno!
Y los miles de soldados de sus legiones, de las legiones V y VI, desgarraron el aire con un rugido cien mil veces más fuerte que el rugido del más temible de los leones:
—¡Hasta el infierno!
—¡Hasta el infierno!
—¡Hasta el infierno!
Ala Derecha Romana:
Marco Ulpio Trajano se puso al frente de sus legiones II Traiana Fortis y XXX Ulpia Victrix, como hiciesen Julio César o Alejandro Magno en su día. Su augusta figura, casi la de un dios en vida, resplandecía bajo la luz de las estrellas, que lentamente se desvanecían en las alturas para dejar paso a un nuevo día.
—Los hombres de Escipión parecen motivados—comentó su mejor oficial, Lusio Quieto.
Trajano asintió con la cabeza. Podía sentir las miradas de todos sus legionarios sobre su espalda, mirándole con expectación, ansiosos y, francamente, temerosos de lo que venía. El emperador no podía culparlos. Habían luchado contra hombres y bestias de cada rincón del mundo, pero jamás se habían visto las caras con los mismos dioses a los que adoraban.
Aún así...
—Después de tatas victorias como se han conseguido bajo mi mando, ¿aún dudáis todos de mí?
Los soldados guardaron un silencio de muerte, como si todo el temor y la inquietud que guardaban hacia el combate con las deidades se hubiese transformado en pavor de haber ofendido a su emperador.
El cónsul Manio Acilio Glabrión, el jefe del pretorio Tiberio Claudio Liviano y el legatus Cneo Pompeyo Longino se dispusieron junto a Lusio Quieto, con la fas seria por fuera, pero sonrientes por dentro, simplemente felices de poder servir bajo el mando de su emperador una vez más.
—Decidme—seguía Trajano, cada vez alzando más la voz—. ¡Decidme, por Júpiter! ¿cuándo he sido yo derrotado? ¡Vamos, decidme, mencionad tan sólo una derrota sufrida por mí! ¡Ya sea en Partia o en el Danubio o en el Rin! ¡Dadme el nombre de alguna batalla en la que estando yo al mando hayamos sufrido una derrota!
Nadie dijo nada.
No había batalla alguna que mencionar.
—¿Creéis acaso que me he vuelto loco o viejo o las dos cosas a la vez? ¿No he siempre marchado a pie, andando, como el resto de los legionarios del ejército? ¿No como acaso su rancho, no bebo el agua de la tropa, no duermo en las tiendas de campaña cuando estamos en marcha? ¡Habladme, por Hércules!—Trajano casi gritaba, rojo, encolerizado como no lo habían visto casi desde la Batalla del Tigris, hacía tantos siglos—. Decidme, de una vez por todas y para siempre, ¿cuántas victorias he de conseguir para que comprendáis que yo nunca nunca entro en combate si no sé que voy a conseguir la victoria? ¡Lo calculo todo una y mil veces, lo pienso todo una y mil veces, por Cástor y Pólux! ¡Escucho vuestras dudas cuando las tenéis y cambio de criterio cuando vuestras apreciaciones son justas!
Suspiró, puso los brazos en jarras; volvió a hablar con voz algo más serena, pero con la misma indignación.
—Los dioses nos han abandonado, o, más bien, jamás estuvieron con nosotros. Habrá a quien eso les parezca desesperanzador, pero no a mí, porque eso sólo significa una cosa. ¡Todas nuestras victorias! ¡Todas nuestras grandes batallas! ¡Jamás vencimos por gracia de los dioses, sino por nuestra propia mano y espada! ¡Siempre que vencimos lo hicimos nosotros y sólo gracias a nosotros! Si los dioses no pueden concedernos la victoria cuando éramos hombres luchando contra hombres, ¿cómo esperan concederse la victoria a sí mismos el día de hoy?
Se tomó un momento, dejando que sus palabras fuesen bien digeridas por las mentes de sus hombres.
—Ahora estamos aquí, con la humanidad entera sobre nuestros hombros, y venceremos porque, del mismo modo que César y Escipión, lo tengo todo preparado y dispuesto, como lo tuve cuando cruzamos el Danubio y atacamos a Decébalo, o como cuando nos lanzamos sobre Armenia tras atravesar el Éufrates y la conquistamos, o como cuando nos hicimos con Batnae y Nísibis. Y todo va a salir igual de bien, aunque los dioses hayan lanzado terremotos contra mí, pese a eso, pese a todo, vamos a ganar esta maldita batalla y vamos a descender luego por el Valhalla y vamos a conquistar el Olimpo. Y si me veis perturbado, nervioso al hablaros, es sólo por agotamiento, porque yo puedo derrotar a tantos enemigos como se pongan delante de mí. Tengo con vosotros la fuerza y la lealtad y la valentía para conseguir tantas victorias como hagan falta para doblegar a los cielos al completo, pero ¿sabéis una cosa? Hay un enemigo al que no puedo vencer y eso me exaspera, porque está aquí, siempre, entre vosotros, y nos acompaña siempre desde que los elegí para acompañarme en esta campaña celestial.
Trajano no desveló el nombre del enemigo en cuestión. En su lugar, calló y volvió a sentarse, cabizbajo, como agotado, vencido.
—¿Qué enemigo es ése, augusto, al que no podemos vencer?—preguntó Lusio Quieto.
Trajano levantó la cabeza y lo miró con una sonrisa de impotencia.
—Nuestras creencias. Nuestra religión. Aquello que fuimos criados para creer desde niños. Contra nuestra propia cultura no puedo. Nadie puede derrotar a una idea, a un concepto arraigado a nosotros desde nuestro origen. Puedo doblegar a los dacios, a los armenios, a los partos y a todos los pueblos del mundo, pero no soy capaz de derrotar a esa idea que causa miedo entre mis legionarios. Veo el eterno terror al castigo divino reflejado en vuestros rostros. Así no puedo luchar más. Pensaba que tras contemplar al bárbaro de la lejana Xeres enfrentar al dios guerrero de los germanos, que tras ver a aquel hombre al que los cristianos y los judíos atribuyen al origen de la humanidad poner de rodillas al mismísimo Júpiter Opitmo Máximo, que tras ser todos testigos de Neptuno, señor de las aguas, ser cortado en pedazos por un espadachín venido desde donde nace el sol, ese miedo se habría disipado de una vez por todas, pero no. Contra la religión, contra la idea de que los dioses que dominan el mundo desde los cielos son todopoderosos todo es poco, todo es inútil. Quizá si alguien se digna a escribir sobre esta batalla lo pondrá en uno de sus papiros: "Y Trajano fue vencido al fin por los dioses, por la idea creada por los mismos humanos que ni sus mejores oficiales podían olvidar nunca".
Suspiró de nuevo; más profunda e intensamente que las veces anteriores.
—Nos retiramos. Hemos sido vencidos antes de ni siquiera intentarlo.
El silencio más sepulcral se apoderó del cónclave de militares romanos.
—Seguramente el emperador Trajano no merece oficiales tan torpes como nosotros—dijo Lusio Quieto agachándose de cuclillas para hablar cara a cara al emperador, que se había sentado—, pero sí hay algo que puedo garantizarle al César: yo no temo ni a los dioses ni a creencias antiguas. Sólo me inquietan decenas de miles de arqueros, infantes y jinetes, pero sé que tenemos el mejor César que ha habido nunca, un emperador que es simple y llanamente invencible. Nunca ha sido derrotado y nunca lo será y yo lo seguiré hasta la muerte, hasta el fin del mundo o hasta el Hades, si es eso lo que Trajano quiere conquistar un día.
Trajano sonrió algo más relajado.
—¿Cuál es el plan de ataque, augusto?—preguntó entonces Quieto.
Trajano asintió al ver que Manio, Liviano, Longino y el resto de los allí reunidos cabeceaban afirmativamente, como si Quieto hablara por todos ellos.
—Traed un plano del campo de batalla—respondió el emperador.
Se lo llevaron de inmediato.
Ala Izquierda Romana
El emperador Marco Aurelio Antonino tenía puesto el casco incluso antes de la salida del sol. Optó por acudir a la primera línea de combate. No se trataba de cometer una locura ni de poner en peligro su vida sin sentido. Se trataba de que la primera línea de combate no debía retroceder en ningún caso y Marco Aurelio sabía que su presencia allí era la mejor garantía de que nadie se atreviera a retroceder un paso.
Se paseaba de un lado a otro de la vanguardia examinando a los hombres y deteniéndose allí donde le parecía que algún arquero no tenía el arma a punto o suficientes flechas para detener lo que debía llegar en cualquier momento. Marco Aurelio recordaba el consejo de César de la noche anterior, cuando debatieron sobre el plan de ataque al entrar él en la gran tienda del praetorium del campamento romano.
—Cuando lancen los catafractos deberás resistir sin ceder un paso. El ala izquierda de nuestro ejército no puede ceder. Si retrocedes, Marco Aurelio, todo se vendrá abajo. Nosotros nos ocuparemos con las legiones del centro, de la falange y de los elefantes. Tu misión es detener a los catafractos y destrozar las líneas enemigas de caballería e infantería que les siguen. ¿Podrás con los catafractos, emperador?
—Podré, dictator, pero ¿podréis vosotros con los elefantes?
—Nos ocuparemos de ellos como hicimos en Zama.
Marco Aurelio asintió, pero aún tenía una duda.
—¿Y el ala derecha podrá contra los catafractos?
—El ala derecha es cosa de Trajano, y a él tú lo conoces mejor que yo. Tú, Marco Aurelio, detén a los catafractos del ala izquierda y avanza contra la caballería y la infantería de tu extremo, es todo cuanto te pido.
Marco Aurelio recordó cómo asintió una vez y cómo se retiró siendo saludado con respeto por el resto de oficiales del dictador perpetuo de Roma. Ahora había llegado el momento de la verdad. La luna se ocultaba al fin y en el horizonte se vislumbraba al enemigo muy cercano. El emperador se situó en el centro de la primera línea de combate observando al enemigo.
—¡Realicen cada una de sus acciones como si fuese la última de sus vidas!—gritó a sus tropas—. ¡Piensen en ustedes como muertos! ¡Vivieron la vida! ¡Ahora tomen lo que les queda y vívanlo conforme a la naturaleza!
Y las legiones II y III Italica rugieron al unísono, desenfundando sus espadas, apuntando sus carroballistas y cargando sus arcos.
Retaguardia Romana:
César todo lo veía desde atrás, no porque no fuese a combatir en primera linea como el resto de sus oficiales, sino porque aún no era su momento. A su mando estaba las legiones XII Fulminata y la XIII Gemina, además de tener a su lado a Marco Antonio y sus legiones III Cyrenaica y IV Scythica.
Cayo Julio César empezó a pasearse por delante de las cohortes de vanguardia.
—¡Legionarios de Roma!—César alzó los brazos para captar toda la atención de sus hombres.
Su voz resonó atronadora por sobre las cabezas de cada uno de los presentes. Marco Antonio miraba a César desde detrás, a su espalda. Se había sorprendido cuando César había cambiado de opinión con respecto a su rol en la batalla, pero de buen grado había aceptado permanecer al lado de su compañero. Aún se culpaba a sí mismo por la muerte de César, sabía que aquella ofensa jamás habría sucedido si ellos no se hubiesen separado aquel fatídico día de marzo. Ahora enmendaría su error con los dioses mismos como testigos.
—¡Legionarios de Roma!—insistió el dictador para asegurarse de tener a todos atentos a sus palabras—. ¡Me gustaría deciros que sois lo mejor de Roma, los más queridos por el Senado, los más adorados por todas y cada una de las instituciones de nuestra República tornada en Imperio! ¡Me gustaría poder deciros eso, pero os estaría mintiendo!
Calló un instante.
Los miles de legionarios guardaban silencio absoluto y en medio de ese silencio las pisadas de los miles de enemigos que avanzaban contra ellos como tambores de una batalla que se anuncia inminente, inexorable, inapelable. Y en la que no las tenían todas consigo: estaban peor pertrechados, y luchaban contra los mismos dioses a los que habían sido criados para adorar. Tenían inmensas ganas de combatir, pero también, de pronto... sentían miedo.
—¡No, no sois lo mejor de Roma!—continuó el dictador—. ¡Ni siquiera sois lo mediocre de Roma o lo intermedio o lo poco valioso! ¡Sois algo mucho peor: sois la escoria de Roma! ¡Sois lo peor de lo peor!
Marco Antonio frunció el ceño. Y lo mismo hicieron los tribunos que estaban junto al dictador.
Los legionarios permanecían muy quietos: no entendían bien de qué iba aquello. Imaginaban que el dictador quería animarlos para la lucha y esperaban cualquier cosa en ese sentido, pero desde luego no esperaban insultos. Marco Antonio bajó la mirada y negó con la cabeza sin decir nada: no era aquélla la forma de arengar a unos soldados que debían batirse hasta derramar la última gota de su sangre. ¿Había perdido César la razón?
—¡Sí, sois la escoria de Roma, los más pobres, aquellos con los que Roma nunca cuenta, aquellos cuyos votos nunca valen para el Senado! ¡Sois aquellos a los que nunca quiso armar porque las leyes exigían que sólo los propietarios llevaran armas de combate y participaran en una guerra! ¡Sois aquellos que siempre habéis estado excluidos de la defensa de Roma y, por tanto, también de la gloria de sus victorias y, por supuesto, del reparto de la riqueza! ¡No sois nada más que miseria! ¡Para Roma, no valéis nada! ¡Para Roma, ni siquiera existís! ¡Roma no confía en vosotros, Roma sólo espera vuestra derrota y vuestro fracaso! ¡Si alguno de los Optimates hubiese estado en mi puesto, ya habría reclutado otro ejército de los de antes, de propietarios más o menos ricos, con más o menos recursos! ¡Para los poderosos de Roma no contáis ni contaréis nunca! ¡Para los poderosos de Roma estáis acabados aun antes de empezar la batalla!
Ahora eran todos los legionarios los que tragaban saliva para engullir la rabia que crecía en sus pechos ávidos de venganza contra todos aquellos que los despreciaban. Los dioses se burlaban de ellos desde las alturas, y ahora aquellas palabras del dictador. Pero lo que les decía aquel veterano político les calaba muy hondo porque, en el fondo, todos sabían que, pese a lo doloroso de aquellas palabras, todas ellas eran ciertas: durante más de un siglo, desde tiempos de Aníbal, Roma jamás recurrió a los pobres de la ciudad para armar un ejército hasta que Cayo Mario, el tío de César, recurrió a ello para enfrentarse a los teutones.
César levantó de nuevo los brazos.
Los pensamientos de los legionarios se detuvieron. Deseaban escuchar. Estaban furiosos contra todo y contra todos, pero no tenían ganas de combatir y dar la vida por aquella Roma que no los quería.
—¡No, el Senado no confió en vosotros! ¡Nunca lo hizo!—prosiguió César—. Pero ¿sabéis quién sí confía en vosotros? ¡¿Sabéis quién sí tiene fe en vuestra fuerza, en vuestro temple, en vuestros años de adiestramiento sin descanso?! ¡¿Sabéis quién sí está dispuesto a combatir con vosotros, a morir con vosotros, a vencer con vosotros?!
El dictador volvió a callar, paseándose ahora en silencio por delante de las filas de la vanguardia de su ejército.
Los dioses avanzaban y comenzaban a formar filas.
Marco Antonio, que estaba pendiente, por un lado, del discurso de su superior y, por otro, de los movimientos del enemigo, se acercó al dictador y le habló en voz baja al oído:
—El enemigo se está acercando.
César asintió sin mirarlo. Su atención estaba en los rostros de los legionarios.
—¿Quién confía en nosotros?—preguntó al fin uno de los soldados romanos.
César asintió de nuevo, ahora de forma más evidente, mostrando su satisfacción ante aquella pregunta lanzada desde las filas de su ejército.
—¡Yo, Cayo Júlio César, Dictator Perpetuo de Roma, conquistador de la Galia, quien derrotó al rey Vercingétorix, a Pompeyo el Grande y a los Optimates! ¡Yo confío en vosotros y en vuestra fuerza y en vuestro temple! ¡Mi tío Cayo Mario decidió que el Estado debía armaros a todos vosotros y daros a todos las mismas armas, creando un ejército de cohortes iguales en fuerza! ¡Y ahora yo, Cayo Júlio César, soy quien tiene toda la fe puesta en vosotros! Pero, ¿sabéis una cosa? ¡Los pobres, la escoria de Roma, no tienen derecho a segundas oportunidades! ¡Los senadores sí, los dictadores como yo también, pero a vosotros nadie en Roma os va a conceder una segunda oportunidad! ¡Vosotros, la escoria de la ciudad, los desarrapados, los que nadie mira en la calle de camino hacia el foro o hacia el mercado, no tendréis una segunda oportunidad si fracasáis! ¡Vosotros, la miseria de Roma, sólo tenéis una oportunidad! ¡Ésta es vuestra oportunidad: este campo, esas armas que portáis, esos años de adiestramiento sin descanso son vuestra única oportunidad!
César paró un instante. Necesitaba respirar y recuperar el aliento, pero estaba encendido, incendiado, hablaba con el corazón, con las entrañas... Continuó:
—Me diréis entonces: "¿Y por qué vamos a luchar por esa ciudad que no nos quizo?" ¡Yo os diré por qué! ¡Porque no es cierto que Roma no os quisiese! ¡Es el Senado quien no confió en vosotros, fueron los patres conscripti en su mayoría los que os despreciaron! ¡Sobre todo esos que se hacían llamar a sí mismos Optimates, como si sólo ellos fueran los mejores! ¡Pero yo no confío... no confío para nada en el próximo guerrero humano que puedan reclutar las valquirias! ¡Porque sólo los conozco a ustedes, y sé que tienen el adiestramiento, y la fuerza y la rabia y el temple necesarios para enfrentarse, detener y masacrar a esos salvajes que se hacen llamar dioses y que, mañana, si nosotros fallamos, destruirán para siempre a la humanidad y a sus siete millones de años de fiero orgullo!
César sudaba del puro esfuerzo de hablar a gritos para que lo oyeran. Marco Antonio, que ya había visto el sentido del discurso del dictador, estaba preocupado por el avance de los enemigos y volvió a hablarle al oído desde detrás:
—Los dioses ya han tomado posiciones, dictador.
César volvió a asentir.
—Que me ajusten la coraza—dijo—. Siento las cuerdas muy flojas.
Marco Antonio hizo una señal y un calon se acercó y tiró de las cintas de la parte posterior de la coraza del dictador para que la protección pectoral estuviera bien pegada a su cuerpo y no se moviera si entraba en combate.
Fue entonces cuando el general empezó a tener claro que el dictador no se había situado en primera línea sólo para dar un discurso que, por otra parte, ya no le parecía ninguna locura. Podía ver a los legionarios con las miradas brillantes, enardecidos por las palabras de su líder.
César avanzó un par de pasos y se acercó algo más a las cohortes de vanguardia. Paseó la mirada por todas las unidades militares bajo su mando: las que tenía más próximas, pero también las que estaban más alejadas. Y a todos se dirigió por última vez antes de la batalla:
—¿Estáis dispuestos a luchar por vuestras mujeres e hijos, por vuestros hermanos, por los miles de vosotros más que pueblan las calles de Roma y el mundo entero, por todos esos desahuciados por el Senado, por todas esas mujeres y niños y amigos que sí creen en vosotros, que sí tienen fe en vosotros? ¿Estáis dispuestos a luchar por mí, que os he armado, que os he adiestrado y que os ofrezco ésta, vuestra única oportunidad? ¿Estáis dispuestos a luchar no sólo por derrotar a los dioses, sino por cambiar la historia? ¿Estáis dispuestos a combatir para demostrar que estas legiones, las auténticas legiones del pueblo de Roma, son más fuertes, más poderosas, más indestructibles que cualquier otra jamás soñada? ¿Estáis dispuestos a luchar por ser partícipes de la gloria de la victoria? ¡Respondedme, porque yo sí estoy dispuesto a luchar con vosotros, a vuestro lado, en la vanguardia de vuestro ejército! ¡Yo sí estoy dispuesto a luchar con vosotros, a morir con vosotros y también a vencer con vosotros! ¿Estáis dispuestos, maldita sea? ¡Por todos los dioses, responded!
Fue un grito salvaje el que lanzó el dictador con su última palabra. Un aullido que no podía quedar sin respuesta.
—¡Sí, lo estamos!
—¡Sí, lo estamos!
—¡Lo estamos!—empezaron a aullar unos legionarios en vanguardia, y pronto todos los soldados de todas las cohortes se les unieron en un griterío ensordecedor de treinta mil voces que descendía por los cielos y que llegó a oídos de los propios dioses.
Un clamor que iba a cambiar para siempre la historia de la humanidad.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro