05 de noviembre, 1971
Port Camelbury, Connecticut
———OCHO DE LA MAÑANA, Y CLIFFORD Y ROY seguían negándose a dirigirse la palabra fuera de puntualidades laborales; no obstante, aquel día algo los forzaba a trabajar en conjunto.
La oficial Renata Munch había hecho llegar a ambos la notificación del arribo de Frida Westbrook para la entrevista, y ambos detectives estrecharon manos antes de adentrarse a la sala de interrogatorios, sin más. No obstante, tuvieron que reprimir el compartir miradas inquisitivas cuando tomaron asiento frente a la mujer.
Frida tenía mejillas regordetas, ojos miel y llevaba puesto un traje Tyvek, gafas de protección y una mascarilla que le cubría hasta las orejas. Fijó la mirada en Cliff cuando el hombre se sentó junto a Roy, un gesto con potencia de haber estado condicionado por la preponderante juventud en el rostro de él en comparación con la del mayor.
—Buen día, señora Westbrook —saludó Roy, al tiempo que el alguacil los dejaba a solas.
—¿Qué tienen de buenos, detective? —inquirió ella, y el hombre tuvo que conformarse con asumir las lágrimas en los ojos de la posible viuda que no alcanzaba a detallar a través de las gafas— Estoy aquí porque mi marido desapareció y de pronto alegan conseguir su cadáver en un bosque a millas de distancia.
—Es por ello que ordenamos traerla aquí: para comprobar la veracidad de nuestra teoría y hacer justicia.
—¡Justicia! —exclamó ella, burlona y tumbándose en el espaldar de la butaca— La palabra pierde el honor al salir de sus bocas.
Clifford carraspeó, y decidió que era pertinente intervenir:
—Sólo necesitamos su colaboración con algunas respuestas a interrogantes. Por favor. Es lamentable que haya recibido la noticia de manera tan abrupta; pero debe tener en cuenta que se trata de una teoría. Hasta el momento, no existen pruebas contundentes de que se trate de su marido, pero usted bien podría ayudarnos a darle una resolución a las incógnitas de por medio y, de estar en lo correcto, darle una despedida digna a Grant.
Frida no respondió. Se mantuvo de brazos cruzados, con los labios tensos y casi trémulos. Clifford echó un vistazo a los papeles frente a él, y procedió:
—¿Puedo llamarla por su nombre, señora Westbrook?
Ella se limitó a asentir.
—Bien, Frida. ¿Desde hace cuánto residía con Grant en Hartford?
—Seis años.
—¿Y antes de eso?
—Yo era de Milwaukee. Él siempre vivió allí.
—Tengo entendido que Grant viajó a Port Camelbury por trabajo. ¿Puede hablarme de en lo que consiste la labor de su marido?
Roy se limitó a un rol de espectador, examinando a su compañero y sus modos de cumplir con el trabajo. En algún punto, irrumpió colando preguntas suyas entre las de Clifford, que en conjunto obtuvieron respuestas que parecían conducirlos a la comprobación de la hipótesis: la mujer se negó a identificar los restos, y aunque alegó que su psique no estaba preparada para ver a su marido en tales condiciones, los detectives consideraron posible que en realidad se debiera a su fobia a los malos olores. Sin embargo, tras una serie de persuasiones accedió a mirar las fotografías, y los detectives decretaron que el cadáver tenía ahora nombre y apellido.
Extracto de una entrada de la libreta común de Clifford Cox, el día 05 de noviembre de 1971:
No obstante, no estoy seguro de si nos enfrentamos al crimen perfecto, a un genuino asesinato animal en manada, o si verdaderamente la cordura comienza a abandonarme el cuerpo.
Hoy el equipo forense nos confirmó que los cabellos encontrados en la escena no son humanos: coinciden con el cadáver de lobo que hallamos junto a los restos. Además, sólo hay indicios de mordidas animales; nada de armas, y varios órganos, incluyendo el corazón, no están. Seguramente fueron devorados.
Detesto admitirlo. Antes creía que Roy fue precipitado al concluir que fue obra de lobos, pero ahora encaro la realidad de que no debí subestimarlo. Por supuesto que no debí hacerlo. Lo primero que uno nota al estar frente a ese cadáver es cómo el tórax tiene un hueco en el medio que se extiende hasta el estómago, con los bordes mordisqueados y desgarrados de una manera inhumana, violenta, animal... ¿Pero cómo carajos pudieron unos lobos acabar de tal manera con un hombre de ese tamaño? Son actos animales, por supuesto, pero que requieren de una fuerza descomunal y, quizá, algo de intelecto humano. Una combinación que nos empuja fuertemente a un túnel cuya luz parece hacerse cada vez más lejana y diminuta.
Sigo intentando ignorar los ojos ámbar y aferrarme a la realidad. Lo intento.
§
Billy llevaba al menos veinte minutos siendo espectador de la frenética manera en la que Vita limpiaba la alcoba, de aquí para allá y de allá para acá como si la habitación de pronto se hubiera convertido en un barco náufrago en tempestad. Se había encerrado allí a los pocos segundos de salir, y desde entonces se había negado por completo a responder las incógnitas que salían a borbotones de la calavera. Aun así, consternado, Billy insistió una vez más luego de varios segundos de silencio:
—Me estás poniendo de nervios, Vita. ¿Por qué no hablas conmigo?
Ella se detuvo. Luego las palabras fueron disparos y sollozos.
—¡Estoy vuelta un caos! ¿Cómo es posible que un mortal sea inmune a la pócima suicida?
—¡Un mortal, dices!
Billy carcajeó de una manera que la mandíbula casi se le desprende.
—¿Pero qué cosas insinúas?
—¿Es eso lo que te tiene así? —inquirió él, saltando hasta acercarse tanto al borde del estante que Vita temió su caída— ¿Qué tanto sabes realmente de Ulric? Si Ello lo trajo a ti para retarte... Algo macabro ha de traer consigo. ¿Conoces al menos si es la mitad de lo que dice ser?
—Sólo escupe tu teoría, Billy.
—Pues, bien, mi teoría está compuesta por dos hipótesis contraversas. La primera, la simple: que es un ser oscuro cumpliendo la encomienda de comprobar tu fidelidad y que, tarde o temprano cuando intentes asesinarlo, se revelará como inmortal y se irá por donde vino; la segunda, no obstante: que es un simple mortal que se ha metido en líos con tu dueño y, por ende, éste lo ha traído a tus puertas con posibles falsas promesas oscuras para que tú te encargues de él. Ello dijo que se trata de una compensación, así que no ha de extrañarte si esto es el augurio de sus planes de involucrarte como una mano derecha en sus misiones para darle prestigio a tu nombre en la comunidad oscura y, por ende, ascender tu puesto en la jerarquía.
—¿Ascender mi puesto en la jerarquía? Es ridículo. A mi madre le costó la vida el sólo intentarlo.
—No lo entiendes, ¿no es así? —Billy inquirió, y la bruja frunció el entrecejo— La promesa a Vera, Vita: el pago por tu devoción. Creo que al fin hemos resuelto el misterio de la confidencia de tu precio.
Vita se tumbó en la cama, sentada, con un puñado de impotencia en la garganta. Las suposiciones de Billy cobraban más sentido mientras más lo pensaba: su madre vendiéndola a cambio de ser salvaguardada y asegurarle un puesto honorable en la jerarquía en caso de morir en el intento por ella lograrlo con el resto de las Brujas de Sol Duc; y habiéndose cumplido el presagio fatal, Vita quedó a merced de la promesa secreta que hasta aquel día de noviembre no tuvo bases para conjeturar. Dio un suspiro impregnado en pesadumbre antes de recomponerse. Se limpió las lágrimas con el dorso de las manos y salió de la habitación sin pronunciarse ante la teoría de la calavera.
Ulric, desde la biblioteca, fingió demencia total ante sus agudos sentidos al pretender no haber escuchado la sibilancia del correr de Vita acarreando una corriente a través de las escaleras. No obstante, en lo que pasó la página del libro que leía, sintió el calor de la mujer emanar desde la puerta de la habitación.
—Es día de lavar —dijo ella. El hombre yacía sentado en un sofá de espaldas a la puerta—. ¿Me indica dónde encontrar sus ropas sucias, Ulric?
—Preferiría hacerlo yo mismo, si me comprenderá...
—Me niego a aceptarlo. Si es mi huésped, después de todo, he de ofrecerle el servicio completo.
Ulric asomó la cabeza por un flanco del espaldar, y sonrió.
—Están en mi maleta, bajo la cama. La ropa interior está en un compartimiento, pero insisto en que me deje eso a mí.
Vita asintió, y giró en sus talones para desaparecer de la biblioteca y cumplir sus cometidos.
La maleta de Ulric era de cuero marrón. Tenía seguros de metal que se abrían al fácil toque y al hacerlo, Vita encontró sus ropas sucias tan bien dobladas que parecían limpias; pero perturbó ésta armonía como un topo escarbando la tierra en pos de encontrar con lo que sea que pudiera dar respuesta, o el cimiento de una, al enigma que enmascaraba Ulric Bissett. El «algo» en cuestión, de tal modo, estaba incrustado en uno de los compartimientos internos del fondo, donde parecía estar aguardando por ella desde el día que el británico de manos ensangrentadas tocó el timbre de la residencia: un portadocumentos.
Vita penetraba los resquicios del objeto para sacar cada papel que encontraba uno a uno, como quien apuñala a un vampiro con una estaca de madera, pero no había identificaciones. No había una licencia de conducir, ni una carta de identidad. De igual forma, persistió en la labor hasta dar un hallazgo que la dejara satisfecha. Y lo hizo.
Seis tarjetas de presentación, de tres pulgadas por dos, le helaron las manos tras solo recorrer los títulos con la mirada:
ULRIC BISSETT: PSICÓLOGO
ULRIC BISSETT: JARDINERO
ULRIC BISSETT: ABOGADO
ULRIC BISSETT: CHEF
ULRIC BISSETT: ENFERMERO
ULRIC BISSETT: PLOMERO
ULRIC BISSETT: PERIODISTA
Las manos le amenazaban con temblar, pero se negó a sí misma el reflejo. Bajo cada título, se reflejaba un número telefónico distinto y una breve descripción de lo que el hombre ofrecía en cada área. Vita ahogó un suspiro. No se permitió perder un segundo más, y abrió lo que aparentaba ser una carta de identidad.
De la carta de identidad de Ulric Bissett, expedida el día 09 de mayo de 1920:
Nombre(s): Ulric
Apellido(s): Bissett Spencer
Sexo: M
Nacionalidad: Británico
Fecha de nacimiento: 02/01/1902
Lugar de nacimiento: York, Inglaterra
Era imposible, por amor a Belcebú. Era inconcebible que Ulric Bissett tuviera en realidad casi setenta años: había de ser un documento falsificado, pensó Vita en primera estancia; uno que quizá facilitaría la consumación de estafas en conjunto con las cartas de presentación falsas.
Sin embargo, cualquier juicio mental se esfumó de su cabeza cuando el ulular de un búho, que se asemejaba más a un acezante intento por decirle algo que un canto, le hizo girar la cabeza y sentirse atacada por un par de ámbares que encandilaban en medio de la penumbra. El ave, de plumaje oscuro y contextura regordeta, apenas y se distinguía a través de la ventana. Vita, dejándose llevar por una posible insania, creyó fielmente haberlo visto girar la cabeza cual manilla de reloj.
Y pudo sentirlo: lo que quería decirle, casi como si le leyera la mente al ave. Casi como si fueran un mismo espíritu con el cuerpo en partido en dos, despertando en ella una nueva teoría que, de ser acertada, sería entonces la respuesta a la hilera de incógnitas que acarreaba él; al completo enigma que era él: la teoría de Ulric Bissett como un ser inmortal.
Turbada por las hieles de la convicción de que un hálito tenebroso envolvía la piel de Ulric, devolvió las tarjetas y la carta a su lugar al igual que el portadocumentos. No obstante, más allá de en su corazón, una grieta se abrió en el cristal de la ventana de la habitación que dejó atrás, desde donde el búho del color del azabache la escudriñó como un juez y picoteó el vidrio con la esperanza de ser visto; pero Vita sólo cogió las ropas sucias antes de salir del lugar con la nube negra en la coronilla de que Ulric Bissett no era sólo un maestro del engaño, sino que era el engaño mismo, y de que, por ende, el hombre que había bienaventurado como su huésped no era un cuarto de lo que decía ser. Se dignó a ceder a la decisión de idear una vía innovadora para consumar el acto fatal incluso si ello implicaba, como bien presagió Billy, ensuciarse las manos.
El plan de Vita no era sencillo, pero prolongar la estancia de Ulric en la residencia sería el primer y primordial paso. Lo difícil, por consiguiente, era evadir la vorágine en el pecho y el estómago cada vez que se aproximaba a él.
§
Roy García tenía su escritorio en casa, en un rincón de la sala donde se dedicaba a plasmar en papel teorías en la máquina de escribir, durante lóbregas madrugadas que se sumaban en forma de arrugas bajo los ojos. Algunos de sus escritos terminaban las mañanas próximas en la comisaría, aunque otros nunca serían leídos por nadie más hasta el día de su difusión cuando entren a husmear entre sus pertenencias.
Ningún caso nunca había inspirado tantas páginas de las suyas en años, y es que ni siquiera el de Bailey-Reed había sido tan macabro como para horrorizarlo de tal forma que padecía el implícito deber de leer entre las líneas de reportes e informes, porque podía sentir cómo algo se le escurría por los dedos cada vez que se encontraba a sí mismo atrapado en un bucle de hipótesis.
Roy pisaba las letras de la máquina con las puntas de los dedos de una manera imponente y ceremoniosa, como si el sonido del tecleo fuera una melodía hechizante encadenándolo a una inspiración fluida y perpetua con tal de prolongarla; un embrujo del que sólo Norma Grace era capaz de eximirlo.
Sintió las manos de la mujer en los hombros transmitiéndole una gelidez espectral, palmo a palmo, por cada centímetro de piel que le envolvía los huesos, pero cuando lo rodeó en un abrazo sintió que se le entibió el alma. Roy suspiró, haciéndose consciente de la hora antes de que Norma se lo hiciera saber.
—Lo sé —se adelantó él, dándole sensatas palmadas en los brazos que seguían posados sobre su pecho—. Es tarde. En cinco minutos iré a dormir.
—Si no cumples, mi querido, lo lamentarás mañana. Debes conservar energías para el trabajo.
Norma Grace Blanchard era una mujer devota al hogar más que a ninguna religión, porque para eso fue criada por una familia ortodoxa: para servir, y si bien por ello su infancia era un manchón de tinta que le perturbaba la consciencia cuando le daba paso al recuerdo, vivía en los aposentos de la paz al saber y sentir que servir para Roy García era servir para el amor.
Se conocieron cuando ella tenía quince y él, veinte. Era 1923: la familia de Norma tenía una zapatería artesanal donde era aprendiz de la labor de sus padres y siete hermanos. Era la única hembra; el prodigio que cesó la procreación de sus padres al simbolizar más que una hija, un trofeo, y le decían el Tesoro. Mimada, malcriada hasta que la madre encontró el vestigio de la menarquía en sus sábanas y pasó de ser Tesoro a ser sólo Norma; de jugar con muñecas hechas de retazos del lienzo para los zapatos a aprenderse al derecho y al revés los catorce recetarios que tenían una trascendencia generacional en la casa. A los quince comenzó a tomar los pedidos de la zapatería, oficio que unió su camino con el de un universitario llamado Roy García que iba todos los meses a reparar el mismo par de zapatos de trabajo de su padre; y a los dieciséis ya era una esposa, aunque no se casó hasta los dieciocho, cuando a Roy se le acabaron los zapatos por reparar y ya no le cabían pares nuevos en el clóset, y llegó la tarde de un jueves cualquiera a pedir la mano de la hija del zapatero.
Luego, para 1971, él alimentaba las remanencias de la juventud en el espíritu de Norma incentivándola a no abandonar su pasión por la cocina. Solía comprar para ella los más aclamados y novedosos recetarios en la industria gastronómica, que la extasiaban demás si se trataba de dulces y repostería ya que, a final de cuentas, el horno y el azúcar parecían ser sus mejores aliados. No obstante, esa no era la razón por la que Norma Grace tenía siete años sin poner un pie fuera de la casa.
La mujer plantó un beso en la calva de Roy antes de alejarse, dejando una que otra caricia alrededor de sus orejas. Cuando desapareció por el corredor, una súbita sensación de vacío proliferó no sólo en él, sino en la casa entera.
Extracto de un escrito personal de Roy García, el 15 de noviembre de 1971:
Esta mañana, cuando confundí por cuarta vez en la semana el azúcar con la sal para el café, contemplé por primera vez en mis 46 años trabajando para el departamento la decisión de retirarme.
A la espera del informe forense, me doy cuenta de que mis habilidades van en decadencia, y de que posiblemente el joven Clifford esté haciendo más por el caso que yo mismo como jefe del área; pero no puedo permitirme dejarlo solo con este peso. No podría perdonármelo.
§
Vita tenía unas botas gogo. Blancas, combinaban con casi cualquier prenda en su colorido armario. El nombre, «Gogo», derivaba del término francés «a gogo», que se traduciría como «en abundancia». Sin embargo, a su vez, el mismo procedía de una antigua palabra francesa, «la gogue»; «alegría/felicidad», la cual combinaba con Vita más que las botas mismas.
Estaban hechas de vinilo blanco, a la altura de la espinilla y con cremalleras laterales. Tacones bajos y puntas redondeadas que complementaban el estilo de Vita. Eran tan populares que la cantante Nancy Sinatra hizo una canción para aquel modelo en específico, These Boots Are Made For Walking / Estas botas están hechas para caminar. Y Vita, por supuesto, no desperdiciaba la oportunidad de modelarlas bailando cuando escuchaba el vinilo. El sentimiento le era terapéutico, incluso si la música se veía parcialmente opacada por el impacto de las incontables gotas de lluvia contra el tejado, como aquella tarde de noviembre luego de un ruin hallazgo mañanero:
Si bien los lirios eran flores especialmente resistentes a la mayoría de los climas, el verdadero chubasco comenzó a brotar de sus ojos cuando Vita les echó un vistazo desde la ventana de la cocina.
—¡No! No, no, no, no...
Sin importarle que las puntas del cabello se le alaciaran con el clima, salió corriendo por la puerta trasera y se arrodilló frente a la plantación. Todos los lirios estaban a un suspiro de la muerte; flácidos, con grietas marrones profanando el blanco impoluto de los pétalos. El pulso se le aceleró como si le hubieran aplicado un electrochoque. Enterró los finos dedos en la tierra en un intento por desplantar y rescatar las raíces, pero cuando lo consiguió, las mismas se pulverizaron en sus manos y las remanencias le caían como cenizas sobre el regazo. Inútiles.
El flequillo empapado se le adhería a la frente, aunque la lluvia no era lo único que le humedecía las mejillas.
Vita alzó la vista al oír una rama crujir. Al otro extremo de la plantación, en medio de un par de hileras, una liebre negra de ojos ámbar la miraba sin escrúpulos; pétreo. En un pestañeo, sin embargo, desapareció,
Aquel día que Vita descubrió su espíritu animal en las hojas del té, entendió también el motivo por el que la marca del inicio de su ciclo menstrual coincidía sin falta con el recuadro de la luna nueva en el calendario, y se autoproclamó Vita Berrycloth, hermana de las liebres; de las guardianas del umbral entre la mundanidad y la oscuridad, poseedoras de un vínculo trascendental con los espíritus, el cual brujas como su madre aseguraban su funcionamiento como intermediario para comunicarse con las almas en pena que se quedaron estancadas en el limbo entre un mundo y el otro. Pero ahora, desde un egoísmo condicionado por los celos, Ello ya no venía para recordarle su espíritu animal, sino para hacérselo saber de la forma más martirizante posible al manifestarse como su sagrado espíritu animal, pero absteniéndose de dirigirle la palabra.
Que la lluvia compitiera ahora con el volumen del tocadiscos no era un asunto natural, ni mucho menos el repentino marchite colectivo de los lirios. Todo aquello era un recordatorio de Ello para Vita ser consciente de lo mal que estaba obrando; de la inmoralidad que encaminaban sus pensamientos, y aunque intrusivos, sus deseos.
Se volvió creyente de que Ello podía sentirlo: la energía que proliferaba cada vez más entre Ulric y ella cuando se acercaban y el ansia que se hacía presente cuando se separaban. Y aunque la lluvia llevaba la delantera quitándole algo de protagonismo a la música, era lo suficiente fuerte para llamar la atención de Ulric cuando él salió de su habitación, al otro extremo de la planta.
El hombre rodeó las escaleras y, por la rendija entre la puerta y la pared, la observó: llevaba puesto un minivestido verde y una gruesa cinta blanca en el cabello que hacía juego con las botas. El cabello le daba brincos con cada salto que daba al bailar y el pecho se le inflaba y encogía con desnivel; el cansancio y el éxtasis de la danza marcando los tiempos de sus pulsaciones como un himno que hacía eco en los oídos de Ulric.
Lo hacía tan bien que casi se miraba en cámara lenta, pensaba el hombre. Tan bien, que casi podía empalagarse de sólo idealizar el sabor que resguardaba el dulce perfume de esa sangre: la que le bailaba por las venas mientras bailaba ella.
La que le hacía bailar el deseo a él.
Esa noche, cuando Vita se dispuso a bajar a la cocina para preparar la cena, la imagen del hombre cocinando de espaldas a ella le frenó el paso. La bruja frunció el entrecejo.
—¿Ulric?
El susodicho respondió, aún sin girarse hacia ella:
—Qué bueno que ha llegado, Vita —dijo, secándose las manos con una servilleta. Cuando la tiró a la papelera y se tornó hacia ella, la mujer atinó a divisar un rojo que sólo podía ser rescoldo de sangre—. Hoy he de demostrarle mi gratitud con una cena; algo especial.
—¿Una cena? —balbuceó ella— ¿Y qué es eso especial que prepara?
—Liebre al horno.
Vita palideció cuando Ulric se hizo a un lado, y dejó ver al animal despellejado sobre la tabla de madera.
—La receta es una especialidad de los Bissett —añadió—. Espero que la disfrute tanto como yo.
—¿De dónde sacó esa liebre, Ulric?
—Del bosque, a varios metros del jardín —admitió, con una sonrisa olímpica—. Decidí sacar provecho del clima por la tarde y salí a probar mi suerte cazando con la honda que estaba colgada en la cocina.
Vita tragó saliva. Sintió como si la sangre de pronto le abandonara las plantas de los pies.
—Liebre —repitió, en un susurro casi fantasmal, y se las arregló para forzar una sonrisa—... Suena exquisito, Ulric.
El hombre le dio una mirada que en otro contexto podría haberse interpretado inquisitiva, y se tornó de vuelta al animal para encargarse de él.
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