
𝐗𝐈: 𝐋𝐀 𝐍𝐀𝐓𝐔𝐑𝐀𝐋𝐄𝐙𝐀 𝐒𝐄𝐑Á 𝐍𝐔𝐄𝐒𝐓𝐑𝐎 𝐍𝐄𝐗𝐎
09 de noviembre, 1971
Port Camelbury, Connecticut
———INCONMOVIBLE ERA LA NEBLINA QUE PROLIFERABA en las vías de Port Camelbury y empañaba los parabrisas como cataratas en los ojos. El nubarrón que acogía a la residencia Berrycloth en su seno le hacía el favor a Vita de regar las semillas de lirios que con toda parsimonia sembró días atrás en el jardín; y ahora, desde la cocina con la inquietante ausencia de Ulric haciéndole cosquillas tras las orejas, observaba la lluvia obrar a su favor.
Parpadeó, desconfiando de su propia vista ante la imagen que se proyectaba a través de la ventana, cuando notó un punto en el terreno de las plantaciones del que erupcionaba tierra a borbotones. La anomalía formó un hoyo del que brotó una nariz rosada, y Vita frunció los ojos en un intento por mirar con mayor claridad.
—Hijo de...
Cortó la blasfemia con el cierre aniquilante de sus labios, y tomó el paraguas que pendía de la pared antes de salir por la puerta trasera.
—¡Hey! —gritó, buscando llamar la atención del topo— ¡Sí, tú, inmundo roedor!
El animal la miró, estupefacto, y volvió a adentrarse al hoyo de tierra con los movimientos de un gusano. Vita no lo pensó dos veces antes de dejarse caer en el lodazal para embutir el brazo en el mismo y sacar al topo por las patas.
—¡Háblame, carajo! —le gritó a su rostro de cabeza, a centímetros del suyo— ¡Muéstrame el camino para salir de este malévolo laberinto en el que me tienes dando vueltas en círculos!
Un negro abismal envolvió los ojos del roedor; como un par de vórtices de las tinieblas que se tragaba todo lo que entrara al campo visual y no podían irradiar más que emociones embrujadas por una misericordia mortífera y sin condición.
Había fenecido.
Vita soltó una risa de nervio e impotencia, más como un suspiro que sale a empujones, y lo dejó caer al hoyo. Lagrimeante, empujó las tierras para sellar el sepulcro, y se devolvió a la casa de la mano con el martirizante pensamiento de que uno puede estar cavando su propia tumba y no ser consciente de ello.
En el momento que descargaba la pesadumbre a pisotones en la alfombra bajo la excusa de secarse las suelas, la voz de Ulric se hizo notar como el canto compasivo de un sinsonte.
—Madame —decía, haciendo su camino hacia la cocina. Se detuvo de inmediato al notar el cabello de Vita destilando el rocío matutino y sus ropas casi tan abigarradas de barro como las botas—, pero ¿qué le sucedió?
—Sólo es tierra y agua, Ulric —respondió ella, sacudiéndose la sudadera con las manos—. No me trastorna el contacto con mis raíces.
Él entendió la respuesta como justificación suficiente, y posó sobre la encimera un par de bolsas de compras.
—Pues, bien, traje carnes, vegetales y hortalizas —decía a medida que sacaba los productos uno a uno—. Al igual que velas blancas, racimos de ajenjo, salvia, cedro, eucalipto, tomillo, valeriana, bugambilia; y un calendario lunar del mes vigente.
—¿Velas blancas, hierbas, un calendario lunar...?
El hombre la observó.
—Así es, para el rito —explicó—. Los necesitaremos una vez que le traiga los huesos.
—¿Cómo es que sabe tanto de hechicería y recetas no siendo un brujo, Ulric?
—Contactos, Madame. Por naturaleza los seres vivos somos sociales y congeniamos a base de conexiones, más que por habilidades adaptativas, ¿no lo cree?
Vita tornó los ojos, y decidió que lo mejor era quitarse las botas y dejarlas en la alfombra si no quería ensuciar el suelo.
—La próxima luna nueva es dentro de diez días —añadió él—. Es decir que hay que conseguir los huesos cuanto antes para iniciar con el ritual el día dieciocho, de modo que he dispuesto la biblioteca como consultorio, si no resulta interferencia para los ámbitos de su cotidianidad.
—¿Un paciente, entonces? —repitió ella— Pensé que usted no...
—No lo hago. Planeo dedicarme a la investigación experimental y empírica para desterrar por los pies la escueta teoría de Freud; pero este hombre es parte vital para nuestro propósito.
La última vez que el timbre de la residencia Berrycloth reverberó entre los paneles de roble fue el día que arribó el británico de manos ensangrentadas; esta vez, no obstante, los motivos eran tan mundanos como los nueve sacrificados que le precedían a la reputación de Vita.
—Oficial —saludó ella, con la puerta a medio abrir, habiendo identificado la placa que pendía de su chaqueta—, ¿en qué puedo servirle?
—Estoy buscando a Ulric Bissett. ¿Se encuentra él aquí?
Ulric apareció con la gracilidad de un espectro para incentivar a Vita a terminar de abrir la puerta.
—Eso dependerá de quién pregunte —dijo—. Pase, por favor, detective.
Un ardor, más que un escalofrío, recorrió los costados de la espalda de Clifford como un par de llamaradas pertinaces al tiempo que se adentraba a la residencia. Siguió la estela de Ulric, que guiaba el camino; pero no podía eximirse de la turbia sensación de que ya había visitado aquel lugar en sueños.
Cuando arribaron a la biblioteca, sin embargo, el ardor se extendió por sus extremidades hasta disiparse por completo de la dermis. Ulric le indicó tomar asiento en el sofá frente al sillón que le correspondía, y Clifford obedeció. El asiento se hundió más con su peso de lo que esperaba.
Ulric, como buen devoto a la corriente humanista, obtuvo los datos y antecedentes del detective con una aproximación que atinó a embotar los modos ansiosos del hombre, gracias al método que, a pesar de contraponerse a lo acostumbrado, convertía el proceso de anamnesis en una charla entre un par de viejos amigos reencontrándose después de un largo tiempo en lugar de un interrogatorio entre terapeuta y cliente.
—Es como estar despierto y volver a abrir los ojos —describió Cox—. Anoche, por ejemplo, me descubrí sosteniendo un bate junto a la puerta a plena madrugada y ya no puedo recordar el motivo.
—¿Y qué es lo primero que piensa una vez que se encuentra a sí mismo en ese tipo de situaciones?
—Que debería matarme.
—¿Y qué es lo que hace?
Clifford negó con la cabeza, como si no pudiera encontrar la forma de despojar la respuesta de la vergüenza. Dijo:
—Llorar.
La primera sesión tuvo una duración total de tres horas y diecisiete minutos, en las que Clifford no insinuó siquiera el nombre de Kenny Cox, y Ulric decidió dejar de intentar sacárselo antes de que la intención fuera demasiado evidente. Para ésto resolvió, de cualquier manera, darle a Clifford una orden escrita para reunirse de nuevo en la brevedad de tres días.
—¿Tres días? —cuestionó el detective— ¿Por qué tan pronto?
—Verá, Clifford: como su terapeuta, incentivo su capacidad de autonomía sabiéndolo experto de sus experiencias propias; sin embargo, a juzgar por la gravedad de los signos y síntomas y los modos en los que éstos perturban sus actividades cotidianas y laborales, me parece que lo más pertinente sería reunirnos dos veces por semana o, en su defecto, cada tres días, dejando este espacio temporal de por medio para que reflexione y lleve a la práctica en la intimidad lo conversado en cada sesión. Por supuesto, usted tiene la palabra final, y si está en...
—Esto podría costarme el cargo —interrumpió Cox—, ¿no es así?
—¿Disculpe?
—Dice que mis signos y síntomas son tan comprometedores que amerito esa frecuencia de psicoterapia. Si es así de grave, podría implicar la anulación de mi licencia, ¿cierto?
—No necesariamente —respondió Ulric, ajustando su posición en el asiento—, pero, sí: podría, del mismo modo que podría derivar en una suspensión de la misma, o, bien, no hacerlo. Depende de una diversidad de factores, a decir verdad.
Clifford tensó la mandíbula, insatisfecho con la ambigüedad de la respuesta. Ulric, sin embargo, atinó a leer las palabras que venían aunadas al gesto, y dijo:
—Estamos hablando de un asunto que se escapa de mis manos, Clifford. Puede confiar en que se me imposibilita ser quien presente la queja en la comisaría que incitaría a una evaluación a fondo de su desempeño como detective, pues tengo un código de conducta con normas de confidencialidad tan ambiguas como estrictas al cual ceñirme. Es posible que resulte apresurado decir esto en este punto, así que se lo diré más como camarada que como terapeuta: si sus signos y síntomas continúan interfiriendo en su correcto ejercicio de manera cada vez más evidente, tarde o temprano, alguien, si bien no yo, presentará la queja. Lo que yo sí puedo y estoy dispuesto a hacer, sin embargo, es orientarlo con respecto a qué podría ser mejor para usted y su bienestar mental, ya que no sólo se trata de cómo su desequilibrio afecta al trabajo, sino también de cómo el trabajo afecta su equilibrio.
—La otra alternativa sería retirarme, es lo que quiere decir.
—Si lo interpreta de ese modo...
—Interpretándolo de ese modo, debo tomar una decisión.
—Queda a su total discreción, me temo. Desde el margen que la ética de la ciencia me impone, no puedo servirle la decisión terminante en un plato con alcachofas; pero tengo fama de buen guía. Ahora, si dos sesiones a la semana le parece demasiado y prefiere prescindir de mis servicios...
—En absoluto —se apresuró Cox a responder—. El viernes sin falta, doctor.
Ulric no logró retener la sonrisa, y decidió no corregirle el apodo, porque en secreto le gratificaba la mundana ignorancia que bailaba alrededor de las cualidades de su título.
—Lo espero el viernes, entonces, detective.
§
Las paredes de la casa de los García parecían expedir una ahumada invisible, olorosa a ciruelas pasas, cuyo verdadero germen eran los hoyos en la tarta de Norma por donde se asomaba la mermelada.
—¡Jesucristo! —decía Roy, rodeando la isla de la cocina como un buitre cazando la carroña— Tú sí que sabes sacarle provecho a un recetario, mujer.
—Ni lo pienses, Roy. Es para el cumpleaños de Samira. Deja que se repose un poco más antes de llevársela.
Roy, no obstante, rodeó la cintura de la mujer impávida al tiempo, que fregaba los utensilios con la paciencia que sólo un espíritu despojado de la premura podría tener.
—Hueles al pasto rociado por la lluvia —le dijo él, buscándole la oreja entre el cabello con los labios—; a eucalipto, a gardenias...
—A podredumbre, querrás decir.
—En absoluto. Mi última ofrenda te hizo bien. ¿Quieres que te lleve jazmines para la próxima?
Norma Grace se secó las manos y se dio la media vuelta para encarar a su esposo.
—Roy —dijo, con una mirada indulgente—, querido mío... Tú sabes bien qué es lo que quiero en realidad.
Roy se sintió derretir con el tacto de Norma palpándole la nuca.
—No puedo, Grace. No aún —respondió—. Sé que prometí hacerlo una vez cerrara el caso de Bailey-Reed, pero el de Salt Creek es una genuina barbarie.
—¿No se supone que ya tenías lo necesario para cerrarlo?
—Lo tenía, sí; pero hoy llegó un reporte alarmante que está indudablemente vinculado con los hallazgos, y no estoy seguro de que proceder con el plan sea lo más apropiado. Hay un asesino en serie suelto en Port Camelbury cuyo vestigio es la mano derecha de sus víctimas, Grace, y un hombre al que intentaron cortársela cerca de las fechas en las que encontramos los restos de Grant. No hay reportes de desapariciones en el pueblo, así que es posible que el tipo traiga los cadáveres a nuestro bosque en un intento de convertir a Salt Creek en su propio cementerio de restos importados. ¿Qué pasaría si, por ejemplo, comienza un brote de reportes de desapariciones en los alrededores? New Haven, Hamden, Branford... Vendrán a Port Camelbury, encontrarán más manos en el bosque y...
—¿Realmente importa, Roy?
El semblante preocupado del anciano se transformó en uno de desconcierto.
—¿Qué cosas dices, Grace?
—Estaremos juntos. ¿Qué importa lo que pase en este miserable pueblo luego de que tu nombre esté tallado en una lápida junto a la mía?
Roy exhaló, con los ojos como un par de gotas clavados en los iris fantasmales de Norma; y a pesar de que el argumento de la esposa se sostenía por sí solo, el anciano no se permitió exteriorizar su única razón para quedarse.
Clifford Cox.
§
Kimberly luchaba con la antena de la radio cuando escuchó el abrir y cerrar de la puerta principal, y el húmedo sonido de las pisadas de Clifford impactando en la alfombra como charcos de barro. Esa mañana había sacado del cofre el anillo de oro que la unía en santo matrimonio con él y, a pesar de haberlo vacilado sentada en la esquina de la cama por un tiempo que pareció transcurrir en reversa, terminó incrustándolo en su dedo índice y así lo llevó oculto bajo el guante de lana del par que le protegió las manos del frío durante la jornada.
Sin embargo, estando en la calidez del hogar, los guantes eran una opción prescindible.
—¡Estoy en casa, Kimmy! —anunció el detective, adivinando el camino hacia las frecuencias de la radio. Se dio cuenta de que llamarla por aquel apodo se sentía como estar buscando una objeto y acabar encontrando un viejo souvenir cargado de memorias—. Jesucristo. Podremos seguir en otoño, pero este frío del demonio es invernal...
—No es para menos —respondió la mujer, aún sin despegar las manos del aparato—. Quería escuchar la repetición del clima: me la perdí esta mañana; pero que la señal esté tan estropeada parece ser pronóstico suficiente.
Clifford chasqueó con la lengua, y se dejó caer en el sofá. Kimberly, habiéndose resignado al fracaso con la radio, ocupó el lugar a su lado.
—¿A qué hora saliste hoy de la comisaría?
—A las nueve —respondió ella—. El día estuvo flojo para la secretaría. Roy parecía arreglárselas bien por sí solo, en caso de que te lo preguntaras. Ojalá pudiera decirte más.
—No te preocupes. Mañana me pondré al día.
—¿Qué hay de ti? ¿Qué tal el terapeuta?
—Bueno, Bissett es un hombre locuaz, fácil de confiar. El problema es que creo que tendré interferencias con el horario.
—¿A qué te refieres?
—Dice que requiero terapia alrededor de dos veces a la semana, cada tres días. De no ser por la investigación de Salt Creek, podría pedir un cambio de turno y dejar las tardes libres. Tengo que resolver ese asunto cuanto antes.
Kimberly apartó la cabeza de su hombro para mirarlo a los ojos.
—¿Cada tres días? ¿No es demasiado?
—Lo mismo pensé, sí. Pero al parecer mi problema es más grave de lo que imaginaba y si no lo trato pronto, entro en riesgo de perder el cargo. La interferencia con mi desempeño podría volverse más notoria y es posible que alguien presente una queja oficial y me investiguen a fondo: mi licencia será anulada o suspendida hasta que pruebe estar lo apto para ejercer.
—Y el plan es...
—No lo sé aún —admitió, devolviéndole la mirada—. Si permito que pase, me será difícil conseguir empleo con eso en mis antecedentes.
—Entonces... ¿Te retirarás?
—Dos años, Kimmy. Aún me faltan dos años para poder contar con la pensión de retiro.
Clifford hizo una mueca con los labios al tiempo que reposaba la cabeza en el respaldo del sofá.
—Mira —añadió él, ganándose de nuevo su atención—, seguiré yendo a las sesiones, mejoraré con la ayuda de Bissett, y de aquí a dos años la decisión será otra: continuar en mi labor o, bien, retirarme y vivir de la pensión para la que ya seré apto.
—Confío en ti, Cliffy, y en que tienes lo necesario para superar esto, en especial estando en manos de un profesional con los méritos académicos de Bissett. El problema es otro, en realidad.
Él la observó, inquisitivo.
—¿Cuál es el problema, entonces?
—No quiero volver a perderte, Cliffy. No quiero volver a perdernos, ni que te pierdas tú mismo.
—Eso no pasará, Kimmy...
—Claro. Es fácil para ti decirlo y es fácil para mí creerlo en tus momentos de buen juicio, pero cuando tienes tus bajas nocturnas dejas de ser el hombre entusiasta para ser una sombra trémula, y todo lo que puedo pensar es que no podría perdonarme el perderte de ese modo.
Clifford bajó la mirada a su mano: una mirada que le heló los pensamientos a Kimberly.
—Te pusiste el anillo —observó—. ¿Lo llevaste todo el día?
Kim asintió, con una sonrisa melancólica dibujándose en su rostro, que se borró poco a poco con el silencio mientras el marido devolvía la mirada al techo. Entonces sintió la bilis bailar.
—Lo veías venir —añadió él, indiferente—, ¿verdad? Por eso agendaste la cita en primer lugar.
Kimberly atrajo el rostro del detective con una mano, forzandolo a encararla una vez más.
—Clifford, insinuaste que las huellas de las víctimas de las manos eran fracciones de la tuya. ¿Hasta qué punto pretendes llegar? ¿Crees que es fácil ver al padre de mi hijo romperse en mil pedazos y que los fragmentos caigan a mis pies sin hacer nada al respecto? ¿Qué pretendías que hiciera? ¿Pisarlos, seguir de largo...?
Clifford exhaló.
—No, Kimmy. Gracias —dijo—. En serio te lo agradezco. Pero conservaré mi cargo por al menos dos años más y espero que me apoyes en eso.
§
El ático de la residencia Berrycloth olía a herrumbre, sales, hueso y eucalipto. El moho aún no alcanzaba el interior de las paredes, pero desde afuera se atisbaba a simple vista el empotramiento del mismo entre las hendijas de la madera como la mugre en las uñas. Había, en tres de las paredes, un boticario de nogal que dejaba ver un sinnúmero de frascos de múltiples tamaños acomodados sin ningún orden preciso, que despertaron la curiosidad en Ulric tan pronto como asomó la cabeza por el lugar.
—A grosso modo —dijo—, ¿qué clase de materiales guarda en los frascos, Madame?
—Más de los que trajo esta mañana, ciertamente.
—Lo necesitará, de igual modo; quizá no para el ritual, pero sí para reponer lo que gaste en el transcurso del mismo.
Vita exhaló, y respondió, resignada:
—A grosso modo, entonces: a la derecha, hierbas y aceites; a la izquierda, piedras, huesos y tal vez aún algunas conchas de mar. No podría estar segura; al fondo, en el centro, mi altar. Es también donde reposan mis cristales más preciados y las varitas herbales que he elaborado a lo largo de los años.
El altar, ciertamente, estaba abigarrado de una diversidad fascinante de hierbas que pendían boca abajo por los contornos de los estantes de un aparador. Una taza de té con esmaltado floral hacía peso en la tapa de un cofre sobre la superficie del mueble, donde un almirez de piedra oscura estaba rodeado de frascos de huesos y otros pertrechos que competían por superarse unos a otros en altura. Los compartimentos de la estantería, por su parte, estaban reservados para los cristales de mayor tamaño, que se ocultaban tras las hierbas colgantes como el tronco tímido de un ciprés calvo; y, junto al cofre de madera en bruto, en un respaldo de ramas férreas, yacía el Libro de las Sombras de Vita Berrycloth.
—Encantador —dijo Ulric—. ¿Qué he hecho para ser digno de presenciar el altar de la última bruja de Sol Duc?
—No se atribuya méritos, Bissett. Lo he traído para que me ayude a abrir el baúl de mi madre, nada más, pues la llave se rompió dentro de la cerradura. Necesitaremos el hechizo que usó en Billy para revocarlo y ha de estar escrito en su Libro de las Sombras, que está enterrado en algún lugar entre sus pertenencias. Del resto me encargaré yo.
—¿Dice que este baúl conserva todo lo que guardó de su madre, Madame?
—Si le parece poco, lo invito a mirar a su alrededor, Ulric. Lo único en esta casa que no pertenece a ella es mi clóset.
Vita descubrió el baúl quitándole la sábana de encima, y dio luz verde a Ulric para acercarse y evaluar cómo proceder sin causar daños mayores en el material.
—Necesitaré una barreta —concluyó, habiéndose puesto de pie frente a ella y sacudiéndose la tierrilla de las manos.
—¿Una barreta?
—En mi auto hay una. Puedo buscarla y...
—¿Tiene una barreta en su auto, Ulric?
—¿De dónde piensa que saqué el auto en primer lugar? —ella hizo un ademán para replicar, pero él la interrumpió:— Sin preocupaciones: me deshice del cadáver. Dirán que fueron los lobos.
Vita tornó los ojos, y retomó el punto principal de la charla:
—De ningún modo usará una barreta. Podría romper la madera.
—La madera seguirá intacta —contrapuso él, escrutando los ojos que desafiaban su continencia—, pero la cerradura quedará atascada o inoperable si se rompe el mecanismo interno, lo cual es muy probable, si me lo pregunta.
—Qué bueno que no le pregunté, Bissett. Mi respuesta es la misma: no usará una barreta.
Ulric sonrió, casi petulante, dejando escapar aire por la nariz. Le tomó dos pasos violar el margen de prudencia que atravesaba la distancia entre ambos, como una incisión quirúrgica en la piel que cubre al corazón, y Vita, de pronto, no tenía suficiente fuerza de voluntad para dar un paso atrás, pero sin ser consciente de que aquel estupor repentino no estaba condicionado a las habilidades de manipulación del pseudohombre.
—Ello lo envió aquí, ¿no es así? —quiso saber la bruja, reluctante— Usted no es más que una trampa.
Ulric se dio las libertades de acomodarle el cabello tras la oreja derecha, y amoldó su gélida mano a los contornos de la mejilla de Vita.
—¿Una trampa? —musitó— Yo soy la salida, Madame. No crea que no me doy cuenta de lo que sucede aquí: a usted le apasiona la inteligencia y a mí, la rebeldía. Su motivador es el odio, la repugnancia a una moral ajena que insiste en guiar sus pasos; pero más fuerte que la rebeldía, la pasión y el odio, es el miedo. Es usted temerosa de un presagio incierto consecuente a la quebrantación de las leyes de un ser que ni siquiera conoce y bien podría estar jugando con usted a las marionetas a cambio del cumplimiento de una promesa confidencial, que fácilmente podría reducirse a nada.
—No ose cuestionar la palabra de Ello, Ulric. No me sorprendería si es su boca lo que lo ha metido en aprietos con la comunidad oscura.
—No es la palabra de Ello lo que cuestiono, en realidad.
Vita le permitió acercarse más, porque esta vez pudo haberlo detenido, del mismo modo que le permitió rozarle el camino desde la mejilla hasta el oído con la electrificante frialdad de sus labios, que se sentían más como las caricias cadavéricas del primer nevazo de diciembre.
—La que cuestiono es la suya —masculló, con palabras tan rumiadas que le caminaban por el cuello, hormigueantes—, así que si realmente planea asesinarme luego de cumplir con mi parte y estar en paz con su dueño, hágalo; pero hágame también el honorable favor de que sea con una estaca envuelta en menta y romero, y de apuntar directo al corazón.
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