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𝐈𝐈: 𝐍𝐎 𝐔𝐒𝐀𝐑Á𝐒 𝐓𝐔𝐒 𝐇𝐀𝐁𝐈𝐋𝐈𝐃𝐀𝐃𝐄𝐒 𝐎𝐒𝐂𝐔𝐑𝐀𝐒 𝐄𝐍 𝐌𝐈 𝐂𝐎𝐍𝐓𝐑𝐀


01 de noviembre, 1971

Port Camelbury, Connecticut

———A UN CUARTO PARA LAS DIEZ DE LA NOCHE, la residencia Berrycloth se veía envuelta por un aura vesperal. Vita había acomodado a Ulric en la otra habitación del segundo piso, del lado paralelo a la suya a través de las escaleras, antes de dirigirlo al baño donde éste hubo de desinfectar y eliminar cualquier rastro de sangre en sus uñas con éxito. La madera de las paredes del pasillo expedía un aroma a frutos secos, que le activó la memoria al olfato haciéndole recordar las nueces y mandarinas que se importaban de la América Latina; pero a medida que avanzaba desde el baño hasta el aposento, cedió al instinto de girarse hacia la misma en reiteradas ocasiones, pues juraba escuchar murmullos instigadores emergiendo de las fisuras... No obstante, no era eso en cuestión lo que le suscitaba la sensación de una peculiaridad punzante que le respiraba en la nuca.

Ulric no se sentía solo.

Se encerró en la alcoba, sabiendo a la casa un juego mental, y se dejó caer sentado sobre las frazadas luego de liberar los broches de los tiradores que le mantenían los pantalones en su lugar. Suspiró, extenuado, pero cuando estuvo a punto de sucumbir a las comodidades de la desnudez, un patrón de tres toques rítmicos en la puerta le hizo apañarse, al que le acompañó la voz de Vita preguntando si le apetecía cenar.

Le requirió entonces una fuerza titánica la labor de ponerse de pie y dar el primer paso, pero de cualquier modo lo hizo estrujándose ambos ojos con la mano derecha en un intento por prolongar la vigilia.

—No, Madame; gracias —dijo, alzando la voz, hasta que abrió la puerta y encaró una belleza de ultratumba que se lamentó de no haber escrutado antes, de modo que tardó varios segundos en resolver una excusa que lo eximiera de una noche entera de espera con tal de volver a ser bendito con aquel prodigio de la feminidad. Por primera vez desde algún día lejano de la infancia, Ulric Bissett tartamudeó:—. Sólo... Sólo desearía una infusión de hibisco caliente si lo dispone, por favor.

La bruja, con los modos de quien recibe un buen augurio del porvenir, se maravilló con la impresión de que el semblante calmo y con aires de hogar de Ulric lo hacía ver no sólo como si estuviera en su propia casa, sino como si fuera parte de la misma.

—No es para menos —dijo—, pero insisto en prepararle de cenar.

—Estaré más que agradecido con lo que usted tenga para ofrecerme, siempre y cuando no contenga especias. Soy gravemente alérgico a la mayoría.

Sin más, ella sonrió, y Ulric persiguió con la mirada el bamboleo de su melena hasta que desapareció por las escaleras, y, habiendo regresado al borde de la cama, fue empujado por una energía que le erizaba los vellos al escudriñamiento de cada rincón del cuarto, hasta que halló tallado en el respaldo de la cama una triqueta, sabiéndola una runa representativa de la feminidad del universo, además de un bien conocido símbolo de protección para brujas constatado por un nudo que entrelaza tres óvalos puntiagudos; tres extremos, con múltiples connotaciones: Doncella, mujer/madre, anciana; niveles mental, físico, espiritual; vivir, morir, renacer.

Ulric sonrió.

Una vez en la cocina, por su parte, las acciones de Vita fueron rápidas, secuenciales, casi teatrales; como una coreografía bien ensayada con pasión: encendió la estufa y puso a hervir la tetera con agua, sacó la tabla de picar y chas, chas, chas, chas; tomates cherri en rodajas. Un bol, albahaca, sal y aceite de olivas. «¿Pimienta?», pensó, pausando la ceremonia. «No. Es alérgico». Si bien de cualquier forma la muerte del hombre estaba a punto de burbujear en la tetera, Vita consideró que Ulric merecía un último plato cuyo sabor le deleitara no sólo el paladar, sino también el espíritu.

Diez años consecutivos había entregado, también, al cultivo de lirios blancos; la manifestación de la castidad en la flora como médula de los sanguinarios rituales, y, aún cuestionando si resultaría una excelente suplencia o un oprobioso traspié, alcanzó el frasco de raíces hechizadas de la despensa poniéndose de puntillas.

Con un almirez de madera, hizo añicos un pequeño racimo que proveyó la cantidad de dos cucharadas, y añadió el polvillo resultante a la tetera. Para cuando ésta comenzó a chillar como una locomotora sin frenos, Vita ya había rebuscado en el cajón de hierbas de la cocina el ingrediente deseado para el té, y algún componente extra que pudiera encubrir el gusto de las raíces, así que vertió el agua hirviente del artefacto en una gran taza de porcelana. Añadió el sobre, revelando el color magenta en el agua con ayuda de una cucharilla y movimientos circulares; luego endulzó con hojas de stevia para aminorar cualquier gusto amargo.

En el mejor de los casos, el cambio en la receta habría de funcionar: conseguiría el corazón de Ulric, lo prepararía, lo ofrendaría al dueño en un ritual durante la luna de su divina elección, y luego éste habría de encargarse de los restos, como se había vuelto hábito con el paso de los años y la experiencia. En el peor, no obstante, la pócima no ejercería efecto lo suficientemente poderoso sin el componente del vino, de modo que él saldría en una sola pieza de la residencia y ella tendría que abstenerse a las ignotas consecuencias del primer fracaso. Tal vez, pensó, eso era lo que más temor le sembraba, mucho más que el castigo en sí: la incógnita del castigo a la rebeldía, pues incluso siendo un ángel caído, una bruja o un simple mortal, uno tiende a caer en la necia manía de creerse inquebrantable hasta que ha de imbuirse a lo desconocido.

—Veo que disfruta la obra de Elvis de sobremanera.

La voz de Ulric le inspiró un respingo, y no tuvo más que girarse hacia él para responder. Las ojeras que le enmarcaban el rostro resguardaban unos ojos pardos que a Vita le hacían cuestionarse varias cosas más que sólo la realidad: sus propósitos, por ejemplo, pues la realidad se le hacía de pronto un asunto banal. Más que un obsequio, aquel hombre parecía una trampa de carne y hueso montada para tentarla a ir infausta en contra de los principios de la unión.

—Así es —dijo al fin—. Tengo todo disco suyo hasta la fecha.

Él no vaciló en acercarse y echar una mano para servir la cena, lanzándole una que otra mirada que ella no alcanzó a advertir. Lo que Vita sí notó cuando él tomó un plato de la alacena, sin embargo, fue cómo una gruesa venda quirúrgica le cubría desde la muñeca herida hasta la mitad de la mano.

—¿Le duele, Ulric?

—En absoluto. No ha de preocuparse. ¿Cenará conmigo?

Vita pasó. «No tengo apetito, quizá mañana», dijo, cosa que se sintió como una infausta argucia. Minutos después, decidió hacerle compañía en la mesa prescindiendo de que, en tales circunstancias, quedó inerme a un pensamiento que le llenó de moscas la mente, pues, más que eso, se trataba de un temor atropellante consecuente al desafuero de oponerse a la voluntad de su dueño, de modo que asumió que el no sacrificar a Ulric había dejado de ser una opción, aunque no fue hasta que le puso el plato y la muerte enfrente que entendió que ésto nunca había sido una.

Ulric entonces disimuló con pericia su disgusto por los platos enteramente vegetarianos, devorando aquella caprese con la imagen en la mente de un filete de cerdo rebosado en salsa de ajonjolí, y unas rodajas de manzana, por favor, y un pequeño brote de romero para decorar. Mientras tanto ella, al observarlo comer como un oficial de policía supervisando la última cena de un sentenciado a la silla eléctrica, sentía un ápice de remordimiento fastidiarle el funcionamiento natural de la electricidad cardiaca.

This is bloody scrumptious, Madame / Esto está sumamente delicioso, Madame —decía él—. Tiene usted unas manos mágicas.

Ella sonrió.

—Sí. Eso dicen.

Vita podía sentir la mirada de Ulric ojearle el rostro con disimulo, y no pudo evitar cuestionarse si era demasiado evidente el hechizo en el ojo ciego, o si habría usado demasiada máscara negra en las pestañas inferiores, o si emanaba demasiado olor a fijador en spray de su cabello; y a pesar de que el hombre se limitaba a mirarle el rostro, no pudo evitar cuestionar también si las mangas de su mini vestido eran demasiado acampanadas, o quizá el amarillo de la tela era demasiado chillón para su gusto, y terminó sintiéndose demasiado todo y demasiado Vita y no podía decir hasta qué punto era eso algo bueno, pero sí podía decir con toda certidumbre que existían prioridades con mayor gloria que aquellos divagues triviales.

—¿Ha probado la infusión de lavanda? —incitó, jugueteando con un mechón de cabello que le enmarcaba el rostro— Creo que pude haberme pasado con la stevia.

—Bien por mí. Tampoco me agrada el consumo del azúcar refinado.

Pero Ulric continuó comiendo sin siquiera rozar la taza con los dedos, y Vita luchaba por abstenerse de sucumbir a las energías tan absorbentes como instigadoras que parecían germinar como el sudor por los poros del hombre.

—Es bueno saberlo, Ulric. Debería tomarlo antes de que enfríe.

—¿Planea envenenarme acaso, Madame Vita?

Las largas piernas de la mujer que tambaleaban inquietas bajo la mesa de pronto se helaron. Él le brindó una sonrisa que le resaltó la concentración de melanina bajo los ojos, y despertó en ella un ápice de contrición.

—Sólo juego con usted —reparó él—. Estoy eternamente agradecido con su buena voluntad.

Ulric sonrió una vez más antes de dar un buen sorbo que casi deja a la vista el fondo de la taza, y a Vita la invadió el recuerdo de alguna vez hace nueve años, al término de la lección de la semana de las artes oscuras con Ello, cuando discutían los resultados obtenidos en la sesión de Teomancia. Éste, en el lecho del nogal junto al río, le conversaba acerca de lo predecible que le parecía que su espíritu animal resultase ser una liebre mientras su híspido pelaje se sentía para ella como el picor de las yerbas en los pies.

—A mí no —se quejó ella entonces, con una voz pueril que a sus veinticinco años se había segregado del recuerdo— Las liebres son débiles, ingenuas... Es demasiado fácil dar interpretaciones equívocas a las hojas del té. ¿Qué tal si se trataba de un águila, más bien?

Ello la contradijo con una convicción no tan soberbia como educacional: «Las liebres son poderosas, Vita mía», le dijo, y se las presentó como las mensajeras de la Diosa Ostara; como símbolos de la feminidad, la fertilidad divina y hacedera dado al fiel nexo entre sus ciclos menstruales y las fases de la luna, y la instruyó a no osar cometer el pecado de subestimarlas como término al encuentro.

Años después, aún sumida en el recuerdo, contemplaba no sólo el fallo de su alteración en la receta, sino también la figura de un puente que los residuos de las hojas del té formaron al fondo de la taza. Él, al terminar de masticar y sentirse observado, alineó los utensilios en reposo dentro del plato. Luego levantó la mirada para fijarla en ella, y preguntó:

—¿Está todo en orden?

Y Vita no se lo diría, pero no. No lo estaba.


Del libro Simbología Esotérica: Nivel I; sección «Sigilos»:

CONCEPTO Y ESTRUCTURA DE UN SIGILO Y SU INTEGRACIÓN A LA BRUJERÍA MODERNA

En las costumbres esotéricas, un sigilo es un símbolo mágico representante de una intención o deseo concreto, utilizado como método para canalizar la energía y manifestar la realización de lo que se desea. En el modernismo popular, se les conoce también como «sellos de bruja».

Los cimientos de los sigilos se remontan a la antigüedad, así como a una diversidad de culturas y tradiciones mágicas a nivel global. No obstante, y en gran medida gracias a Austin Osman Spare (artista y ocultista británico del siglo XX; véase el capítulo «Representantes de la brujería moderna» para más información), el uso de los sigilos se ha integrado a la brujería moderna, pues éste desarrolló un sistema único para llevar a cabo la creación y activación de los sigilos, mismo que ha sido adoptado por los practicantes contemporáneos de la cultura.

Un sigilo, de este modo, se crea basándose en una intención o deseo a manifestar bien definido y reducido a una afirmación relacionada con su forma más básica y esencial, pero sin dejar huecos que den pie a la malversación de la misma, ni palabras de negación que pudieran perderse entre los canales de manifestación. (...)

En segundo lugar, el practicante debe eliminar todas las letras vocales y repetidas de la afirmación, y entonces proceder a combinar las letras restantes mediante el diseño de un símbolo exclusivo. (...) Es bien visto incorporar elementos adicionales como runas o símbolos astrológicos en pos de aumentar su poder y significado. Además, cargar un sigilo con energía es necesario para infundirlo con la intención que resguarda así como las energías que amerita para poder manifestarla. Esto es posible mediante técnicas como la visualización, la meditación o la canalización de energía a través de determinados rituales. (...)

Una vez que el sigilo ha sido cargado, puede considerarse activo y listo para ser utilizado dependiendo de las preferencias y creencias del practicante, así como de las intenciones con las que han sido creados. Algunos optan, por ejemplo, por llevar sigilos de protección en forma de joyería, mientras que otros los integran a rituales que persiguen objetivos vinculados con el mismo, o, bien, algunos los queman o entierran para liberar su energía y permitir que el universo manifieste el deseo.

Es fundamental hacer hincapié en que los sigilos son herramientas subjetivas, pues cada practicante ha de tener su enfoque propio y único para crearlos y utilizarlos; pero, más que nada, son herramientas personales: compartir la afirmación que resguarda un sigilo no es lo ideal dado a la naturaleza exclusiva de esta práctica mágica. Al mantenerlo en secreto, se protege el poder y la conexión personal del practicante con su trabajo mágico. No obstante, cada tradición posee reglas, rituales y códigos de conducta particulares, por lo que es común que agrupaciones mágicas como, por ejemplo, los aquelarres, compartan la afirmación de su sigilo dentro de su comunidad o círculo íntimo de confianza.

§

Prescindiendo de faltar casi un cuarto para ser las diez de la noche, el precinto 41 estaba impregnado por el aroma a café recién colado. Clifford Cox se había encargado de beber una taza hasta el tope antes de volver a llenarla por la mitad y servir una más para su colega, que era para él una especie de maestro en su labor: a pesar de que el muchacho de treinta y cinco años se hubiera graduado con honores en criminología, el mayor le sacaba muchos años de diferencia en cuanto a experiencia laboral. Sin embargo, a sus casi sesenta años, Roy comenzaba a hacerle frente a un caso ignorando las altas posibilidades que tenía de sacarlo de sus cabales.

—¿Sí volviste la otra noche al bosque?

La voz de Cliff le hizo levantar la mirada. El joven posó la taza llena en el escritorio de Roy, quien se limitó a responder:

—En efecto.

Parecía tener piedras atoradas en la laringe. Una mano en la barbilla y la otra hojeando papeles encarpetados, de una manera en la que al joven se le disipó la voluntad de preguntar por la resulta. Así que, pasados casi dos minutos bebiendo café en silencio, Roy añadió:

—Encontramos un intestino y demás vísceras regadas hacia el norte del bosque. Y dos cadáveres de lobo.

Cliff exhaló. Por un momento agradeció haber estado tan ocupado con asuntos internos en la estación como para poder continuar con la búsqueda de cadáveres; pero, por otro lado, maldijo su sensibilidad ante los casos tan atroces como aquel, que solo rebajaba poco a poco su nivel de profesionalismo.

—Tienes que tomártelo en serio, Clifford. No me hagas retractarme de haberte reintegrado.

—Lo hago, Roy. Me ocupé con papeleo la noche de...

—Pues encárgaselo a alguien más. A tu secretaria, qué sé yo. El papeleo ya no es asunto tuyo. Ya tuviste suficiente teoría. Es momento de poner tus habilidades en práctica, chico.

El joven asintió, sin apartar la mirada de los papeles entre ambos. Entonces le pareció que lo correcto era inferir más acerca del caso.

—¿Han logrado identificarlo?

—No. Aún nada. Considerando el estado del cuerpo, será tarea difícil. El equipo forense está haciendo lo posible.

Clifford exhaló.

—«Hacer lo posible» me parece una frase inventada para lavarse las manos.

—Lo es, Clifford. Pero solo podemos limitarnos a esperar los informes. Nada de divagar.

Roy se reclinó en el espaldar de la silla, estrujándose el rostro con ambas manos.

—¿Hicieron autopsias a los lobos?

El mayor tornó la mirada hacia él.

—¿A los lobos, dices?

—Sí. No estaría demás hacerlo.

—Tienes razón. No estaría demás. Pero no es suficiente para priorizarlo por sobre la búsqueda de posibles perpetradores humanos. No animales. Además, yo mismo me encargué de revisarlo, y no hubo nada diferente a lo que vimos en primera estancia. Quizá encontró el cuerpo, tenía hambre y, tal cual dije, murió por gula.

Cliff mantuvo silencio por prolongados segundos tratando de organizar las ideas en su mente, hasta que consideró haber encontrado las palabras adecuadas para no sonar irracional:

—¿Qué posibilidades hay de que hayan encarcelado al hombre equivocado?

Roy lo miró con donaire.

—¿Es de Vincent de quien hablas?

—Sí. ¿Qué tal si confesó falsamente?

—¿Por qué alguien en su sano juicio haría eso?

—Exacto. Nadie en su sano juicio lo haría, y ese hombre no estaba en su sano juicio.

—Mira, Cliff...

—Roy, no hacía falta ser el maldito Sherlock para notar que ese hombre no estaba en sus cabales. Estaba desquiciado. Sus acciones carecían de raciocinio, y de pronto vuelve a la normalidad para confesar como si la cordura viniera en píldoras... ¿de la nada? ¿Qué decían las pruebas psiquiátricas de él? Sigo con el sabor amargo de la incertidumbre desde que nos dijeron que no nos concernían.

Roy se tomó su tiempo para meditar la respuesta. Bebió un prolongado sorbo de café, con la vista puesta superfluamente en un papel del escritorio.

—Eres inteligente, ¿sabes? Lo suficiente para conocer la gravedad de esa acusación. Puedo asegurarte que no hay manera de vincular a ese hombre con lo que está pasando actualmente en el pueblo. El único caso que nos concierne ahora es el de Salt Creek, Clifford. Saca las narices del resto.


Extracto del periódico local Port Camelbury Gazette, el día 02 de noviembre de 1971:

... No obstante, se hizo justicia en el pueblo. El asesino en serie, Vincent Bailey-Reed, confesó el secuestro y asesinato de las últimas ocho víctimas desaparecidas en Port Camelbury y será trasladado en la brevedad a la cárcel de Tacoma. A pesar de que negó cualquier relación con el caso de Kenny W. Cox, el departamento policial hace lo posible por descubrir la veracidad del testimonio. De cualquier forma, Bailey-Reed atestiguó:

"No sería capaz de asesinar a un niño. He confesado honestamente haber cometido una cantidad de actos ilícitos que de por sí me mantendrán en la cárcel de por vida. Un delito más no haría mucha diferencia en mi condena, así que, si lo hubiera hecho, ya lo habría confesado. Creo que es cuestión de lógica".

§

En Salt Creek Valley predominaban las casas amaderadas, los árboles musgosos y un cielo cubierto en niebla la mayor parte del tiempo; pero lo que lo diferenciaba de cualquier otra zona residencial de Port Camelbury era que, si bien las arboledas eran áreas comunes en el pueblo, aquella estaba conectada con el particular bosque del río Salt Creek, el cual fácilmente podía desbordarse ante las torrenciales lluvias del momento.

Esa mañana, lo primero que los ojos de Vita detectaron al bajar las escaleras fue un ramo de flores blancas que brotaban por un florero de cristal oscuro ornamentando el centro del comedor, y aquello invocó cada ápice de zozobra en su organismo.

—Buen día, Madame. ¿Cómo le sienta la mañana?

Ulric ponía el desayuno de Vita en su respectivo extremo de la mesa, para luego partir al suyo con su plato en manos.

—Buen día, Ulric —respondió ella, aún pétrea al pie de la escalera—. Supongo que la mañana parece prometer buena fortuna.

—Lo hace, de hecho. Temprano, mientras preparaba el desayuno, lo primero que noté al mirar por la ventana fue que sus lirios estaban en el mero apogeo del florecimiento, y me tomé las libertades de cosechar unos cuantos y tratar el jardín. Preparé un fertilizante casero que hace maravillas a especies como los Lilium, y crecerán con la obstinación de las malas hierbas. Ya verá que más pronto que tarde tendrá tantas flores a su disposición que no les encontrará propósito.

Vita inclinó un poco la cabeza al tiempo que alzaba ambas cejas, y la boca se le entreabrió con diligencia, pero las palabras tardaron en hacerse escuchar.

—Eso ha sido muy considerado de su parte, Ulric, y lo aprecio de sobremanera. Mis lirios tienen un significado trascendental para mí.

Ulric sonrió.

—Estoy seguro de que así es, Madame.

El plato del desayuno estaba segmentado por cuatro secciones preparadas con una simetría religiosa: huevos revueltos, champiñones, tiras de tocino frito y tostadas; y Vita reafirmó que el hombre que tenía enfrente respiraría en británico si fuera posible.

—Aún si cesara la tormenta —decía Vita, habiendo acabado de masticar el primer bocado—, no sería seguro para usted retomar la ruta, Ulric. Tenga por seguro que esto dejará en consecuencia varios días de neblina en las vías. ¿Vive usted cerca? ¿Conoce los patrones del clima por estos lares? Aunque he de admitir que estos chubascos rompen en cierta medida la naturaleza de los ámbitos climáticos de Port Camelbury...

—Me temo que no estoy al tanto. Sin embargo, las bajas temperaturas no son una novedad para mí. Por eso me he acostumbrado a mantenerme bebiendo infusiones calientes. Espero eso no sea un problema, Madame Vita. He de dejarle dinero suficiente para reponer mis gastos de su despensa antes de partir.

Sin embargo, Vita se negó a aceptar cualquier pago de parte suya. Por el contrario, desvió con sensatez la conversación hacia cuál sería el próximo destino del hombre cuando la situación climática se apaciguara.

«He venido a Connecticut a aventurarme», respondió él. Decía que tan pronto como pudiera y en vista a la abundante flora del lugar, buscaría empleo y se alojaría en un hotel hasta conseguir un hospedaje estable. Ella sólo asintió con la cabeza, y cuando la pesadez en las entrañas que le causaba el recuerdo de su propósito se desvaneció, optó por ahondar en su linaje.

—Ulric Bissett. De los Bissett relojeros de York.

—Inglaterra, entonces.

—Así es.

«Así es». Por supuesto que así era. Lo había pronunciado con una gracia forastera, devota a su sangre, dejando en evidencia sus orígenes y sonrojando las mejillas de Vita. Según lo conversado la noche anterior, había descubierto que Ulric tenía veintidós años; dos menos que la edad suya, pero podría jurar que asemejaba muchos más. No podía evitar sentirse palurda ante él: su dialecto y porte de una urbanidad inyectada en las venas... Incluso ahora que se había dejado al descuido el cabello, ni siquiera los rebeldes mechones rubios le hacían perder la clase, y no se abstuvo de compararlo con los demás sacrificados: berzotas de la alta alcurnia, algunos farsantes y otros simples ingenuos, que encontraba en teatros, clubes y casinos de clientela selecta y la mayor parte del tiempo pensaban con lo que les colgaba entre las piernas, cosa que, aunada a una serie de factores adversos, actuaba en pos de los propósitos de Vita; y si bien ésta se mostraba indiferente a los sacrilegios, había recuerdos que en noches de insomnio le martillaban la conciencia, como el del sexto sacrificado de nombre Frederick March.

A March el vino le tardó más de lo esperado en hacer efecto. Tenía ojos tristes y un cuerpo lánguido que a Vita no podían inspirarle algo menos que mera lástima. Vivía con su abuela y tenía un loro que cantaba el himno nacional todos los días a las doce del mediodía, según le dijo, porque sus modos de ser acarreaban la tendencia a compartir información en exceso. Decía también que Vita le recordaba a su hermana, porque tenían el mismo gusto por las excentricidades en la moda, e intentó tocarle los senos mientras compartían una plática en el sofá. Sin embargo, cuando ella lo rechazó y Frederick tuvo la intención de lanzársele encima como un lobo a una presa, la sustancia le petrificó los músculos y quedó a merced de los comandos de la bruja.

Pocas veces se daba el gusto de insultarlos, como pasó con el segundo, que le clavó el dedo en la llaga de la ignorancia por no conocer de memoria el funcionamiento interno de un avión, y ella le pidió nombrar tres representantes de la historia de la alta costura para demostrarle que en realidad todos somos ignorantes, pero ignoramos cosas diferentes.

Ahora, por ejemplo, Vita era una completa ignorante en lo que respectaba a la atracción genuina, con un hambre indómita de descubrir qué ignoraba Ulric.

—¿Hoy le provoca un vino, Monsieur Bissett?

Él rió.

—¿Para eso quería mi apellido? ¡Pensé que le agradaba mi apodo!

—¡Bien sabe que no! Me hace sentir vieja y malcarada.

—La vejez y la fealdad no tienen por qué relacionarse entre sí, Madame Vita. Además, con el debido respeto, ni con una nariz de dos metros y un ojo tuerto sería usted fea.

A pesar de que él había esquivado la propuesta de una manera sólo podía ser intencional, Vita bajó la mirada, tratando de contener una sonrisa. La vergüenza le contrajo con ligereza las cejas; un gesto que Ulric atinó a notar y le hizo reír para sus adentros.

«Si tan sólo usted supiera, Bissett», pensó. Pero en su rostro se despintó la sonrisa. «¿Si supiera...?».

Ulric encendió la radio, inhibiéndole a Vita la prolongación del pensamiento. Ella lo observó comer mientras los reporteros del clima pronosticaban varios días de torrenciales lluvias continuas los cuales, cumpliendo su profecía, traerían como efecto colateral posibles semanas de neblina dado a la cercanía de las nieves invernales. En otros términos, describían la situación como un completo desnivel meteorológico nunca antes visto en Port Camelbury, e imponer una norma preventiva de aislamiento provisional era necesario, de eso no cabía dudas. Pero aquello, en consecuencia, volvería a los habitantes del pueblo más autárquicos de lo que de por sí se habían vuelto desde mediados de los cincuenta: el suceso de Kenny W. Cox fue la primera de una serie de desapariciones que no tuvieron inicio sino hasta diez años después. Y para 1971 con el caso de Grant, se cumplía la macabra tradición de una desaparición al año, que poco a poco llevó a muchos habitantes a emigrar, y a los que se quedaron, a independizarse del resto.

No fue hasta la tercera noche de la estancia de Ulric en la residencia, luego de dos intentos fallidos por envenenarlo, que Ello decidió comunicarse con Vita a mitad del sueño.

Una gota impactó contra su rostro, luego dos, y tres, y...

—¡Por Belcebú! —exclamó ella en susurros, levantándose el antifaz del rostro.

Brincó de la cama para encender la luz con una velocidad centelleante, y miró hacia las frazadas para encontrarse con un cuervo empapado y sacudiéndose el agua del cuerpo, mientras saboreaba las hieles de un inminente mal augurio. Luego observó a Billy que, por su parte, castañeaba los dientes ante el susto. Sin embargo, la calavera soltó un gruñido de tedio cuando escuchó al cuervo hablarle a Vita:

—Parece que mi obsequio te ha gustado más de la cuenta.

—Has de perdonarme —dijo ella, tumbándose en la silla del tocador sin apartar la vista del par de ámbares incrustados en los iris del ave—. ¿Has venido a impartirme tus saberes? Si me sugirieras una receta en concreto...

—Temo que estás confundida. Si no has podido sacrificarlo, es por alguna energía que te lo impide, Vita.

Ella pestañeó repetidas veces.

—¿«Vita»? ¿Es que acaso ya no soy «Vita mía»?

—Me temo que esa respuesta no tiene más dueño que tú misma. ¿Estás segura de que lo sigues siendo?

Entonces se relamió los labios, sintiendo cómo el corazón luchaba por atravesarle la garganta.

—¡Lo soy! ¡En cuerpo y alma estoy entregada a ti!

—Sobra pedirte que no me falles. Es mi deber informarte que han encontrado los restos de Grant en el bosque de Salt Creek, y haberlos dejado a la vista no ha sido del todo un accidente. Eres una bruja lista, Vita. Lo suficiente para entender, además, las intenciones de mi actual manifestación animal.

Ella se pasmó cuando la memoria de la última vez que se manifestó mediante un cuervo dominó su mente como una película de horror sin botón de pausa. Ocho años se cumplían de la ocasión en que cometió la errata de tratar de asesinar a su amo en una de sus formas animales y así, quizá, acabar con la esclavitud en la que estaba suprimida. Un plan fallido con el que solo logró dejar ciega al ave, y que él perdonó por amor. A final de cuentas, eso era todo lo que esperaba de ella.

Pero su amor también era vengativo, y limitarse a devolverle el acto a medias fue un acto incluso misericordioso. Fue allí y entonces cuando ella aprendió que todo animal poseído por él, de cualquier forma, fenecía tan pronto como emergía de ellos; que él no era sus cuerpos, pero liberaba sus almas para hospedar la suya y manifestarse como un ser terrenal.

—Cría cuervos y te sacarán los ojos, ¿no? —respondió Vita, reacia ante el deber de cumplir los principios, a cambio de que él cumpliera una promesa que a ella ni siquiera se le había permitido conocer. Pero no tenía más opción. No después de haber sido vendida a él. De eso trataba el amor o, al menos, de eso trataba el suyo. Y ahora que estaba de nuevo frente a ella en una forma que le revivía el más frívolo recuerdo, Vita pudo percatarse de la vehemencia con la que las manos le temblaban— Pero no he quebrantado ningún otro principio.

—¿Por qué me temes entonces, Vita? ¿Cuáles son tus motivos? Mientras más respeto le faltes a nuestra unión, más cerca estarás de que te descubran a ti y a tu paradero. ¿Es que me estás mintiendo y temes las consecuencias?

Ella no respondió. Permaneció pétrea, tratando fallidamente de articular una respuesta convincente.

—Lo supuse —continuó él, resignado—. Debes proceder con el sacrificio si no quieres que deje un camino sanguinolento desde el bosque hasta tu patio trasero. No te he pedido que lo hagas rápido; ¡al contrario! Pero tampoco pareces poseer la vana intención de cumplirlo ni tarde, ni temprano.

Ella, con las extremidades rígidas, las lágrimas asomándose y un hilo de voz a punto de romperse, no pudo modular más que una pregunta:

—¿Cuánto tiempo tengo para cumplir?

Ello revoloteó hasta el tocador, y Vita no tuvo más que girarse hacia él. Sólo mirarlo le hacía temblar los huesos y apretar la mandíbula con desespero.

—¿Quién sabe, Vita? —inquirió, reticente— Tal vez el mismo que él.

Pero antes de que una respuesta saliera de su boca, las lóbregas plumas del cuervo se hicieron trizas cual carbón mientras el fragor de un sollozo ahogado escapaba por los labios de ella.

Por primera vez en diez años, el animal poseído murió justo en sus narices.

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