cap 3
¡Cómo trabajaron y sudaron para segar el heno! Pero sus esfuerzos se
vieron recompensados, porque la cosecha fue un éxito aún mayor de lo que
esperaban.
A veces el trabajo era duro; los instrumentos no habían sido diseñados para
los animales sino para los seres humanos, y era un gran inconveniente que
ningún animal pudiera utilizar herramientas hechas para trabajar de pie sobre
las patas traseras. Pero los cerdos eran tan listos que siempre encontraban la
manera de resolver todas las dificultades. Los caballos, por su parte, conocían
cada palmo del campo, y entendían el trabajo de segar y rastrillar mucho mejor
que Jones y sus hombres. Los cerdos en realidad no trabajaban, pero dirigían y
supervisaban a los demás. Con sus conocimientos superiores era natural que
asumieran el liderazgo. Boxeador y Trébol se enganchaban a la segadora o a la
rastrilladora (en esos tiempos, por supuesto, no hacían falta bocados ni
riendas) y recorrían el campo sin cesar dando vueltas y vueltas, con un cerdo
detrás que iba gritando «¡Arre, camarada!» o «¡So, camarada!», según fuera el
caso. Y todos los animales, hasta el más humilde, intervenían en la recolección
del heno. Hasta los patos y las gallinas iban y venían todo el día bajo el sol,
transportando pequeñas briznas de heno en el pico. Al final terminaron la
cosecha dos días antes del tiempo que solían emplear Jones y sus hombres.
Además, era la mayor cosecha que se había visto nunca en la granja. No había
desperdicio alguno; las gallinas y los patos, con su extraordinaria vista, habían
recogido hasta el último tallo. Y ningún animal de la granja había robado
siquiera un bocado.
Durante todo aquel verano el trabajo en la granja funcionó como un reloj.
Los animales nunca habían imaginado que podían ser tan felices. Cada bocado
les producía un intenso placer positivo, ya que era realmente su propia comida, producida por ellos y para ellos, no repartida por un amo mezquino.
Desaparecidos los seres humanos parasitarios, quedaba más comida para
todos. Disponían de más tiempo libre, aunque por su falta de experiencia no
sabían bien en qué emplearlo. Encontraban muchas dificultades: por ejemplo,
hacia finales de año, al cosechar el maíz, tuvieron que pisarlo al estilo antiguo
y aventar la paja con el aliento, ya que la finca no poseía trilladora, pero los
cerdos con su inteligencia y Boxeador con sus tremendos músculos siempre
resolvían los problemas. Boxeador era la admiración de todos. Había sido un
gran trabajador, incluso en tiempos de Jones, pero ahora parecía más tres
caballos que uno; había días en que todo el trabajo de la granja parecía
descansar sobre sus fuertes hombros. De la mañana a la noche empujaba y
tiraba, siempre en el punto donde el trabajo era más duro. Había hecho un
arreglo con uno de los gallos jóvenes para que por la mañana lo despertara
media hora antes que a nadie; así podía hacer algún trabajo voluntario en el
aspecto que resultara más necesario antes del comienzo de la jornada normal.
Su respuesta ante cada problema y cada revés era «¡Trabajaré más duro!», y la
había adoptado como lema personal.
Pero todo el mundo trabajaba según su capacidad. Las gallinas y los patos,
por ejemplo, al recoger los granos perdidos de la cosecha rescataron cinco
fanegas. Nadie robaba, nadie se quejaba de sus raciones, y las peleas y los
mordiscos y los celos, tan característicos de la vida en los viejos tiempos, casi
habían desaparecido. Nadie, o casi nadie, eludía el trabajo. Es cierto que
Marieta no se destacaba por madrugar, y solía dejar de trabajar temprano
alegando que tenía una piedra en un casco. Y la conducta de la gata era un
poco rara. Pronto se descubrió que cuando había trabajo que hacer, la gata
nunca estaba. Se esfumaba durante varias horas y reaparecía cuando iban a
comer, o por la noche, cuando había terminado el trabajo, como si nada
hubiera ocurrido. Pero sus excusas eran siempre tan excelentes, y ronroneaba
con tanto cariño que resultaba imposible no creer en sus buenas intenciones.
El viejo Benjamín, el burro, no parecía haber cambiado desde la Rebelión.
Hacía su trabajo de la misma manera lenta y obstinada que cuando los
mandaba Jones, sin eludir nunca sus obligaciones pero sin ofrecerse a hacer
ninguna tarea especial. Sobre la Rebelión y sus resultados no expresaba
ninguna opinión. Cuando se le preguntaba si no era más feliz ahora que no
estaba Jones, se limitaba a decir: «Los burros viven mucho tiempo. Ninguno
de vosotros ha visto a un burro muerto», y los demás tenían que contentarse
con esa respuesta críptica.
Los domingos no se trabajaba. El desayuno tenía lugar una hora más tarde
que de costumbre, y después del desayuno celebraban una ceremonia que se
repetía cada semana sin falta. Primero se izaba la bandera. Bola de Nieve
había encontrado en el guadarnés un viejo mantel verde de la señora Jones y
había pintado en él una pezuña y un cuerno blancos. Lo subían al mástil del jardín de la casa cada domingo por la mañana. La bandera era verde, explicó
Bola de Nieve, para representar los verdes campos de Inglaterra, mientras que
la pezuña y el cuerno significaban la futura República de los Animales, que
surgiría cuando finalmente derrocaran a la raza humana. Después de izar la
bandera todos los animales iban en tropel al enorme establo para realizar una
asamblea general conocida como la Reunión. Allí se planificaba el trabajo de
la semana siguiente y se proponían y se debatían las resoluciones. Esas
resoluciones las proponían siempre los cerdos. Los demás animales entendían
cómo votar, pero nunca se les ocurrían resoluciones propias. Bola de Nieve y
Napoleón eran, con mucho, quienes más intervenían en los debates. Pero se
notaba que esos dos nunca estaban de acuerdo: cuando uno sugería algo se
podía tener casi por seguro que el otro se opondría. Hasta cuando se resolvió
—nadie podía oponerse a esa decisión— reservar el pequeño campo que había
detrás del huerto como sitio de descanso para los animales que ya no pudieran
trabajar, hubo un acalorado debate sobre la edad correcta de jubilación para
cada clase de animal. La Reunión siempre terminaba con el canto de «Bestias
de Inglaterra» y la tarde se dedicaba al recreo.
Los cerdos habían reservado el guadarnés como sede para ellos. Allí, por la
noche, estudiaban herrería, carpintería y otras artes necesarias incluidas en los
libros que habían sacado de la casa. Bola de Nieve también se ocupaba de
organizar a los demás en lo que denominaba Comités Animales. En eso era
incansable. Formó el Comité de Producción de Huevos para las gallinas, la
Liga de Rabos Limpios para las vacas, el Comité de Reeducación de
Camaradas Salvajes (cuyo objeto era domesticar a las ratas y los conejos), el
Movimiento Lana Más Blanca para las ovejas y algunos otros, además de
instituir clases de lectura y escritura. En conjunto, esos proyectos fueron un
fracaso. Por ejemplo, el intento de domesticar a las criaturas salvajes se
malogró casi de inmediato. Siguieron actuando como antes, y cuando se las
trataba con generosidad se limitaban a aprovechar la situación. La gata entró
en el Comité de Reeducación y durante unos días participó con mucho
entusiasmo. Un día la vieron sobre un tejado conversando con unos gorriones
que se mantenían fuera de su alcance. Les decía que ahora todos los animales
eran camaradas y que si un gorrión quisiera se le podría posar en la pata, pero
los gorriones conservaron la distancia.
Sin embargo, las clases de lectura y escritura tenían mucho éxito. Al llegar
el otoño casi todos los animales de la granja sabían hasta cierto punto leer y
escribir.
Los cerdos ya sabían leer y escribir perfectamente. Los perros aprendían a
leer bastante bien, pero solo les interesaba leer los siete mandamientos.
Muriel, la cabra, leía un poco mejor que los perros, y a veces, por la noche,
leía a los demás trozos de periódicos que encontraba en la basura. Benjamín leía tan bien como cualquier cerdo, pero nunca ejercitaba esa facultad. Por lo
que sabía, explicaba, no había nada que mereciera la pena de ser leído. Trébol
aprendió todo el alfabeto, pero no podía construir palabras. Boxeador no podía
pasar de la letra «d». Dibujaba «a», «b», «c», «d» en el polvo con el enorme
casco y después se quedaba con la mirada perdida y las orejas hacia atrás, a
veces moviendo la crin, tratando con todas sus fuerzas de recordar, sin éxito,
qué venía a continuación. En algunas ocasiones, sí aprendía «e», «f», «g»,
«h», pero cuando lograba conocerlas descubría siempre que había olvidado
«a», «b», «c» y «d». Finalmente decidió conformarse con las cuatro primeras
letras, y solía escribirlas una o dos veces al día para refrescar la memoria.
Marieta se negaba a aprender más que las siete letras que formaban su propio
nombre. Las hacía con mucho cuidado, usando ramitas que decoraba con una
o dos flores, y después caminaba alrededor llena de admiración.
Ninguno de los otros animales de la granja lograba pasar de la letra «a».
También se descubrió que los animales más estúpidos, como las ovejas, las
gallinas y los patos, eran incapaces de aprender de memoria los siete
mandamientos. Después de mucho pensar Bola de Nieve declaró que los siete
mandamientos podían, de hecho, reducirse a una sola máxima, a saber:
«Cuatro patas, sí; dos patas, no». Eso, dijo, contenía el principio esencial del
animalismo. Quien lo hubiera comprendido a fondo estaría a salvo de toda
influencia humana. Las aves primero se opusieron, porque les parecía que
también ellas tenían dos patas, pero Bola de Nieve les demostró que no era así.
—Las alas de los pájaros, camaradas —dijo—, son órganos de propulsión
y no de manipulación. Por lo tanto deben considerarse como patas. Lo que
distingue al hombre es la mano, el instrumento con el que causa todo el daño.
Las aves no entendieron las palabras largas de Bola de Nieve, pero
aceptaron su explicación, y todos los animales más humildes se pusieron a
trabajar para aprender de memoria la nueva máxima: «¡Cuatro patas, sí; dos
patas, no!», quedó grabado en la pared del fondo del establo, por encima de
los siete mandamientos y en letras más grandes. Cuando lograron aprender eso
de memoria, las ovejas empezaron a sentir una gran afición por la máxima, y
con frecuencia, cuando estaban echadas en el campo, balaban «¡Cuatro patas,
sí; dos patas, no! ¡Cuatro patas, sí; dos patas, no!» durante horas, sin cansarse
nunca.
Napoleón no mostraba ningún interés por los comités que había creado
Bola de Nieve. Decía que la educación de los jóvenes era más importante que
todo lo que se pudiera hacer por los adultos. Jésica y Campanilla habían parido
poco después de recoger la cosecha de heno, y entre las dos habían tenido
nueve robustos cachorros. En cuanto los destetaron, Napoleón los apartó de las
madres y dijo que él se encargaría de su educación. Se los llevó a un desván al
que solo se podía llegar por una escalera de mano desde el guadarnés, y los tuvo allí tan aislados que el resto de la granja pronto se olvidó de su existencia.
El misterio del destino de la leche pronto se resolvió. Se mezclaba todos
los días con la comida de los cerdos. Maduraban las primeras manzanas y la
hierba de la huerta estaba llena de fruta caída. Los animales habían dado por
hecho que se repartirían de manera equitativa, pero un día llegó la orden de
que toda la fruta sería recogida y llevada al guadarnés para uso de los cerdos.
Algunos de los otros animales se quejaron, pero no sirvió de nada. Todos los
cerdos estaban de acuerdo en ese punto, incluso Bola de Nieve y Napoleón.
Enviaron a Chillón a dar las explicaciones necesarias a los demás.
—¡Camaradas! —gritó—. Espero que no penséis que los cerdos hacemos
esto con espíritu de egoísmo y de privilegio. La verdad es que a muchos no
nos gustan la leche ni las manzanas. A mí, por ejemplo, no me gustan. El
único objetivo que tenemos, al comer esas cosas, es preservar nuestra salud.
La leche y las manzanas (lo ha demostrado la ciencia, camaradas) contienen
sustancias totalmente necesarias para el bienestar del cerdo. Los cerdos
trabajamos con el cerebro. La gestión y la organización de esta granja
dependen de nosotros. Día y noche velamos por vuestro bienestar. Es por
vuestro bien que bebemos la leche y comemos las manzanas. ¿Sabéis qué
ocurriría si los cerdos no cumpliéramos con nuestro deber? ¡Volvería Jones!
¡Sí, volvería Jones! Y no creo, camaradas —exclamó Chillón, casi suplicante,
brincando y moviendo la cola—, que ninguno de vosotros quiera ver de nuevo
a Jones.
Si de algo los animales estaban completamente seguros era de que no
querían la vuelta de Jones. Al oír las cosas explicadas de ese modo no
encontraron nada que objetar. La importancia de conservar el buen estado de
salud de los cerdos era demasiado evidente. Se acordó entonces, sin más
discusión, que la leche y las manzanas caídas (y también el grueso de la
cosecha, cuando madurase) se reservarían solo para los cerdos.
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