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𝐗𝐈𝐈: 𝐎𝐁𝐑𝐀𝐑Á𝐒 𝐃𝐄𝐒𝐃𝐄 𝐓𝐔 𝐏𝐑𝐎𝐏𝐈𝐀 𝐆𝐑𝐀𝐂𝐈𝐀 𝐘 𝐄𝐍 𝐏𝐎𝐒 𝐃𝐄 𝐄𝐋𝐋𝐀


12 de noviembre, 1971

Port Camelbury, Connecticut

———CLIFFORD COX NO MENCIONÓ AL HIJO PERDIDO hasta la segunda sesión de psicoterapia con Ulric Bissett.

El detective habló aquel día, en primera instancia, de la pesadilla que no le permitió concebir el sueño la noche anterior y que venía atormentándolo desde hacía días.

—Lo he tenido antes —decía—. Estoy en un desierto rojo, de arena ardiente, cargando un costal en la espalda que resuena con cada paso que doy, como si llevara un montón de trozos de madera. Se supone que despertar debería sentirse como un consuelo, pero cuando lo hago tengo fiebres altas, las plantas de los pies calientes y escucho un llamado de ayuda a la lejanía aunado a un pitido incesante.

—¿Cree que puede identificar la voz del llamado, Clifford?

—Sí. Es la voz de mi hijo, Kenny.

Lo dijo como quitándose una astilla del dedo, y aquella perturbadora imagen volvió a mortificarlo a la noche siguiente, no obstante lúcido, luego de haber fallado en el intento de permitirse un momento de intimidad con Kimberly Jones, la madre del hijo.

—No puedo —le confesó, abochornado, sosteniéndole las mejillas mientras los senos de ella permanecían hundidos en su pecho. Recibió una mirada piadosa en respuesta—. Perdón, Kimmy. Es..

—Es Kenny —se adelantó ella a completar la frase—. Lo sé. Lo siento.

Kim rodó su cuerpo hasta caer a su lado, boca arriba, y Clifford revivió la pregunta asumiendo el riesgo de desencadenar una discusión pasional de esas que lo llevaron a quitarse el anillo que tantos años le costó volver a ponerse.

—Quiero decir... ¿Aún te duele? —quiso saber. Aún si hubiera querido dirigirle la mirada, la tensión acumulada en su nuca le impedía mover el cuello— Era tu hijo también, incluso más que mío. Lo llevaste en el vientre.

Los músculos de Clifford se contrajeron como quien se entrega inerme a la espera de un golpe; no obstante, Kimberly rompió las expectativas poniéndose de pie. Luego salió de la habitación.

Él se mantuvo pétreo, inseguro de sus próximas acciones, y la sensación lo mantuvo atado por un hilo de estupor a la cama hasta que la mujer regresó por donde se fue con una resma de papel en las manos.

—La respuesta es sí —dijo—. Me duele. Nunca va a dejar de dolerme; pero ya no lo sufro más. Y la razón por la que ya no me afecta de la manera en que antes lo hacía, es esto.

Lanzó a la cama la resma de papel, y Clifford la cogió para sacar los folios del envoltorio. El título que reflejaba la primera página le erizó los vellos de la nuca y sus orejas se contrajeron por acto reflejo.

—«Crónicas de una maternidad interrumpida —leyó, más para sí mismo que para ser escuchado—; por Kimberly Jones».

—Haber dejado de ser madre de una manera tan abrupta es algo que siempre va a dolerme en las entrañas, Clifford; pero tal vez no hablamos lo suficiente de lo duro que fue también dejar de ser esposos.

—Kimmy, yo en serio...

—La culpa no fue tuya. No del todo, es lo que quiero decir. No debimos hacerlo difícil. No debimos vivir nuestro dolor en la soledad pudiendo habernos acompañado, y estoy convencida de que el pensamiento de que Kenny estaba en algún lugar esperando por nosotros para rescatarlo sólo prolongaba nuestra angustia y acabó poniéndonos en contra del otro.

—¿Lo que quieres decir es que...?

—Lo que quiero decir es que el hecho de que la ley lo asumiera muerto me trajo paz. Y no me permitiré volver a sentirme culpable por eso, porque yo comencé a aceptar su muerte mucho antes del cierre del caso, y me encargué de depositar todo el dolor que me fue posible en esas páginas. Sólo escribí la palabra «fin» cuando decidí que no tenía nada más de qué quejarme, ni más culpa qué atribuirnos, ni más dolor que pudiera expresarse en palabras. El dolor con el que me quedé es el que sólo puede sentirse, no describirse; pero tú, Clifford... El pensamiento que nos separó en primer lugar nunca dejó de atormentarte y lo que está pasando contigo son los estragos de una culpa a la que insistes en aferrarte.

Aquella verdad escupida en el rostro sin tapujos primero le hizo arrugar el rostro en indignación; en la rabia de que un tercero te desnude los pesares y, peor aún, tenga razón al respecto. Kimberly interpretó entonces la primera lágrima que le recorrió hasta la barbilla como una invitación, y regresó a la cama para acercársele a gatas y aferrarse a él en un abrazo que marcó el fin de la cuenta regresiva para que la bomba de lamentos y sollozos detonara.

—Yo quisiera —balbuceó él. El dolor había proliferado con tal fulgor en su pecho que la energía sólo le alcanzó para mirarla a los ojos y pronunciar una sílaba moribunda, más como una súplica de perdón que una de auxilio:—... ¿Kim?

—No tienes que decirme nada —le dijo ésta, sabiéndolo frustrado en la tarea de convertir sus emociones en palabras—. Si en mis líneas encuentras un ápice de consuelo, será señal suficiente para mí de que seguimos siendo marido y mujer. Haber perdido así a Kenny va a dolernos siempre, a nuestros modos, pero el dolor por haber perdido así nuestro matrimonio no tiene por qué ser eterno también, Cliffy.

§

Cinco lunas antes de la única luna nueva de noviembre, Vita no pudo conciliar el sueño ante la desarmante necesidad de conversar con Billy acerca del ritual que se haría a su nombre, inhibida por la promesa que se hizo a sí misma de no hacérselo saber hasta tener los huesos en su posesión. La calavera, no obstante, se hizo consciente de los trastornos en los ámbitos del habla de la bruja, y no tuvo más remedio para la curiosidad que conformarse con respuestas crípticas a la precisión cada vez más aguda de sus inquisiciones.

—Sólo espero que, sea cual sea el trato que has hecho con el pseudo-hombre —dijo—, lo que termines haciendo por él no comprometa tu reputación en la comunidad oscura.

Vita se mostró aprehensiva, a sabiendas de que, naturalmente, aquel comentario era una teoría que no se sostenía lo suficiente para consumar un presagio. La situación con el susodicho, en aquel punto, se trataba más de un favor que de un trato por más que Ulric hubiera doblegado su solicitud a la discreción suya, pues lo que el vampiro requería era una mano derecha para sublevar la oscuridad o, bien, absolverse de la misma a manos de una muerte clemente; y si bien el criterio moral de Vita se aferraba a la segunda alternativa como una decisión terminante, el pasional le estimulaba la rebeldía que ya tenía un paso en dirección a la primera. No obstante, el previo argumento de Ulric le enroscaba de vuelta el tornillo que éstos impulsos le zafaban: más fuerte que la rebeldía, la pasión y el odio, es el miedo. Y nada le instigaba más horror que el silencio y la ausencia recelosa de Ello.

—Es como sentarse a esperar que caiga un misil habiendo recibido una alerta de ataque —le decía Vita a Billy, mientras le pulía el casco de hueso con aceite de almendras—, y entonces escucharlo acercarse pero nunca impactar.

—No deberías castigarte tanto por cosas de las que no tienes control, Vita; como el deseo e impulso carnal, por ejemplo. Lo que sí puedes controlar, sin embargo, es qué haces con el sentimiento, y si obras traicionando a la moral, de castigarte se encargará alguien más.

Vita dejó el trapo sobre la cabeza de Billy, intentando descifrar el sonido de sus pensamientos para articularlos en oraciones.

—Ciertamente —dijo al fin, retomando la tarea ante una queja de la calavera—, encuentro consuelo al aceptar como natural lo que sucede con respecto a Ulric Bissett, luego de tanta negación e impotencia retenida; pero al planteármelo de esa forma, caigo en la conclusión de que no me queda más remedio que hacer con el sentimiento lo mismo que haré con él.

—¿Y eso a qué desenlace te podría llevar?

—Al mismo de siempre, Billy: aniquilarlo y enterrarlo, y él parece aceptar también el destino, meramente por el favor apremiante de despojarlo de la oscuridad. Su única solicitud concreta fue que lo haga con una estaca envuelta en menta y romero, lo que me da la convicción de que parte de su mestizaje es de origen vampírico.

—Menta y romero, menta y romero... ¿Para qué clase de mestizo podría esa combinación significar algo?

—Para una bruja, la connotación simbólica es clara; pero tratándose de un mestizo de vampiro, supongo que tendré que averiguarlo.

A provecho del apaciguamiento de los trastornos climáticos del domingo, Vita Berrycloth emprendió una visita vesperal al bosque de Salt Creek bajo el objetivo de limpiar y cargar los cuarzos que pretendía implementar en el ritual con las potentes energías que germinaban de las tierras del mismo. Adquirió los hábitos del retozar conforme caminaba como la marea que sube y se vuelve olas temperamentales, hasta que juró percibir los aires de una ráfaga entre las coronas de los árboles. Se detuvo en medio del bosque para encontrarse a sí misma en una soledad indescifrable.

La aterró un estremecimiento cuando los sinsontes comenzaron a entonar un patrón que sonaba impropio, y alzó la vista con la esperanza de encontrar la fuente del sonido que pretendían imitar. No obstante, en su lugar, vislumbró posada en una rama de abedul una figura mayestática con la prestancia de una quimera de catedral, más que de una gárgola. Venía cargada con un aura tiránica de muerte y un par de alas lúgubres que sólo podían inspirarle un profundo sentimiento de melancolía.

—Usted continúe caminando —le dijo éste, con rescoldos de la Gran Bretaña en los modos del habla—, o, bien, saltando. Yo desde aquí la amparo.

Vita confió en el mestizo, sabiéndolo ahora no sólo mitad vampiro, sino tal vez mitad demonio, y la maravilla de su oscuridad le ofuscó el pensamiento durante el resto del camino al río.

Él, por su parte, se deslumbró con la gracia exquisita de los retozos desnudos de la bruja sobre la tierra, que se desplazaba por los caminos verdes impertérrita al picor de las yerbas entre los dedos, irradiando los ámbitos gesticulares y el porte de una liebre de piornal. Tenía la apariencia impregnada por tal connotación cultural y erudita que Ulric se la imaginó naciendo entre las piedras del río, y a la madre bruja meciéndola en el cuenco de un tronco; y a los gorriones silvestres arropándola con pellizcos de musgo e intentando darle lambrijas de comer, de modo que sintió una necesidad incontrolable de sincerarse con ella, como si tragarse las palabras supusiera cometer un sacrilegio a la moral del corazón.

—Debo admitir que lo lamento —dijo él de pronto, sentado en una piedra del río mientras la miraba mojarse los pies en el agua desde la orilla. Vita, en respuesta, le dio al mestizo una mirada aprehensiva—, por haber profanado una manifestación de su espíritu animal y hacérselo comer. Me temo que subestimé sus capacidades.

—Voy a asumir que fue un intento de probar un punto, si bien ignoro cuál.

—Ciertamente —asintió—, quería comprobar hasta dónde podía usted llegar con tal de apegarse a una farsa. Espero que no se vea envuelta en controversias a causa de ésto.

—La devoción a los espíritus animales son más un pacto emocional que reglamentario, Ulric.

—¿Está a salvo, entonces?

—Estoy a salvo, sí. Sólo cocine pescado para la próxima.

Ulric no podría saber que Vita estaba jugando con su reflejo en el agua mientras charlaban: lo analizaba y luego, con las yemas de los dedos, lo deformaba; entonces comparaba su obra con la imagen presencial a base de miradas sugestivas que a él le embotaban el sentir en algún punto energético entre el pecho y el vientre.

—¿Son todas obsidianas? —quiso saber él, observando la pila de cristales que reposaba en el regazo de la bruja mientras ésta se daba a la tarea de abrir un hoyo en la tierra— Las piedras negras, me refiero.

—Así es, y cuarzo ahumado para el Muladhara. Las obsidianas las dejaré para la última luna, después de tratar su Sahasrara: lo ayudará a entrar en catarsis con su interior.

—¿La última luna, dice? Usted me habla en terminologías herboristas y me hace sentir lo que nadie más me causa nunca: ignorante.

—No estoy segura de que la medición por lunas se trate de terminologías particulares del herborismo, Ulric. Verá: en nuestra cultura, las fechas que elegimos se rigen por las fases lunares, y mi madre conservaba la costumbre generacional de llamar lunas a las sesiones.

—¿Y cuántas pretende usted invertir en este ritual, Madame?

Vita se miró las palmas por un instante, y la imagen de la mugre entre las uñas le hizo revivir el recuerdo de un sueño lejano en el que comía tajos de barro con escarabajos voladores que le revolotearon después en el estómago. Sintió entonces un ardor en la barriga, por donde se concentra la bilis, y siguió cavando. Respondió:

—Desde la nueva hasta el cuarto creciente del mes.

—¿Estamos hablando entonces de que el ritual comprometería un total de ocho noches?

—No pensará usted que un propósito de esta índole puede ser alcanzado en una sola, ¿o sí?

—Me temo que tendrá que iluminarme con motivos, pues no soy más que un intruso en su cultura, pero estoy al tanto de que, en efecto, es posible sanar todos los chakras en una «luna».

—Lo es, por supuesto, para los que están en una pieza, pero en nuestro caso significaría correr riesgos innecesarios o, bien, perder el tiempo, Ulric: Billy tiene toda el alma concentrada en el cráneo y los huesos han sido despojados de cualquier rescoldo de espíritu por mi madre hace veinte años. Caso inverso, le trataríamos la cabeza sanándole el Sahasrara en una sola luna y sellaríamos el proceso con un ritual de purificación del espíritu; sin embargo, estamos hablando de un cúmulo de huesos dispersos, inánimes, que ameritan una sanación profunda de sus chakras para consolidarlos entre sí, desde los pies hasta el cráneo, y dadas las circunstancias considero que lo más prudente y certero es dedicar una luna a cada chakra. Iremos lento, pero seguro, en otros términos.

Ella cedió los cristales a la tierra, que cayeron al hoyo como bolas del billar, y el claqueteo de las mismas le hizo recordar las noches vertiginosas de casino en las que salía en busca de hombres que luego sucumbirían a sus habilidades.

—Bueno —respondió Ulric—, que sea lento y seguro, entonces.

Y desde la ilusión de sentirse maestra de su cultura, por más limitadas que fueran en realidad sus sapiencias y por más mundana que se haya sentido toda la vida, Vita Berrycloth siempre recordaría aquella interacción como la primera vez que se sintió genuinamente familiar a la oscuridad que le precedía.


Extracto del libro Herbología I; Glosario de las Hierbas:

Menta: Hierba asociada con Perséfone, diosa griega representante del renacimiento y la renovación espiritual. En la praxis wicca, sus usos tienden a intencionarse por el deseo de atraer prosperidad, éxito y abundancia, y se le resguarda la creencia popular de poseer propiedades curativas para malestares físicos. Es ideal para rituales de limpieza dado a sus atributos purificadores.

Romero: Hierba asociada con la diosa griega Afrodita, representante del amor y la belleza. Su uso en la praxis wicca se rige por la intención de atraer paz, amor y felicidad. Del mismo modo, se implementa en rituales de amor y romance, pero también de protección y curación gracias a sus propiedades de purificación. Se cree, por otro lado, que conserva a su vez atributos promotores de la buena memoria y la claridad mental.

§

Los lunes en la comisaría de Port Camelbury eran el tipo de día que hacía creer a los empleados que los relojes estaban descompuestos. Alguna vez, incluso, las secretarias hicieron cambiar las baterías a todos los relojes del departamento sólo para descubrir que, en efecto, el domingo ralentizaba el transcurso de la jornada.

—Lo juro por Dios que han sido las once y cuarto desde hace cuatro horas —le decía Kimberly Jones a Clifford Cox, dejando una copia del menú del comedor local en su escritorio—. Llámame cuando hayas decidido qué ordenar.

Él sólo la observó, tajante, con ambos codos apoyados de los brazos de la silla y las manos haciendo un tipi que chocaba con sus labios.

—Al diablo con el almuerzo —dijo al fin, abandonando la posición para comenzar a sacar sus pertenencias de los cajones y meterlas al maletín—, y al diablo esta puta comisaría corrupta. Estoy fuera.

—¿Eso es lo que yo creo que es? —inquirió Kim, señalando el folio junto al sobre que reposaba en el escritorio— ¿Es...?

—La autorización de la Agencia Estatal de Vida Silvestre para la caza de lobos en el bosque de Salt Creek, sí. García me dio una copia para leerla con detalle.

Cox cerró los broches del maletín con un ímpetu estruendoso, embriagado en un resentimiento que lo llevó a ponerse de pie y salir del despacho, no sin antes girarse hacia Kimberly y decir:

—Te veo en casa, Kimmy. Y llévame una copia de la planilla de solicitud de retiro, por favor.

Tiró la placa al cesto de basura. No cerró la puerta al salir. Dejó a Kimberly con mil preguntas revoloteando como un nubarrón de polillas en el aire, que decidió encarcelar en el despacho al irse también y pasar llave a la puerta. No estaba segura de qué significaba la caza de lobos en el bosque, mucho menos de cómo aquella carta pudo ser el detonante para que Clifford Cox osara acusar a la comisaría de un asunto tan frívolo como la corrupción, al punto de deshacerse de la placa que le daba el mérito; no obstante, en medio de las contrariedades que le alborotaban la mente, encontró tranquilidad en la certidumbre de que el detective se retiraría del cargo.

Cox, no obstante, se marchó con el ruido del recuerdo de la última interacción con García retumbándole de tímpano a tímpano.

Había reportado su arribo a las 7:58 AM. Había bebido su café sin azúcar, como sólo la esposa sabía prepararlo; había leído un capítulo más del libro de Kimberly en la intimidad de su despacho y tenido una serie de epifanías en lo referente al dolor de ella en el proceso, que, en lugar de alimentar su aflicción, le hicieron descubrir que muchos de sus malestares eran compartidos. La mañana, en términos banales, prometía; lo hacía hasta el momento en que le llegó un recado de Roy García a manos de la secretaria de éste, sin saber que aquel mísero papel sería el factor determinante para concluir el retiro de Clifford.

—¿Qué carajo es esto? —escupió la pregunta con un desdén atropellante, dejando caer la carpeta en el escritorio del anciano.

—Bueno, es la autorización de...

—¡Ya sé lo que es! ¡¿Qué carajo hiciste a mis espaldas, García?!

El anciano suspiró, cogiendo impulso para ponerse de pie, y rodeó el escritorio para acercarse a la puerta y cerrarla. Entonces, habiendo recuperado las agallas de mirar a su compañero a los ojos, le dijo:

—Estoy viejo, Clifford, y este caso nos supera. Tú...

—Habla por ti —lo interrumpió el más joven, renuente—. Si piensas renunciar al caso, hazlo, pero, carajo, no me lo quites de las manos sólo porque no te sientes capaz.

—Tú no lo entiendes. Lo que está pasando con Salt Creek es obra de algo que hemos pasado toda una vida ignorando desde la mortalidad. Por nuestro bien, no nos conviene perpetuar la investigación; así que escúchame bien cuando te digo que te retires, Clifford. Lo tengo todo resuelto.

—¿«Mortalidad»? —repitió el otro, en ámbitos casi burlistas— ¿«Conveniencia»? ¿«Resuelto», García? No pienso retirarme del caso sólo porque no confías en mis competencias.

—No, Cox. En realidad lo hago porque confío demasiado en ellas —admitió—. Es cierto: no hay manera mundana de dar explicación a los sucesos. No hay forma de que los crímenes hayan sido perpetrados por la fauna del bosque; pero tampoco tenemos un posible sospechoso humano a quien culpar.

—Tenemos el argumento de Bissett. Dijo que se trataba de un hombre, no un animal. Además, las manos demuestran que...

—Hay un motivo por el cual no reconocemos a estos seres, Cox, y es que son maestros en el camuflaje. Eso pone en duda todo el argumento de lo que Bissett dijo ver. Por otro lado, las manos eran la única evidencia que podrían denotar actividad humana; sin embargo, me he encargado de quitarlas del camino para cerrar el caso. Ambos nos iremos de aquí y tanto la caza como el cierre de expediente quedarán al mando de Pamela y Emmett.

—¿Pero de qué mierda estás hablando, García?

—Port Camelbury es un maldito infierno en la tierra, Clifford. No tienes nada qué entender, más allá de que nosotros somos los intrusos en las tierras de una comunidad de esperpentos. Retírate. No sólo del caso, sino de la comisaría, y vete con Kimberly lejos de la costa noroeste: a Minnesota, Nebraska, Idaho... a la maldita Arizona si es posible. De lo contrario, me veré en la obligación de presentar una queja formal en tu contra, y tu «situación» no va a ayudarte a pasar las pruebas psiquiátricas que amerita la investigación interna de tu desempeño.


Extracto de Crónicas de una maternidad interrumpida, por Kimberly Jones; Capítulo 11:

... ahora, cuando lloro a Kenny (porque lo hago), me siento nostálgica en lugar de culpable, y eso, entre tanta miseria que rodea su recuerdo, me hace sentir en paz con él porque sé que no está siendo torturado en algún recóndito rincón del país esperando por nosotros para llegar a salvarlo. Éste es un pensamiento que me ha atormentado desde el primer día, y la culpa se multiplicó cuando lo acepté como mi realidad.

No es fácil perder a un hijo y decir abiertamente que lo has dado por muerto y que estás bien con eso. Es, de hecho, éticamente incorrecto para la sociedad. Recuerdo el día que participé, por ejemplo, en un seminario de madres que han perdido a sus hijos por una diversidad de motivos, y me sentí, de nuevo, culpable, al ser incapaz de mostrarme tan dolida como el resto. Entonces lo noté: el patrón del sufrimiento. No dependía del tiempo que llevaban aquellas mujeres sin ser madres, ni de las edades de los hijos, ni del modo en que los perdieron. Las madres que se mostraban más agonizantes en aflicción eran aquellas que expresaban su esperanza de volver a reunirse con sus hijos.

Sin embargo, a pesar de que Kenny no estaba en el cielo luego de una lucha contra una enfermedad terminal que lo condenó a un adiós prematuro al igual que la mayoría de los hijos de esas madres, poco a poco, yo ya había aceptado que no volvería a reunirme con él. Y me costó una suma descomunal de odio propio entender que no podía sentirme culpable por encontrar consuelo en eso.

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