Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Diosa de la guerra:


Avance de los veteranos de Atenea:

Los veteranos de Atenea, una vez que la segunda línea había intentado penetrar en sus filas ya corrían por el campo alejándose del combate, cargaron sus escudos y emprendieron el avance como quien se pone a anclar después de haberse sacudido unas molestas moscas que lo importunaban. Eran dioses fríos. La muerte era su ambiente natural, las batallas su vida, la guerra su condición. Entre ellos los había que no habían hecho otra cosa en toda su existencia más que combatir y matar y siempre al servicio de su única general.

Ante ellos sólo tenían dos legiones más. Era lo acostumbrado. Era su trabajo. Avanzaban con las lanzas en alto y los escudos protegiéndoles el cuerpo. Cuando entraban en combate era sólo para arrasar. Todos ellos juntos, veinte mil guerreros, eran el arma más mortífera de los cielos y lo sabían. Lo sabían. Ese conocimiento los dotaba de un aplomo que congelaba el alma de sus enemigos. No conocían la derrota. Sabían lo que era retirarse a tiempo, pero no conocían lo que era morder el polvo en el campo de batalla. Sólo sabían que si luchaban y luchaban, al final, sus enemigos siempre morían, caían con los ojos abiertos y sorprendidos ante los filos de sus espadas. Así era siempre. Se ajustaban los cascos, caminaban firmes, una falange final. Sus enemigos, además, estaban agotados. Era cuestión de dedicarle unas horas más a matar a quien ya estaba muerto sin aún saberlo.







Vanguardia romana. Ala derecha:

Manio estaba plantado al frente de los principes de la III Cyrenaica. Miró a derecha e izquierda. Los legionarios de sus manípulos estaban dispuestos. Miró al frente. El ejército de veteranos de Atenea estaba a cincuenta pasos. Era el momento de lanzar armas arrojadizas, pero apenas les quedaba un pilum. Manio observó hacia su izquierda y vio que los de la XIII Gemina tampoco tenían mucho que lanzar. Estaban, como ellos, esperando el choque final. Por el contrario sus enemigos detuvieron un momento su avance a tan sólo cuarenta pasos, tan seguros estaban de no recibir jabalinas, para arrojar las suyas.

—¡Escudos en alto! ¡Escudos en alto, por Júpiter!—gritó Manio Acilio Glabrión a sus hombres.

Los legionarios aún se encontraban alzando sus armas defensivas cuando varias toneladas de hierro afilado cayeron sobre ellos y los diezmaron.

—¡Por Júpiter!—aulló el veterano cónsul Manio cuando su escudo fue atravesado por una jabalina enemiga.

Pero no había tiempo para ni tan siquiera evaluar los daños en la formación. Los veteranos, casi al mismo tiempo que sus lanzas, estaban allí mismo. Manio intentó protegerse de los golpes con su escudo ensartado, pero la jabalina enemiga le impedía manejarlo con soltura, de modo que, como muchos de sus hombres de primera línea, tuvo que soltar el escudo. Sin el arma defensiva quedaba más accesible para recibir los golpes de los veteranos del ejército divino. Manio paró dos, tres, cuatro golpes, antes de poder asestar su primer mandoble mortal que, a su vez, fue detenido por un escudo enemigo y entonces, por debajo del escudo, le pincharon en la pierna. 

Asestó como reacción un golpe con su espada hacia el suelo en busca del brazo enemigo que le había herido, pero al inclinarse fue atacado por arriba, no por uno, sino por dos enemigos que le hundieron sus armas uno cerca del omoplato y el otro en medio de la espalda seccionando parte de su columna vertebral. Este último fue el golpe más doloroso, aunque en ese instante no alcanzó a comprender la gravedad de lo que le había ocurrido.

Manio se revolvió y acertó a herir a ambos con sendos golpes surgidos más de la adrenalina del momento que de la fuerza auténtica que tenía. Los enemigos cayeron hacia atrás pero fueron sustituidos por otros dos. ¿Y sus hombres? ¿Por qué no le apoyaban? Manio, con el rabillo del ojo, se percató de que se batía solo. A derecha e izquierda sólo quedaban cadáveres romanos casi en su totalidad. Los principes estaban siendo barridos. Los nuevos enemigos le embistieron sin contemplaciones. Uno le clavó la espada en la garganta y el otro en el pecho.

Manio nunca comprendió por qué sus brazos no respondían y por qué sus piernas temblaban. Los enemigos volvían a clavarle sus armas sin que él se defendiera. Sus músculos no respondían pero sentía cómo los rasgaban los filos de las espadas celestiales. Vio incluso cómo uno de aquellos soldados limpiaba su puntiaguda arma en su uniforme desgarrado. Luego recibió un puntapié y cerró los ojos. Decenas de hombres armados pasaban por encima de él. La posición estaba perdida. Era cosa ahora de los hastati y, sobre todo, de los triari. Sólo un pensamiento le animó mientras perdía definitivamente el sentido: se iba a reunir con los caídos en el Nifhel muy pronto. Aquello le alegró. Cuando encontraron su cadáver vieron que, en medio de aquel charco de sangre, Manio sonreía.







Vanguardia romana. Ala izquierda:

Longino aún estaba ocupado en que se realizara bien la maniobra de abrir los manípulos para poder rodear en los extremos de la formación enemiga cuando llegó la lluvia de jabalinas. Al igual que Manio y los suyos, no les quedaba mucho con lo que responder, de modo que resistieron la andanada lo mejor que supieron y luego entraron al combate directo.

Cneo Pompeyo Longino combatía con pasión, pero mantenía fijos sus ojos en sus flancos para mantenerse a la altura de sus hombres. Lamentablemente, éstos perdían terreno ante el empuje de los veteranos de Atenea. Longino no tenía el escudo inutilizado, gracias a los dioses, (o a pesar de ellos), por ninguna jabalina, y eso le permitía protegerse de los espadazos del enemigo con cierta efectividad, pero la posición se perdía, se perdía...







Retaguardia romana:

—Han de entrar ya los hastati, mi general—insistía Marco Antonio, junto a Julio César—. Los principes solos no tienen nada que hacer.

—De acuerdo—concedió el dictador de Roma—. Los hastati al frente y enseguida los triari. Y que sigan intentando superarles por las alas. Hemos de atacarles por los flancos. En el cuerpo a cuerpo son superiores. Nos masacrarán si no conseguimos esos flancos.

—Sí, mi general.







Segunda línea de combate romana. Ala izquierda:

Lucio Escipión estaba ocupado en procurarse cualquier tipo de lanza que pudiera usarse para responder al enemigo. Todos sus hombres andaban entre los muertos del medio de la llanura arrancando jabalinas y pila de entre las entrañas de los cadáveres de uno y otro bando, cuando la orden de avanzar y reemplazar a los principes resonó en las tubas romanas.

Escipión el Asiático se puso el casco que se había quitado para intentar refrescarse. El sol implacable tampoco concedía descanso alguno.

—Vamos allá—dijo el cónsul y, junto con sus legionarios, inició el avance para reemplazar a los principes.

No hubo que andar mucho, pues los soldados de Manio y Longino habían perdido tanto terreno que el frente de batalla estaba, una vez más, en medio de la llanura, sobre el mayor lago de fango rojo que Lucio hubiera visto en su larga vida como soldado de Roma.

—¡Ahora!—ordenó el cónsul al mando de la XIII Gemina, y sus soldados arrojaron todas las lanzas que habían podido recuperar de entre los muertos.

Esta andanada sirvió para cubrir la retirada de los principes y para frenar el constante avance de los veteranos. Éstos, no obstante, aún disponían de lanzas suficientes para responder a aquel ataque de igual forma. Y lo hicieron. Los hastati sufrieron una nueva lluvia de hierro mortífero y, una vez más, hubo decenas de heridos y muertos.

—¡Vamos allá!—repetía una y otra vez el Asiático—. ¡Vamos allá!

Estaba cansado de matar y matar, pero aquello parecía no haber hecho más que empezar. Ahora entendía lo que su hermano quiso decir cuando les dio la bienvenida al infierno. El Hades debía de ser un remanso de paz al lado de aquello.

—¡Vamos allá!—repetía una vez más Lucio Escipión, y con su espada en ristre entró en medio de la línea de enemigos, los mejores soldados de Atenea—. ¡Vamos allá! ¡Contra los dioses, por Roma, por el general! ¡Muerte o victoria!

—¡Muerte o victoria!—respondieron al unísono decenas, centenares de gargantas de los manípulos de Lucio y todos al tiempo irrumpieron en el combate con tal potencia que los veteranos de Atenea, por primera vez en siglos, cedieron unos pasos al empuje del enemigo.







Ultima línea de combate romana. Alas derecha e izquierda:

Más atrás, los centuriones y oficiales supervivientes hacían avanzar a los triari para reforzar y dar apoyo a la carga de los hastati, quienes, al haber entrado con tanto vigor y ganar unos metros, estaban permitiendo que varios manípulos de los veteranos de la III Cyrenaica y la XIII Gemina pudieran iniciar la maniobra de superar las líneas enemigas para intentar el ataque por los flancos.







Retaguardia de los dioses:

Palas Atenea, general suprema de los ejércitos del Valhalla en aquella guerra eterna, sabía leer una batalla mejor que ningún otro dios u hombre en el mundo.

—Nos van a desdoblar por los flancos—dijo señalando a sus oficiales varios manípulos de triari que intentaban envolverlos—. Hay que evitarlo a toda costa.

Y miró a su alrededor, pero los oficiales no sabían qué decir.

—¡Mi casco!—gritó Atenea, y un soldado le trajo su casco rematado en un llamativo penacho rojo sangre.

Atenea se ajustó el yelmo protector, lo abrochó mientras no dejaba de mirar hacia ambos flancos de su ejército e hizo lo que llevaba años sin hacer: empezó a andar, bajó de la tarima de madera desde la que había estado dirigiendo la batalla, los oficiales se apartaban sin entender bien qué ocurría, pero le seguían apresurados, hasta que, al ver a su general caminando hacia el centro de la batalla, comprendieron que la mayor general de los cielos, la mejor estratega de todos los tiempos, entraba en combate.

Atenea alcanzó el centro de la batalla escoltada por su pequeño regimiento de veteranos que cubrían todos sus movimientos. Fue entonces hacia el ala derecha a paso rápido y, después de hablar con uno de los oficiales que estaban en el corazón del combate y al que ordenó dirigirse al otro extremo de la formación, Atenea aceleró aún más la marcha, no sin antes proferir órdenes bien precisas.

—¡Oficial, ve al otro extremo de la formación con un regimiento del centro de la batalla y aplasta a esos romanos que nos están desbordando en aquel flanco! ¡Yo me ocuparé del otro flanco!

El oficial aludido partió raudo acompañado de tres centenares de hombres fornidos y ensangrentados por la encarnizada lucha que habían estado librando hasta ser reemplazados por nuevos veteranos.

Atenea se dirigió al ala derecha de su ejército. Su llegada fue sentida por sus veteranos como un refuerzo extraño: un gran apoyo porque el que les daba ahora las órdenes directamente era la mejor general posible, extraño porque hacía muchos siglos que Atenea no descendía a primera línea. En cualquier caso, ahora, en el Valhalla, en medio del Ragnarök, los gritos de la general reavivaron el empuje de sus soldados y éstos, para infortunio de los romanos, con renovadas energías, recuperaron la iniciativa en el combate.







Combate en las alas y en el centro de la formación:

Los centuriones en los extremos de la formación romana intentaban denodadamente que algunos de los manípulos de triari desbordaran al ejército celestial, pero aquellos guerreros estaban reaccionando con una fortaleza implacable y los mismísimos triari, los mejores legionarios de las legiones, volvían a ceder terreno. Resultaba imposible desbordar al enemigo y atacar por los flancos.

Ocurría lo mismo en el otro extremo y no sólo por el empuje de los dioses, sino porque sus dos mejores oficiales, Lelio y Manio, habían caído, dejando a toda la III Cyrenaica bajo mando único de los centuriones de segundo rango. En el centro, en una maraña de hastati y principes, Lucio Escipión y Longino se esforzaban por matener la formación, pero, al igual que en las alas, seguían perdiendo terreno y más aún en la medida en la que los triari parecían haber concentrado sus energías en atacar por los extremos de la formación del ejército.

—¡Mantened la formación!—Escipión el Asiático se desgañitaba—. ¡Prietas las filas, por los dioses!

Pero todo se desbarataba. Los hombres de Atenea iban a conseguirlo.







Retaguardia romana

Cayo Julio César empezó a considerar con seriedad la posibilidad de ordenar una retirada total. Eso suponiendo que quedara caballería para protegerles en el repliegue, un asunto sobre el que continuaba sin información alguna. Pasó así un eterno minuto de duda, hasta que el dictador de Roma, en un repentino ataque de furia y rabia, desdeñó la idea, escupió al suelo y pidió el casco. Un lictor se lo pasó a Marco Antonio y éste, rápido, se lo dio al general. César se ajustó el casco en la cabeza. Las legiones perdían terreno sin remedio aparente y la maniobra envolvente estaba siendo desmontada por la intervención de la propia Atenea, que había descendido hasta el corazón mismo de la batalla. ¿Qué debía hacer él? ¿Quedarse de brazos cruzados, como un cobarde?

—Tendremos que hacer lo mismo, ¿no crees, Marco?—dijo el general mientras se aseguraba que la coraza estuviera bien abrochada y se tentaba la empuñadura de la espada envainada en su tahalí—. El dictator perpetuo de Roma tendrá que entrar en batalla.

Cayo Julio César desenvainó su espada de doble filo y empezó a descender desde el altozano en busca no ya de la batalla, sino de la propia Atenea. Tras él, los veinticuatro lictores, que habían dejado sus fasces y empuñaban también espadas afiladas, y el pequeño grupo de veteranos legionarios de sus campañas de la Galia. Un total de unos cincuenta hombres escoltando al dictador perpetuo de Roma.

En un minuto, alcanzaron el pie de la llanura y pasaron entre los inmensos cadáveres de los elefantes abatidos, pequeñas montañas con docenas de lanzas clavadas sobre la piel dura y gris de los paquidermos, algunos aún agonizantes, resoplando muerte y sufrimiento. El dictador siguió caminando y empezó a pisar el fango espeso de la roja sangre esparcida por la arena de la planicie: sangre romana, divina y angelical, arrastrados todos por aquella guerra interminable al corazón de una batalla desgarradora. César caminó con complicaciones por aquel barro denso y pegajoso, hundiéndose sus sandalias hasta que la sangre le llegaba a los tobillos y salpicaba sus piernas en su constante avance.

Entre los cadáveres el dictador encontró a un hombre sin ropas militares doblado sobre un grupo de legionarios agonizantes. César reconoció enseguida la figura del médico de las legiones, intentando cerrar alguna de las miles de heridas abiertas aquella mañana, ya mediodía. No, miró a lo alto. El sol había empezado a descender y seguían luchando.

El dictador llegó a las primeras filas de retaguardia romana, donde grupos de hastati y principes habían buscado refugio para recuperar el aliento. La mayoría estaban doblados, de rodillas o sentados, pero, al ver la figura del general acercarse, todos se erguían e intentaban ponerse firmes y sacar pecho. El dictador no tuvo que avanzar más. Las legiones habían retrocedido tanto que, en medio de la llanura, Cayo Julio César encontró la línea de combate. Ante el general sus hombres se separaban y se abría un pasillo por el que el dictador perpetuo, arropado por los lictores y su pequeña guardia, pasaban en busca de lo que sólo el general sabía. Y llegaron frente al enemigo. Docenas, centenares de veteranos de Atenea luchaban, golpeaban, cortaban, empujaban, rajaban con espadas, lanzas, dagas...

El dictador entró en la lucha como uno más. Empujó con su escudo, se hizo sitio a golpes de espada. Tajó a un ángel y luego a dos dioses. Consiguió avanzar y recuperar unos pasos de terreno y, apoyado por su pequeña guardia, parte del centro de la formación romana empezó a recuperar terreno.

En las alas, espoleados por la intervención del propio dictador, los centuriones intentaron revertir el retroceso de sus manípulos. Pero ninguno contaban con el apoyo de una pequeña pero especialmente efectiva guardia personal, como el dictador, y el apoyo de sus hombres, agotados por las horas de lucha, no fue el mismo.

En los extremos del centro, Lucio Escipión recibió un corte en el bajo vientre y retrocedió herido, sangrando, aturdido. Y fue afortunado, porque Cneo Pompeyo Longino, legatus al mando de la legión XIII Gemina, veterano de las guerras en la Dacia, vio cómo una espada le cortaba a la altura de la garganta y cómo, igual de rápido que vino aquel filo, el hierro volvía hacia atrás.

Ésa fue la peor parte. Al entrar, el filo sólo había hecho un pequeño corte, pero al retirarlo, el dios se aseguró de hacerlo apretando hacia el cuello de su contrario. Cneo Pompeyo Longino fue a gritar pero la voz apenas podía salir y, sin embargo, la sangre brotaba entre sus palabras mudas y entrecortadas. Cneo Pompeyo Longino, tras una vida al servicio de Trajano, cayó de rodillas.

Los legionarios intentaron cubrir al legatus, pero decenas de veteranos de Atenea, encorajinados por los gritos de su mismísima general, se abalanzaron sobre el indefenso Longino y lo acuchillaron con saña mortal. Cneo Pompeyo Longino cayó muerto y su sangre se mezcló con la del resto de los muertos de aquel día luminoso y caliente, de luz cegadora que Longino parecía mirar sin ya parpadear, con la boca torcida y su mano, fuerte aún, empuñando la espada.

—Por Roma... por el general...—dijo entre tragos de su propia sangre, y el sol quemó las retinas de sus ojos; pero eso ya no importaba, porque en su cuerpo ya no latía el corazón.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro