48|Reconocernos
CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO.
﹙reconocernos﹚
°
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Me encontraba navegando entre los pasillos, rumbo al salón de clases. No me dio tiempo de cambiarme la ropa, porque no quería enfrentarme a Luna y su mirada acusatoria, ni a la de las chicas.
—Lo voy a matar —hablaba sola con la mirada baja—. Lo voy a agarrar, le voy a meter una patada en los huevos y después lo voy a...
—Eh, ¿Por qué tanta agresividad? —me interrumpió el Torombolo.
—Dios, pareces varicela, Torombolo —retrocedí ante su cercanía—. Te apareces cuando nadie te llama.
—¿Por qué me tratas así? Pensé que nos estábamos haciendo amigos —se cruzó de brazos.
—¿Amiga de un Masiosare? —me lleve la mano a la barbilla para pensar—. Eso suena igual que traicionar a mi propio país —lo mire directamente a los ojos—. Mi país es muy importante para mí.
—¿Más importante que yo? —preguntó esperanzado.
—Sí, más importante que tú.
—Uf, qué duro, ¿eh? —el Torombolo se llevó una mano al pecho, como si mis palabras le hubieran dado un balazo—. Pero bueno, tampoco esperaba ser más importante que los tacos o el mariachi.
—¿Tacos y mariachi? —fruncí el ceño—. Pero qué básico que eres, Españolete. Mi país es más que eso.
—Sí, claro, el nopal, el tequila y la lucha libre —enumeró con una sonrisa burlona.
—Veo que no eres diferente a la mayor parte de los chicos de este colegio. Eres un ignorante —me crucé de brazos—. México es historia, cultura, revolución, patria, independencia. Es Sor Juana escribiendo versos en un convento, es Frida Kahlo pintando su dolor, es Matilde Montoya convirtiéndose en la primera médica del país. Es la gente chingona que se parte el lomo todos los días.
—Mira tú, qué bonito discurso patriótico —dijo con su tonito español, que comenzaba a agradarme—. Pero tampoco te emociones, porque si no fuera por nosotros, ni estarías hablando español.
—¿Te refieres a vosotros? Porque así habláis vosotros, ¿No? —comencé a imitar su acento—. Debió haber sido muy difícil para vosotros daros cuenta que todo lo que les disteis a los mexicanos lo mejoramos. El idioma, como un perfecto ejemplo —giré a su alrededor—. Ahora, si vas a salir con que descubrieron América o nos dieron la civilización, será mejor que te vas a dormir, conquistador.
—Tranquila, Malinche, solo digo que un poco de agradecimiento no te vendría mal.
—¿Agradecimiento? —solté una risa sarcástica—. ¡Por supuesto, muchísimas gracias por la conquista, por la viruela y por robarnos el oro! ¿Algo más en lo que quieras que te agradezca?
—Bueno, puedes agradecerme a mí, que estoy aquí, haciéndote compañía —se inclinó un poco hacia mí con su sonrisita confiada.
—¿Compañía? —me quedé viéndolo—. No estoy muy segura de sí me acompañas o me acosas, Torombolo.
—Ay, qué feo lo pintas. Yo diría que es una amistad bonita.
—Si esto es amistad, prefiero la soledad.
—Venga, Princesa, no te hagas la dura. Admití que te caigo bien.
—Me caes como tamal mal amarrado.
—Eso suena delicioso, así que me lo tomaré como un cumplido.
—Eres un caso perdido —resoplé, pero él solo sonrió como si hubiera ganado.
—Venga, Princesa. Basta de peleas. ¿Por qué no mejor me explicas algo? —dijo el Torombolo, cambiando un poco su tono, como si se le hubiera ocurrido una idea.
—¿Qué quieres ahora? —lo miré, aún con la guardia alta.
—¿Dónde estuviste anoche? —preguntó, con una sonrisa burlona pero curiosa.
—¿Y eso a qué viene a la conversación? —respondí rápidamente, alzando una ceja.
—Nada, nada, es solo que... —dijo, dando un paso hacia mí—. Ya sabes, esa corbata que llevas puesta, te la puse yo ayer, y no se ve recién planchada, que digamos.
—¿Tan obsesionado estás conmigo como para aprenderte de memoria todo lo que llevo puesto? —respondí, tranquilamente, aunque el comentario me había dejado algo nerviosa.
—No, no, para nada —dijo el Torombolo, con su sonrisa picaresca de siempre—. Solo soy bueno recordando cosas, por ejemplo, puedo notar que llevas la misma ropa que llevabas puesta ayer. La pregunta aquí es ¿Qué tanto hiciste anoche, que no te dio el tiempo de cambiarte, Princesa?
—Me parece que eso no es de tu incumbencia —respondí rápido, intentando restarle importancia, pero mi voz sonó un poco más nerviosa de lo que hubiera querido.
—Ey, tranquila, Princesa —contestó, sin dejar de sonreír—. No es para tanto. Pero, venga, si tienes la misma ropa, es porque algo estás escondiendo.
—¿Y a ti qué te importa?
—No me digas, ¿Te quedaste tan atrapada en la noche que ni siquiera pensaste en la ropa? —esto tenía que ser una broma—. Y a juzgar por la agresividad de hace rato, tal vez tenga que ver con tu príncipe azul.
—Ningún príncipe azul, porque los príncipes azules no existen, son inventos —respondí con firmeza, levantando la barbilla—. Cuentitos para niñas que creen en finales felices.
—Pero que es verdad, eres la bruja mala del Oeste —dijo el Torombolo, poniendo cara de espanto—. Maldices, amenazas con patadas en los huevos y de seguro tienes un caldero escondido por ahí.
—Por supuesto —crucé los brazos—. Y tú el espantapájaros, porque no tienes cerebro.
—Uy, seguimos con la agresividad, Princesa —se llevó una mano al pecho—. ¿Ves? Confirmado, eres una bruja.
—Si fuera una bruja, ya te habría convertido en sapo —lo miré de arriba abajo—. Aunque, pensándolo bien, no hay mucha diferencia.
—Eso fue cruel —negó con la cabeza—. ¿Así tratas a todos o solo a los que te caen bien?
—Solo a los que no me dejan en paz.
—Entonces debo caerte bastante bien —soltó una risita confiada—. Porque no hay un solo día en que no me insultes con cariño.
—Lo de cariño es tu imaginación —repliqué, girando los ojos.
—Está bien, está bien —dijo, sonriendo aún más—. No hace falta que te pongas a la defensiva, Princesa —levanto sus manos en son de paz—. Pero si alguna vez necesitas hablar de algo, aquí estoy.
—Que curiosas palabras —guarde silencio un momento—. ¿Por qué te parezco tan interesante como para que vengas todos los días a tener conversaciones tan efímeras conmigo? —resoplé, aunque sentí que mis palabras no tenían tanto peso como antes.
—Creo que tenemos mucho en común, tenemos amigos en común, sé uno de tus tantos secretos, también sé que tienes un compromiso raro con el hijo del intendente —odie que supiera eso—. Me sorprende como no te has vuelto loca con tanto drama en tu vida —respondió, dando un paso atrás, mirando hacia otro lado, pero con la misma sonrisa confiada—. Es interesante ver como la reina del drama tenga algo más de lo que deja ver. Eso me atrae de ti.
—Eres increíble —dije entre risas, mirándolo de reojo, sin poder creer las palabras que salían de su boca—. Es muy gracioso ver cómo te empeñas en meterte en mi vida.
—Y lo seguiré haciendo, Princesa —dijo el Torombolo, encogiéndose de hombros—. Porque, aunque te hagas la ruda y me insultes todos los días, en el fondo sé que me aprecias.
—Ah, ¿sí? —arqueé una ceja, divertida—. ¿Y cómo llegaste a esa conclusión tan absurda?
—Fácil —se encogió de hombros—. Aún no te has deshecho de mí.
—Dame cinco segundos —respondí con burla.
—¿Te hace gracia? —sonrió con más confianza—. Entonces, ¿Estás admitiendo que te caigo bien?
—¿Qué? ¡No! —me reí más fuerte—. No te hagas el listo, Torombolo. Me haces reír, eso no significa que me caigas bien.
—Ah, ¿no? —preguntó, con cara de sorpresa, pero claramente disfrutando de nuestra interacción.
—No, no me caes bien —dije entre risas—. Lo que si voy a admitir es que... no es tan malo tenerte cerca, a veces.
—Pero mira, entonces sí que te caigo bien —alzó la voz, victorioso—. Lo sabía. Somos como el agua y el aceite, pero en el fondo nos entendemos.
—Tú sí que eres insufrible —respondí, sin poder evitar reír. Lo vi abrir la boca, pero rápidamente lo interrumpí—. No empieces, porque te estoy empezando a tolerar, ¿eh?
—No, no, lo que pasa es que me estás empezando a adorar —dijo, como si fuera un gran logro.
—¿Sabes qué? Tuve suficiente —caminé al salón con la seguridad de que no vería a Pablo—. Me está dando una sobredosis de Españolete.
El Torombolo dijo algo que no alcance a escuchar, pero no pude evitar sonreír el resto del camino, pensando en qué si no hubiera sido por él, muy probablemente seguiría de pésimo humor.
—¿Y? ¿Qué pasó anoche? —Tomás de levantó de su lugar, corriendo hacia mí—. ¿Encontraste a la bebé?
—Shh... —cubrí su boca con mi mano—. Alguien puede escucharte —apartó mi mano de su boca.
—¿Entonces? ¡Contáme! —lo tomé de la mano, sentándonos en nuestros nuevos lugares.
—Tranquilo, si la encontré —de pronto ya tenía a Luna y Luján encima de mí.
—¿Por qué no volviste anoche, Lore? —preguntó Luna, sorprendiendo a Tomás.
—¿Te hizo algo el corchete ese?
—No quiero hablar de eso —respondí tratando de no perder la paciencia—. No se preocupen, si el imbécil ese sabe lo que es mejor para él, no se atreverá a poner un pie aquí.
—¿Estás segura de eso? —Luján apunto a mis espaldas con un dedo, haciendo que girará sobre mi asiento.
Era Pablo entrando con Guido, riéndose como si hace media hora no hubiéramos estado acostados en el suelo, compartiendo un íntimo momento, que se arruinó por culpa de sus mentiras y su manipulación.
—Agárrenme, porque les juro que no respondo de mí —no tuve que pedírselos dos veces, antes de tratar de levantarme y que entre los tres me tomaran de los brazos para evitar que hiciera una locura.
Pablo me guiño un ojo, seguido de una sonrisa triunfante, ingeniándoselas para hacerme enojar. No paso ni medio segundo antes de que viéramos entrar a Marizza al salón cargada de cosas.
—¿Qué está haciendo esa tarada? —pregunté molesta.
—Pablo le dijo que no iba a decir nada sobre Nacho, pero a cambió ella tenía que hacer lo que él quería —mí enojo se convirtió en remordimiento.
—No se preocupen, corre por cuenta mía que ese intento de evolución humana va a pagar por todas y cada una de las que nos ha hecho pasar —Luján asintió, convencida de mis palabras, regresando a su lugar.
En cambio, Luna se quedó frente a mí, mirándome fijamente.
—¿Estás bien? ¿Quieres hablar de lo que pasó anoche entre tú y ...? —Luna me tomo de las manos.
—No pasó nada anoche —acaricié el dorso de su mano—. Tranquila, ya tendremos cosas más importantes de las que hablar.
Luna me miró no tan convencida, le suplique con la mirada que no siguiera insistiendo y ella finalmente lo entendió.
—¿Estás bien, nena? —miré por encima de mi hombro a Tomás.
—Por supuesto que lo está, con lo bien que durmió anoche —cerré los ojos con fuerza, intentando no cometer un crimen—. ¿No es así, Lory?
—Pablo, termina con esto de una vez. Regrésale su lugar a Tommy y vuelvan a ser los mejores amigos que siempre han sido —crucé los brazos, evitando su mirada.
—Tengo una mejor idea —dijo, inclinándose hacia nosotros con descaro—. ¿Por qué no mejor mi supuesto mejor amigo me cambia el lugar para sentarme junto a la madre de mi hija?
Miré a los lados y tosí fuerte, como si así pudiera disimular la tensión en el aire.
—¿Te volviste loco, nene? —me levanté de golpe, mirándolo fijamente.
—Ándate, Tommy —Pablo empujó hacia atrás la silla donde Tomás estaba sentado—. Lory y yo tenemos cosas que hablar.
Negué con la cabeza, apresurándome a sujetar el brazo de Tomás, intentando que se quedará en su lugar. Pero Pablo fue más rápido, capturando mis manos con la seguridad de que Tomás le cedería su lugar.
Y, efectivamente, lo hizo.
Tomás se disculpó conmigo en un susurro apenas comprensible, antes de levantarse y pasarse al asiento vacío junto a Guido.
Pablo se sentó a mi lado, con una amplia sonrisa victoriosa, haciendo que desviará la mirada, mordiéndome las mejillas. Porque, maldita sea, tenía razón.
Tenía algo que preguntarle.
—¿Dónde dejaste a Agos? —solté sin mirarlo.
—¿Cómo? ¿Mi asistente personal no te lo dijo? —lo mire confundida, provocando que me apuntará con un dedo a Marizza.
—Es una broma, ¿verdad? —pregunté, poniéndome a la defensiva.
—Bueno, pensé en lo que me dijiste en el acoplado. Ya viste que cité al camionero de tu amiga en la sala de profesores...
—¿Estás demente, nene? —lo interrumpí, llevándome las manos a la cara.
—No me interrumpas —me interrumpió, provocando que rodeará los ojos, soltando golpes al aire—. Como vos no quisiste asumir la responsabilidad del borrego ese, no tuve más opción que convertir a la grasa de tu amiga en mi asistente personal y al mocoso en el niñero de Agos.
—No estoy para juegos, Pablo. Dime la verdad —la sonrisa intacta de Pablo me respondió que esto no era una broma—. Pero, ¿estás enfermo? Dime, ¿no te sube la sangre al cerebro? Nacho es solo un niño.
—¿Qué pasa, nena? ¿Pensaste que no me las iba a cobrar por lo de esta mañana? —acercó sus manos a mi cara, y las aparté de un manotazo.
—Puedes meterte conmigo. Meterte con Marizza si quieres. Pero a Nacho quiero que lo dejas en paz —lo miré con advertencia—. No tienes idea de lo que soy capaz de hacer, Pablo.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué vas a hacer? —me retó con una ceja levantada.
—Ya lo verás —me levanté de golpe, dispuesta a correr al acoplado. No iba a permitir que Pablo usara a Nacho de esta manera.
—¿A dónde crees que vas? —Pablo me tomó de la camisa del uniforme, deteniéndome.
—¿Y a ti qué chingados te importa? —exploté, tironeando para zafarme de su agarre—. ¡Suéltame!
Antes de que pudiera hacer algo más, la maestra de baile entró al salón, anunciando a las nuevas integrantes del grupo: Marizza, Luján y Belén.
Suspiré hondo.
No podía seguir faltando, mi asistencia perfecta estaba manchada gracias a todo este drama innecesario. Mis peleas con Pablo nunca habían llegado tan lejos, todo se solucionaba en cuestión de horas o días, pero está vez, ya íbamos por el mes y nada más no podíamos llevar la fiesta en paz.
Apreté los dientes, volviendo a tomar mí asiento junto a Pablo. No podía cambiar nuestra situación en este momento. A este paso, con Agos de por medio, tendríamos algo que nos uniría para siempre. Por eso debía encontrar la manera de alejarlo, de hacer que me dejara en paz y que corriera a los brazos de Marizza.
Lo ignore el resto de la clase, dándole la espalda, dibujando sobre mi cuaderno. Ni siquiera me di cuenta cuando inicio la clase de Ética o siquiera cuando entro al salón el Profesor Mancilla.
—Estas en cualquiera, nena —Pablo me saco de mis pensamientos, pasándome una hoja—. ¿Cómo te fue en la actividad?
—Si tanto te interesa por qué no lo lees tú mismo —puse la hoja sobre su escritorio—. ¿Y? ¿Qué dice?
—Diez —dijo entre dientes.
—Que sorpresa —pronuncie sin importancia, fingiendo asombro.
No por nada figuraba en el cuadro de honor, peleando siempre por el primer lugar contra Marcos. Ambos éramos los encargados de representar al colegio en concurso de oratoria, en las olimpiadas de matemáticas, en ferias de ciencias.
Siempre fui buena en la escuela, desde pequeña entendía las indicaciones y las seguía al pie de la letra. Aprendí a leer, escribir, sumar, restar, multiplicar, dividir en el preescolar. Las fracciones, despejar la x, marcar las coordenadas, sacar el área, el perímetro, encontrar el mínimo común múltiplo, las unidades, decenas y centenas. Los estados de la materia, los ciclos del agua, los cuatro puntos cardinales, la rosa de los vientos, los trópicos de la tierra. Las palabras agudas, graves y esdrújulas, los verbos, las conjugaciones, los sustantivos, los adjetivos, los sinónimos y antónimos. Todo eso lo aprendí antes de que muchos de mis compañeros siquiera entendieran cómo atarse los cordones de los zapatos.
Para mí, la escuela siempre fue un lugar donde destacaba sin mucho esfuerzo. No porque quisiera presumir, sino porque simplemente entendía las cosas rápido. Me gustaba aprender, me gustaba demostrar que podía, y me gustaba que los profesores confiaran en mí cuando necesitaban a alguien que representara al colegio.
A pesar de todo eso, había algo que la escuela no me enseñó: cómo manejar mis propios sentimientos. Podía despejar ecuaciones, resolver problemas complejos, analizar poemas y calcular la velocidad de un objeto en caída libre. Pero cuando se trataba de lidiar con mis emociones, con lo que sentía por las personas a mi alrededor, ahí no había fórmula ni teoría que me ayudara.
Y últimamente, con todo lo que estaba pasando, me sentía más perdida que nunca.
—¿En qué diario? —escuchar el nombre de ese libro de chismes me sacó de mis pensamientos.
—Este, profe.
—¿Qué salió en el diario? —le pregunté a Pablo.
—Nada sobre vos, tranquila —respondió con una calma que me hizo desconfiar.
Subí los pies al banco y me acomodé entre Pilar y Felicitas.
—¿Qué dice ese diario? —pregunté, mirándolas a ambas.
—Nada nuevo —dijo Felicitas, restándole importancia.
Al no obtener una respuesta concreta, regresé a mi lugar. Miré a mi alrededor y noté que tanto Pablo como Guido parecían nerviosos.
—Esto es una porquería —dijo el profesor Mancilla, señalando el contenido del diario con el ceño fruncido—. Esto es un asco. ¿Quién escribió esto?
—Profe, no vamos a perder tiempo de su clase por esa estupidez —se adelantó a decir Pablo.
—Claro, no vamos a detenernos por cualquier cosa —añadió Guido enseguida.
—El que escribió esto tiene una filosofía muy particular, así que vamos a hablar de ello —el profesor Mancilla estaba furioso—. Quiero saber qué piensan de esta basura.
—Que no es casualidad que Vico aparezca en el diario del colegio —comentó Felicitas.
Esto estaba a punto de estallar.
Me acerqué a Pablo y le tiré del cabello.
—Dime, por favor, que no tienes nada que ver con esto —lo tenía bien agarrado, lo suficiente para que apenas pudiera ahogar un quejido de dolor.
—N-no, por supuesto que no, Lory —dijo con dificultad.
—Se sabe que Vico es rápida con los chicos —continuó Felicitas con indiferencia.
—Eso es una estupidez —alcé la voz, soltando el cabello de Pablo y poniéndome de pie—. Si un chico sale con diez chicas, es un campeón, pero si una chica sale con dos, ya es una puta. ¿Dónde está la coherencia en eso?
—Exactamente —añadió el profesor Mancilla, recorriendo el aula con la mirada—. ¿Quién les enseñó que la integridad de una mujer se mide por la cantidad de chicos con los que sale?
El salón quedó en completo silencio.
—Los chicos, profesor —respondí con furia—. Se creen que por tener un pedazo de carne que les cuelga entre las piernas pueden juzgar y etiquetar a una mujer según sus propios estándares de moralidad.
Sentí el enojo quemándome la garganta.
El profesor Mancilla asintió, cruzándose de brazos.
—Es interesante que menciones eso, D'Amico. ¿Por qué creen que todavía existen estos dobles estándares?
—Porque es más fácil culpar a la mujer —contesté sin dudar—. Porque la sociedad lleva siglos diciéndonos que nuestro valor cómo mujeres radica en cómo debemos comportarnos, sobre qué ropa debemos usar y mantenernos castas y puras hasta el matrimonio. Mientras tanto, el valor de los hombres se mide por el número de mujeres con las que se han acostado.
Pablo resopló, como si todo esto le pareciera un circo innecesario.
—Vamos, profe, ¿de verdad vamos a armar tanto escándalo por un chisme de pasillo?
—No es un chisme de pasillo, Bustamante. Esto es una difamación pública —intervino el profesor, señalando el diario—. No solo es humillante, sino también es violencia de género. Y lo peor es que a muchos les parece normal.
—No se desgaste, profesor. Encontrar a alguien que dé la cara en este colegio es lo mismo que tratar de encontrar algo en la cabeza de Mía —soltó Marizza con burla.
Todos se rieron, excepto yo.
—¡¿Por qué no me dejas en paz un poquito y te fijas en vos, nena?! —gritó Mía antes de salir corriendo del salón, hecha un mar de lágrimas.
Felicitas ni siquiera se inmutó en ir tras ella. Y Vico debía estar pasándola igual o peor.
Cuando estuve a punto de seguir a Mía, el timbre sonó.
—No, no, no.... se quedan sentados —Pablo intentó detenerme, pero lo empujé—. ¡Se sientan todos! —el grito del profesor Mancilla retumbó en el salón, haciéndonos sobresaltar. Me quedé parada junto a la puerta, aferrándome al brazo de Pablo por el miedo.
—Después del día, nos vemos todos en el patio —nos señaló a todos con un dedo.
—No, ¿cómo que después del día? Es nuestro tiempo libre...
—¡La clase no terminó! —lo interrumpió con firmeza—. No me alcanzó el tiempo. Después del día, nos vemos en el patio —tomó sus cosas del escritorio—. Y voy a pasar lista.
Lo seguí con la mirada hasta que salió del salón. Solo entonces me di cuenta de que todavía estaba abrazada al brazo de Pablo.
Rápidamente lo solté y, para disimular, le metí tremendo pisotón en el dorso del pie.
Pablo soltó un quejido, brincando en un solo pie con una mueca de dolor.
—¿Era necesario eso, nena?
—Totalmente —salí corriendo en busca de Mía.
Me dediqué a buscar a la rubia por todos lados, no estaba en los pasillos, ni junto a los casilleros, tampoco por las escaleras o en la recepción, ni la biblioteca, en el área de computadoras o el cuarto de billar, hasta que finalmente pude encontrarla saliendo de los dormitorios de las chicas.
—Mía, Mía, Mía... —la detuve, tomándola de los hombros—. ¿Está todo bien? ¿Puedo ayudarte con algo?
—Sweet, con quién crees que estás hablando —me saco las manos de sus hombros, acariciándose el cabello—. Soy Mía Colucci, obvio estoy bien. No necesito ayuda de nadie.
—¿Ni siquiera con lo de Vico? —Mía se tensó al escuchar el nombre de su amiga.
—¿En serio te importa? —preguntó bajando la cabeza.
—Por supuesto que me importa —hablé tranquilamente, tomándola de la mano y dirigirnos a un sitio más tranquilo.
—Yo pensé que Vico y vos no tenían más buena onda entre las dos...
Nos sentamos en las escaleras de la recepción.
—No lo sé. Quizá sí. Quizá no —hable insegura—. Con todo el tema de Pablo no sé, lo más seguro es que no quiera saber nada más de mí y la entiendo, ¿Sabes? —baje la cabeza.
—Lore, darling. Vico tampoco es una blanca palomita, ella tampoco hizo las cosas bien. La encaraste frente a todo el curso y fuiste honesta con ella todo el tiempo —negué con la cabeza.
—No es cierto, Mía —no me echaría flores por actuar como un ser humano decente—. Pero eso no importa, lo importante aquí es hacer algo para que las mentiras del diario no queden impunes.
—Desmentir ese diario es lo de menos, tenemos que hacer algo para que Dunoff no eche a Vico del Elite —abrí mis ojos como platos.
—¿Cómo que la quiere echar? No puede hacer eso —estaba desconcertada.
—Por supuesto que puede, Lore. Vico es becada, no hay nadie que la defienda en este colegio —maldito sistema elitista en el que estudiábamos—. Pero no te preocupes le dejé tres mensajes a mi daddy, estoy segura de que cuando los escuché, el mismo va a venir y lo va a solucionar todo.
—No lo creo, Mía —dije insegura—. A mí se me hace que tenemos que hacer algo entre todo el salón para no dejar que la echen del Colegio. Una manifestación, una protesta, una marcha...
—No, peaches, ¿Yo? ¿En una revuelta? Tengo que híper mega producirme para eso. Tendría que contratar maquillistas, peluqueros, manicuristas, pedicuristas, vestuario...
—No necesitas nada de eso —la interrumpí, cubriéndole la boca—. Lo único que necesitamos es alzar la voz, conseguir que nuestros propios compañeros nos apoyen...
—¿Y vos por qué sabes tanto de ese tema?
—¿Qué cómo sé tanto del tema? —desde pequeña mamá me llevaba a todo tipo de manifestaciones, la mayoría por la visibilidad de los derechos LGBT+, por los salarios de las mujeres, por los precios de los medicamentos—. Bueno, cuando vivía en México, digamos que era común que mi mamá me llevará a muchas tomas de protesta y marchas pacifistas.
—¿Y esos lugares no eran peligrosos para una nena como vos? —era una muy buena pregunta. La respuesta corta era: No.
No supe cómo responder esa pregunta sin acordarme de todas las cosas por las que pasé desde muy chiquita, cuando la llegada de un ángel guardián me salvó.
—Colucci, ¿Podemos hablar? —era el maestro Mancilla.
—Los dejo hablar, tengo que atender un asunto, pero piensa en lo que te dije Mía —acaricie su hombro—. Yo te apoyo —ella asintió insegura, despidiéndonos de beso—. Con permiso.
—Propio —se hizo a un lado para que pasara.
Me hubiera gustado quedarme con Mía, pero ahora en lo único que podía pensar era en todo el asunto con Nacho y Agos. El Torombolo tenía razón, con tanto drama en mi vida, era un verdadero milagro que no me volviera loca.
Tuve cuidado de que nadie me estuviera siguiendo cuando me salí del colegio para dirigirme al acoplado. Cuando llegué, abrí la puerta, metiéndome al contenedor de un salto, encontrándome a Nacho y a Agos en la cama, riéndose.
—Nacho, ¿Estás bien? —corrí a abrazarlo—. ¿Cómo estás? ¿Comiste algo?
—No, Pablo solo le trajo de comer a la bebé —habló tranquilo.
—Escúchame bien, Nacho. No importa lo que te haya dicho ese tonto, tú eres un niño y los niños no tienen que cuidar bebés, ¿Me entendiste?
—No me molesta, Loreto —cerré los ojos, abrazándolo con más fuerza—. Desde que nos presentaste a Agos y a mí, la veo como mi hermanita —no pude evitar morir de ternura al escucharlo decir esas palabras, haciendo que besara su cabeza—. Y si eso es lo que tengo que hacer para que ese pibe las dejé en paz a Marizza y a ti, yo me lo banco.
—Eres el niño más divino que conocí en toda mi vida, Nacho —lo quería demasiado, no soportaría perderlo—. Pero eso es lo que eres. Un niño. Marizza y yo somos grandes, nuestro deber es protegerlos a los dos —me separe del abrazo, acariciando su cabello—. Su única responsabilidad es confiar en nosotras, ¿De acuerdo?
—Igual el problema no es cuidar a Agos, el problema es ese pibe que no las deja en paz —entendía su frustración.
—Olvídate de ese cabrón, no vale la pena pensar en él —caminé al mini refrigerador que Marizza le había traído para guardar la comida que podía llegar a dejar Nacho—. ¿Qué es esto?
—¿Qué es qué? —Marizza entro al contenedor, con un topper con comida.
Saque el alcohol del refrigerador enseñándoselo a Marizza, quién se apresuró a dejar el topper en la mesa y tomar entre sus manos las botellas de alcohol.
—Son las cosas de Pablo —contesto Nacho.
—Lo voy a matar —intenté salir del contenedor, para cometer asesinato en segundo grado.
—Espera, Loreto —Marizza me tomo por los hombros—. No podemos hacer nada.
—Ya lo sé —pensé mejor las cosas y me tranquilicé—. Por su bien, espero que ese idiota no esté pensando quedarse acá.
—¿Por qué? ¿Vos no me vas a dejar? —la voz de Pablo se extendió por todo el contenedor, haciendo que Marizza y Nacho se pusieran detrás de mí.
Entendí que yo era la única que podía confrontar a Pablo en este momento, por lo que me armé de valor, mirándolo a los ojos.
—Nene, nos puedes explicar, ¿Qué son todas esas botellas de alcohol? —pregunté con autoritarismo.
—Son mías —contestó con tranquilidad, haciéndome a un lado, para irse a tirar a la cama junto a Agos.
—No, ¿En serio? Yo pensaba que eran de Nacho, fíjate —hablé con sarcasmo—. Sé que son tuyas, payaso. Lo que quiero saber es por qué las tienes acá.
—¿No es obvio? Esta bueno el lugar, cuando venga en mi tiempo libre quiero tener a la mano algo para beber —tomó a Agos entre sus manos, jugando con ella.
—¿Y qué? ¿Piensas tomar enfrente de la bebé? ¿Enfrente de Nacho? —estaba tan decepcionada de él—. Pero, ¿Te has vuelto loco? ¿Qué clase de ejemplo les estás dando a estos niños? —y todavía quería hacerlo entrar en razón, era una completa tonta.
—¿Qué te pensás? ¿Qué el borrego ese no estaba acostumbrado a ver a gente tomar allá en la villa? Por favor, Lory. No seas tan ingenua —su justificación era una mierda.
—Eres un ignorante —dije con incredulidad—. ¿Y qué hay de Agos? Ella también pudo haber venido de una villa. Dime, ¿Ella también está acostumbrada a ver a gente tomando?
—Es una bebé, nena. Qué se va a andar acordando de lo que toman las personas —quería matarlo.
Era un completo hipócrita, usando mis propias palabras en contra mío, sobre que los niños que no veían a sus padres demostrarse amor, se convertían en adultos que les contaba expresar sus emociones, en la lavandería para hacer que volviéramos a dormir juntos y ahora me salía con que los bebés no recordaban nada de sus primeros años de vida.
—Yo creí que ya no tomabas —hablé encogiéndome de hombros.
Precisamente porque Pablo no había tomado en la fiesta que Marizza organizo para recaudar útiles escolares para los becados, fue que nos encontramos la noche que traje a Agos al Colegio.
Todo esto paso porque Pablo me había hecho caso por una vez en su vida y no había tomado una sola gota de alcohol.
—Pues lamento mucho que sea yo el que tenga que informarte esto, pero la verdad es que nunca he dejado de tomar —Pablo se levantó de la cama, con Agos en brazos—. ¿Qué pasa, Lory? Pensé que ya no te importaba.
—Los que me importan son Nacho y Agos, no tú —hablé con desprecio—. Esta es como su casa, no puedes venir e irrumpir su paz.
—Guarida, querrás decir —me corrigió rápidamente, haciendo que me acercara peligrosamente a él, para propinarle una buena patada en los huevos, pero puso a Agos en el medio—. ¿Este es el ejemplo que le quieres dar a nuestra Agos?
—Por supuesto, no está mal que la enseñe a defenderse de idiotas como tú —estaba caliente, realmente quería golpearlo.
—No te hagas la cancherita, nena —se acercó a tomarme de la mejilla—. A quienes tanto proteges parece que les ha comido la lengua el ratón.
—Si no quieres descubrir lo que es vivir con una prótesis, te sugiero que quites tu mano de mi cara —respondí fingiendo una sonrisa, pues Agos me estaba viendo.
—Pero que mala onda que tiene tu mamá postiza hoy, ¿No crees, Agos? —Pablo hizo reír a Agos, dándome mil años de vida—. Cambia esa actitud, Lory.
—No me gusta que me toquen —logre pronunciar entre dientes, viendo como su mano intentaba volver a tocarme.
—¡Te dijo que no le gusta que la toquen! ¡¿Sos sordo?! —Nacho se puso en el medio de los dos, separándonos.
—Nacho, deja que solucionen ellos sus cosas —Marizza lo jalo hacia atrás.
—Controla mejor a ese mocoso, grasita —Pablo amenazó a Mariza—. Por qué no le explicas al enano este, que en vez de seguir metiéndose entre Loreto y yo, mejor se preocupe por hacer todo lo que yo le diga a él y a vos —se acercó a Nacho—. Mirá que la pueden pasar muy mal si yo abro la boca con Dunoff.
—Basta, Pablo —lo agarre de los hombros con cuidado de no lastimar a la bebé.
—Tenés razón —Pablo recupero la compostura—. No vale la pena seguir desperdiciando aliento en dos casos perdidos —ver a Marizza tan callada me trajo mucho remordimiento encima—. Toma, pigmeo. Cuida a mi hija con tu propia vida —no pude evitar reírme de tanta hipocresía—. Conversen ustedes, Loreto y yo nos vamos a ir adelantando.
—No, tú te vas a ir adelantando, porque yo no pienso moverme de acá —estaba negada en seguir permitiendo que se metiera en mi vida.
—No podés seguir saltándote clases, ¿Querés empezar a levantar sospechas y que descubran a Agos? —odié que tuviera razón.
—No te preocupes, nena. Nosotros cuidaremos bien de la bebé —Marizza me animo, acariciando mis hombros—. Por favor saca a ese He-Man trucho de aquí —murmuró cerca de mi oído.
—Me voy a clases, pero no te equivoques, me voy porque yo quiero —Pablo levantó las manos en son de paz, reprimiendo una sonrisa—. No quiero que me sigas.
—Vamos, Lory. Si nos dirigimos para el mismo lado, ¿Cómo no te voy a seguir? —lo ignoré, bajando del contenedor. Camine sin dirigirle la palabra—. ¿En serio no me vas a hablar?
—Me encerraste en la lavandería, pesé haberte dicho que entre tú y yo no había nada más que Agos —me detuve en medio del terreno baldío—. No tenemos nada más que hablar tu y yo.
—Sabes que no es verdad, Lory —intentó tomar mi mano, haciendo que la alejara.
—De lo único de lo que estoy dispuesta a hablar es sobre Agos —Pablo negó con la cabeza, riéndose de la frustración—. Por el bien de ambos, de verdad espero que no tengas nada que ver con lo que escribieron sobre Vico en el Diario.
—Pero si es verdad lo que escribieron de ella en el Diario —dijo con desesperación—. Desde que entramos al Colegio, se sabe que ella ha estado detrás de todos los chicos que le dan un poquito de atención —alzó la voz.
—No me interesa —lo interrumpí con auténtico desinterés—. No me interesó cuando la conocí, no me interesó cuando conocimos a todos y cada uno de esos chicos —me le quedé viendo—. Ni siquiera me interesó cuando tú fuiste uno de ellos —mentí, verlos juntos muchas veces me rompió el corazón.
—Sabes por qué lo hice, Lory —volvió a acercarse y está vez se lo permití.
Lo mire a los ojos, su cuerpo temblaba, como si se estuviera controlando para no echarse encima de mí.
—Sí, sé por qué lo hiciste —acorté la distancia entre él y yo, quedando frente a frente.
Lo tome de los hombros, metiéndole una patada en la entrepierna, haciendo que se aferrara a mi cuerpo para no desplomarse en el suelo.
—Lo hiciste porque eres un idiota —grité dejándolo caer al suelo—. Qué bueno que me lo recuerdas, se me andaba olvidando que te hiciste novio de Vico para llamar mi atención —me puse de rodillas junto a su cuerpo—. De donde vengo a los tipos como tú, les llamamos Pirujos.
Me levanté, quitándome la tierra de las rodillas y regresé al Colegio, ignorando los quejidos de Pablo. Cuando estuve a punto de entrar al salón de clases, me encontré con Mía hablando con el Profesor Mancilla.
—¿Qué paso? —pregunté viendo a Mía consternada.
—Vico se fue del colegio —Mía me abrazo.
—No se fue del colegio, la expulsaron que es diferente —se apresuró a corregirla el maestro Mancilla.
—¿Qué? ¿Cuándo? —no podía creerlo.
—Esta mañana, mientras estaban en clase.
—Pero tenemos que hacer algo —mire a Mía—. No pueden echarla por las estupideces de ese diario —tenía la mente en blanco—. Ella se ganó su lugar en este Colegio, no pueden solo echarla.
—Ya lo hicieron —me lleve las manos a la cara—. Esta mañana Dunoff hablo con la madre y firmo la expulsión.
—Voy a volver a llamar a mi daddy, estoy segura que él sabrá que hacer —agarro su celular y antes de que marcará, le arrebate el teléfono.
—Mía no podemos depender de la disponibilidad de tu papá, tenemos que hacer algo nosotras —dije con valentía.
Tenía mucha experiencia haciendo borlotes, pero gracias a los negocios de papá tenía que mantener un perfil bajo, porque según él, si alguien se llegaba a enterar de que su única hija era amiga de un montón de hombres disfrazados de mujeres, su buen nombre quedaría arruinado.
—¿Qué podemos hacer vos y yo, Lore? — olvidaba que hablar con Mía, muchas veces era igual que hablar con una persona no pensante.
—¿No dijiste que eras muy popular vos? —preguntó el maestro, metiéndose en nuestra conversación.
—Obvio, yo me pongo algo y al otro día todos se lo ponen —el adulto entre nosotras pareció apiadarse de mí, haciéndome a un lado.
—Vos métete al salón —me indicó el aula.
—No, alguien tiene que explicarle a Mía que su tecla send se agotó, no podemos esperar que su padre le resuelva la vida —dije haciendo referencia al ensayo de ética de Marizza.
—Entra al salón, yo me encargo de esto —habló con autoridad.
Entre al salón a regañadientes, Mía necesitaba un empujoncito para darse cuenta que ella sola podía hacer grandes cosas sin depender de su padre. No entendía que lección quería enseñarle el profesor Mancilla, pero de algo estaba segura, lo que le transmitiría a través de sus palabras le serviría para afrontar la realidad, como él había hecho conmigo el fin de semana.
Por alguna razón estaba más tranquila, meterle esa patada en la entrepierna a Pablo me trajo cierto bienestar emocional, hasta que tocó la campana de la salida. Todos intentamos irnos, pero el profesor Mancilla apareció en la puerta con un portapapeles y un montón de telas de todos los colores, brindándonos la indicación de que nos fuéramos yendo al patio.
Hasta que alguien toco mi hombro, provocando que toda la seriedad de mi cara se fuera de paseo, dejando entrar la felicidad.
—¿Chula? ¿Qué haces aquí? —tenía muchas ganas de abrazarla, pero me contuve para no meterla en problemas—. Pensé que nos veríamos la próxima semana.
—Me llamaron para aplicarle algunas pruebas psicométricas a una alumna de este Colegio y recordé que vos estudiabas aquí —su voz era tan serena, era como escuchar a un ángel—. ¿Cómo estás? ¿Qué sientes en este momento?
—Estoy bien, no por las razones correctas, pero muy contenta, a decir verdad —recordar a Pablo tirado en el suelo, me trajo mucha felicidad.
—De acuerdo, que peculiar manera de decir que estás bien, pero me alegra mucho escuchar eso —era tan elegante, su forma de reír era tan sutil—. Pasaba a la cafetería y te vi salir de tu salón —sonreía como una estúpida, como si no pudiera esconder mi alegría—. Quería aprovechar y decirte que estaré viniendo algunos días a dar sesiones de terapia a uno de los estudiantes, por si vos querés adelantar tu cita...
—Si, por supuesto —lo que no podía hablar con nadie, lo hablaba con Chula.
—¿Estás libre ahora? —cuando estuve a punto de asentir, unas manos se colocaron sobre mis hombros.
—Disculpe, el grupo tiene que hacer una actividad conmigo. La alumna D'Amico es parte de la actividad —me le quede viendo a las manos del profesor Mancilla.
—No hay problema, será en otro momento entonces —me disculpe con Chula con la mirada—. Con permiso.
—Propio —el profesor Mancilla se puso enfrente de mí—. ¿Es una nueva maestra? No la había visto antes.
Negué divertida.
—Es una psicóloga, la contrataron para brindarle terapia a uno de los estudiantes —le expliqué.
—Mirá que bien, se debería aplicar ese servicio a todos los estudiantes y no solo a uno —asentí dándole la razón.
—Profesor, ¿Por qué no me dejó ayudar a Mía? —cambié de tema.
—Porque hay algunas cosas en las que no podemos intervenir. Si es verdad que Vico es su mejor amiga, ya se le ocurrirá una forma de ayudarla a regresar al colegio.
—Eso espero, ninguna chica debería ser rebajada de esa manera tan peyorativa, ofensiva y despectiva —las mujeres éramos más que incubadoras para traer vida al mundo, ya era hora de que la vergüenza cambiará de bando—. ¿Puedo preguntar para que son esas vendas?
—Ya lo van a saber.
El maestro Mancilla nos apresuró a todos a sentarnos en el suelo, formando un círculo. Me acomode a un lado de Mia y un tipo que en mi vida había visto, el cual me dedico una sonrisa amigable. Trate de no parecer grosera y devolverle el gesto forzando una sonrisa, cuando Pablo llegó metiéndole un zape en la cabeza, robando su lugar.
—¿Puedes cambiarme de lugar? —le pregunté a Mía—. Los hombres me dan alergia —estornude en el espacio personal de Pablo.
—¿Podrías cortarla, nena? —hablo furioso.
—¿Pidriis cirtirlo, nini? —lo arremedé.
—Pero que infantil que sos.
—Prefiero ser infantil y no inmadura.
—Si yo soy inmaduro, vos sos una caprichosa.
—Y tu un cavernícola.
—Boluda.
—Cabrón.
—Pirujo —le saque la lengua.
—Mustia —él también me saco la lengua.
—Basta —el maestro nos pasó las vendas por la cara, para detener nuestra pelea.
—¡Él empezó! —lo acusé con el maestro.
—Silencio ustedes dos —nos mandó a callar.
—¿Qué estamos esperando profesor? ¿Cuánto tiempo más nos tenemos que ver las caras? —preguntó Pablo.
—Algunos ya nos cansamos de ver las mismas caras —ambos nos comenzamos a hacer caras desagradables.
Marizza llegó para poder comenzar la actividad. El profesor Mancilla nos dio a algunos una cierta cantidad de vendas para que las repartiéramos con nuestros compañeros. Lamentablemente Pablo fue quien recibió las vendas y no me quiso dar ninguna, dándole la última a Mía.
—Eres de lo peor —a Pablo le causaba gracia toda esta situación, pero para mí era todo lo contrario.
—Ustedes dos —nos apuntó el profesor Mancilla—. Se me levantan —me levanté del suelo junto a Pablo—. Los demás busquen una pareja —alguien me estiró del pantalón, haciendo que bajara la mirada y encontrará a Luna ofreciéndome una de las vendas—. Y lo van a vendar —se acercó a nosotros, tomándonos de los hombros, llevándonos al centro del círculo—. Vamos a hacer un ejercicio para que reconozcan a los compañeros.
—¿Y por qué yo tengo que ser con él? —pregunté a la defensiva.
—Porque es evidente que ustedes dos necesitan aprender a reconocerse —respondió el profesor Mancilla—. Y me parece que esta es una excelente oportunidad.
Nos dejó solos, ayudando a nuestros compañeros a formar parejas. Ambos teníamos los ojos puestos en el otro, sujetando nuestras vendas con fuerza. Ninguno se atrevía a dar el primer paso.
—¿P-puedes agacharte un poco? —fue extraño escuchar mi voz, como si nunca la hubiera escuchado antes—. N-no alcanzo a ponerte la venda.
Pablo me miró en silencio, y no pude descifrar su expresión facial. Después de un momento, suspiro y se inclinó hacia mí ligeramente, bajando la cabeza lo suficiente para que pudiera alcanzarlo. Sentí mi corazón acelerarse mientras mis dedos temblaban al acercar la venda a su rostro.
Al principio, traté de no tocarlo demasiado, moviéndome con torpeza para evitar el contacto innecesario. Pero entonces él murmuró:
—No muerdo, ¿sabés?
Tragué saliva, mi cara ardiendo de vergüenza. —N-no me hagas esto más difícil, ¿quieres?
Él dejó escapar una risita baja, esa que tanto odiaba... o creía odiar. Ajusté la venda alrededor de sus ojos, sintiendo su aliento cálido cerca de mí. Sus facciones se relajaron al perder la visión, y me vi obligada a observarlo de cerca por primera vez. Sin esa mirada desafiante, parecía... vulnerable.
—Listo —dije, mi voz apenas un susurro.
—Ahora es mi turno —dijo, extendiendo la mano hacia mí.
Mi primer instinto fue retroceder, pero decidí obligarme a mí misma a quedarme quieta. Sus dedos rozaron mi frente, apartando un mechón de mi cabello antes de colocar la venda sobre mis ojos. Mi piel hormigueó donde me había tocado, y me odié por reaccionar de esa manera.
Todo se volvió oscuro, y el silencio nos envolvió. No podía verlo, pero podía sentirlo. Su presencia era abrumadora, como si estuviera más cerca de lo que realmente estaba.
—¿Cómo se supone que tenemos que reconocernos? —pregunté, mi voz más temblorosa de lo que pretendía.
—Con las manos... creo —respondió. Su voz sonaba extraña, casi... insegura.
Los segundos pasaban lentamente y ninguno de los dos tenía el valor de tocar al otro, como si estuviéramos esperando el permiso del otro.
—¿Puede ser que de tanta vergüenza? ¿Puede ser? —la voz del profesor Mancilla resonó en mis oídos—. Da vergüenza reconocer al otro, ¿No?
Nunca antes había experimentado tanta vergüenza hasta este momento. Reconocer por primera vez a la persona que estaba parada enfrente de mí, era sin duda el acto más vergonzoso al que me sometido. En ese momento, Pablo ya no solo era el chico que me hacía la vida imposible, tampoco era un cuerpo al que odiaba por su arrogancia. Era algo más, y no sabía cómo lidiar con esta revelación.
Nunca pensé que algo tan simple como reconocer a alguien pudiera ser tan aterrador.
Hubo una pausa antes de que sintiera sus dedos rozar mi mejilla, apenas un toque, como si dudara de lo que estaba haciendo. Un escalofrío recorrió mi piel, y me quedé inmóvil, mi respiración atrapada en mi pecho.
—Tu cara es más suave de lo que pensé —admitió, su voz apenas un murmullo.
No supe qué responder. ¿Qué podía decirle? ¿Que su toque me hacía sentir cosas que no quería sentir?
Llevé mis manos hacia él, tanteando torpemente hasta encontrar sus hombros. Eran firmes bajo mis dedos, fuertes. Deslicé mis manos hacia arriba, sintiendo la curva de su cuello y luego su mandíbula. No había rastro de la arrogancia habitual en sus facciones, solo una calidez inesperada que me desarmó.
—Pablo... —mi voz tembló, cargada de algo que no entendía del todo.
—Sí... —él tampoco sonaba seguro.
Mis dedos temblaron contra su piel, y él no se alejó. Nos quedamos así, en esa extraña intimidad que ninguno había buscado, pero de la que ninguno quería escapar.
—Sí... Soy yo —respondió, su voz baja y algo vacilante, como si también estuviera procesando lo que estaba sucediendo entre nosotros.
Tomé aire, tratando de calmarme. Un contacto tan ligero, tan sencillo, pero que me hizo darme cuenta de lo poco que lo conocía realmente. Pablo se dio cuenta de que mi mano seguía en su mandíbula, incapaz de tocar su rostro, por lo que tomo mi muñeca con firmeza y me guio hacia su rostro.
Mis dedos se movieron con inseguridad, siguiendo el contorno de su rostro, como si, en este instante, tratara de entenderlo de una manera completamente nueva. Quería alejarme, retroceder, pero mi cuerpo no se movió. Estaba atrapada, y lo sabía.
Finalmente, como si hubiera estado buscando mis manos, nuestros dedos se encontraron, tocándose, reconociéndonos en la oscuridad que nos rodeaba.
—Ya... ya te reconozco —susurré, la voz temblorosa, pero con una certeza que no había esperado.
Pablo tardó unos segundos en responder, como si estuviera procesando mis palabras. Su agarre en mis manos se aflojó ligeramente, pero no se apartó.
—Yo también... —dijo, con una suavidad que nunca antes había escuchado en él.
El silencio volvió a envolvernos, pero esta vez no era incómodo. Era algo más, algo denso, cargado de una tensión que no podía explicar. No quería soltarlo, pero tampoco sabía qué significaba todo esto.
—Bien —la voz del profesor Mancilla nos sacudió—. Ahora quítense las vendas y vean a su compañero.
Titubeé antes de obedecer, mis dedos temblando levemente mientras desataba el nudo de la tela. Cuando por fin la retiré, mis ojos tardaron en adaptarse a la luz, pero lo primero que vi fue a Pablo, mirándome de una forma que no supe descifrar.
Había algo diferente en su expresión, algo más allá de la arrogancia o la burla que solía mostrar. No parecía el mismo chico con el que discutía a diario.
Y lo peor de todo era que yo tampoco me sentía la misma.
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