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𝐕𝐈𝐈𝐈: 𝐇𝐎𝐍𝐑𝐀𝐑Á𝐒 𝐌𝐈 𝐏𝐀𝐋𝐀𝐁𝐑𝐀

07 de noviembre, 1971

Port Camelbury, Connecticut

———NADIE SE ATREVÍA A PREGUNTARLE A ROY García acerca de su vida personal después de la tragedia que parecía afectarle más al pueblo que a sí mismo.

Ningún habitante de Port Camelbuty lo consideró prudente. Con el paso del tiempo, fue perdiendo poco a poco la característica humana del multifacetismo a los ojos de la población, que se limitó a percibirlo como una figura: Roy García, el detective. No el hombre. No el esposo. Y con las deficiencias de esterilidad de la mujer, mucho menos el padre. Era Roy García, como un hombre de papel con el nombre sepultado bajo una acumulación de títulos borroneados atribuidos en grafito. Y aunque a él los años se le remarcaban en el cutis, que comenzaba a sentirse más como cuero que como piel, ante sus ojos Norma Grace era la misma de hacía décadas.

Roy García, el detective, era un hombre de pocas palabras: las que salían de su boca eran las justas y necesarias. Los tiempos de chácharas para él habían terminado. Sin embargo, en casa con Norma era otro. Era Roy García, el viejo. Nadie lo conocía como ella. Nadie lo escuchaba como ella.

Nadie notaba cuánto padecía con el caso de Salt Creek como ella.

Aquella noche, cuando dio el primer paso dentro de la casa al culmina la jornada laboral, un haz de memoria le cayó como un relámpago en la nuca. Le había prometido a Norma un paquete de cien gramos de dátiles al regresar de la oficina para que preparase una nueva receta de la que venía hablando desde hacía semanas, pero por segunda vez desde entonces el marido había olvidado la encomienda.

Roy se estrujó el entrecejo con las yemas de los dedos. Ya sería para mañana, pensó; había defraudado a su mujer una vez más: a la mujer que no tenía más pasatiempo que colgarse un delantal y ensuciarse las manos de harina y esencias. «Jesucristo», pensaba. La culpa no le permitía tomar asiento. Caminaba de la cocina a la sala y viceversa luchando con su propia psiquis. Dátiles. ¿Cómo carajo pudo haberlos olvidado? «Tú, viejo inservible, una simple cosa te pidió... Una cosa... Bueno para nada».

Clifford, que era quizá el único peón en el tablero de su vida social, apenas le dirigía la palabra para discutir asuntos del caso de Salt Creek, pero lo que más le sucumbía no era eso, sino el saber de que la culpa recaía, en mayor medida, en sí mismo. Ahora parecía que ambos trabajaran en lo mismo por caminos separados, que al culminar la jornada se unían para sacar las conclusiones finales del día cuyos rumbos siempre se cruzaban en la misma premisa que la prensa quería meterle a la población en el cerebro: lobos silvestres asesinos colonizando el área de Salt Creek. No obstante, con el hallazgo de aquella noche, el tren de la investigación se desvió a un carril adverso.

No fue hasta horas antes, pero mucho después de la caída del alba, que la secretaria de Roy entró con una noticia al despacho de Cox, capaz de cambiarle el semblante de estreñimiento.

—Es Roy —decía, justificando el atraso de la llegada del detective—. Desconozco la situación, pero solicitó su presencia inmediata en el bosque de Salt Creek. Suena a que hay novedades.

Los ojos de éste se iluminaron con un fulgor casi cínico, pero no tanto como cuando llegó a la escena del crimen. El compañero lo esperaba bajo el rocío junto a un especialista ajeno al precinto 41 cuyo rostro, vale destacar, no se encontraba en el repertorio de conexiones sociales de Clifford Cox.

—Clifford, conoce a Klaus Summers —señaló Roy García—, pasante del departamento forense. Nos acompañará en el levantamiento de los restos.

Clifford frunció el ceño, antiparabólico al dejar en evidencia su indisposición a admitir un interno metiendo las narices en un caso de esa índole, y lo escudriñó con la mirada. Tenía un par de gafas remendadas en el puente con cinta adhesiva quirúrgica, unos ojos afligidos de perro remojado y una barba dispareja de seis días que le sumaban doce pesares y una adicción al semblante.

—Con el debido respeto que todo aspirante merece —dijo, correspondiéndole el estrechamiento de manos al recién conocido—, si hay restos por levantar de por medio, considero que lo más pertinente es la supervisión de un profesional de nuestro departamento. Como Ivonne, por ejemplo.

Roy García se relamió los dientes, y le arrebató el turno de hablar a Klaus Summers, quien tuvo que tragarse el ademán.

—Nosotros somos los profesionales —dijo entonces el mayor—. Nosotros supervisaremos. No está abierto a discusión.

Éste hizo un gesto de complicidad al interno para que lo imitara en el inicio del trayecto hacia los adentros del bosque, dejando a Clifford Cox a merced de su estela como guía.

—Encontré la cinta de seguridad desgarrada al pasar y decidí echar un ojo —señalaba Roy, aún dándole la espalda al compañero—. Los lobos están dispersos por todo el noreste. A simple vista, ninguna herida superficial.

—¿Y qué es lo otro que encontraste? —preguntó Clifford, resignado a la supremacía autoimpuesta del anciano.

—Manos. Humanas. Eran cuatro.

Silencio. Luego el grillar, y el crack moribundo de las ramas contra el barro.

Clifford estuvo a punto de detener el paso y perderse entre las incógnitas que asediaban a su alrededor. Pero no lo hizo. No se lo permitió a sí mismo.

—¿Dos víctimas confirmadas, entonces?

—No, Cox. Eran todas manos derechas.


Titular del periódico Hartford Día a Día, el 07 de noviembre de 1971:

«UN DUELO MORTAL: SE SUICIDA LA ESPOSA DE LA VÍCTIMA DE LOS PRESUNTOS LOBOS DE SALT CREEK TRAS SU REGRESO DE PORT CAMELBURY»

§

Las hipótesis pesaban lo mismo que un saco de verdades, y se iban apilando una a una como libros en la cabeza de Vita, dificultándole cada vez más el intento de mantenerse firme y caminar por la línea recta.

Cuando el reloj dio las ocho exactas y tuvo que afrontar la necesidad de salir a la cocina para preparar el desayuno, se encontró con Ulric de espaldas frente a la encimera. Habiéndose adelantado al quehacer, cortaba acelgas en una tabla de picar con un delantal marrón puesto encima del camisón blanco con las mangas arremangadas, como ya se hacía costumbre.

Influenciada por la moral a hacer el trabajo con sus propias manos, Vita atinó el primer cuchillo que encontró en el mesón y dio un paso al frente. Todo debía acabar. Todo iba a acabar.

Envolvió el mango del cuchillo en la mano, como tratando de acostumbrarse a la textura, y se permitió observar a Ulric cortar los vegetales y preparar lo que parecía sopa de tomates con la parsimonia propia de un cirujano. Agregaba los trozos de pimiento y cebolla a la base de tomate que aún no hervía en la olla. Se lavaba las manos y las secaba con la toalla de cocina. Removía la mezcla. Agregaba hierbas: albahaca y laurel. Nada de especias. La probaba. El aroma a hogar comenzaba a penetrarle las narices a ambos.

Vita respiró. Era abrumador: el brío haciéndole temblar la mano, la palma palpitándole contra el mango del cuchillo, las uñas tocándole la piel...

El minutero pitó, anunciando que lo que fuera que estaba en el horno había alcanzado el apogeo de la cocción. Entonces Ulric hizo lo impensable e instintivo al sacar la bandeja del artefacto sin protección alguna de por medio entre la piel y el ardiente acero: una acción que, para sorpresa de Vita, no fue motivadora de una queja verbal, ni una mueca, ni de un vano enrojecimiento en la pálida piel del hombre.

Vita soltó el cuchillo.

Ulric sintió como si el estruendo del metal contra el suelo le retumbara en la nuca y le perforara los tímpanos. Livideció, si es que tornarse más pálido era posible, cuando se dio la vuelta y vislumbró el cuchillo en el suelo, así como una fracción del dobladillo del vestido de Vita desapareciendo por el marco de la batiente como vestigio único de su presencia.

§

—¿Manos derechas, dijo? —masculló Clifford a Klaus Summers, inquisitivo e incrédulo. Éste lo miró con cierta mansedumbre, y confirmó:

—Manos derechas, detective.

Aún así, Clifford continuó el camino sin estar seguro de haber escuchado con claridad, y deseaba que las suposiciones fueran erradas y que las palabras se hubieran distorsionado y mixturado entre los silbidos de los árboles.

Eso habría deseado.

Roy se detuvo en un punto determinado, y tanto Clifford como Klaus lo imitaron en seco, uno a cada flanco. La iluminación de una linterna por sí sola no era suficiente para distinguir entre la niebla, por lo que Cox no necesitó órdenes para encender también la suya.

Sintió más que un peso, una llamarada, caer en picada desde su cabeza hasta los pies.

—Santa mierda —masculló.

Frente a ellos, en efecto, cuatro manos humanas esparcidas en un diámetro aproximado de cinco metros. Todas derechas.

Cuando Clifford Cox visitó la oficina de Roy García pasadas las siete de la noche, llevaba un par de tazas de café negro y un periódico bajo el brazo, que le extendió prescindiendo de un saludo preambular luego de posar ambas tazas en el escritorio.

Roy cogió el papel y lo desdobló al tiempo que Clifford tomaba asiento, y la turbación le pasmó el rostro tan pronto como leyó la primera plana.

—No es asunto nuestro —afirmó el anciano, tumbando su peso en el espaldar de la silla luego de haber dejado el periódico de vuelta en el escritorio.

—¿Qué?

—Sucedió en Hartford. Déjaselo a ellos. Tienen más detectives que Port Camelbury y nosotros ya tenemos suficiente con el caso de Salt Creek.

—Tampoco estoy interesado en meterme en sus asuntos. Sólo me encargo de hacerte llegar la noticia. Además, ya fue declarado un suicidio.

—Sí, según la prensa...

—Frida tenía fobia al sol y los malos olores, Roy. La mujer vino al interrogatorio con un traje de astronauta y, aún así, nos dijo que olíamos a muerto con desinfectante al despedirse y que tuvo un ataque de pánico porque una paloma le cagó el traje por la mañana.

Roy exhaló, y abrió la gaveta del escritorio para sacar una carpeta que terminó colocando frente a Clifford.

—Bueno —dijo—, hay cosas más importantes que las fobias y el miedo a la cagada de pájaro, como encontrar a cuatro personas que sólo tengan la mano izquierda o, en su defecto, cuatro cadáveres.

Cox cogió la carpeta y la abrió. Era el informe forense con el registro de los ámbitos de las manos, desde las medidas hasta el peso y las huellas dactilares de cada dedo al final de una serie de párrafos descriptivos.

—Klaus dijo que cada mano tiene características diferentes, salvo que las huellas dactilares se asemejan tanto entre sí que son casi idénticas —añadió Roy, citando al interno—. Según él, es un caso de uno en un millón. Habló incluso de una vez que todos en su clase pusieron sus huellas en una hoja para encontrar las más semejantes, y entre cuarenta y nueve personas no hubo ni un par similar. Verdaderamente, la biología es una cosa asombrosa.

Clifford, entonces, se percató de una particularidad que en el primer instante dejó pasar: el informe forense carecía del membrete del precinto 41. La cerró de inmediato. Dejó la taza en el escritorio y se cruzó de brazos. Cuestionó:

—¿Este informe fue aprobado por Ivonne?

—Por supuesto, Cliff. ¿Por qué la pregunta?

—Ivonne nunca dejaría salir un informe del departamento forense sin su firma y sello húmedos. En especial tratándose del trabajo de un interno.

—Está todo en orden. Ella dijo que...

—La prensa nos pisa los talones en cada paso que damos, García —interrumpió éste—. Estábamos por cerrar el caso y solicitar una autorización de la Agencia Estatal de Vida Silvestre para emprender una caza de lobos en Salt Creek; pero ¿ahora qué? ¿Cómo carajo les decimos que hay cuatro víctimas más y lo único que tenemos de ellas son sus manos derechas? Más importante: ¿con qué argumento le echamos la culpa a los lobos por un acto que por donde lo veas parece haber sido perpetrado con una premeditación cínicamente humana?

—No estoy seguro de qué pretendes insinuar, Clifford; sin embargo...

—Klaus Summers no es un interno, ¿verdad? —contrapuso Cox— Es un forense privado. Se le ve el historial de cadáveres manipulados en el semblante. ¿Qué maldito plan te traes entre manos?

Roy suspiró. Lo observaba con la pesadumbre estirándole las bolsas bajo los ojos, y se dio tiempo para meditar una respuesta pertinente, inerme al compañero desnudándole la corrupción.

—No lo haremos —admitió al fin—. No le echaremos la culpa a los lobos. Procederemos con el plan inicial.

Clifford soltó el nervio en una risa.

—Tendrás que explicarme con detalle, porque este entresijo de insinuaciones no me hacen concluir nada bueno.

—Y tus conclusiones son acertadas, Clifford. No hay reportes de personas desaparecidas ni de ataques en Port Camelbury los últimos días. Hay que destruir la evidencia y anular esta parte de la investigación. El caso cerrará como un ataque de lobos grises, conseguiremos la autorización y daremos luz verde a la caza. No hay más vueltas que darle al asunto.

Lo que irradiaban los ojos de Clifford al escrutar el rostro de un hombre con el sentido de ética marchito al que ya no podía jurar conocer, no era simple consternación. Era incredulidad; impotencia. Era pura cólera.

—Si de reportes de desaparecidos quieres hablar —dijo—, entonces hablemos, García. Kenny William Cox. Lo declaraste legalmente muerto con esos detectives de pacotilla que se fueron tan fácil como llegaron. ¿O es que acaso fue otra de tus aparentes tácticas de resolución para limpiarte las manos?

—No entreveres los asuntos, Clifford. Pamela y Emmett eran detectives excepcionales y por lo mismo fueron solicitados por la comisaría de Hartford. Estás desviando la situación a un punto ciego. Entiendo que el dolor sigue presente, pero...

—¡Legalmente muerto, carajo! —Clifford dio una palmada resonante a la superficie del escritorio que le provocó un respingo a Roy. Se había puesto de pie. Tenía ambas manos en las caderas, y lo señaló con el índice de la derecha— Pensé que estaba siendo paranoico todo este tiempo, pero ahora tengo la convicción de que has pasado más de cuatro años ocultándome algo sobre la desaparición de mi hijo, y ten por seguro que no lo dejaré ir tan fácil, García.

El joven cogió la carpeta y su taza del escritorio, y salió del despacho con pasos tan severos como sus respiraciones. No obstante, en vez de pasar directo a su oficina, se detuvo primero en el lugar de Kim.

—Tommy's a las nueve —le dijo, a lo que la mujer levantó la vista del computador—. Espérame a la salida.

Sin más, el detective desapareció del parámetro adentrándose a su despacho para escrutar con mayor intimidad el informe que recién le fue concedido, notando en primera instancia que el forense, por más que sólo fuera un cómplice de la corrupción de García, estaba en lo cierto: no había que ser un profesional en el área para darse cuenta de la inquietante similitud en las huellas. Para comprobar la hipótesis, Clifford alineó los folios uno encima del otro, arreglándoselas para que las mismas encajaran en su posición, y alzó el lote en dirección a la bombilla. Se fijó con prioridad en los pulgares: las diferencias entre los cuatro eran casi nulas, y sintió la hormiga de la curiosidad caminarle por el cráneo.

Volvió a dejar los papeles en la superficie y sacó del escritorio una hoja blanca y un huellero dactilar. Hizo presión en la almohadilla con el pulgar y maldijo cuando se percató de que estaba escaso de tinta, de modo que acabó por llamar a Kim.

—¿Diga, detective?

La mujer asomó apenas la cabeza por el costado de la puerta.

—¿Tienes un frasco de tinta? —preguntó Cox— Mi huellero está seco.

Kim hizo un gesto de espera con la mano y se fue por unos segundos. Entonces se dignó a pasar al despacho y entregarle la cuestión en la mano.

—Gracias, Kim.

—¿Al Tommy's, entonces?

Clifford le devolvió la mirada.

—Bueno, si tienes algún otro compromiso...

—Estoy libre. A las nueve, me refiero. Estaré libre.

—Bien. A las nueve será.

Cox bajó la mirada a los materiales frente a sí. Kim hizo un ademán con los labios para prolongar la charla, pero el hombre la interrumpió:

—Cierra la puerta al salir, por favor.

Así que obedeció. Clifford, no obstante, no se percató del gesto desalentado que hizo la mujer antes de salir, ya que su foco estaba siendo acaparado por la idea descabellada que tenía en mente, más por ociosidad que por la genuina intención de un hacer un descubrimiento.

Recargó de tinta la almohadilla del huellero y la presionó una vez más con el pulgar derecho. Estampó su huella en la hoja blanca, la sopló para secarla y la sobrepuso al lote de los cuatro folios alineados. Se ayudó con la luz de la bombilla una vez más para comparar las sombras de la tinta a través del papel, y el corazón le dio un vuelco ante una imagen incuestionable, pero a la vez de un procesamiento inconcebible para su cerebro.

Las cuatro huellas sobrepuestas a contraluz conformaban la suya.

§

Vita metió ambos pies en la ducha. La gelidez de las baldosas le atravesó las vísceras con una resonancia espectral: se abrió paso desde las plantas de sus pies hasta la nuca, entumeciéndole los músculos como un relámpago inclemente.

Cerró los ojos y, luego de abrir la llave, tuvo que obligarse a permanecer impávida ante el agua fría impactándole en el pecho; pero olía a amoníaco: a hierro, a sal, así que se permitió abrir los ojos para encontrarse con la fuente del olor oxidado, y el resto fue un grito.

Tres segundos vibró la voz de Vita entre las paredes baldosadas con un alarido reverberante al tiempo que una catarata de sangre le profanaba la piel, formándole un río carmesí entre los pechos que se segmentaba para delinear las estrías que le estampaban el abdomen. El sabor a metal y océano no tardó en adherírsele al paladar, y seguía filtrándosele entre los dientes mientras que las cuerdas vocales se le desgarraban en la sensación de mil astillas clavándoseles en la laringe. Por más vueltas que diera a la llave, el brote sangriento no cesaba, si bien tampoco incrementaba. Era una chorrada precisa, casi inmaculada, cuyo destile perenne endemoniaba el silencio que le fue consecuente al grito y protagonizó el desespero por detenerlo.

Cuando el entendimiento de que no había manera aparente de inducir el cese de aquel brote le llegó a la mente como un destello eucarístico, Vita se las arregló para recobrar el dominio de su cuerpo en pos de salir de la ducha. Atinó a coger la bata de baño y se envolvió en la misma. La bruja entonces se dejó caer en una esquina junto al lavabo, donde encaró la catarata sanguinaria que se escurría por las hendijas del caño, y prescindió de la taquicardia que le hacía sentir los latidos en la garganta para gatear hasta la puerta, en medio de jadeos exasperados y un labio trémulo de horror.

De modos que requirieron un esfuerzo titánico, pudo ponerse de pie cogiendo apoyo de dondequiera que alcanzara a posar la mano: en primer lugar, sosteniéndose de la tapa del retrete; en segundo, arropando el pomo de la puerta con la mano; y en tercero no se dio las libertades de vacilar. Abrió la puerta, salió, y la presencia súbita de Ulric en el pasillo le hizo detener el paso.

—Escuché gritos —admitió él—. ¿Se encuentra todo en orden?

—¡Véalo usted mismo y dígame! ¡Hay san...

Pero cuando la mujer se giró, la intención de señalar el carmesí que brotaba a borbotones de la ducha se le quedó atascada en el ademán como las palabras en la garganta.

—¿A qué se refiere, Vita? —infirió Ulric— ¿Qué hay en la ducha?

Sólo entonces, Vita volvió la atención al semblante fantasmal de un Ulric que ya no inspiraba llamarlo su huésped, sino una aparición el doble de palideciente que el día de su arribo y con unos iris carbonizados que se clavaron en ella con una intensidad aprisionante. Luego bajó la vista hacia su propio busto: el blanco de la toalla permanecía indemne al rojo, y si la tela estaba húmeda era por agua tan pura como la que chocaba contra la ventanilla desde el exterior.

Vita lo observó de vuelta. La candidez abandonó sus miradas como una fotografía revelándose en un cuarto rojo.

—¿Quién es usted, Ulric?

Las palabras le salían a rastras, como si hubiera tenido que meterse el puño en la garganta para sacarlas.

—Si hemos de regresar a las formalidades —replicó él—, la pregunta me corresponde a mí, de hecho, Madame: ¿Qué es usted?

«Qué es usted» le había caído como un balde de piedras. Ni siquiera de agua fría. Piedras volcánicas, calcinantes, le quemaron sin misericordia la moral y resultaba vergonzosa la manera en que su fisonomía lo dejaba en evidencia: la mirada cristalina, los brazos sosteniendo el borde de la bata que le cubría el trémulo cuerpo, y la humedad goteándole el cabello como estalactitas de hielo. Se sentía una alimaña, una abominación... Un monstruo. Y Ulric conocía el sentimiento.

§

Roy García hundió el dedo en el timbre de la entrada vecina a la suya, y esperó. En la casa vivían los Farid: una familia árabe cuyos integrantes tenían ojos soñadores que parecían hechos con el mismo molde: con ojeras de carbón, prominentes pestañas que se extendían hasta rozarles las cejas, y las pupilas de un marrón cremoso que parecía burbujear como el chocolate al fuego, hirviente.

En las manos cubiertas por un par de guantes de cocina, Roy llevaba con toda la parsimonia que la artritis le permitía una bandeja circular de aluminio con una tarta de dátiles con almendras. Estaba tan caliente que aún expedía un hálito con aroma a pastel, y fue Samira, la adolescente de la familia, quien abrió la puerta y se dejó ver risueña tras el llamado del anciano.

—¡Detective! Ahora sí que son buenas noches: ya se hacía extrañar. Supuse que ha estado demasiado ocupado con el caso de Salt Creek como para ponerse a cocinar postres...

—No te equivocas, niña, pero heme aquí de vuelta. Tarta de dátiles. Tu padre dijo que le gustaban, ¿estoy en lo cierto?

Samira lo dejó pasar. Lo acompañó hasta la cocina para dejar la tarta caliente sobre la mesa del comedor, y los Farid propusieron que se quedase a compartir el postre con la familia. No obstante, Roy hizo hincapié en su premura por regresar a la comisaría, y antes de responder la despedida que éste había suscitado mientras salía de la casa, Samira preguntó:

—Detective, no me entienda mal: en casa apreciamos de sobremanera su cortesía, pero luego de tanto tiempo... ¿Realmente sigue siendo accidental?

—¿Disculpa?

—Ya sabe. Cocinar más de la cuenta. Dijo que era la costumbre lo que lo llevaba a medir mal, pero...

—Bueno, bien dicen que desaprender es más difícil que aprender, y tal parece que yo nunca sabré cocinar para uno.

Samira sonrió, más por lástima que alegría, y Roy García cogió camino de vuelta a casa, donde Norma Grace lo esperaba en la mesa del comedor con los lentes puestos leyendo una revista de repostería, de la que apartó la mirada cuando el marido pisó el parámetro.

—Ya les entregué la tarta —dijo, al tiempo que se quitaba los zapatos y los dejaba a un costado del marco de la puerta—. Samira dice que sí, que el señor Farid es un amante empedernido de los dátiles. No sé cómo es que puedes recordar tales cosas, Norma. Eres una mente maestra.

La mujer sonrió.

—¡Lo sabía! Son excelentes noticias, porque me sobraron casi doscientos gramos y creo que ya he encontrado la receta para la semana próxima...

Roy siguió de largo hasta la cocina, donde cogió un vaso, se sirvió agua y la bebió. Le tronó la cadera al momento de inclinarse para llenar de nuevo la jarra, y cuando abrió el refrigerador para guardarla, añadió:

—Norma, antes de que lo olvide: también pasé por el cementerio esta mañana.

—Ah, ¿sí? ¿Y cómo lo viste?

Roy cerró el refrigerador.

—Abigarrado de malas hierbas, como siempre —refunfuñó—; pero como fuera, me las arreglé con un par de tijeras para podar las que trepaban tu lápida.

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