𝐈𝐕: 𝐒𝐄𝐑Á𝐒 𝐅𝐈𝐄𝐋 𝐀 𝐌Í 𝐄𝐍 𝐏𝐄𝐍𝐒𝐀𝐌𝐈𝐄𝐍𝐓𝐎, 𝐂𝐔𝐄𝐑𝐏𝐎 𝐘 𝐀𝐋𝐌𝐀
04 de noviembre, 1971
Port Camelbury, Connecticut
———CLIFFORD COX ERA UN HOMBRE CON LA RUTINA organizada con religión por casillas de medias horas: levantarse a las cinco, ducharse; primera taza de café a las cinco y media, desayunar a las seis; estar en la oficina a las seis treinta, y la segunda taza de café a las siete era el combustible para arrancar con el día. Acotar también su adicción a la cafeína sería caer en redundancias; sin embargo, aquello estaba lejos de ser el motivo de su insomnio.
No era cuestión de falta de tiempo, sino de su desdén hacia las relaciones formales lo que le perpetuaba el estatus de soltero —pero interés le sobraba para dar miradas indiscretas a su único interés lascivo y, por más que se lo negara a sí mismo, emocional: Kimberly Jones, de la secretaría del precinto 41—, además de que vivía en un apartamento que contaba con el espacio estrictamente pertinente para llevar a cabo las cotidianidades de una sola persona; y si bien pesto tendía a resultarle indiferente, pues invertía más tiempo en el departamento policial que allí, existían ocasiones excepcionales en las que el insomnio le perturbaba los hábitos del sueño y se sentía como si las paredes del dormitorio se achicaran conforme más las veía.
La madrugada del tres de noviembre, por ejemplo, soltó un grito ahogado al tiempo que luchaba contra el pasmo de sus propios nervios faciales para poder abrir los ojos. Su impulso inmediato al lograrlo fue sentarse en la cama y ponerse las gafas. Miró el reloj: dos y cincuenta. La peor decisión que tomó no fue la de dar por sentado el inicio prematuro de su día antes del primer albor, sino la de dirigirse a la cocina y preparar un termo completo de café para alimentar la vigilia. Tenía los hombros tan pesados como si costales de piedras pendieran de ellos, y se sentía como si hubiera descendido al mismísimo infierno y vuelto al mundo terrenal en un viaje de penurias, pero el sentimiento era tan inhumano que el infierno parecía estar construyéndosele en la mente y demoliendo consigo las vanas energías que le quedaban.
Horas habían transcurrido desde que el hombre hubo de aprovechar el cese pasajero de la lluvia para ir por su cuenta al bosque. Llevaba puesto un chaleco de hule amarillo y una linterna en la mano en caso de que la neblina le dificultara la visión, e iba dedicado a dar con algún hallazgo, de preferencia insólito, que al equipo se le hubiera colado en las inspecciones de área pasadas. Bajo tales circunstancias acabó por adentrarse a solas en dirección al este, entre la maraña insondable de abedules que se dejaban ver hasta donde la neblina les cubría las hojas, cuyos ámbitos de catacumba sumaban tirantez a cada paso dado, pues con todo metro que avanzaba Clifford Cox comenzaba a sentirse menos solo en un camino que ilusionaba achicarse frente a sí. Troncos delgados, húmedos, craquelados; la corteza parecía venirse abajo con un solo toque de no ser por la capa verde musgosa que cubría la mayor parte de los cuerpos. De pronto se hizo consciente del ímpetu con el que sostenía el mango de la linterna, y sacudió los brazos en un intento de relajar la musculatura. Había caminado alrededor de cuarenta metros y seguía sin llegar a los dichosos marcadores amarillos. La impaciencia comenzaba a sacarlo de quicio, hasta que el vislumbramiento de uno lo incitó a acelerar el paso. El único sonido apreciable era el reverberante chasquido de las botas impactando contra los charcos de fango y una que otra rama quebrándose como huesecillos, hasta que Clifford creyó detenerse, sin saber que en realidad lo detuvo algo más. Algo que no podía ver, que no podía oír ni olfatear, pero en un momento dado pudo sentir, como si comenzara a colarse entre sus poros: algo, eso, lo que fuera, para describirlo sólo pudo pensar en la palabra «sofocante», como si hubiera perdido el dominio de su propio cuerpo; como si éste se hubiera puesto en pausa y vuelto ajeno a él, a su energía. Por primera vez en la vida se supo asmático.
El entorno adoptó paulatinamente la facultad de la inescrutabilidad. La sensación tenía tal afinidad al sopor que casi pudo sentir que lo que se puso en pausa no era él, no era su cuerpo, sino el bosque mismo. Pronto se vio acorralado por un sinnúmero de estrellas amarillas que se asomaban entre la bruma, con una particularidad que le tomó varios segundos advertir.
Eran ojos.
§
—... en el noroeste del pueblo. Se ha reportado el hallazgo de restos humanos los ... días hacia la zona de Salt Creek. Hasta el momento, nuestro conocimiento ... Sin lugar a dudas, entre el crimen y el repentino ... climático, estamos viviendo la semana más pesada en ... de Port Camelbury. Las indicaciones son concisas: Tomar precauciones y no salir de casa ... necesario; mantenerse especialmente alejado de las carreteras. Se recomienda discreción con respec...
Vita y Ulric procuraron apagar la radio al mismo tiempo, pues la transmisión se veía afectada con gravedad por la tormenta y se escuchaba más como un comunicador de policía estropeado que como un pronóstico del clima. Fue la mano de ella, sin embargo, la que tocó el botón, y las circunstancias se prestaron para que la de él quedara posada sobre la suya por un menudo momento, pero a su vez como un mero accidente. Etiquetando aquel como el primer contacto físico que se daba entre ambos desde que era su huésped, Vita sustentó en ello su inocente teoría de por qué aquel vano roce generó en ella un corrientazo socavador que le viajó hasta la nuca. La otra hipótesis, por el contrario, implicaba asumirse inerme al embrujo sensacional que emanaba el hombre, y el sólo pensar en la tercera significaba quebrantar un principio... o, bien, una serie de ellos.
Como fuera, una vez que ambos retiraron las manos del aparato, Ulric fue quien rompió el silencio con un carraspeo como abrebocas para hablar:
—Si de por sí mi estadía aquí prometía durar más de lo intencionado, con un asesino en serie suelto tan cerca sería insensato de mi parte dejarla sola.
Ella se arregló el cabello tras las orejas y volvió la mirada hacia él. ¿Tenía esa preposición alguna insinuación colada entre líneas? ¿Estaba acaso refiriéndose a sí mismo desde los márgenes de la discreción? El carisma brotaba a borbollones de los poros de Ulric Bissett, era un hecho innegable, pero las ironías mordaces como el sarcasmo no parecían formar parte de su repertorio de recursos verbales.
—Puede usted quedarse todo el tiempo que desee, Ulric, bajo dos condiciones primordiales —sugirió Vita, sacudiéndose algún polvo imaginario del vestido con las manos con tal de no permanecer estática—: Primero, que deje de llamarme «Madame».
Ulric hizo un mohín de desagrado, uniendo ambas manos en su espalda, y rió:
—¡Vaya manera de despreciar un apodo! ¿Y la segunda?
Vita tragó saliva, queriendo ser capaz de reunir los cojones necesarios para retroceder, y no a modo literal. Era bien consciente de que no podía dejar pasar la próxima oportunidad de cumplir, pero no contaba con que se le presentaría tan pronto y, ahora, debía usar la situación a su favor para acabar de una vez por todas con el embrollo.
Apretujaba los bordes de su vestido amarillo. Se dio cuenta de que se estuvo mordiendo el interior de la mejilla con vehemencia cuando sintió el sabor a amoníaco de la sangre en la lengua, y lo vaciló demasiado antes de atreverse a decir:
—Que comparta conmigo un vino tinto.
Ulric soltó aire por la nariz, suprimiendo una efímera risa.
—La insistencia en tomar un vino conmigo me hace cuestionar sus intenciones. ¿Planea acaso aprovecharse de mí en la embriaguez?
Vita Berrycloth, si bien preservaba su inocencia con un rigor insigne para un ser que ni siquiera conocía, era una mujer cuyas habilidades de persuasión se agudizaban más con cada víctima que seducía en pos de cumplir los macabros fines de Ello. A veces se daba las libertades, incluso, de imaginar que el protocolo de sus expiaciones no era más que un entrenamiento para el encuentro terminante con su dueño. No obstante, el camino para alcanzar sus propósitos con Ulric parecía estrecharse más con el pasar de los días. Él, con su carisma y finura, entorpecía por completo sus destrezas.
—¡No diga tonterías, Bissett! Iré por mi mejor vino y jugaremos juegos de mesa, para variar en medio de la tempestad. ¿Le agrada la idea?
Ulric lo pensó varios segundos sin apartarle la vista de encima.
—Trato —soltó al fin—. Pero yo también he de imponer una condición.
Ella frunció el ceño mientras a Ulric le tomó sólo cuatro pasos lentos para dejar nada más que centímetros entre ambos. De haber levantado la mirada a tiempo, Vita habría notado la sonrisa que se escapó de los labios del rubio; pero no cualquier sonrisa. Era un gesto que rozaba con toda impudicia los talones del deseo.
—Lo que me pide implica someterme a un sacrilegio de mis ámbitos, así que no espero menos que su reciprocidad en ello —dijo. El acento británico se hizo tan marcado que parecía imposible que fuera accidental—. Por supuesto, el consentimiento será determinante para cada paso. ¿Le agrada a usted la idea, Vita?
Allí. Fue allí, cuando sintió un hilo de hormigas recorrerle el camino desde el coxis hasta la coronilla, que Vita se dejó sucumbir por la tentación de escrutarle los labios: finos, húmedos y de un rosa exquisitamente pálido. Tutearse hacía una diferencia titánica: los volvía más cercanos, más personales; más íntimos. La presión era inclemente. Pero sentir el ojo tuerto comenzarle a arder le hizo poner pies en tierra. Se avergonzó por demás al darse cuenta de que estaba dejándose llevar a ciegas por el mero impulso carnal, y salió del parámetro casi empujando el hombro de Ulric.
Aún así, lo preocupante no se reducía a eso. Lo preocupante era que comenzaba a dudar si lo que había experimentado entonces era un sentimiento pura y únicamente lascivo.
§
A través de la ventana, las siluetas de los árboles se distorsionaban por la velocidad del auto generando una imagen de tonos naranja, ligeramente verdosos, en una ráfaga donde se ligaban entre sí. Y Clifford parecía desligado de sí mismo.
Por primera vez en incontables años, había roto la perfecta estructura de treinta minutos en la rutina a causa de las ineluctables pesadillas. Había soñado la noche anterior, por ejemplo, que caminaba descalzo por las calcinantes arenas de un desierto del color del arrebol con un saco de maderas atronadoras en el hombro, y en el sopor consiguiente podía escuchar una voz en pena implorando socorro, de modo que cada vez que despertaba y bebía agua y se volvía a acostar, todo lo que podía percibir en la oscuridad de su consciencia era la imagen de un sol sanguinario a la lejanía y el clac, clac, clac de las maderas meneándose y golpeándose entre sí sobre su propio lomo.
Llegó a la oficina casi a las ocho, con la corbata a medio atar y se maldijo al darse cuenta de que había dejado las gafas en la cocina. Kim trató de interceptarlo para sacarle plática tan pronto como puso un pie en el departamento, pero Cliff pasó de largo hacia el despacho de su colega, quien no vaciló para preguntar:
—Cliff, ¿qué carajo...?
—Fui al bosque ayer, tienes que...
—Déjame ver si comprendo —interrumpió—. ¿Fuiste al sitio del suceso sin mi permiso?
—¿Disculpa?
Roy se puso de pie y apoyó la espalda baja del escritorio, cruzándose de brazos. Clifford lo miraba con el entrecejo ceñido.
—¿Por qué en el mundo no me lo notificaste antes?
—Se supone que entre nosotros no hay ningún superior, Roy. ¿O es que me ves como un pasante?
—Trabajamos en conjunto, Clifford. Si uno amerita ir al bosque, vamos los dos. No puedes tomar decisiones por cuenta propia.
—¡Tú fuiste sin mí el segundo día! Primero me reclamas que no estoy lo suficiente metido en el caso, y ahora que lo estoy, ¿está mal, también?
—No es así como funciona, chico. Yo te hice saber mis planes con antelación...
—¡Deja de llamarme chico, carajo! ¡Soy un hombre de treinta y cinco años con una placa!
—¡Bravo! ¡Bravo, detective! ¿De qué te sirve una jodida placa si te meas en los pantalones al ver un cadáver en descomposición? No me sorprendería que vuelvas a retirarte por no tener estómago para el cargo.
Clifford tenía tenso cada músculo del torso para arriba. Incluso las caderas se le sentían de roca ante el furor, pero no se quedó inmóvil por mucho. Le dio la espalda a Roy y desapareció de la oficina tras un portazo que hizo girar las cabezas de las secretarias.
—¡Y déjale tu currículum a Kim! —añadió Roy desde su posición— ¡Tal vez te consiga algo en el área de secretaría!
Entonces Clifford tornó la cabeza para vociferar:
—¡Y tú córtate los vellos de las orejas, Jesucristo!
Roy, por su parte, ni siquiera se inmutó. En realidad, se quedó allí, como tratando de asimilar la disputa con una expresión perdida en ningún lado concreto del despacho. Las heridas que llevaron a Clifford a retirarse del cargo en 1967 parecían comenzar a sangrar de nuevo, y el anciano sólo podía interpretar aquellos arrebatos como una consecuencia de ese hecho. No podía culparlo. No era para menos el infierno que vivió, y Roy sentía que había cometido un sacrilegio al respeto inmaculado que le guardaba por motivos más trascendentales que el uniforme: por haber tenido los cojones de sacarle lustre a la placa de detective y volver a poner el culo en su despacho después de los diez años de vivir a merced de la incertidumbre que suscitó el secuestro de su único hijo: el niño resultado de los arrebatos de un amor jovial, libertino, pero también inocente; precedente de un vientre cuyo crecimiento no pudo ser interpretado como menos que una hecatombe de la rebeldía por las familias de los progenitores, quienes no tuvieron más remedio que contraer nupcias en pos de preservar el honor.
Kenny fue el nombre de la cría cuyo rostro estuvo impreso en cartones de leche bajo un «SE BUSCA» por varios meses del año 1957, pero así como el amor común por el hijo estrechó los lazos de los padres, el secuestro del mismo los desató.
Clifford Cox conoció a Roy por su padre, muchos años antes de siquiera haber conocido a la muchacha con quien cometería las impulsiones del amor, pues el detective fue compañero de estudios del progenitor y conservaban el hábito de reunirse a platicar y masticar tabaco en la biblioteca. El aspirante le tenía una estima que se agudizaba cada vez que ponía un pie en su casa, y la primera vez que compartieron palabras, no obstante, sucedió cuando el joven tenía doce años, y Roy, cuarenta y tantos; lo atrapó con la mirada perdida en el revólver que colgaba de su cadera.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó. Clifford asintió— Ven conmigo al precinto 41 mañana. Serás mi compañero por un día, ¿quieres?
Pero aquella sugerencia se volvió un rito impostergable para ambas partes. Todos los sábados a las siete y media de la mañana, Clifford Cox esperaba a Roy García en el porche de la casa con una mochila donde llevaba papel y lápiz para anotar todo lo que salía de la boca del hombre, incluso en los días que no había acción de por medio; pero no fue hasta que se graduó de la secundaria que le atribuyó oficialmente el título de mentor. Roy guió los pasos de Clifford en su camino al cargo de detective, en el cual fue recibido con el honor y apresamiento de un departamento policial que lo vio crecer y formarse, primero como asistente administrativo y luego como oficial de policía, para una labor que parecía estar escrita en los presagios de su porvenir desde el día que fue concebido, hasta que perdió al hijo, y aquella hiel lo encaminó, por más que intentó evitarlo, a la dimisión del cargo con el que desde los sábados en el tercer escalón del porche comenzó a soñar, pues se recibió como detective al tercer año de transcurso de la pesquisa del paradero del hijo, a la que no se le fue permitida la participación.
Al cumplirse el plazo de diez años sin rastros del niño, éste fue declarado legalmente muerto para la nación. Cox, sin embargo, era consciente de que «legalmente muerto» no era más que un estatus legal. No era un hecho terminante. Aquella conclusión no parecía más que una costra en la piel que se fue formando año tras año hasta llegar al décimo y solidificarse mientras soñaba con los órganos de Kenny persiguiéndolo en un bosque en llamas. Sin piel, ni huesos: sólo vísceras, venas y nervios pisándole los talones y bramando que era un mal padre en una lengua que sólo él podía entender: la de la culpa.
Perdió el estómago: se venía en arcadas de sólo observar un animal despellejado en la carretera y le temblaba el pulgar cuando cogía un arma, de modo que un día de 1967, posterior al anuncio del estatus legal del hijo, se puso de pie frente al espejo mientras se alistaba para trabajar y se escudriñó el reflejo inmóvil por un instante pernicioso, si bien perecedero. La esposa, consternada, preguntó por los motivos de aquel trastorno. Él respiró con postración.
—Es el uniforme —dijo—. Se siente como un disfraz de noche de brujas.
Esa mañana, Clifford Cox llegó al precinto 41 en ropas de civil para presentar la carta de dimisión del cargo.
§
La brisa azotaba las ventanas y los relámpagos retumbaban con la vehemencia de un león embistiendo, haciendo vibrar los cristales a los compases del aguacero; aún así, los ámbitos de tibieza dentro de la residencia Berrycloth se mantenía en pie a base de velas e inciensos.
La planta de abajo estaba más salvaguardada de los terrores de la tormenta que la de arriba, así que el suelo de la sala de estar fue el lugar designado para la velada. Vita y Ulric habían hecho a un lado la mesita de vinilo blanco para sentarse sobre la alfombra terracota y, en medio de ambos, yacía un tablero de Scrabble, papel y lápiz. A la izquierda, en la chimenea proliferaba una flama que aparentaba debilitarse conforme más se le acercaban, y a la derecha, la botella de vino reposaba en compañía de dos copas tan pulidas que en la transparencia se reflejaban los colores de Vita. Sin embargo, en medio de los pormenores del encuentro, la bruja nunca se percató de la ausencia de los colores de Ulric en el cristal.
En una escena cuyo taciturno transcurso cosquilleaba lo tétrico, Vita metió todos los azulejos en la bolsa aterciopelada, la cerró y agitó con diligencia. Para desgracia de las ambiciones incompetentes que se negaba a asumir, estaba tan concentrada en los artefactos del juego que no notó la prevaleciente mirada de Ulric escudriñándole las acciones. Sus manos volvieron a palparse al momento de extraer cada uno un azulejo de la bolsa que ahora reposaba a un costado del tablero, y el frío en el tacto de Ulric era tan imperioso que Vita tuvo que esforzarse por reprimir el estremecimiento que le transmitió el roce accidental.
Comenzaba la bruja. Ambos volvieron a meter los azulejos en la bolsa, y ella fue la primera en sacar sus siete piezas con los ojos cerrados. Ulric la imitó en cuanto Vita comenzó a poner los suyos en su respectivo estante, y la partida vio inicio con la palabra «TIERRA». Ulric jugó con «ROJO», y, en no más de un cuarto de hora, tenían el tablero abigarrado de palabras interconectadas con cierta emulación mutua.
Estaba siendo una partida silenciosa; demasiado para un locuaz como Ulric, pensó Vita, lo cual podía acreditársele al acuerdo implícito de la rivalidad momentánea, y si bien ambos comenzaban a disfrutar aquel mutismo en particular, Ulric decidió intervenir cuando a ella le quedaban solo dos azulejos, y a él seis.
—No soy de dar victorias por seguro, pero me parece que llevo la delantera en esta partida —carraspeó— ,Vita.
La contrincante rió para sus adentros.
—No lo sé, Ulric. Muéstreme qué tiene.
Él, ahora sentado en posición de indio, no pudo ocultar la manera en la que una sonrisa desvergonzada se le formó en los labios.
—Se me viene a la mente que usted me debe algo.
—¿Disculpe?
Pero ella sabía con exactitud a qué se refería. Le aterraba, no obstante, el sólo imaginar las remotas posibilidades; la índole de ideas que podrían germinar de una mente arcana como la de Ulric Bissett, de modo que observó entonces cómo el hombre pausaba la partida para buscarse algo en bolsillo trasero. Luego lo reconoció: una cajetilla. Prestaba especial atención al vendaje que permanecía cubriéndole la muñeca derecha y parte de la mano, sin comprender por qué un detalle tan irrisorio como aquel le resultaba, hasta cierto punto, agradable a la vista, como si fuera un accesorio peculiar que compenetraba con los ademanes del hombre.
En determinado instante de estupor, Ulric le extendió un cigarrillo, y Vita balbuceó antes de espabilar para aceptar acogerlo entre sus finos dedos. Él encendió el suyo extendiéndolo a la flama de la chimenea, pero cuando ella se inclinó con la intención de copiar sus acciones, la detuvo con la mano libre.
—No, no. Colóqueselo entre los labios y acérquese.
Vita obedeció. Él se terció hacia adelante, encontrándose con ella por encima de la maraña de palabras conjuntas que hubieron de armar, y por una ráfaga de tiempo concordaron tácitamente en la hambruna del espíritu, más que la de la carne. Ulric unió la vaporosa punta de su cigarrillo con la del de Vita y la contagió de un ardor promisorio que ella misma sintió avivarse en su rostro, pero no a causa de la niebla de nicotina que le impregnaba los órganos. La causa era él: era el aura de proximidad; de un deseo astillado que pintaba más que chispas, relámpagos en las pupilas de ambos al tiempo que las impudicias del humo se unían en un hálito de concupiscencias.
Como si la intimidad del momento no le hubiera sido suficiente, Ulric hizo tambalear el cilindro entre sus labios para colmar el vaso de la tracción con unas palabras que sonaban rumiadas por unos colmillos inclementes:
—Así lo hacemos en Inglaterra, Madame.
Se separaron, sin atreverse a cometer el sacrilegio de romper el nexo de sus miradas, y mientras se cohibían de sonrisas febriles a través de un velo gris, Ulric jugó sus últimos seis azulejos sin siquiera bajar la vista al tablero. Entretanto, la vaga lumbre de la chimenea se convertía de súbito en una llamarada magistral, pero Vita estaba demasiado sumida en él, al borde del hipnotismo, como para fijarse en la jugada del ganador o para siquiera reaccionar con integridad ante la danza del fuego que se reflejaba en sus ojos, pues en todo lo que podía pensar era la sensación de una desnudez del pensamiento que le instigaban como si éste pudiera leerle las ideas escritas en las pupilas.
Vita había dado por cumplida con honores su parte del trato, y a pesar de que no debía sentir menos que satisfacción por lograr que llegara el turno de que Ulric sucumbiera a la suya, no se le hacía posible concebirla en semejantes circunstancias. La rebeldía, por ponerle un nombre al sentimiento tan plañidero como tragar un puñado de espinas, era lo que la atraía a él y la cegaba de las consecuencias de oponerse al dueño y los principios que, allí y entonces, le comenzaban a parecer absurdos.
—Tiene que soltarlo.
Las palabras de Ulric la absolvieron de las cavilaciones. La bruja dejó ir el humo en una brizna que sólo viniendo de ella parecía inmaculada. Ambos rieron, pero a diferencia de Vita, él no le quitó la vista de encima.
—Asumo entonces que es hora de cumplir con mi parte del trato —dijo Ulric—, ¿no es así?
Como el alma escapando de un cuerpo en el apogeo del último aliento, la jovialidad abandonó el semblante de Vita.
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