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Ad Victoriam:


Vanguardia Romana

Finalizado su discurso, Publio se puso en guardia frente a sus legiones. Todo estaba dispuesto. El general estaba rodeado por sus lictores y un pequeño grupo de legionarios compuesto por veteranos de sus campañas en Hispania, voluntarios para una guerra en el Valhalla que el procónsul presentía ya de temibles consecuencias para todos ellos. Le habían seguido por lealtad y esa lealtad iba a conducirlos a todos al exterminio. Era contradictorio, pero después de haberlo esperado durante tanto tiempo, el combate definitivo, ahora, cuando había llegado y estaba a punto de comenzar, era cuando más dudaba de la victoria.

Publio fue examinando toda la formación. En primera línea, algo adelantados estaban los velites de sus dos legiones, esperando la señal de ataque y atentos a los movimientos del enemigo, pues eran la primera línea. Se los veía nerviosos porque miraban hacia atrás de forma incesante. Tras ellos estaban los hastati. Tras los cuadros que formaban los hastati, venían los manípulos de los principes. Estos manípulos formaban tras los huecos que los hastati de primera línea dejaban en la formación. De esa forma los principes tapaban esos espacios de modo que ningún enemigo pudiera llegar al final de la formación romana sin encontrar oposición en algún punto. Y, tras los hastati, venían los veteranos triari. En este caso, los triari formaban sus manípulos justo en línea con los hastati de primera línea. El ejército romano dibujaba lo que posteriormente se reconocería como las tres primeras líneas de un tablero de ajedrez, donde los manípulos de legionarios ocupaban los cuadros de piezas negras, dejando los cuadros de las piezas blancas vacíos. Espacios útiles para maniobrar. 

A sus lados, como ya tenía por costumbre, estaban su hermano, Lucio Cornelio Escipión el Asiático y su mejor amigo Cayo Lelio, con aire más controlado, adusto, sin moverse sobre su caballo, como una estatua, mirándole, esperando la señal de ataque. Publio estaba tenso, pero se esforzaba en respirar con regularidad, para que sus propios nervios no transpirasen y se contagiaran de sus dudas los lictores y legionarios que le rodeaban. Eran treinta y cinco mil hombres a su mando. Publio se pasó la palma de la mano derecha por su barbilla recién afeitada. Levantó la mirada y contempló el infierno.

A mil pasos de distancia de sus velites de primera línea, se encontraba el enemigo: en primera fila lo más aterrador, no por ser lo más temible, pero sí por ser lo más urgente y espectacular. Ochenta elefantes africanos en una larga línea que se extendía de un extremo a otro de la formación opuesta. Ochenta elefantes y no había fortificaciones en las que guarecerse, estaban en campo abierto y no había habido tiempo para levantar defensas adecuadas. La diosa forzaría el combate esa misma mañana, para no dar tiempo a más. Era una de sus grandes ventajas y no pensaba darles oportunidad de protegerse, de prepararse. Publio recordó una vez más las palabras de su padre cuando le comentó en más de una ocasión que si se veía con una gran cantidad de elefantes en formación de combate, si no disponía de defensas, debía retirarse.

Retirarse.

Publio suspiró.

"No puedo hacerlo, padre, no puedo hacerlo, llegados a este punto, no".

Publio apretó los labios mientras contemplaba los imponentes proboscidios moviéndose hacia delante y atrás. A sus propios guías les costaba mantener a aquellas bestias detenidas. Los paquidermos debían de respirar las ansias de todos los hombres que les rodeaban y querían moverse, atacar, pisotear. Y, por si eso no fuera suficiente, tras los elefantes estaban varias líneas de combate enemigas, sin duda alguna, el cuerpo de ejército más terrible que existía en aquel momento, la máquina de matar más engrasada y perfecta y el auténtico y más mortal peligro de aquellos soldados que se oponían a Publio y sus legiones.

En cualquier caso, aunque los dioses mismos fueran lo que el procónsul más temía, eran un asunto a ocuparse con posterioridad. Lo primero eran los elefantes. Los malditos y gigantescos ochenta elefantes africanos.

Publio permanecía inmóvil en su altozano. Lelio, Lucio, todos los tribunos, centuriones y praefecti le miraban. Todos esperaban una orden suya, pero el procónsul estaba como inmovilizado, parecía que ni tan siquiera respirase.







Retaguardia de los dioses:

Atenea lo observaba todo desde un entarimado de madera levantado detrás de sus filas de veteranos. Uno de sus oficiales se aproximó para preguntar.

—¿Enviamos a la caballería, mi general?

Eran oficiales leales aquéllos, los que estaban junto a ella sobre aquel entramado de madera, pero Atenea echaba de menos la sensata voz de la diosa victoria Niké, a quien había tenido que alejar de sí, para que se pusiera al mando de los carros en la retaguardia. Por su parte, los gemelos Cástor y Pólux, se las tendrían que ver como fuera en las alas.

Gran parte de la clave era la carga inicial de los elefantes. Si éstos causaban las suficientes bajas entre la infantería romana, los legionarios desmoralizados empezarían una desordenada retirada y a partir de allí sólo sería cuestión de exterminar con eficacia. La carga de los elefantes era crucial. Si eso fallaba estaría el cuerpo a cuerpo y allí también se impondría la destreza de sus veteranos dioses y ángeles. Cástor y Pólux sólo tenían que cargar con sus catafractos y barrer con las alas romanas. Nada podía fallar.

—¿Atacamos con la caballería, mi general?—Insistió con cuidado el oficial, algo nervioso—. ¿Seguimos con ella?

—No—respondió Atenea—. Los elefantes. Ya.

El oficial asintió varias veces y descendió de aquella improvisada fortificación.







Primera linea de combate romana. Centro.

Publio fue el primero en verlo.

Adelantándose a la falange y a los elefantes mismos, un único individuo de tamaño más que respetable se acercaba en solitario, con su capa hondeando al viento, hacia las filas romanas. Sólo por un momento, el procónsul pensó se trataba de un mensajero, pero esa idea murió en cuanto le vio desenvainar su enorme espada. Y como si liberando aquel filo hubiese liberado también a las bestias, los elefantes comenzaron a caminar tras de él.

—Es el vengador—comprendió Escipión—. Marte Ultor en persona...






Primera línea de combate romana. Ala izquierda

Lucio Cornelio Escipión, posicionado en la primera línea de los hastati vio cómo los elefantes del enemigo empezaban a moverse pesada pero decididamente hacia ellos. Respiró varias veces con profundidad. Miró a ambos lados. Sus hombres, al igual que él, tenían los ojos fijos en aquella manada de bestias que se acercaba adquiriendo cada vez algo más de velocidad. El Asiático carraspeó profusamente y escupió en el suelo. Tenía la garganta seca.

—Maldita sea nuestra suerte—dijo en voz baja.

Giró su cabeza y miró a su hermano, el procónsul de Roma. Nada. Impasible.

Bueno. Lucio no se movió; inclinó su cabeza hacia la izquierda y luego hacia la derecha. Le dolía el cuello. Había dormido en mala posición y tenía tortícolis. Casi le entró risa por preocuparse de una molestia tan nimia. Los elefantes avanzaban ya a la carrera.

—Maldita sea—dijo en voz normal, y volvió a escupir.

Miró de nuevo a sus hombres. Estaban todos con los ojos muy abiertos, los escudos clavados en el suelo, los pila a su lado. Vio que algunas lanzas temblaban en las nerviosas manos de sus hombres. Estaban aterrados.

"Maldita sea"—pensó—. "No van a aguantar. No van a mantener la formación. Por todos los dioses".

Vio la tercera fila de los manípulos, donde los soldados no sostenían arma alguna, sino que iban cargados de tubas, trompas, cornetas y otros instrumentos musicales de los que usaban los romanos para transmitir las órdenes en las legiones romanas.

"Será como en Zama"—se dijo a sí mismo—. "Publio jamás ha fallado en batalla, no comenzará ahora".

Lucio Escipión notó entonces una extraña vibración que le recorría la pierna derecha, luego la izquierda. Se volvió hacia el enemigo. Los elefantes corrían hacia ellos. La tierra bajo sus pies temblaba. El Asiático vio cómo vibraban los escudos de sus soldados y cómo las miradas de sus hombres ya no eran de terror, sino de un pavor desconocido, un horror que nunca había visto reflejado en la faz de ningún soldado antes de aquella mañana.

—Mierda, mierda, mierda—repetía mientras salía de la formación y daba uno, dos, tres, cinco, diez, hasta veinte pasos por delante de la formación de hastati, superando incluso a los desperdigados velites que de modo casi inconsciente se habían ido replegando ante el avance de los elefantes.

Lucio había leído lo peor que un general puede encontrar en el rostro de sus hombres: no iban a mantener la formación; el terror era demasiado poderoso. La tierra se agitaba bajo sus sandalias militares. El cónsul miró hacia los elefantes. Estaban a quinientos pasos. Luego miró hacia sus hombres. Quería que le vieran todos. Él no se retiraba. Él iba a estar allí. Solo, si hacía falta. Si querían huir que vieran antes cómo moría un cónsul de las legiones de Roma.

Mierda, mierda, mierda. Miró de nuevo hacia el procónsul. Nada. Quieto, como una insignia. Y no había órdenes tampoco por tubas. El único ruido era el de la estampida de elefantes pisoteando la tierra del Valhalla en su irrefrenable carrera mortífera.







Vanguardia de los dioses:

Ares luchaba por tragarse su miedo conforme avanzaba directamente hacia donde la formación romana le esperaba. Podía sentir el sudor cubriendo cada centímetro de su piel. Se arrepentía de no haberse hecho con una armadura, pues ahora se sentía desnudo avanzado con poco más que un casco y una capa hacia la batalla.

Inhaló y exhaló profundamente. Había luchado y vencido en la Gigantomaquia, y no había ningún semidiós entre las filas romanas. Sólo humanos del montón. Se contentó con ese pensamiento mientras a voz de grito daba la señal para que los elefantes le siguiesen en su arremetida.

Entonces, para su sorpresa, el procónsul romano respondió de igual forma, adelantándose al resto de sus hombres con paso lento pero firme, inevitable como una tormenta, al tiempo que desenvainaba su gladius y lo apuntaba hacia el dios.

"Ese debe ser Africanus"—reconoció Ares, con un dejo de admiración.

—Muy bien—sonrió, aceptando el desafío del general enemigo—. ¡Veamos de que estás hecho!







Vanguardia Romana:

Publio decidió que, como su gran rival Aníbal, él mismo sería el primero entrar en combate y el último en salir. Se adelantó a sus hombres y oficiales, encarando al dios de la guerra de tú a tú.

Los elefantes, en una larguísima hilera que lo cubría todo, corrían contra su ejército. Tras ellos una polvareda de dimensiones descomunales se levantaba ocultando los movimientos que pudieran estar haciendo las tropas de Atenea, pero no era probable que fueran a hacer nada mientras aquellas bestias corrían casi descontroladas contra sus enemigos. Los elefantes estaban a cuatrocientos pasos de los velites y los hastati. A trescientos cincuenta, a trescientos...







Primera línea de combate romana. Ala derecha

Cayo Lelio, al mando de los hastati de la VI, observó cómo Lucio Escipión se avanzaba al resto de los hombres en la V y Publio iba por delante incluso de él. Lelio, que conquistara las murallas de Cartago Nova, no podía permitir que su mejor amigo y su hermanito menor le superasen en valor... o en locura. Además, miró a su alrededor y detectó ese miedo abrumador que embargaba a los hastati que le rodeaban. Estaba claro que había que dar ejemplo... aunque eso significara dar la propia vida.

—¡Por Hércules y todos los dioses!—dijo en voz bien alta, y se avanzó a los hastati hasta ubicarse a la misma altura que Escipión el Asiático. Luego continuó hablando en voz baja, para sí mismo, para su alma—. Estamos locos, todos locos.







Vanguardia romana:

Publio no necesitó de mirar hacia atrás para saber que su hermano y su amigo habían seguido su ejemplo de encarar primeros al enemigo. Sonrió para sí mismo. Ellos tres, grupo de imbéciles, serían los primeros en ser arrollados por los elefantes. Era un suicidio...

No... no un suicido, una devotio.

Una devotio por Publio, por César, por las legiones, por Roma y por la humanidad. Una devotio que aunque admiraba y estaba dispuesto a hacer, lamentó con profundidad. No sólo era él, sino también sus dos mejores oficiales. Nunca había pensado que fuese a ser necesario llegar tan lejos. No pensó nunca que fuera a ser necesario. No lo pensó así, no de esa forma...

El procónsul se repetía aquellas palabras como intentando perdonarse a sí mismo lo que estaba a punto de ocurrir. Ya no había tiempo para cambiar las cosas. Sólo se podía proceder con el plan y rogar a los dioses... no, ni siquiera eso. Rogar a los dioses no. Hasta ese momento no se había percatado realmente de lo que estaba exigiendo a sus hombres.







Primera línea de combate romana. Ala izquierda

Lucio tragaba la poca saliva que su boca acertaba a producir. Estaba seco y clavado en el suelo de aquella llanura como una estaca olvidada por el tiempo. Una estaca que temblaba por la potencia de las pezuñas de aquellos paquidermos al chocar contra el suelo sobre el que avanzaban como gigantescas catapultas en movimiento. Estaban a trescientos, doscientos cincuenta, doscientos pasos. Era el fin.







Primera línea de combate romana. Ala derecha

Lelio repasaba su vida en el poco tiempo que le quedaba ya antes del gran impacto. Sólo encontró peleas y pendencias desde pequeño en las calles de Roma. Una vida dura y sin rumbo hasta que ingresó en el ejército, donde luchar y pelear era un honor. Allí se había forjado una reputación y esa reputación había adquirido casi el grado de leyenda tras las campañas en Hispania bajo aquel procónsul que los conducía ahora a todos contra aquella estampida de elefantes.

Gracias al general había conocido el sabor dulce de verse admirado por centenares de hombres. Era un orgullo especial el que le acompañaría el día de su muerte. De modo que si se tenía que morir en aquella batalla por aquel general, se moría.

Cayo Lelio se ajustó el casco, dejó el escudo en el suelo y levantó un pilum con su brazo derecho dispuesto para lanzarlo. ¿De qué protección valía un escudo contra ochenta elefantes? Por Castor y Pólux. Por Hércules y por todos los dioses, ¿qué importaba ya nada?







Vanguardia romana:

Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma, levantó su brazo derecho en alto. Escipión el Asiático observó tenso aquel movimiento. El único que parecía pasarlo por alto era Cayo Lelio, que avanzaba contra los elefantes con su pilum preparado para ser lanzado. Publio le observó sin mostrar expresión alguna en su rostro. Lelio iba por libre. ¿Era insubordinación o heroísmo? No importaba aquello. Las tubas transmitirían su orden y todos sabían lo que debía hacerse.

El general de las legiones V y VI bajó su brazo derecho de golpe. Una decena de legionarios con tubas que le observaban hicieron sonar sus instrumentos y su sonido se desplegó sobre la llanura hasta alcanzar las primeras líneas de hastati, donde, de pronto, decenas, no, centenares de tubas, trompas y cualquier instrumento que pudiera hacer ruido, resonó no con armonía, sino con el estruendo propio del temor absoluto exhalado por los pulmones de miles de legionarios acorralados. Pero eso no era todo.







Vanguardia romana. Primera y segunda líneas de combate

—¡Mantened la formación, mantened la formación!—gritaba Lucio desde su posición avanzada mirando hacia atrás a los hastati de la V.

Al mismo tiempo, entre los principes de segunda línea, se recibía una orden diferente.

—¡Maniobrad, malditos, maniobrad, por todos los dioses!—aullaban los centuriones de los manípulos de legionarios de segunda línea.

De este modo, los principes se movieron rápidamente hacia un lado, hasta situarse justo detrás de los hastati y justo delante de los triari, dejando así enormes pasillos descubiertos, sin soldados por toda la formación del ejército romano.







Retaguardia de los dioses:

Atenea sonrió cruelmente conforme veía los acontecimientos desarrollarse según había previsto.

—Allí están—dijo—. Los pasillos del Falso Muro de Zama. Era obvio que Africanus estaría en el frente. Tan predecible.

La diosa se había preocupado de que los romanos no supieran hasta el último momento dónde exactamente posicionaría a su ejército para combatir. De ese modo evitaba que pudieran levantar fortificaciones o cavar zanjas y fosos trampa con los que defenderse de la embestida de sus elefantes. Ahora abrían pasillos. Pasillos. Atenea cabeceó lentamente varias veces. Era una idea bastante buena. Bastante buena. Igual que el ensordecedor ruido de todos aquellos instrumentos, pero ella sabía que no sería suficiente.

Atenea dio un paso al frente y se apoyó con sus manos en la barandilla de la pequeña construcción de madera sobre la que se encontraba. Ya iba siendo hora de revelar su primera sorpresa.







Primera línea de combate romana. Ala izquierda.

Lucio, de espaldas al enemigo, mirando a sus legionarios, se desgañitaba sin ceder un sólo paso de su posición avanzada.

—¡Mantened la formación! ¡Mantenedla u os mato a todos! ¡Por los dioses que os mato!

A su espalda escuchó el pavoroso rugido de los elefantes. Se dio la vuelta. La muerte... pensaba recibirla de frente. A cien pasos de donde se encontraba un paquidermo bestial corría contra él. Los colmillos eran largos y afilados artificialmente por sus adiestradores. Un guía conducía la bestia justo contra él. En lo alto del enorme animal, una gran cesta poblada por cuatro arqueros empezaba a arrojar flechas contra los romanos.

Gritó con todas sus fuerzas Escipión el Asiático, cónsul de Roma, general de la V legión, una legión más maldita que nunca, pero al tiempo que el oficial desgarraba su miedo en aquel aullido, centenares de tubas y trompas resonaron a sus espaldas generando un fragor tan inmenso y ensordecedor como el de los rugidos de las propias bestias.

Lucio comprendió entonces las palabras de su hermano. "Bienvenidos al infierno". Cerró los ojos.







Vanguardia Romana. Centro.

Publio sintió el impulso de quedarse quieto, de dar media vuelta y correr, de esconderse, de todo menos seguir avanzando. Pero jamás redujo su avance.

El ensordecedor rugir de sus instrumentos debería de haber ahuyentado a los elefantes, al menos en parte. Era un infernal bramido que en Zama había ayudado a su victoria sobre Aníbal, pero contra aquellos elefantes que avanzaban sobre él en la arena del Valhalla el sonido resultaba del todo inútil, como si fuese inexistente.

Los elefantes de Aníbal se habían asustado, golpeándose entre ellos, huyendo de la batalla, volviéndose contra sus propios jinetes. No todos, pero algunos. Sin embargo, aquellas bestias que la diosa enviaba contra él no se detenían ni ante los más guturales rugidos que sus instrumentos proferían. Estaban demasiado bien adiestrados.

—Tienes buenos elefantes, Minerva, eso te lo reconozco—murmuró el Africano—. Pero al final, el resultado será el mismo...

Ya casi llegaban ambos, él y Ares, al centro del campo de batalla. Seguido el dios por ochenta elefantes, acompañado Publio de nadie más que su espada. No era así como había pensado caer, pero era una muerte mejor que la de cualquiera de sus viejos rivales. Pensó en el viejo Marco Porcio Catón y se regocijó en que, al menos, ahora caía frente a la espada de un dios y no ante las palabras de un hombre.

Ares, finalmente, bajó su poderosa espada en un arco de destrucción. Y Escipión el Africano respondió de la única manera que sabía: alzando su escudo y disponiéndose a luchar hasta el final.







Vanguardia romana. Ala izquierda.

Los elefantes no se inmutaban con el sonido y avanzaban, pisando con potencia con sus pesuñas de piel petrificada.

Bien. Habían otras formas de detener a aquellos monstruos ciclópeos.

Una de esas bestias más experimentadas era la que tenía frente a sí Lucio Escipión. No le sorprendió. Era su destino. Desenvainó la espada dispuesto a clavarla donde fuera mientras era pisoteado.

Quizá por suerte, quizá por crueldad de la diosa fortuna, el paquidermo se limitó a mandar a volar al cónsul violentamente con su trompa, devolviéndolo a sus tropas con un sonoro golpe. El mundo le daba vuelas a Escipión, y el alivio de haber sobrevivido prontamente se tornó en horror al comprender la magnitud del desastre al que se enfrentaba.







Retaguardia romana:

Cayo Julio César se dejó caer sobre su asiento con pesadez, casi con derrota. Aquello que más temía se había vuelto realidad de la forma más cruenta y eficaz posible.

Había contado, como todos los demás, que la carga de los elefantes no sería más que una repetición de la batalla de Zama. El sonido de los legionarios asustaría a algunas cuantas bestias, y aquella genial maniobra de los pasillos que Escipión había preparado se haría cargo del resto.

Un elefante pisará y arrollará y machacará cabezas y cuerpos y extremidades si tiene que hacerlo, si no hay otra forma de seguir avanzando, pero si ante sí se abren pasillos donde no hay hombres armados, entonces su instinto, como el de un caballo, le conducirá hacia esos espacios abiertos. Además los velites, según el plan del procónsul, al sonar las trompas, iniciaron un veloz repliegue hacia esos pasillos, de modo que los elefantes sentían que perseguían a sus víctimas que huían despavoridas.

Contra Aníbal, los elefantes de Zama se habían desviado para entrar en los pasillos del falso muro de Escipión, quedando rodeados por miles de legionarios que harían llover lanzas, flechas y piedras sobre ellos hasta matarlos. Pero esa no era la batalla de Zama y Atenea no era Aníbal.







Vanguardia romana. Centro:

Mientras chocaban una y otra vez a gran velocidad las espadas de Publio y Ares, el dios de la guerra lanzó un furibundo grito, dando la señal a los jinetes de las bestias para que revelasen aquella sorpresa que Atenea había preparado:

—¡Que se quiten las telas!—rugió el dios de la guerra—. ¡Quiero que nos vean! ¡Ha llegado la hora de combatir!

Así, descubriendo las enormes pieles que cubrían a los paquidermos, los dioses revelaron la cruenta realidad de la situación. Aquellos monstruos no eran simples elefantes de guerra, sino monturas del calibre de los catafractos, con sendas armaduras y protecciones metálicas que cubrían todos sus cuerpos, convirtiéndolos en imparables tanques que no temían a las lanzas o espadas, que cargarían contra los romanos en lugar de desviarse hacia los pasillos.

—¡Por Hércules!—exclamó Publio, poniendo voz a la sorpresa y al pavor que sentían todos sus hombres al ver a aquellos monstruos perfectamente cubiertos de acero y bronce, inexpugnables, muy diferentes a cómo se habían hecho visibles en un principio.

El Africano retrocedió, incrédulo, derrotado en su ánimo. Levantó su escudo y se protegió del siguiente golpe de Ares. Podía sentir el miedo subiéndole por el cuello. Podía sentir que había fallado.

Una sorpresiva patada por parte del dios lo arrancó de sus pesares, mandándolo a volar con violencia de espaldas hasta terminar en el centro de una densa polvareda.

—Peleaste bien, Africanus—reconoció Ares—. Arrodíllate ante mí y perdonaré tu vida. No es una oferta que haga muy a menudo.

Publio se puso de pie, tembloroso, sabiendo que su plan había sido arruinado, pero no por ello la batalla estaba perdida.

—¿No lo has entendido, Marte Ultor?—preguntó, forzando una ladina sonrisa—. Yo y mis hombres... somos prescindibles. El falso muro tenía como objetivo detener a esos elefantes con el menor número de bajas posible... pero si eso falla... créeme si te digo que mis legiones lucharán hasta el último hombre si hace falta para exterminar a esas condenadas bestias.







Primera línea de combate romana. Ala derecha:

Todos huyen de los elefantes, excepto Cayo Lelio, que, una vez arrojado su escudo, camina hacia el paquidermo que se le viene encima a toda velocidad. Así mientras los velites se escapan por los pasillos abiertos en las filas romanas, y mientras los hastati aprietan los dientes y contienen la respiración, inmóviles, anclados a la tierra aguardando su terrible final, Cayo Lelio corre hacia los elefantes. Selecciona a la carrera uno que le viene de bruces y se concentra en él olvidándose por completo de las consecuencias de su acción.

Cayo Lelio corre hacia la bestia. El suelo sigue temblando bajo sus sandalias sucias por el polvo y la arena. Detiene al fin su carrera al tiempo que lanza su brazo derecho hacia delante una vez más y tras él toda la fuerza de su hombro y de su cuerpo para arrojar su pilum contra el aire.

La lanza surca el aire con un silbido agudo, fino, certero. Cayo Lelio se reincorpora para ver si, con la ayuda de la diosa fortuna, su pilum alcanza su objetivo. El elefante, encorajinado por su guía, avanza temible, brutal, contra el romano. El arma de Lelio vuela firme y como un misil degüella al guía del animal ensartándolo de parte a parte, entrando por la garganta de aquel hombre, partiendo la faringe, la arteria yugular y saliendo por el cogote con un chorro de profusa sangre caliente.

El guía queda atravesado sobre el elefante, pues la lanza culmina su mortal viaje clavándose en la cesta donde van los arqueros, de modo que aquel adiestrador de elefantes queda como una marioneta inerme sobre la testuz del gigantesco animal. El paquidermo siente que ya no hay quien le dé órdenes y, encabritado, se desvía desechando el pequeño obstáculo que supone Cayo Lelio. El romano siente el impacto del aire que el animal arrastra al pasarle rozando, pero sin pisarle.

Se ha salvado y le entra la risa. Desenfunda la espada y se dirige hacia sus hombres siguiendo al elefante en su carrera. Pero Lelio se ha desprotegido al dejar caer el escudo para así tener toda la fuerza necesaria para alcanzar con su pilum al guía del enorme animal.

—¡Apuntad a los guías! ¡Por Hércules! ¡Apuntad a los guías! ¡Apuntad....!

Pero no termina la frase. Uno de los arqueros le ha disparado con el mismo acierto con el que él acaba de ensartar al guía del elefante. Un dardo se acerca a toda velocidad y todo lo que puede hacer Lelio es echarse al suelo, pero no es lo suficientemente rápido y el dardo le alcanza en el hombro.

—¡Mierda!—dice mientras se levanta—. ¡Malditos sean los dioses!

Le habían dado. Una flecha. Se puso en pie. Bien. Sacudió la cabeza. Los elefantes. Ya habían pasado y se estrellaban contra sus filas, aplastando a los romanos, despedazándolos con sus trompas, ensartándolos en sus colmillos. También, Lelio vio cómo decenas, centenares de flechas y lanzas caían sobre los animales, sus guías y sus arqueros como una lluvia sin fin.

Pronto todas las bestias estarían muertas, pero entretanto se llevarían por delante a decenas, quizá centenares de hombres. Lelio empezó a caminar. El hombro le ardía pero no le impedía andar y no parecía perder demasiada sangre. Ya se ocuparía de la herida al final de la batalla.

—¡Mantened la formación, legionarios de la VI! ¡Mantened la formación y atravesad a esos malditos elefantes con todo lo que tengáis!

Cayo Lelio gritaba sus órdenes emergiendo entre la polvareda que los elefantes habían levantado a su paso. Los hastati de la VI le recibieron como un espectro que regresa de entre los muertos. Y le obedecían. Le obedecían. Es difícil no obededer a un oficial que te da órdenes en pie, con firmeza, a gritos, cuando éste tiene una flecha clavada en la espalda y sigue luchando como si nada.







Retaguardia romana:

César contemplaba cómo sus tropas digerían la embestida de elefantes más terrible a la que nunca jamás se habían enfrentado las legiones de Roma. Contrariamente a todo lo esperable, Cayo Lelio y Escipión el Asiático parecían haber sobrevivido a la estampida bestial.

—Lelio está herido—comentó Marco Antonio al dictador.

—Pero no muerto—respondió César—. Una flecha no bastará para frenarle.

Con aquellos oficiales la victoria, la imposible victoria aún era posible.

Los elefantes habían penetrado hasta las hileras de manípulos de principes y triari en segunda y tercera línea de combate. Y allí, bajo las instrucciones de Lucio y Lelio, los legionarios se reorganizaban, rodeaban a los animales y atacaban desde cada ángulo posible. Las bestias estaban siendo acribilladas con dardos y pila, aunque los animales tardaban en morir y heridos eran aún más peligrosos. En su dolor los paquidermos se revolvían sin rumbo fijo y embestían a todos los que se encontraban a su paso. Los legionarios caían por decenas, heridos, pisoteados, ensartados por sus colmillos, golpeados por sus trompas, atravesados por los dardos de los arqueros divinos, aunque éstos cada vez eran más cadáveres inertes sobre las bestias moribundas, víctimas de las armas arrojadizas de los propios legionarios.







Centro del campo de batalla:

Publio tuvo el tiempo justo de levantar su escudo y detener el tremendo mandoble de Ares. No fue aquél un golpe normal. El escudo crujió y el brazo del procónsul sufrió por dentro, como si se rompiera, pero Publio observó que sólo era dolor lo que sentía y que el brazo seguía respondiendo. Vino otro golpe más y Publio retrocedió, como habían hecho sus legionarios ante los elefantes de aquel dios enemigo.

El procónsul reaccionó y lanzó un golpe que Ares detuvo sin tan siquiera moverse de su sitio. El dios avanzó y volvió a atacar con su espada en alto, momento que Publio quiso aprovechar para pinchar por debajo, pero en su camino se cruzó el escudo del general del Valhalla, y tras el escudo llegó la espada de Ares que el propio Publio desvió con su escudo. Empatados, pero el procónsul de Roma se daba cuenta de que había vuelto a dar un paso atrás y Ares uno más hacia delante.

No sólo la batalla; toda la guerra parecía detenida. Publio escuchaba el sonido entrecortado de su propia respiración. Necesitaba oxigenarse. La espada de Ares voló cerca de su casco, pero se agachó a tiempo. La espada enemiga regresaba y la frenó con la suya. El ruido de las dos espadas al chocar resonó en los tímpanos de los guerreros de ambos bandos. Ares empujó con fuerza y Publio cayó de espaldas. El dios de la guerra avanzó y asestó un golpe hacia abajo en busca del pecho de su oponente, pero Publio rodó por el suelo y Ares sólo alcanzó a que el filo de su arma cortara a la altura de una espinilla. Las grebas de hierro y bronce protegieron al general romano, que salió indemne de aquel ataque.

Publio Cornelio Escipión se levantó y empuñando su espada con la punta hacia Ares mantuvo a raya a su atacante unos segundos más. Pensó en cómo poder acercarse a su oponente. Ni tan siquiera le había rozado con su espada. Ares permanecía quieto ante él, respirando con sosiego, esperando un error. Publio giró entonces sobre sí 360 grados para sorprender al dios por un flanco y clavar su espada. Fue rápido, veloz, pero cuando, una vez hecho el giro, buscó a su enemigo para herirle no había nadie. Y sin saber cómo, Ares emergió por su espalda y apenas hubo tiempo para levantar el escudo. La espada de Ares fue medio desviada, pero no del todo y su punta penetró en el muslo izquierdo del procónsul de Roma desgarrando la piel.

—¡Aaaggh!—gritó Publio, y una vez más se hizo hacia atrás.

Ares le contemplaba sin decir nada. El general romano apoyó con fuerza su pierna izquierda. Aún tenía dominio sobre la misma. La herida física no debía de ser tan profunda como la herida en su orgullo, pero aun así sentía el calor líquido de su propia sangre lamiendo la piel del muslo, la rodilla y rotando despacio, acariciando su gemelo desnudo. Cojeaba un poco pero podía moverse bien. Un ruido le sorprendió. Un ruido que era como muchos ruidos juntos. Publio comprendió que a sus espaldas la batalla se encarnizaba. Vio a Ares alzando su brazo derecho en alto, al máximo, con la espada manchada de sangre del procónsul de Roma, manchada con su propia sangre, resbalando por el filo hasta mezclarse con los dedos de aquel dios.

Publio se reincorporó con ánimo de contraatacar y fue a por Ares, pero éste ya se retiraba, dándole la espalda. El dios había cumplido su misión de guiar la carga de los elefantes y no pensaba quedarse en medio del campo de batalla ni por un segundo más. Y Publio lo sintió sobre su alma, como si el dolor de los suyos fuese su propio dolor, sintió como sus hombres morían a causa de su propia incompetencia. Publio debió haberlo sabido, debió haber predicho que Atenea sabría cómo contrarrestar su falso muro y respondería acorde.

Elefantes catafractos que habían exterminado a dos legiones enteras con tan sólo ochenta individuos.

Elefantes catafractos...

—¡Eres hombre muerto, romano!—habló Ares mientras se retiraba—. ¡Todos estáis muertos!

Publio no tuvo tiempo de responder. Movido por su instinto de supervivencia retrocedió para reintegrarse con los manípulos de hastati y principes que a duras penas habían sobrevivido a la carga de los paquidermos.

—¡Hay que retirarnos!—espetó el procónsul—. ¡Es el turno de César! Más vale que ese dictador sepa lo que hace... más le vale, por todos los dioses...







Retaguardia romana:

Al final, algunos elefantes, medio arrastrándose, cubiertos de sangre suya y de sangre de dios y de ángel, embadurnadas sus pezuñas hasta las mismísimas descomunales rodillas con sangre romana, alcanzaban el final de la formación romana antes de desfallecer bajo el peso de sus propias armaduras.

César se lamentó con un suspiro. Aquella maniobra, que tendría que haber dejado a penas unos cuantos centenares de bajas, había culminado en la casi total aniquilación de las legiones V y VI.

Ese había sido el fin de las Legiones Malditas de Escipión el Africano.

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