𝐕𝐈𝐈: 𝐍𝐎 𝐌𝐄 𝐒𝐔𝐁𝐄𝐒𝐓𝐈𝐌𝐀𝐑Á𝐒
06 de noviembre, 1971
Port Camelbury, Connecticut
———LA LIEBRE SABE A UNA MIXTURA ENTRE pollo y ternera; pero su carne es oscura, magra y por ende de gusto intenso. Ulric había preparado un civet de liebre con una salsa de vino del color del nogal, y había invitado a Vita a prescindir de su silla al otro extremo de la mesa para ocupar el puesto junto al suyo.
Aún con el delantal cubriéndolo de torso a rodillas y un perfume a cocina impregnándole la piel, Ulric posó ambos platos en la mesa dictaminando sus puestos; mientras tanto, Vita sintió la indomable necesidad de escrutar la comida con un descaro insolente, tratando de asimilar que estaba a punto de ingerir no sólo el cadáver de una de las formas de su dueño innominable, sino también el cuerpo sacro de una hermana animal.
—Siéntese, por favor.
Vita, entonces, levantó la mirada y sintió como si hubiera cambiado de ojos por una brizna de tiempo: del característico bigote de lápiz de Ulric no quedaba rastro, y el descuido de su cabello había sacado a la luz unos rizos desgastados que se asomaban como colibríes entre arbustos de caléndulas fenecientes. Lo descubrió en la prosperidad de una juventud sepultada por hábitos arcaicos; exento, lozano. Lo único que podía preguntarse al mirarlo con tales trastornos era qué serie de alteraciones hubo ella de ignorar en él para que sólo el despojo de los bigotes le hicieran descubrir un cambio de esa índole.
No obstante al estupor, Vita tuvo la intención de tragarse los requiebros hasta que entendió que los mismos hubieron de escapar por su mirada para encontrar el camino a la conciencia de Ulric. Éste, aceptándolos como tácitos, le facilitó la sugerencia ajustando la posición de la silla. Ella, aunque vacilante, cedió, aunque la velada no tuvo inicio hasta que él ocupó también su asiento.
—¿Y? —sugirió Ulric al notar la manera en la que Vita escudriñaba el plato frente a sí— Vaya que le hace justicia a lo que dicen: de que los ojos comen primero que la boca, Madame.
Vita levantó la mirada hacia él, suscitando una excusa.
—Es usted un artista, Ulric —admitió al fin—. Puedo auspiciar que ha preparado una exquisitez a juzgar por la maestría de la presentación.
Ulric asintió, con un semblante que hacía lo presumido imposible al incorporar el orgullo y la modestia en una misma sonrisa. No obstante, el estómago de Vita aún no le daba la luz verde para comer un bocado de la liebre, de modo que optó por hacer preámbulo.
—Mencionó antes que buscaría empleo como jardinero para establecerse en Port Camelbury —dijo—. ¿Estoy en lo cierto?
—Así es, Madame. He de disculparme si siente que ya he permanecido en sus aposentos por mucho. Si es lo que insinúa y dependiendo del clima, puedo partir al centro del pueblo mañana a primera hora.
—No, Ulric. Por el contrario —Vita sonrió—. Su estadía me resulta tan grata que estoy ideando una propuesta para usted; pero primero, quiero que me hable un poco sobre sus ocupaciones. Más allá de su carrera en psicología, comentó el otro día que proviene de una familia de relojeros; sin embargo, dijo también que no se dedica a la psicoterapia ni ejerció la relojería como oficio, de modo que me he encontrado cuestionando qué otro tipo de destrezas sustentan su día a día.
Ulric tragó saliva, poniendo pausa a su mastique sin soltar el cubierto en su mano derecha.
—¿Una propuesta, dice? ¿Una propuesta laboral?
Vita asintió.
—Bueno —continuó él, virando la mirada a la jarra de agua en tanto se daba tiempo de pensar. Se limpió con diligencia el contorno de la boca antes de reanudar el contacto visual—... Mis oficios varían acorde a las necesidades del solicitante, a decir verdad.
—¿Lo hacen? —cuestionó ella, reticente. Suspiró— Verá, Ulric, bien habrá notado que esta residencia es muy grande para una sola persona; sin embargo, no estoy en la disposición de mudarme, más por asuntos del corazón que del razonamiento: yo crecí entre estas cuatro paredes con mi madre, afrontando los presagios naturales de ser una bastarda, y cuando ella murió, muchas cosas quedaron congeladas en el tiempo, como el reloj, por ejemplo; pero la verdad es que cada rincón de esta residencia escuda la memoria de sus pasos y yo no tengo la más vana intención de desligarme de lo único que me queda de ella.
—Lo entiendo, Madame. No estaba al tanto de...
—Quiero que viva aquí —lo interrumpió, colocando los cubiertos a cada lado del plato, pero sin soltarlos—. A final de cuentas, no conoce a nadie más en la zona. Vino a estudiar y aventurarse, como bien dijo, además de que buscaría empleo y se hospedaría en un hotel mientras encontraba un aposento estable, pero los precios de hospedaje aquí son elevados y la universidad de su interés está en el pueblo vecino; a menos, mucho menos de una hora en automóvil. Por otro lado, como foráneo, le será difícil ganar la confianza de los pueblerinos. Puede sonar duro, pero es una realidad en Port Camelbury. Las personas aquí pueden ser muy... cerradas, y a esta casa lo que le sobra es espacio.
—¿Vivir aquí? Madame, no me malinterprete. Me siento halagado, pero vivir aquí sería abusar de su benevolencia.
—Estoy abierta a rentar la habitación en la que se ha acomodado, Ulric, y como pago, puede trabajar para mí; pero necesito que me explique los servicios que ofrece para saber si se acopla a las necesidades de mi hogar, como usted dice, además de requerir su sinceridad con respecto a su historia, no sólo laboral, sino también familiar y personal. Me siento en el derecho de conocer sus modos de vivir antes de llegar a América si ha de residir en mi casa.
Ulric tragó saliva. Se lamió los labios con la vista clavada en el plato. Luego la miró.
—Acepto —dijo—. Con respecto al oficio, sólo tiene que pedirlo y si no lo conozco, lo aprenderé. Soy buen maestro, pero mejor aprendiz.
Aunque el hambre en su conciencia no terminaba de saciarse, Vita sonrió.
—Será mi jardinero.
—Seré lo que sea que usted necesite, Madame.
—Sinceridad, Ulric. ¿Qué le parece si comenzamos por eso?
El hombre ajustó la postura, y habló con una parsimonia cadenciosa.
—Ulric Bissett Spencer, de los Bissett de York. Tengo veintidós años y crecí en un linaje de relojeros bien posicionados en la sociedad. Tengo tres hermanos, todos varones, y soy el menor de ellos. Mi madre es modista, y mi padre es... inalcanzable. Perdí contacto con él hace mucho por discrepancias personales que preferiría reservarme. No me he visto directamente envuelto en controversias con la ley, pero debo admitir que a mi adultez le precede una adolescencia de libertinajes desmesurados: fiestas clandestinas en los rincones más inmundos de York y comercio de sustancias ilícitas en bares de mala muerte. La economía de mi familia pasaba por una etapa de declive, pero no fue más que eso: una etapa, cuyo fin marcó también el término de mis malos hábitos. Me gradué de la escuela. Inicié mis estudios superiores en psicología, y los culminé, como bien sabe. Entonces pasé un año sabático aprendiendo labores diversas y decidí independizarme emprendiendo un viaje a América. Más específicamente, a New Haven: fui instruido sobre las oportunidades de estudio en Yale; pero me quedé varado en Port Camelbury antes de siquiera arribar, y fui recibido en los aposentos de la buena fé de una pueblerina con los ojos más grandes que haya visto jamás, un guardarropa atiborrado de extravagancias y un nombre que suena a lo que escribirán en la causa de muerte de mi acta de defunción.
El espanto profanó la sonrisa de Vita.
—Ha de aceptar mis excusas, Madame —añadió Ulric de pronto, al notar que la mujer lo observaba como quien mira un espanto—. ¿Fueron mis requiebros demasiado precipitados?
Vita tragó saliva.
—¿Requiebros?
—Mi error. Pensé que estábamos en la misma página, pero...
—¿Y cuál es la página en cuestión, Ulric?
El hombre alzó ambas cejas, y una sonrisa perspicaz amenazó con reflejarse en sus labios; pero en lugar de responder, volvió la vista al plato de su compañera.
—Estaría encantado de responder, Madame, pero me intranquiliza notar que no ha tocado la liebre.
—¿La liebre? —ella frunció el entrecejo. Entonces bajó la mirada y cayó en cuenta— ¡Oh, la liebre!
Desde una insania potenciada por el escepticismo, Vita podría haber jurado sentir una punzada en la costilla en el momento exacto en que cometió el sacrilegio de clavar el cuchillo en la carne; pero mirarla cortar cada tajo del plato, llevárselo a la boca y degustar su preparación con una vistosa complacencia inspiraba una sonrisa tan apoteósica como ignorante en Ulric.
—Sus destrezas no decepcionan, Bissett —admitía Vita, sin despegar la vista del plato al tiempo que degustaba la cena—. Si continúa así, habré de nombrarlo mi chef du cuisine.
—Y yo estaré encantado de serlo, Madame.
De tal modo, aprovecharon cualquier intervalo de tiempo entre bocados para dar paso a preguntas y respuestas, que era más un intento de Vita por encontrar cabos sueltos en la historia de vida de Ulric que una conversa.
No obstante, el ritmo de la velada se vio interrumpido cuando la bruja inquirió con un gesto palideciente:
—¿Ulric?
—¿Diga?
—¿Qué vino usó para el civet?
—El Raven's Roost de la despensa, Madame. Noté que estaba apartado de los demás vinos y asumí que es el que utiliza para la cocina. ¿Me he equivocado? De ser así, puedo reponerlo en la brevedad.
Vita sintió como si la brisa de una borrasca invernal le recorriera las entrañas.
§
No fue hasta el día siguiente que Clifford Cox pudo sentarse en el escritorio con el único fin de reabrir el expediente del hijo luego de cuatro años.
El alba cayó para motivarlo a retomar la rutina sin importar el pobre patrón de sueño que regía su fatiguez. Con sólo tres horas de descanso, casi saltó de la cama para despertarse prescindiendo de la somnolencia. Se duchó, desayunó, tomó la primera taza de café y salió al trabajo en perfectos intervalos de treinta minutos. Puso en marcha el auto, no sin antes verificar que no dejaba nada en casa, y fue a mitad de camino que se vio obligado a frenar de sopetón: un venado había surgido de la arboleda al costado de la vía. Pequeño, indefenso. Era cuestión de suerte que no hubiera autos detrás. Se ajustó las gafas y examinó al animal por el parabrisas: tenía el pelaje más oscuro que un ciervo cualquiera, pero la atención se la llevó algo más alarmante que eso: los ojos amarillos.
Clifford se bajó del auto.
El animal clavó la vista en él, con los iris inyectados en ocre, y perseguía cada paso que el hombre daba en dirección a él simulando un espejismo de sus movimientos.
Una vez frente al ciervo, la sensación regresó. Como si el animal fuera capaz de absorber hasta la más vana energía en el cuerpo de Clifford. Como si, por un insano segundo, el animal estuviera tratando de dominarlo a él.
Pero se esfumó. A trote apresurado, el ciervo se perdió por la arboleda al costado de la ruta de la que había emergido en un principio. Y Clifford llegó a las ocho y seis de la mañana al despacho.
Si bien Kim, por su parte, perseveraba en abstenerse de dirigirle la palabra al detective Cox, se le hizo imposible no preocuparse al notar las ojeras como vestigio de un trasnocho descomunal.
—¿Está todo en orden, detective? —inquirió la mujer.
Clifford, por primera vez desde hacía días, se dignó a mirarla a los ojos. Sólo por ese momento dejó de sentir que la cordura le abandonaba el cuerpo.
Aun así, se limitó a responder:
—Nada en Port Camelbury lo está, Kimberly.
El detective se encerró en la oficina, dejando a la secretaria con las incógnitas en la punta de la lengua. Tomó asiento y notó que una taza de café ya estaba dispuesta para él en el escritorio, como esperando a su llegada que, tardía, enfrió la bebida.
—¡Kim!
La mujer se asomó por la puerta, con un semblante que resguardaba la ilusión de un agradecimiento. No obstante, la réplica de Clifford no cumplió con la expectativa.
—El café está frío. ¿Puedes calentarlo para mí, por favor?
Aunque el tono y la elección de palabras del hombre no portaban insensatez alguna, Kim no se molestó en evitar exteriorizar la obstinación. A paso firme y bulloso se acercó al escritorio. Cogió la taza y salió del lugar, sin dirigirle siquiera una mirada al detective. Como fuera, Clifford no se percató de la mueca de la mujer, poseído por el foco en una única cosa: el expediente de Kenny.
Lo sacó del tercer cajón, donde Kim le había indicado que se encontraría, y lo puso frente a sí como un plato de desayuno. Dejó escapar una bocanada de aire afligido antes de abrirlo. Lo primero que divisó fue la fotografía de Kenny que se sostenía con un clip de metal en la esquina de la primera página, y se sintió descomponer cuando compartieron miradas, casi como si el niño sonriente estuviera observándolo desde el papel.
Entonces algo le activó una alarma en la mente. Cada folio que pasaba estaba más ultrajado por roturas que el anterior: rasguños, mordidas; páginas que fueron destrozadas por, en apariencia, un roedor.
El roedor.
La luz de la bombilla se volvió intermitente, privandolo de siquiera reaccionar al sacrilegio del expediente. Clifford miró hacia arriba, con las manos puestas sobre el escritorio. La boca se le entreabrió por instinto, y pudo sentir cómo el sudor de pronto se originaba donde le terminaba la frente, lívido, se presagió desmayado en el despacho. Toda la energía se le concentró en el rostro, ardiente, febril, pero la sensación no lo abandonó, ni siquiera cuando las luces se estabilizaron.
La carpeta en el escritorio, para cuando bajó la vista, se cerró de súbito como por acto de una brisa imaginaria e insolente.
—Maldita sea, maldita sea, ¡maldita sea! —Clifford mascullaba para sí mismo con una impotencia que lo incentivó a tirarse del cabello. Era real. El quebranto estaba ahí. El rostro y el cuello le ardían y podía sentirlo mientras las lágrimas ineluctables se le escurrían por la piel con una temperatura tan desigual que generaba un incómodo contraste.
La puerta se abrió de nuevo a manos de Kim, cuyo gesto de enfado se vio opacado por uno de consternación casi maternal.
—¡Cliffy!
Pasó y cerró la puerta de inmediato. Dejó la taza de café en el escritorio, sin parar de llamarle por el apodo preterido por años sin recibir respuesta; pero el detective permanecía en un estado de pánico que lo imposibilitaba de procesar el entorno.
—¿Qué pasa, Cliffy? ¿Qué sucede?
Las lágrimas de Kim no eran desproporcionales a lo que sentía al mirar a Clifford con los puños cerrados con vehemencia, haciendo un vago intento por cubrirse el rostro mientras apoyaba los codos de su propio vientre: enrojecido, doliente, pero por sobre todo, aterrado hasta los cojones.
—¡Déjame en paz, Kim!
Pero algo en el habla entrecortada, en el sollozo y la agonía en él hizo que Kim se mantuviera impávida al rechazo.
La mujer, con mesura, rodeó el escritorio y consiguió girar la silla de Clifford. Se arrodilló ante él. Le apartó las manos y con las suyas, le sostuvo el rostro. Cox temblaba. Tenía los ojos inyectados en pavor y un semblante que hacía arder las entrañas a la exesposa de sólo mirarlo.
—Cliffy, habla conmigo. Estoy aquí.
—Fracasé, Kim —disparó sin consuelo—. Si hubiera hecho mejor mi trabajo...
—Hiciste todo lo que estaba al alcance de tus manos. Todos en el departamento lo hicimos.
—No lo entiendes. Pensé que esta vez encontraría algo en el caso de Salt Creek. Algo que...
—Yo más que nadie en el mundo entiendo tu empeño por encontrar algo que pueda apelar el veredicto y reanudar la búsqueda, Jesucristo, ¡no hay una cosa que mi corazón desee más que eso! —decía, con la angustia guiando el tono de sus palabras— Pero no puedes intentar vincular todos los casos con Kenny. No puedes. Lo mismo hiciste con Bailey-Reed, y eso por poco perjudica el seguimiento... Es hora de dejarlo ir, Cliffy.
—¡Nunca voy a perdonármelo, Kim! ¿Cómo carajo se te hace tan fácil? ¿Dónde mierda quedó tu sentido maternal?
—¿Fácil? —replicó Kim. La voz le salía como un hálito de incienso— Estás hablando desde la rabia. No sientes lo que dices, ¿verdad?
El detective exhaló, desviando la mirada a su entorno en un intento por desligarse de la intimidad de aquel encuentro, por más que tuviera que ignorar los bramidos de su alma pidiéndole ceder a Kim.
—Cliffy...
Cox le devolvió la mirada, y se permitió observarla desde la pesadumbre: la posición de rodillas le quitaba todo el honor; la mostraba vulnerable, desnuda, demasiado humana para merecer un ápice de desprecio.
—Regresa a casa esta noche —dijo ella, más implorando que sugiriendo—. A nuestra casa.
Extracto del periódico local Port Camelbury Gazette, el día 06 de noviembre de 1971:
¿LOBOS ASESINOS EN EL BOSQUE DE SALT CREEK?
... Sin embargo, tomando en consideración el testimonio dado por el alguacil Quentin B. Peterson, todo parece apuntar que una manada de lobos grises podría ser el perpetrador real del atroz crimen cometido en el bosque de Salt Creek. Pero los habitantes no paran de cuestionar la veracidad de la teoría, y de alimentar la suspicacia en la idea de que se trate de una cortina de humo para ocultar una verdad posiblemente vinculada al caso de Vincent Bailey-Reed.
En referencia a la víctima, los detectives al mando insisten en la confidencialidad de cualquier información con respecto al seguimiento. Nos limitamos a advertir que ha sido identificado como Grant Westbrook, de 45 años de edad. No obstante, la esposa de Westbrook ha partido de vuelta a Hartford sin pronunciarse ante la prensa.
§
—Una liebre... —repitió Billy por cuarta vez en la conversación— ¡Una liebre, Vita! Vera Berrycloth no murió luchando contra ángeles de las tinieblas para que la última bruja de Sol Duc Falls lo hiciera envenenada mediante un mísero plato de liebre al horno.
Vita se había postrado en la cama, llorando la espera de la inminente consumación de un presagio pseudomortífero.
—No voy a morir, Billy. Lo que temo es caer en una catatonia permanente, que es casi lo mismo, pero peor, porque estaría consciente después de todo. El veneno me cede las riendas de las conciencias de las víctimas, pero si lo ingiero yo, ¿a merced de quién se supone que quedo?
Y soltó otro sollozo abatido.
—Si fueras a quedar catatónica, ya lo habrías hecho a estas alturas. Permítete dormir de una vez por todas, ¡y permítemelo también a mí, por Belcebú!
—Esas no son maneras de hablarle a una hermana que bien podría amanecer paralizada, Billy. Estás siendo un insensato sin escrúpulos.
—¿Escrúpulos? Los escrúpulos tienen tres cosas en común con los tumores en las bolas: te molestan, te matan y nunca los tendré.
Billy hizo resonar el hueso contra la madera, pero Vita, con un perseverante semblante de aflicción, no se inmutó.
—Vaya, vaya —añadió la calavera—... Público difícil, entonces. A juzgar por esa cara lánguida y los gimoteos melodramáticos, asumo que mi humor no es consuelo.
—¿Y lo descubres a estas alturas, Billy?
—Lo que necesitas es que te lancen la solución a la cara, ¿no es así? Pues aquí va: ¡Mata a ese desgraciado! Coge un cuchillo de cocina y clávaselo en la espalda cuando lo encuentres desprevenido. Desde que llegó aquí, no ha hecho más que perturbar los ámbitos de tu humor y, por ende, los de la atmósfera. Dale a Ello lo que quiere: se te ha hecho muy fácil desde el primero. ¿Qué demonios es lo que te impide proceder con el acto fatal?
—No lo entiendes, Billy. Ello tenía razón: Ulric es diferente. No es como los demás sacrificados. Hay algo en sus modos de hablar, de observar, de gesticular, de ser. Es más que atrayente; es mesmerizante, es...
—¿Hechizante?
Vita se maravilló.
—Sí, eso. Es hechizante.
—Glamuroso —añadió Billy—. En términos de oscuridad, asumiendo la veracidad de la teoría de Ulric Bisset como ser oscuro, me atrevería a especular que estás siendo víctima de un ente con habilidades de glamour.
—¿De glamour, dices? —inquirió Vita, reflexiva— ¿Eso en qué lo convertiría?
—Tú dímelo. ¿Qué dice la taxonomía de la jerarquía oscura al respecto?
—Ni esperes que responda eso a memoria. La última vez que leí un libro de la jerarquía fue en 1967.
Vita se levantó y escarbó en una gaveta del tocador hasta dar con una llave color cobre. Luego viajó al otro extremo de la habitación y la incrustó en el candado de un baúl atiborrado de artefactos de la maestranza oscura que le fue impartida por Ello. Se vio engullida por la paramnesia inexorable del recuerdo de la madre bruja, y sintió el rencor comerse al amor en sus entrañas.
Deslizó los dedos con diligencia por los lomos de cada tomo en el baúl, hasta que dio con el título que portaba la convicción de una respuesta a las interrogantes.
—«Glamour —citaba—: Habilidad de índole subliminal, implementada por seres oscuros de manipulación, que facilita la intercepción a la conciencia y sensopercepción de otros seres, por lo general humanos, pero no limitándose a ellos. Los efectos del glamour son descritos en sus generalidades como un ofuscamiento de los sentidos y una atracción indescriptible e indómita».
—¡Dime algo que no sepa! Háblame de qué seres de manipulación desarrollan esas habilidades.
—«Doppelgängers, cambiaformas, hadas, faes y ángeles caídos pueden nacer o, en el caso de las brujas, desarrollar tales habilidades..., pero en la praxis, ningún ente en la jerarquía domina el glamour con la magistralidad de los vampiros».
Vita cerró el libro de sopetón. Levantó la mirada hacia Billy.
—¡Estúpida —le dijo éste—, perdiste la página!
—¡Billy! —contrapuso ella— Si Ulric Bissett es un ser de manipulación inmortal, independientemente del resto de sus habilidades, significa que es inmune a cualquier pócima que esté en mis disposiciones y capacidades preparar. Y eso sólo me deja un camino libre hacia la consumación del sacrificio.
Billy suspiró, y tambaleó ansioso sobre la madera. Dijo:
—Tal parece que, después de todo, sí tendrás que ensuciarte las manos, Vita.
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