
𝐗: 𝐏𝐑𝐄𝐒𝐓𝐈𝐆𝐈𝐀𝐑Á𝐒 𝐀 𝐓𝐔 𝐎𝐒𝐂𝐔𝐑𝐎 𝐋𝐈𝐍𝐀𝐉𝐄
07 de noviembre, 1971
Port Camelbury, Connecticut
———LA MANZANILLA TIENE COMPUESTOS QUE LE atribuyen cualidades sedantes y ejercen un papel determinante en la reducción de la actividad neuronal y, por ende, inducen al usuario una sensación de somnolencia; como la apigenina, la quercetina y la luteolina. Pero eso a Clifford Cox no podía importarle menos. Todo lo que quería era caer rendido y dormir una semana entera.
—Ten —Kim le extendió el puño. Clifford abrió la mano y ella dejó caer dos pastillas en su palma—. Paracetamol. Tienes treinta y nueve de fiebre. Sé que dijiste que ya te bañaste, pero de cualquier modo deberías subir y darte una ducha con agua fría: eso te bajará la temperatura.
Clifford negó con la cabeza, frenético.
—No —dijo—. Estaré bien con las pastillas.
—Cliffy, sé que hace mucho que no vienes a casa, pero no tengo problema alguno con que uses el baño...
—No se trata de eso.
—¿De qué se trata, entonces? Te buscaré una toalla. No seas...
—Tengo miedo, Kimberly.
Y aquello fue la gota que colmó el vaso: se sintió ridículo así, envuelto en la manta del sofá con la que antes Kim lo cubría al llegar borracho por la madrugada, y con una taza de té en riesgo de derramarse en cualquier momento a causa de lo trémulas que estaban sus manos, admitiendo en voz alta tener miedo a un mísero baño.
El gesto fue inmediato: Kim frunció el ceño. Estaba de pie frente a él con las manos posadas a cada flanco de su cintura; pero abandonó la posición para cumplir la petición que los ojos de Clifford imploraban y se sentó a su lado.
—No me mires así —soltó él—. He visto cosas, Kimberly.
—Lo sé, Cliffly. No es para menos.
Los ojos de Clifford se convirtieron en un par de hogueras de ilusión.
—¿Tú lo sabes?
—Por supuesto. Todos lo sabemos. Los hallazgos de Salt Creek...
—No —la interrumpió—. Es más que eso.
—¿Acaso...? ¿Acaso has estado ocultando evidencia, Clifford?
—¡No! ¡No, por el amor de Dios! —lloriqueó el detective— Mi bolso. Hay una libreta en mi bolso...
Kim estiró el brazo hacia el suelo y abrió la cremallera de la mochila. Cuando sacó la mano del interior, puso la libreta en cuestión en el regazo de Cox, quien entonces se dio la tarea de desnudar sus miedos más intrínsecos ante Kimberly, página por página; capa por capa, y si hubiera levantado la mirada en el proceso, habría notado la fusión de horror, preocupación y aflicción que se formaba en los ojos de su exesposa con cada dibujo y cada anotación que le mostraba. Lo interrumpió en un momento dado, en la página del ciervo de la vía, para preguntarle: «¿Tú viste esto, Cliffly? ¿Estás seguro de que lo viste?». Clifford sólo asintió, y reanudó las explicaciones; pero algo en el pecho de Kim se desinfló como la parca concediendo el último aliento.
—Pero tú me crees —dijo él, más intentando convencerse a sí mismo que afirmándoselo a ella—, ¿verdad?
Kim tragó saliva. No fue capaz de mirarle a los ojos hasta después de que el sofisma abandonara sus labios:
—Sí, Cliffy. Te creo.
§
—¿Alguna otra pregunta atravesada en la garganta, Ulric?
El hombre al otro lado de la mesa asintió.
—De hecho, sí. Varias, en realidad: ¿cómo se supone que funciona la unión desde su perspectiva? ¿Se sienta aquí y sacrifica hombres hasta que el venerado se digne a venir, desposarla y, por ende, exonerarla de la castidad?
—La verdad es que sólo hay una forma de verlo, y yo diría que dejó de ser tan miserable luego del quinto. Uno eventualmente se acostumbra.
—Suena a una forma de dolor sin par; excepcional, incluso sabiendo que no es la única en su condición.
—Bueno, la verdad es que no todas las madres tuvieron suerte vendiendo a sus hijas.
—¿Mantiene contacto con alguna?
—Con Eloise, hija de Diana Blaat, sí. Mantuvimos contacto hasta hace cuatro años, cuando su venerado la asesinó: llegó a ella luego del segundo sacrificio. Tuvo un bebé a los quince años y en las navidades me mandaba fotografías de la cría mediante murciélagos, hasta que me llegó la nefasta noticia. Ignoro los acontecimientos, pero las malas lenguas dicen que pretendía sacrificar a la cría; Lilith Tomey, por otro lado, descubrió que la hija no era casta una semana antes de entregarla. Asesinaron a ambas. Lo recuerdo muy bien. Fue la única ocasión que vestí de negro por un año, cosa que no hice ni siquiera por mi madre; Poppy Báthory no tuvo suerte con la suya, tampoco, ya que Genenieve no fue reclamada por nadie de alto rango debido a rumores que atentaban en contra de su honor. La vergüenza fue tanta que desaparecieron de la faz oscura: dicen que llevan una vida mundana desde entonces en algún rincón de Escocia, pero desde hace un año circula el rumor de que se suicidaron juntas. Si me lo pregunta a mí, sin embargo, la última fue la más afortunada de las cuatro.
Vita reanudó la cena y Ulric se mostró taciturno, yendo en contra de sus ámbitos naturales, hasta que irrumpió el silencio con una ofensiva:
—Con todo el respeto que merece, Madame, creo que es usted una malagradecida sin escrúpulos.
Vita alzó la mirada.
—¿Disculpe?
—Existen peores presagios de vida que el que usted está cumpliendo: el destino natural de las brujas de baja alcurnia como las Báthory, por ejemplo, es ofrecer su castidad a cambio de una dote de recursos de hechicería para sobrevivir, y usted tiene el descaro de llamarla a ella afortunada desde su posición. ¿Está consciente acaso de lo privilegiada que es de haber sido adquirida por nada menos que un hijo del ser oscuro con mayor rango en la comunidad; el arcángel supremo, cúspide de la jerarquía?
A Vita se le helaron los pies. Se sorprendió a sí misma al encontrar su propia mano sosteniendo con ímpetu el cuchillo de mesa, pero se negó la impulsión de inmutarse.
—Tiene razón, hasta cierto punto —admitió, aún jugueteando con el cuchillo entre sus dedos—. Tal vez mi comentario fue precipitado, desconsiderado e ignorante: usted elija el adjetivo que considere más acertado. No obstante, lo mío son asuntos del corazón, Ulric, más allá que de oscuridad.
Ulric frunció el ceño, sin parar de masticar el trozo de bruschetta que tenía en la boca.
—¿Del corazón, dice? —preguntó, habiendo tragado— Me interesa de sobremanera lo que la mujer que afirmó que la conciencia es la concepción del alma tiene para decir sobre los asuntos del corazón.
—Es un tópico más íntimo, me temo. De anhelos personales y otros escollos.
—La intimidad no me intimida. ¿De cuántas capas de cebolla estamos hablando?
Vita rió, venturosa; una risa genuina que rompía el libreto.
—¿Estamos acaso en la misma página? —preguntó Ulric, sonriendo inerme al contagio del semblante de Vita— Las intenciones de mi preguntas eran muy serias, Madame.
—Su acento —señaló ella, aún con rescoldos de risa en los modos del habla—. Es estrafalario, en el mejor de los sentidos.
—Pues hay que ser muy osado para tener un guardarropa como el suyo y etiquetar mi acento como estrafalario.
Ambos rieron, y con su regocijo, las capas comenzaron a caer: las máscaras fueron sólo la primera.
§
Kenny W. Cox, para la fecha, habría de tener veintidós años de edad.
Cabello rubio, ojos pardos y marcaba un metro quince la última vez que le tomaron las medidas. El día de la desaparición vestía un suéter de franjas horizontales, verdes en diferentes tonalidades; pantalones de algodón marrón y zapatos negros.
Desapareció el veinticinco de diciembre de 1957, a plena luz del día, cuando jugaba en el nevazo con sus amigos del vecindario probando sus obsequios de Santa Claus; y cada año que pasaba desde entonces sumaba un bloque de culpa a los hombros de Clifford Cox, que tenía una disociativa mirada perdida en ningún punto concreto de su despacho la mañana del veintiuno de noviembre del setenta y uno.
—¿Clifford?
Cox le concedió el permiso de pasar con una gesticulación facial a la cabeza de Roy asomada por el borde de la puerta. El anciano entró con las habituales tazas de café oscuro en manos. Posó una en el escritorio antes de tomar asiento frente a su compañero.
—Necesitamos hablar —dijo—. Yo...
—No es el momento, García.
Roy se irguió en el asiento ante la tajante respuesta de Clifford, que, impropio a sus ámbitos, ni siquiera echó un vistazo a la taza.
—No te preocupes —añadió García, risueño—. Esta vez no confundí la sal con azúcar.
Clifford clavó la mirada en él.
—¿Sabe cuántos años he trabajado como su mano derecha, García? —preguntó; no obstante, interrumpió a Roy cuando pretendió dar una contestación:— Veintiséis. Veintiséis años si contamos desde el momento que me volví su aprendiz.
—Bueno, eso es...
—¿Recuerda qué fue la primera cosa que me enseñó a hacer al poner un pie en esta comisaría?
Roy negó con la cabeza.
—A servirle café —repuso Cox—. Todos los días que he estado aquí desde 1945, he pasado primero por la sala de oficiales que por mi propio despacho para servirle una taza de café, puntual, con dos dedos de borde y dos cucharadas de azúcar; sólo una si es del azúcar caro, porque así me lo enseñó desde el primer día.
—Y lo agradezco, Clifford. Lo haces mejor que la tarada de mi secretaria.
—Veintiséis años, García —repitió, renuente—. Veintiséis años y usted, a estas alturas de la vida, no sabe que tomo mi café sin azúcar.
Roy tragó saliva. De pronto el café suyo comenzó a saberle más amargo que el primer sorbo.
—Puedo traerte otra taza —dijo. Clifford exhaló—. Sólo...
—No la necesito. Kim me sirvió suficiente en casa antes de venir.
—¿Regresaste a casa? —el anciano sonrió— ¡Enhorabuena, Clifford!
—Gracias. ¿Hay novedades?
La sonrisa se desvaneció del semblante de García con un pesar espectral.
—Sí —respondió, habiendo carraspeado antes—. Un ataque a mano armada cerca del bosque hace semanas, sin reportar hasta hoy. Tenemos a la víctima en la sala de interrogatorios diciendo que sólo está dispuesto a hablar con los encargados del caso de Salt Creek.
—¿Y lo conocemos?
—No lo creo. Es inglés, a juzgar por el acento. Tiene a las secretarias como una manada de hienas en celo.
Clifford y Roy se dirigieron una vez más a la sala de interrogatorios en un camino poseído por el mutismo, como si la emisión de cualquier minúsculo sonido implicase una sanción.
—Clifford, lamento lo que dije —disparó Roy de pronto, arriesgándose a la condena—. Es cierto que confío en tus conocimientos, pero...
Y el «pero» fue el elemento motivante para Clifford dejarlo atrás. Apresuró el paso, abrió la puerta y tomó asiento frente a la víctima.
—Buen día, señor... —comenzó, pero se detuvo a verificar los datos en el papel que reposaba en la mesa— Bissett. ¿Se encuentra usted bien? ¿Qué es lo que amerita hablar con nosotros con tal exclusividad?
Para cuando terminó la pregunta, Roy tomaba asiento a su lado.
—Ahora lo estoy, detective —declaró Ulric—. Lamento reportar el ataque a estas alturas, en primera instancia: la residencia en la que estoy pasando el confinamiento por las torrenciales lluvias no se encuentra precisamente cerca de la comisaría. Arribé a Port Camelbury hace dos semanas y fui atacado por un sujeto armado. Intentó apuñalarme, pero supe reaccionar y la herida no fue profunda.
—¿Cuándo y dónde sucedió esto, señor Bissett? —intervino Roy, tomando las riendas de la entrevista.
—Hace cinco días, en la ruta junto al bosque de Salt Creek. Estoy al tanto de la investigación, y por lo mismo solicité hablar con ustedes. Por el momento soy huésped en lo de una vieja amiga en Salt Creek Valley, a menos de una milla del lago.
Clifford hizo un ademán para tomar la palabra, pero fue Roy quien habló:
—¿Puede darnos más detalles de lo que pasó?
—Estaba conduciendo. Me detuve a la orilla de la ruta para hacer mis necesidades, y oí ruidos provenientes de la arboleda, pero decidí no inmutarme. Fue entonces cuando salió el hombre, y por un momento habría jurado que se trataba de un lobo silvestre. Pero era un hombre. No tengo dudas. Llevaba un cuchillo en la mano.
—¿Y cómo hizo para zafarse de él?
—Tengo buenos reflejos —respondió Ulric sin pensarlo—. Como dije, alcanzó a herirme, pero no fue más que una cortada superficial. Le lancé una roca en la cabeza, me subí al auto de inmediato y emprendí el camino. El tipo me persiguió unos pocos metros, pero a los segundos desapareció del retrovisor.
—Una descripción física del sujeto en cuestión sería de mucha ayuda, señor Bissett.
Ulric arrugó la nariz. Se palpaba los labios con la yema de los dedos y con la mirada rebuscaba absolutamente nada en la madera de la mesa, fingiendo un forzoso intento de refrescarse la memoria.
—Cabello rubio, según recuerdo —dijo al fin—. Y era alto, más o menos de mi estatura.
—¿Recuerda el color de ojos?
—Oscuros. Negros o marrones. No sabría decirle con seguridad, pero no eran claros... Y ahora que lo pienso, tal vez tenían algún destello amarillo en el iris, pero sé que suena descabellado.
—¿Amarillo, dice? —infirió Clifford de inmediato. Un escalofrío que le recorrió el espinazo le hizo ajustar la postura.
—Tal vez no fue más que mi imaginación en medio del susto, detective. No le recomendaría confiar mucho en mi palabra al respecto.
Roy entonces cambió el tema, restándole importancia al interés de Clifford:
—¿Recuerda la vestimenta del hombre en cuestión?
—Suéter verde, de franjas, y pantalones marrones, es lo que me viene a la mente —Ulric fijó la mirada en Clifford, cuyo entrecejo se frunció por acto reflejo—. No me fijé con mucho detalle, si me entenderá.
Clifford Cox se mantuvo al margen del ofuscamiento hasta el término de la entrevista, limitándose a monosílabos complementarios y gesticulaciones al tomar notas de las respuestas de Bissett con un gusto agrio bajo la lengua.
—Gracias por su tiempo, detectives —dijo Ulric cuando Roy suscitó una despedida—. Es bueno saber que hay autoridades confiables por estos lares.
Clifford, saliendo del estupor, fue quien respondió con perspicacia:
—Gracias a usted por acudir a nosotros, Ulric.
No obstante, antes de ponerse de pie y dejar la habitación, Roy García decidió intervenir una vez más.
—Una última pregunta, señor Bissett: ¿dónde dijo que el sujeto atentó a cortarlo?
Ulric apretó la mandíbula al fijar la vista en el mayor.
—En la muñeca derecha, detective.
§
Por más que la hesitación la persiguiera como un nubarrón grisáceo sobre la coronilla, Vita se atrevió a cruzar el pasillo hasta la puerta del huésped y dar tres toques rítmicos con los nudillos.
—Prepararé el almuerzo, Ulric —dijo—. ¿Alguna solicitud en especial?
Esperó cinco segundos por una respuesta. Tuvo que conformarse con el silencio.
—¿Ulric?
Tocó de nuevo. Nada. Forcejeó la manija, pero tenía seguro. Entonces, sagaz, bajó a la entrada de la casa y dio un suspiro de alivio ante la banal pero consoladora imagen del chaleco de Ulric colgado del perchero. No se había marchado. Y en la alfombra, una nota.
«En vista del clima, he salido a comprar infusiones y algo de comida para reponer la despensa. Regreso pronto.
U. Bissett»
Debía admitirlo: la caligrafía de Ulric era tan extravagante como si la muñeca le girara en óvalos perfectos sobre el papel; pero se sentía angustiada, por sobre todo, por la sensación de ser un par de títeres manipulados por entes superiores a los que no les rendía tanto respeto como lo hacía Ulric, y cada incógnita que le surgía al respecto era como un clavo penetrándole el cráneo.
Entre tantas cosas de las que era ignorante, tomar una vida con manos propias no era una de ellas. Lo que sí lo era, sin embargo, era la osadía que ameritaba consumar el acto, y tampoco era como si hubiera tenido que recurrir al recurso fatal con anterioridad. De aquel modo, ahora no podía evitar cuestionar si de eso se trataba la prueba que Ello le había impuesto: algo más trascendental que sus habilidades oscuras: sus capacidades físicas, de precisión, frialdad y cálculo.
De pronto se aferró a aquella proposición para dar fin a la corrupción que Ulric trajo a ella. Para darle fin a él; para recuperar la paz con Ello.
No obstante, un carraspeo a sus espaldas interrumpió cualquier juicio mental que estuviera planteándose.
—¿Ahora qué te es lo que te alarga la catadura? —preguntó Billy.
—Nada relevante.
—¿Ya están teniendo problemas maritales el cuasihombre y tú?
Vita abrió los ojos de par en par, y le lanzó una mirada que lo habría tumbado de la estantería de dominar como debería sus habilidades sin necesidad de un complemento.
—¡Por honor a Belcebú y el arcángel caído Azazel, no te atrevas a bromear con esos asuntos de nuevo, Billy! No eres consciente de la magnitud de tus palabras mordaces.
—No es como si tuviera otro quehacer aquí, además de buscar cháchara y apostar con las arañas acerca de ustedes.
—¿Apostar sobre qué, exactamente?
—¡A ver quién mata a quién primero!
Ella gruñó, tornando los ojos y farfulló algo que Billy no alcanzó a entender, pero que a juzgar por el gesto no podía significar menos que un insulto.La bruja dio la media vuelta, y salió de la habitación dejando como vestigio un portazo que hizo temblar a Billy sobre la madera con una resonancia castañeante.
§
Kimberly Jones tenía una convicción molestándole como una la astilla clavada en el pulgar de que Clifford no estaba en condiciones para hacerse cargo de un caso tan nefasto como el de Salt Creek, y pasó el transcurso de la jornada fallando en el intento de sacársela.
El detective parecía tener ahora una identidad con dos caras ambivalentes, cuyos colores más oscuros tenían la tendencia a atormentarlo a partir del ocaso: a pesar de haberse negado a ducharse de nuevo la noche anterior con toda rotundez debido a un terror irracional ante la idea de entrar al baño, aquella mañana Kimberly se despertó en una cama vacía y, al levantarse, lo encontró recién bañado y uniformado preparando el desayuno; y aquella imagen la trastornó tanto que consideró la posibilidad de que lo acontecido horas atrás hubiera sido nada más que una pesadilla.
La presencia de un británico con un exquisito porte de elegancia descompuso los ámbitos naturales del área administrativa, y ni siquiera Quentin Peterson quedó inerme a las repercusiones de su aura manipulativa.
No obstante, cuando el hombre salió de la entrevista y se encaminó hacia la salida, hizo una parada en el mostrador tras el que Kim luchaba con la astilla.
—Si requieren mi presencia en algún momento dado —dijo, sacando del bolsillo de su chaleco una tarjeta de presentación. La puso sobre la madera, con el texto encarando a la secretaria cuya atención se había ganado—, en la parte de atrás está el número telefónico de donde estoy residiendo. Estaré más que complacido de contribuir con lo que sea que pueda dar resolución a las atrocidades que atormentan la zona de Salt Creek.
Ulric se despidió con un guiño, y la mujer cogió la tarjeta. «Ulric Bissett: Psicólogo», leyó en murmullos, notando también que se trataba de un egresado de una universidad con prestigio sacramental como lo era Cambridge, de modo que en lugar de respetar el protocolo y guardar la tarjeta en el archivo del reporte, la dobló a la mitad y se la guardó en el brasier.
Extracto de la agenda de Kimberly Jones, el día 08 de noviembre de 1971:
RECORDATORIO: Llamar a Ulric Bissett (agendar cita para la brevedad).
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