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𝐈: 𝐂𝐎𝐍𝐅𝐈𝐀𝐑Á𝐒 𝐄𝐍 𝐌Í


01 de noviembre, 1971

Port Camelbury, Connecticut

———PERO AÚN ERA OTOÑO EL DÍA QUE CONOCIÓ al británico de manos ensangrentadas.

Saturada de vestidos acampanados, chaquetas plumosas y despilfarradas en lentejuelas, medias hasta los muslos y demasiadas prendas con el prefijo «mini» en el nombre: nunca nadie en la comunidad mundana de Port Camelbury habría podido siquiera auspiciar que aquel guardarropa tan groovy escudaba antecedentes tan malévolos, del mismo modo que nunca nadie en la comunidad oscura habría podido auspiciar que, de poseer total autonomía de acciones, la mayor preocupación de la última Bruja de Sol Duc se limitaría a encontrar un lugar en las exhaustivas filas de las discotiendas que se formaban en las vísperas de grandes lanzamientos musicales, pues era sobrenatural el odio que le despertaba su realidad: un día a día regido por los principios de una unión que le fue impuesta como un plato de carroña sobre la mesa.


Del periódico Obscure Times para la comunidad oscura de Sol Duc, el día 7 de febrero de 1961:

«BRUJAS VÍRGENES A LA VENTA EN SOL DUC»

Ante el riesgo inminente que acecha a las Brujas de Sol Duc en el camino de la ascensión en la jerarquía oscura, las mismas han ofrecido a las menores de sus hijas a la venta exclusiva para sucesores de ángeles caídos en caso de que fallos en las misiones conlleven a consecuencias mortales. El costo de las mismas, de este modo, supera lo monetario y lo sustancial.

Precios, términos y principios a acordar entre compradores y madres. Interesados comunicarse por medio de murciélagos mensajeros con las vendedoras a sus respectivas direcciones:

Diana Blaat: Calle Silver Oaks, 50-44, Condado de Clallam, Sol Duc.

Vera Berrycloth: Calle Silver Oaks, 50-20, Condado de Clallam, Sol Duc.

Lilith Tomey: Calle Auburn, 70-14, Condado de Clallam, Sol Duc.

Poppy Báthory: Calle Snow Sallow, 22-01, Condado de Clallam, Sol Duc.

Por favor, abstenerse de ofertar en caso de poseer un rango menor al requerido. Las propuestas que incumplan con dicha norma serán incineradas, sin excepciones.


Vita había reducido la conceptualización de Ello, no obstante a los pronósticos de su madre, al resquicio que segregaba al «eso» del «él»; al hombre de la cosa; un ente inédito, anfitrión de un acto en apariencia hilado en pos de que su misma forma resultase un embrollo donde sólo una cosa podía darse por segura: fuera lo que fuera, descendía del sumo Azazel: el malévolo arcángel caído que trajo la magia oscura al hombre; el todopoderoso a venerar con una devoción inerme al cuestionamiento por brujas y hechiceros de pueblos y ciudades como aquel que vivían en un mundo con sus facetas convergidas.

Lo más trascendental y contundente, aún así, no recaía en aquella prodigalidad de privilegio, sino en algo tan simple como una certidumbre que vivía pisándole los talones a Vita con cada paso que daba, y era el arma de doble filo que significaba la perdición con la que Ello estaba enamorado de ella: el dueño le resguardaba a la bruja un amor tan celoso y pasional que alteraba sus modos para ocultar el egoísmo, y a pesar de que no existía una guía terminante para estimar las intenciones de las apariciones de Ello —aunque bastante habría deseado haber sido suministrada con una en primera instancia—, determinar los patrones a juzgar por sus presas fue cuestión de análisis y seguimiento, al punto de volverse maestra en el arte de adelantarse a los mensajes que le traía con sólo identificar al animal. Los malos presagios, por ejemplo, venían en forma de carnívoros, mientras que para los buenos elegía seres herbívoros, como la liebre negra de orejas caídas con distintivos ojos dorados que emergió de entre dos hileras de plantaciones el día después del décimo aniversario y, por ende, del sacrificio de Grant.

Recibió del animal el augurio de una visita en determinado momento que había decidido dedicar a la cosecha de lirios para reponer el vino suicida. La noticia de la nueva encomienda, no obstante, sólo pudo inspirarla a quejarse, aunque bien sabiendo que la palabra de su dueño era tan ineluctable como sacramental.

A este ser, según la liebre, había de considerarlo un obsequio por el décimo aniversario de la unión; pero más allá de ser una muestra de la apremiante gratitud del superior con respecto a sus expiaciones, aquel visitante vendría cargado también con el peso de un objetivo primordial para la trayectoria oscura de Vita, insistió la liebre, a lo que la mujer no pudo retener más una risa mordaz al tiempo que se quitaba el sombrero de palma con una impertinencia atípica de sus modos de ser.

—¡Un obsequio! —riñó ella— Diez años a tu merced sin recibir nada a cambio, ¿y con esto es que me premias? ¡Más trabajo sucio para mis impolutas manos!

La liebre le observó las manos abigarradas de hierbas y otras mugres terrestres, y volvió la mirada a su rostro resabiado.

—Pues tan impolutas —le dijo—, no las tienes...

La bruja, con la resignación guiando sus conductas, acabó por tirar el sombrero al suelo antes de apoyarse de las rodillas para ponerse de pie. La liebre, obstinada en su objetivo de hacerse escuchar, insistió:

—¡Vita mía, por Belcebú! No has de cuestionar su arribo, mucho menos su presencia irrumpiendo en tu hogar, del mismo modo que no has de permitir que la frustración posea tus ámbitos...

Vita hacía caso omiso a las palabras de Ello, arrojando las raíces de lirios que logró cosechar minutos atrás en la canasta de mimbre; no obstante, éste atinó a idear la articulación de palabras que tocaría la fibra de enfado en ella y, por consiguiente, lo haría poseedor de su atención:

—Esta vez debes tomarte tu tiempo para acabar con él, pues habrás de necesitarlo..., incluso más que esas ridículas gafas de sol.

Vita le dedicó una mirada de la que germinaba indignación.

—¿Disculpa?

—El ojo blanco te sienta demasiado bien para ocultarlo.

Tras los cristales oscuros, ella rodó los ojos. El ojo; ese cuyo iris quedó a salvo la sórdida noche que probó las aguas infames de la rebeldía.

—Si no cierras la boca ahora mismo —amenazó ella—, me aseguraré de que la liebre muera antes de que emerjas de ella para despellejarla y hacerla caldo... Algo de dolor ha de sentir tu perversa alma.

El animal, sin embargo, dio por cumplido su cometido y desapareció del parámetro retozando por las malas hierbas del jardín. Ella rezongó. Se colgó la canasta en el brazo y se adentró de vuelta a la cocina a través de la entrada trasera de la residencia Berrycloth, con la única compañía de las corrientes de aire gélido que se propagaban a lo extenso de las curvas de las escaleras e instigaban entre los paneles de roble que ornamentaban las paredes. Prescindiendo de que Vita desde sus excentricidades se había dado a la tarea de pintar el hogar con motas de jovialidad y un tanto de libertinaje, las energías oscuras que no se debían por sí solas a los añosos candelabros eran indoblegables como una plaga dura de exterminar.

La residencia en cuestión no se hallaba en las penurias del exilio, pero aquella no era tampoco una zona a la que entrarías de paso. Con todo y eso, días después, el presagio de la liebre tocó el timbre del lugar entorpeciendo la concentración de Vita puesta en el espejo.

Para el momento le hacía compañía en la alcoba Billy: más que una calavera parlante, uno de los exitosos experimentos de su madre en un intento por eximir la infancia de su hija de las dolencias de la desolación. El paradero del resto de los huesos de Billy era un entresijo tan indescifrable como sus modos de vivir antes de la maldición de la bruja que le carcomió la carne, las vísceras y hasta los vellos. A veces, en el apogeo de la soledad, la calavera escarbaba entre las tierras de la memoria en busca de las piedras del recuerdo, pero cualquier vivencia previa a su primer cumpleaños compartido con Vita era una bruma inescrutable: como si hubiera nacido el día que fue presentado a ella como un hermano, si es que así podía llamársele a un ser al que le ha sido arrebatada no sólo la familia, sino también los ámbitos fisiológicos de un humano, y que ha sido condenado a la dependencia de otro ser para trasladarse de un mueble a otro como un adorno de temporada.

Cuando no estaba vislumbrando el bosque por la ventana o mirando alguna sitcom de la época en la televisión de la sala de estar, su lugar por excelencia era un compartimiento exclusivo para sí mismo en la estantería de la habitación de Vita, desde donde tembló el primero de noviembre del setenta y uno, día en que el visitante se hizo anunciar:

—¡Caramba! ¿No fue ayer el truco o trato?

Vita se permitió pausar la tarea de retocarse el flequillo con un par de tijeras para reír y girarse hacia él.

—Tal parece que tenemos un visitante, Billy.

—Ya decía yo que estabas enloqueciendo: es la segunda vez en el mes que te cortas el cabello.

—Ello me ha informado que este ser es... diferente. Que es un premio, dice.

—¿Un premio? ¡Es una barbarie! Dos expiaciones no sólo en el mismo año, sino también en el mismo mes. Es...

—Mi deber ineluctable —contrapuso ella, más atribulada que severa, aunque de pronto levantó la vista de vuelta hacia la calavera con una mirada sugerente—. Pero ¿cómo lo ves? ¿Está derecho o...?

—¡Pues bien, Vita! Mientras estás aquí vacilando sobre tu corte con una calavera, hay algún desdichado al que le tiembla el cuero bajo la llovizna.

La bruja dejó las tijeras en el tocador. Atisbó su propio reflejo con una concentración ceremonial, focalizando toda la oscuridad de su ser en el ojo tuerto y, aunque ésto no eximiera al órgano de la inutilidad, el iris se tornó del mismo verde que el derecho decretando que la cuenta regresiva para que el hechizo se revirtiera había iniciado.

Los saltos con los que bajaba cada escalón le hacían rebotar las puntas del cabello sobre los hombros como los críos que brincan en un trampolín. Una vez que llegó a la puerta principal, sus pestañas impactaron contra el borde de la mirilla y lo observó. Allí estaba el presagio: un hombre de cabellos casi rubios, fijados con un gel del que ahora sólo quedaban rescoldos sobre uno que otro mechón. Un fino bigote de lápiz contribuía a que sus facciones armonizaran con una gracia magistral.

El horror le punzó el corazón, no obstante, cuando bajó la vista a sus manos trémulas con un líquido color grana que se le escurría entre las uñas y la carne, y fue entonces cuando lo supo rígido aunque a su vez lánguido, como los modos de un animal recién atropellado.

Abrir la puerta fue como recibir un nubarrón de polillas que le penetraban la piel; como un millón de agujas que se le clavaban en los poros en el brote de una insania febril que le devolvió el sabor del recuerdo de alguna noche que se las arregló para conocer a Elvis Presley, usando irresponsablemente sus habilidades con una banda de groupies. Supo además, aunque se lo negó en un principio, que no podía atribuírsele esa reacción a algo tan vasto como las corrientes gélidas que les antecedían a las lluvias y le palpaban los brazos, pues al detallarlo con mayor ahínco, pudo notar que éste tenía la misma postura y las mismas manías gesticulares en el cuerpo que un lobo ibérico; pero lo más resaltante en aquellos ámbitos de fauna silvestre eran los ojos crípticos de un ciervo de Virginia: una vigilia punzante, llorosa, que le quitaba honra al semblante serio, y resultaba abrumadora en sentidos que se contraponían el uno al otro en el estómago de Vita, quien, prescindiendo de que no habría podido decir si tenía frente a ella a la víctima o al perpetrador, dijo, de cualquier forma:

—Bienvenido sea, señor. No llamaré a la policía, a menos que usted lo requiera.

Cerró la puerta a espaldas de ambos y él se detuvo en la alfombra, como tratando de asimilar que estaba a salvo. Estaba en la casa de lo que suponía una completa desconocida con ámbitos de ultratumba y un vistoso gusto por mezclar lo festivo con lo fúnebre, pero, en lo que cabía, estaba a salvo, así que no habló. No hasta que el estupor le abandonara los huesos. Llevaba puestos unos pantalones grises sujetos por una correa; y los tiradores negros que se extendían a lo largo de la camisa blanca, cuyas mangas recogidas por debajo de los codos estaban irreparablemente manchadas de rojo, se hallaban ya tan flácidos que uno le caía como café derramado en el hombro izquierdo.

—Pase, hágase lugar. Tome asiento en el sofá y revisaré la herida en su muñeca —ofreció ella al tiempo que, a paso apresurado, se perdía hacia la cocina en busca de una toalla húmeda.

Cuando regresó a la sala, el hombre permanecía de pie en la alfombra como si sus pies hubieran echado raíces allí mismo. Y la miraba, atónito, al tiempo que ésta se acercaba a él en disposición de limpiarle las manos; sin embargo, cuando la toalla hizo contacto con la piel del sujeto, éste la cogió con diligencia y presionó con la tela la cortada en su muñeca diestra por sí solo.

Entretanto le escudriñaba el rostro al hombre, Vita se vio atormentada por una sensación de paramnesia. Irreflexiva, casi desligada del entorno de un modo tan indómito que se presumió incluso bajo los efectos de un embrujo.

Al no recibir respuesta alguna, la mujer volvió a inquirir:

—¿Acaso lo conozco, señor? ¿Cómo se llama usted?

El hombre, que clavó los ojos en los de ella con un semblante que resguardaba la misma intensidad de desasosiego que de ardor, dijo:

—Ulric, Madame. Mi nombre es Ulric. Y el suyo ha de ser Vita Berrycloth.

Ulric. El nombre le hizo eco en el cráneo. El hombre, al notar que la réplica hizo brotar más preguntas que respuestas en medio de ambos, se adelantó a la pregunta de Vita:

—El buzón de la entrada, Madame. Tiene usted una caligrafía agraciada.

Aquel requiebro hizo que las incógnitas en la mente de Vita se respondieran con un «no» automático.

—¿Puedo preguntarle algo, señor Bissett?

—No me lo creerá. Pensará usted que estoy loco —respondió, como leyéndole de la mente la intención.

—Si va a ser mi huésped, he de conocer al menos los motivos por los que llegó a mis puertas con las manos ensangrentadas y una cortada de esa índole. Asumo que fue atacado por alguien, pero... ¿bajo qué circunstancias?

—¿Alguien, dice? —Ulric casi rió, satírico— Alguien, no. Fui atacado por algo. Si era humano o animal, lo ignoro. El único recuerdo certero que tengo son un par de ojos amarillos que saltaron a mí cuando me orillé en la ruta.

Vita palideció ante la confirmación del origen de aquella visita que tanto luchó por negarse.

Ello.

§

Vita había reducido la conceptualización de Ello, no obstante a los pronósticos de su madre, al resquicio que segregaba al «eso» del «él»; al hombre de la cosa; un ente inédito, anfitrión de un acto en apariencia hilado en pos de que su misma forma resultase un embrollo donde sólo una cosa podía darse por segura: fuera lo que fuera, descendía del sumo Azazel: el malévolo arcángel caído que trajo la magia oscura al hombre; el todopoderoso a venerar con una devoción inerme al cuestionamiento por brujas y hechiceros de pueblos y ciudades como aquel que vivían en un mundo con sus facetas convergidas.

Lo más trascendental y contundente, aún así, no recaía en aquella prodigalidad de privilegio, sino en algo tan simple como una certidumbre que vivía pisándole los talones a Vita con cada paso que daba, y era el arma de doble filo que significaba la perdición con la que Ello estaba enamorado de ella: el dueño le resguardaba a la bruja un amor tan celoso y pasional que alteraba sus modos para ocultar el egoísmo, y a pesar de que no existía una guía terminante para estimar las intenciones de las apariciones de Ello —aunque bastante habría deseado haber sido suministrada con una en primera instancia—, determinar los patrones a juzgar por sus presas fue cuestión de análisis y seguimiento, al punto de volverse maestra en el arte de adelantarse a los mensajes que le traía con sólo identificar al animal. Los malos presagios, por ejemplo, venían en forma de carnívoros, mientras que para los buenos elegía seres herbívoros, como la liebre negra de orejas caídas con distintivos ojos dorados que emergió de entre dos hileras de plantaciones el día después del décimo aniversario y, por ende, del sacrificio de Grant.

—Hay noticias —dijo Cox, dejando caer un periódico en el escritorio de García.

El mayor, luego de pasarse las manos por la calva para aminorar el frío que le comenzaba a entumecer el cráneo, tomó el papel entre sus manos. Las letras de la primera plana eran tan grandes que no hizo falta colocarse las gafas para leerlas con precisión.

Extracto del artículo «VINCENT BAILEY-REED, ASESINO DE PORT CAMELBURY, MUERTO EN CELDA» del periódico local Port Camelbury Gazette, el día 10 de noviembre de 1971:

... Aun así, a pesar de las persistentes cortinas de humo alrededor de la situación de Vincent Bailey-Reed, se ha confirmado que el asesino en serie falleció en circunstancias inéditas el pasado siete de noviembre: en su respectiva celda, un día después de haber sido trasladado a la cárcel de Tacoma. Se reporta que tanto en la escena del crimen como en la autopsia no se hallaron signos de agresión, autolesión ni intoxicación. Sin embargo, fuentes confiables aseguran que la única anomalía que presentó el cadáver fue un oscurecimiento postmortem en los distintivos iris amarillos del perpetrador.


—Santa mierda —murmuró Roy, levantando una mirada con exhausto asombro hacia Clifford—... ¿Por qué esa cara larga? Digo, sé que merecía la cadena perpetua, pero igualmente habrá paz en el pueblo de ahora en adelante.

Clifford suspiró hondo, estrujándose el rostro con la mano derecha. Entonces, lo soltó:

—No estaría tan seguro de eso. Renata reportó un cadáver en el bosque de Salt Creek, Roy. La miseria parece no tener intenciones de abandonarnos.

En cuestión de una hora, se encontraban al este del bosque por indicaciones de la oficial, quien recibió la queja en primera instancia de las penetrantes pestilencias a podredumbre provenientes de la carretera. Roy esclareció el camino con la linterna para facilitarle la vista también a su compañero, pero éste se arrepintió al instante de haberse girado: estaba rumiado lo que alguna vez fue un cuerpo humano, con la piel del rostro desprendida del hueso en sus parcialidades.

Prescindiendo de que el cuello, los ojos y la boca fueran genuinos atrapamoscas, a Roy García no se le movía un centímetro de los intestinos con la desarmante imagen que tenía enfrente; y mientras su colega luchaba por contener la bilis y los forenses se encargaba del levantamiento de los restos, él se limitaba a negar con la cabeza y se daba a la tarea de seguir inspeccionando los alrededores en busca de más.

Las condiciones del resto del cadáver, cumpliendo las profecías de Roy, no se diferenciaban a las de la cabeza por mucho: huesos a la vista con, al menos, el cuarenta por ciento de la carne aún adherida, pero roída por dientes que podían ser de lo que sea, menos humanos. Clifford optó por apartarse de los sedimentos y seguir la estela de Roy, ambos tapándose las vías respiratorias con bandanas; sin embargo, seguían casi igual de inermes que sin las mismas, pues la fetidez era lo bastante potente como para atormentarlos incluso a metros de distancia y penetrarles las fosas nasales a través de cuantas capas de microfibra interpusieran entre sus narices y el ambiente.

No era la primera vez que aquel bosque despertaba desconcierto en la población. Desde tiempos previos al retiro de Clifford del departamento, él y Roy habían examinado el área a causa de quejas similares a la actual, aunque sin encontrar más que restos de lo que aparentaba ser simple carroña animal: liebres, cuervos, ciervos...; presas de algún lobo silvestre cazando sus tres comidas en el bosque. Sin embargo, el descubrimiento de aquel día descarriló de súbito las hipótesis en el seguimiento.

—Bueno —decía Roy—... Creo que tenemos a un sospechoso.

—¿Qué encontraste?

—Míralo tú mismo.

—Si es otro cadáver a medio comer...

—Carajo, Cliff. Sólo míralo.

El más joven fijó la vista en el mismo punto que Roy: un cadáver más, en efecto, pero esta vez no se trataba de un humano.

—¿Es...? ¿Es un lobo?

—Así es. Un lobo gris; un bicho monumental, pero no hay indicios de una muerte antinatural. No parece tener heridas. Al menos, no externas. Seguro se jactó de la carne del tipo y murió por gula, pero hubo de tener una manada de cómplices.

—No deberíamos sacar conclusiones tan precipitadas. Hay que...

—Así funciona el sistema, chico. Nunca tiene tanta vuelta como la intuición te lo hace parecer.

El joven se mantuvo al margen de las circunstancias y susurró un «entendido». Entonces se marchó al auto con un gusto a azufre bajo la lengua, y Roy culminó la inspección dando la orden de clausurar el bosque por preservación.

Aquellas palabras del veterano sonaron amargas, vindicativas, y Clifford no encontraba manera de apagar el eco en el que se repetían en su mente, pues se sentían como si resguardaran estropicios más allá de los pertinentes, y lo hacían. Por supuesto que lo hacían.

Clifford lo sabía, o, al menos, creía saberlo.

§

Vita exhaló con apostura. Ahora que la lluvia era cosa del exterior, por si la rareza del hombre que ya comenzaba a componerse no le resultara lo suficientemente singular, pudo notarle en el habla posibles remanencias de un acento británico que le hizo cuestionar si la llamarada que se le avivó en el abdomen se debía a las pesadas energías que emanaba él.

La presencia de Ulric en la residencia Berrycloth asemejaba un perfecto contraste de estéticas: como lo más cercano a un personaje de la burguesía inglesa del siglo XIX conociendo a la inspiración de los discos de los Beatles. Él no hacía siquiera el intento de disimular cómo escrutaba el entorno con acezante éxtasis: para la fría atmósfera de aquella zona de Port Camelbury, la calidez del sitio resultaba avasalladora, prescindiendo de las tendencias mordaces de un aire de catacumba. Y es que no se trataba de algo tan banal como la elección de colores en los ornamentos. Eran los inciensos frutales, pensaba Ulric; eran las lámparas esféricas, los muebles redondeados de cuerina blanca que hacían juego con las botas Gogo de Vita...

Era incluso la Vita misma.

—¿Gusta usted un vino tinto, Ulric?

¿Pero qué era esa voz que le suplicaba recibir una negación por respuesta?

—Estoy apenado de tener que rechazarlo, Madame Vita. No bebo desde hace mucho, y debo retomar mi camino lo más pronto que me sea posible. Lo que sí voy a tener el atrevimiento de pedirle será un baño para refrescarme y alcohol para desinfectar la herida, por favor.

En teoría, la potencial víctima podía salir a salvo de la situación. En teoría. Los intereses de Ulric hacia ella no parecían estar direccionados hacia las pasiones del corazón, así que, a pesar de que el superior lo había traído a sus puertas con instrucciones claras y concisas, no existía un verdadero motivo por el cual resultara una amenaza para su unión con Ello. No obstante, hablándose de la praxis, no podía estar segura de que valiese la pena correr el riesgo de incumplir la orden por un absoluto extraño.

—Por supuesto —respondió ella—. Pero no creo que se le haga posible retomar el camino hoy mismo, tal vez tampoco mañana. Es un riesgo, aún más que conducir ebrio, adentrarse a las carreteras con la tormenta que se aproxima. Supongo que habrá notado la abundante niebla que arropa las vías por estas fechas.

Ulric se revisaba la herida mientras la voz de Vita descendía de pronto a un segundo plano: sus palabras comenzaban a escucharse más como estática de radio que como un reportaje situacional. La cortada le recorría en horizontal la palma de la muñeca, superficial, pero lo suficientemente profunda para dejar ver entre la sangre un poco de la dermis.

—Y puede abstenerse del «Madame» y sus derivados —sugería ella—. No he de sacarle más de tres años.

Entre un pestañeo y el otro, el corte se selló como un cigarrillo apagándose en el nevazo. No más sangre.

Luego le devolvió esa mirada de ultratumba a Vita.

—Quedarme aquí sería abusar de su hospitalidad —dijo—. No tengo problema alguno con pasar la noche en el auto hasta que escampe.

—Ni lo sueñe, Ulric. No es molestia. Será usted mi huésped.

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