40|Agos
CAPÍTULO CUARENTA.
﹙agos﹚
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Las luces se apagaron.
Ana Gabriel terminó de dar su show, cantando la icónica canción de: “Simplemente amigos”, pero solo pocas entendíamos que se refería a un hombre entre el público.
El Club Queen era mi lugar seguro, por Amanda, Mariel, Galo y la enorme cantidad de mujeres enamoradas, despechadas, marginadas y constantemente señaladas. El hazmerreír de toda Argentina junta que todas las noches hacían “SOLD OUT”, por algo que se me hacía irónico. Los mismos políticos, empresarios, mercenarios, cenadores, etc... que intentaban invalidar los derechos de las personas LGBT+, eran los mismos que todas las noches asistían a los shows privados que Amanda organizaba.
—¿Cómo están nuestros invitados y nuestros televidentes? —Amanda saludo a la cámara y a los espectadores—. Esta noche, sus súplicas han sido escuchadas y cumplidas al pie de la letra, pues la invitada de esta noche no ha podido evitar resistirse a volver a los escenarios de esta su casa —los aplausos se extendieron por todo el lugar—. Muchos tienen el placer de conocerla, otros tantos tendrán el privilegio de conocerla. El secreto mejor guardado. La joya mejor pulida de este nuestro Club Queen. La doncella. La princesa. La lujuria de todos los hombres —antes de que Amanda me presentará, todos empezaron a gritar mi nombre—. Ella es Emma.
Mariel termino de arreglarme el vestido, saliendo al escenario con un ramo de flores blancas. La temática era Madonna en la gala de los MTV Video Music Awards (VMAs) en 1984, cantando la canción “Like a Virgin”.
—¿Cómo está el público? —todos se levantaron de sus asientos, acercándose al escenario—. Estoy viendo bastantes nuevas caras conocidas, ¿Cómo están? ¿Qué los trajo a este lugar? —era imposible para mí escucharlos, con los cables en mi espalda y mi ramo de flores, en donde llevaba el micrófono escondido—. Para los que no me conozcan. Soy Emma. No me verán mucho en este lugar, a menos que hagan que los ingresos de nuestra jefa, Amanda, crezcan —el público comenzó a reírse—. ¿En serio creen que es barato traer carne joven de esta calidad? —me pase las manos por mis pechos, abdomen, muslos y trasero—. Hagamos un trato, yo les doy lo que buscan y ustedes a cambio hablan sobre el increíble club nocturno que es Club Queen con sus amigos, ¿Les parece un trato justo?
Me encantaba ser vista de esta manera, deseada e idealizada, porque nadie sabía quién se escondía detrás de los kilos de maquillaje, la ropa provocativa que dejaba todo a la imaginación. El público se volvió loco cuando me saque uno de los tacones y procedí a quitarme el liguero de mi muslo.
—¿Es un trato? —lancé la liga entre la multitud, sin importarme que se desatará una pelea entre el público—. De acuerdo. Solo serán treinta minutos. Aprovechemos este tiempo y descubran porque Emma es mi nombre.
La canción de Like a Virgin comenzó a sonar por todo el lugar, llenando mis oídos, animándome a darme la vuelta y empezar con el espectáculo. Moviéndome de un lado a otro, cantando al ritmo de la canción, sin dejar nada a la imaginación.
Me arrastré por el escenario, puse mis manos sobre mi boca, mis caderas y hasta mis muslos. Procuraba levantar el vestido enseñando mi ropa interior, los tirantes se caían por mis hombros. Después siguieron Material Girl y Like a Prayer, donde me acompañaron algunas chicas con vestidos de damas de honor, igual de excéntricos y estridentes.
—Damas y caballeros, démosle un fuerte aplauso a Emma —Amanda me tomo de la mano y la levantó alborotando al público—. ¿Les gustó su personificación de Madonna? —los gritos no cesaron—. Y eso que muchos no la vieron como la Princesa del Pop.
El público no dejaba de pedirme que me quedará, que les interpretara otra canción de nuestra adorada Reina del Pop o simplemente siguiera moviéndome en el escenario, pero ya no tenía nada que hacer. Todas teníamos nuestro turno de brillar y ya era hora de que me retirará para que el show continuará sin mí.
—¿Quieren que me quedé? —tuve que cubrirme los oídos—. Entonces hagan lo que les dije. Hagan que los ingresos de este lugar crezcan. Recomienden el show a sus amigos. Solo mayores de dieciocho años de preferencia —eran como unas doscientas personas—. Mi nombre es Emma. Qué no se les olvide.
Me despedí lanzando besos al público, caminando hacia los vestidores, primero sacándome los tacones que me había hecho moretones en mis tobillos, luego el vestido, los accesorios y finalmente el maquillaje.
—Niña, niña, niña —me llamo Mariel, entrando a los vestidores—. Amanda se volvió loca. Extendió el show para otras tres horas más.
—¿Qué les he dicho sobre darle alcohol a esa mujer mientras trabaja? No piensa con la cabeza, piensa con...
—Ahora mismo te pido un remís y te vas para la escuela, porque estás no son horas para tenerte aquí metida —me parecía razonable—. Y antes de que se me olvide, aquí está tu dinero por el show de hoy.
—Ya les dije que no necesito el dinero, Mariel —le empujé la mano con el fajo de billetes—. Esto lo hago por amor al arte.
—Nada de amor al arte, usted está laburando como todas nosotras. El dinero no cae de los árboles, ni es regalado —me tomó de la mano, obligándome a tomar el dinero—. No siempre dependerás del dinero de tu viejo. La inflación de este país está cada vez peor y un peso argentino, no es lo mismo que uno mexicano o un dólar.
—Está bien —lo tomé a regañadientes, llevaba viviendo casi tres años en este país y todavía no sabía cómo funcionaba el sistema monetario.
Desde que llegué, papá se hizo cargo de darme el suficiente dinero para que nunca me faltará y siempre me sobrará.
—Ya llegó el remís —me aviso.
—Me voy a despedir de Galo. Me despides de Amanda y dile que me llame mañana —me levanté del tocador.
Cruce el pasillo de los vestidores, luego rodeé todo el escenario y camine por las mesas de los clientes exclusivos del Club Queen que estaban vacías, por el cambio de show. Cuando estuve a punto de abrir las cortinas que daban a la entrada principal, para despedirme de Galo, escuché el llanto de un recién nacido.
—¿Un bebé? —me quedé pensativa—. Ya estás alucinando, Loreto —quise restarle importancia hasta que el llanto se hizo más prominente—. ¿Cómo va a haber un bebé en un club nocturno?
Me regresé entre las mesas, solo para asegurarme de que todo estaba dentro de mi cabeza y que una persona no sería lo suficientemente irresponsable como para meter a un bebé a este lugar.
—¡Bebé! —grité, viendo a un bebé perfectamente envuelto en una sábana, dentro de una canasta de frutas—. ¡Un bebé! ¡Un bebé! ¡Un bebé!
Estaba nerviosa, no sabía que hacer, literalmente era una pequeña vida. Debía tener por lo menos seis meses. Era del mismo tamaño que un cojín de viajes. Sus ojos eran grises. Su piel blanca. Y su escaso pelo rubio.
—¡Hola, bebé! ¡¿Qué haces aquí?! ¡¿En dónde está tu mamá?! —me acerqué, haciendo que llorara con más fuerza—. Perdón, no quería asustarte. Por favor, no llores —empecé a mover la canasta de un lado al otro—. ¿Qué hago? ¿Te dejo aquí? —se dedicó a llorar mucho más—. No te dejo, era broma —me llevé las manos a la boca—. ¿Qué hago, Dios Mío?
Nunca cargué a un bebé en mi vida, pero no tenía que ser diferente a cargar un costal de papás. Lo tomé entre mis manos, tomando su mantita, cubriendo su cuerpo con ella.
—¡Galo! ¡Bebé! ¡Aquí! ¡Bebé! ¡Chiquito! —intenté modular mi tono de voz, pero no pude. Galo se quedó en silencio sin saber qué decir—. ¡Este no es un buen momento para no decir nada, Galo!
Comenzó a hacer señales raras con las manos y a emitir sonidos extraños con la boca que no eran comprensibles, haciendo que el bebé se asustara cuando trate de dárselo.
—¡Lo estás asustando! —lo regresé a mi hombro, comenzando a arrullarlo—. ¡¿Qué hago, Galo?! ¡¿De quién es este bebé?! ¡¿Cómo pudiste dejar meter a alguien con este bebé?! —levanto los hombros, negando con la cabeza—. ¡¿Cómo que no dejaste entrar a alguien con este bebé, si aquí está la prueba?!
De los dos no se hizo ninguno. Galo procedió a cerrar la entrada para ayudarme con la criatura del señor que estaba llorando sobre mi hombro.
—Tú quédatelo. Dile a Amanda lo que te acabo de decir. Busquen a la mamá de este bebé y devuélvanselo —Galo me estaba entendiendo. Puso las manos enfrente para tomar al bebé, pero tan pronto como lo toco empezó a llorar—. Pero que bebé tan más racista. Él es Galo. No tendrá la apariencia más amable, pero es un amor de persona, ¿Me escuchaste, nene?
Galo me tranquilizó tomándome de los hombros. Me hizo una seña de hambre y me apunto al bebé.
—¿Tiene hambre? ¿Y qué le doy? —Galo se golpeó la frente—. Mirá, ya sé. Hagamos lo siguiente —me moví de un lado al otro para arrullar al bebé—. Yo me encargo de este nene por esta noche. Voy a la farmacia, le compro de comer. Y mañana tú te encargas de decirle a Amanda sobre todo esto, ¿De acuerdo?
No teníamos muchas opciones, todo el mundo estaba ocupado, pasaban de las once de la noche. Los clientes comenzaron a golpear la puerta para que se les dejara ingresar y por eso Galo no podía pensar con raciocinio.
—¡Qué no se te olvide, Galo! —grité corriendo a la entrada trasera—. ¿Me puede llevar a la farmacia más cercana?
—Señorita a mí se me indico que usted tiene que llegar al Colegio del Elite Way School —el bebé lloro otra vez.
—Por favor, tiene hambre —lo intenté calmar, poniendo mi dedo sobre su boca—. Ponga todo el tiempo extra en la cuenta de Amanda.
—De acuerdo —fue un verdadero milagro que el truco del dedo funcionará—. Disculpe la indiscreción, pero ¿No es usted muy joven para tener un bebé?
—N-no, no, no —me puse nerviosa—. N-no es mío.
—No quise ser imprudente, pero tampoco está bien que las personas nieguen a sus hijos. Desde aquí puedo ver lo bonito que le salió —y ahí me surgió la duda.
Le desabroché el pañalero, junto con el pañal, descubriendo sus partes íntimas, dándome cuenta de que se trataba de una niña. Una sonrisa se dibujó en mis labios, volviéndola a acostar sobre mi hombro.
—Es una niña —lo corregí.
Cuando llegamos a la farmacia, me baje rápidamente a tocar a la ventana. Una mujer adulta nos atendió y al vernos, nos abrió las puertas para refugiarnos de la noche.
—¿Qué busca?
—Comida, pañales, vitaminas, antihistamínicos, penicilina, expectorantes —ni siquiera sabía lo que decía.
—¿Mamá primeriza? —quería matarme—. ¿Cómo se llama la criatura?
—¿Su nombre? —la miré intentando adivinar de que tenía cara, haciendo que volteara a los lados para darme inspiración—. A-Ag... os... t-tina...
Al principio iba a decir agosto, no se dé donde me saque el “tina”.
—¿Agostina? —repitió.
—S-sí... Agostina —asentí, débilmente—. Me... me gusta —trataba de convencerme de eso—. Le decimos Agos de cariño.
—Había escuchado Agustina, pero ¿Agostina? Esta es la primera vez —no sabía que quería que respondiera—. Es un nombre muy bonito —dijo—. ¿Es de familia?
—No, no... —pause de nuevo—... solo se me ocurrió... —me rasqué la nuca—. Me pareció poco común.
La señora se rio de mi explicación, acercándose a la bebé para acariciar su cabello, dejando un beso en su cabecita, repitiendo lo mismo conmigo. Me pareció un acto de generosidad y solidaridad, pues no solamente me consiguió todo lo que le pedí, también me explico la preparación de la leche en polvo.
—Mira niña, a unas cuantas cuadras de aquí, hay una tienda de ropa para recién nacidos a precios económicos, pueden proporcionarte una pañalera para meter todo lo que compraste aquí —nos abrió la puerta, acompañándonos al auto para meter la bolsa en el asiento de adelante—. Vengan los dos —nos pusimos frente a la señora—. Del padre, del hijo y del espíritu santo —nos persignó al bebé y a mí—. No importa que hayas tenido que pasar en el pasado para llegar aquí, lo que importa es que llegaste aquí.
Sabía que se refería al bebé, pero no pude evitar sentirme identificada.
—P-pasé por tantas cosas —la voz se me quebró.
Nos abrazamos.
—Pero ahora estás aquí —me quitó el cabello de la cara—. Ambas están aquí.
Nos ayudó a subirnos al auto, poniendo su mano sobre mi cabeza para que no chocará con el techo, finalmente nos despedimos desde el parabrisas trasero con la mano. Ni siquiera me dejó pagarle por las cosas que le pedí, haciéndome sentir mal.
Llegamos a la tienda de ropa de segunda mano, comprando los conjuntos más nuevos y limpios que tenían, al igual que zapatos, baberos y la pañalera para echar todo adentro.
—¿Me puede meter todo aquí adentro? —escogí la pañalera más bonita, era como de Rosita Fresita—. Necesito cambiarle el pañal a esta bebita preciosa, ¿Verdad que si, Agos?
—Por favor no me ensucie el remís, Señorita —me cubrí la nariz cuando le desabroche el pañalero.
—¿Qué comiste, Agos? Qué horrible huele —tenía ganas de vomitar—. ¿Puede bajar la ventana? Creo que me voy a vomitar.
—¿Nunca ha cambiado un pañal, Señorita? —negué con la cabeza.
El señor se estacionó, sacándome del auto, tomando un pañal, toallitas húmedas y una pomada, diciéndome que prestará mucha atención.
—¿Y qué hago con esto? —apunté el pañal sucio.
—Lo tira —lo arrebato de mis manos y lo lanzó sin más.
—¿Eso no es ilegal? —tomé a Agos entre mis manos quien parecía más animada.
—¿Usted va a denunciarme? —buena pregunta.
—Gracias por cambiarla. Siempre quise tener una hermana menor, pero no quería que fuera tan pequeña —el señor me ayudó con la pañalera.
—¿La seguirá negando, Señorita? —terminó de guardar los pañales, las toallitas y la pomada en la pañalera—. Miré, yo a su edad estaba acompañando a mi mujer en la labor de parto. Me arrepiento de muchas cosas que no pude hacer en esta vida, pero ¿De mis hijos? Jamás.
—Que curioso, mi papá me abandono cuando tenía seis años y regreso apenas hace casi tres años —el señor se quedó en silencio—. Felicidades, es usted el primer buen padre que conozco.
El resto del viaje nos mantuvimos en silencio, disfrutando de la compañía del otro, sin que él insistiera sobre el tema de mi supuesta hija y sin que yo lo incomodara sobre mi trauma parentesco.
—¿Cuántos hijos tiene? —pregunté apenas llegamos al estacionamiento.
—Cuatro y uno en camino —se me fue el aire de mis pulmones.
—Uno está bien, dos voy de acuerdo, pero ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cinco? —me parecía una barbaridad—. Tomé todo este dinero y vaya y cómprele algo bonito a su mujer —me acomode a Agos en el pecho, apoyando la pañalera en mi hombro—. Después llamé a la Señorita Mariel Marchesi por la mañana y dígale que Loreto D'Amico lo recomienda para ser el chófer personal de su club.
—¿Lo dice en serio? —asentí, abriendo la puerta del auto—. No, no puedo aceptarlo, yo...
—Si, si puede aceptarlo y lo va a hacer porque el dinero no cae de los árboles y cada día el peso argentino se devalúa más —lo obligue a tomar el dinero, como Mariel había hecho conmigo—. Además, usted cambió el pañal de esta bebé, esto aquí y en china debió valer muchísimo dinero.
—Créame cuando le digo que no está bien remunerado.
—Entonces hagamos un sindicato —salí del auto, asegurándome de que no hubiera moros en la costa—. Tengo que entrar, pero me gustaría volver a verlo, señor papá de cuatro hijos y medio, dueño de un remís.
Me despedí cubriendo a Agos con la mantita con la que la encontré, no quería que se me enfermara. No había señales del guardia de seguridad, preguntándome si las chicas hicieron de las suyas para que así fuera. Camine con sigilo hasta llegar a la entrada principal, cruzando la puerta.
—Tengo que llevarte a la cafetería porque necesito prepararte tu biberón —susurré, dando pasos largos y lentos con dirección a la cafetería.
—¿No ibas a visitar a tu tía, Lory? —cerré los ojos con fuerza, maldiciendo con todo el abecedario en maldiciones.
—Justo vengo de visitarla —me mantuve quieta, sin hacer un movimiento brusco—. ¿No se suponía que ibas a ir a la fiesta de Marizza?
—No tenía razones para quedarme —sentí sus pisadas acercarse—. No estabas vos.
—Pero de seguro estaba Thomas, tu otro amigo, Mía, Felicitas y Vico —hablé con nerviosismo, alejándome de su cercanía.
—Tal vez me hubiera divertido si alguien me hubiera dejado tomar —mis piernas me fallaron, quedándome pegada en el suelo—. ¿Por qué traes esa mochila de una nena de cinco años?
—Porque me gusta y porque soy una nena, ¿Contento? —cubrí con mi cuerpo a Agos—. ¿Quieres que te felicité por no hacerle daño a tu cuerpo? Está bien. Felicidades. Ahora, no me sigas —intenté subir las escaleras.
—Estás muy misteriosa, nena. ¿Y por qué traes esa sabana en el pecho? ¿Qué llevas ahí? —se comenzó a acercar.
—No es de tu incumbencia —alcé la voz corriendo por las escaleras—. Son cosas de mujeres —se hizo una persecución entre Pablo y yo—. Toallas femeninas, tampones, cremas depilatorias, jabones íntimos...
—¿Y por qué huyes? —continúo persiguiéndome escaleras abajo, dando la vuelta al pasillo para bajar a recepción—. Detente, nena.
—... protectores diarios, compresas nocturnas... —seguí nombrando productos de higiene femenina—. Cosas que no son de tu incumbencia.
—Te tengo —me alcanzo, tomándome de los hombros, obligándome a mirarlo a los ojos, y cuando estuvo a punto de quitarme la sabana la bebé se quejó—. ¿Qué fue eso?
—hip... hip... Fui yo... hip... hip... —fingí el sonido del hipo.
—No, no es cierto —negué con la cabeza para desmentirlo, pero la bebé se volvió a quejar—. ¡¿Viste que no era cierto?!
—Shh... Vas a despertar a todo el Colegio, nene —lo mandé a callar.
—¿Qué traes ahí? ¿Qué es llevas en esa sabana, Loreto? —intenté huir, pero fue demasiado tarde, Pablo me sujeto de los brazos y me quitó la sabana descubriendo a la bebé—. ¿Un bebé? ¿Qué haces con un bebé en la escuela? ¿Te volviste loca?
—¿Bebé? ¿Qué bebé? Aquí no hay ningún bebé —fingí demencia retrocediendo, pero volvió a tomarme del brazo—. ¡Claro que es una bebé, idiota! ¡¿Qué más va a hacer?!
—Shh... ¿Por qué tenés un bebé? ¿De dónde salió este bebé? —estaba igual o hasta más confundido que yo cuando me encontré a la bebé.
—Bueno, Pablo. Los bebés vienen de la unión entre la mamá y el papá...
—¿Sos idiota? Claramente no me refería a eso —se llevó las manos a la cara de la frustración—. ¿De quién es ese bebé? ¿Por qué tienes un bebé?
—Está bien —alcé la voz, obligándolo a soltarme—. No quería que lo supieras de esta manera, pero esta bebé es mía de mí...
—¡Me estás cargando! —gritó provocando que Agos se asustara.
—La estás asustando, imbécil —susurré, arrullando a la bebé.
—Ese bebé no es tuyo, nena. Tenés diez segundos para decirme de donde sacaste a ese bebé si no querés que vaya y le diga al director sobre su existencia —me le quede mirando, pensando en si sería capaz de hacerlo.
Mantuve el silencio, inventando una historia creíble de como encontré a esta bebé sin mencionar el club nocturno. Al parecer Pablo si estaba contando, ya que pronto pasaron los diez segundos comenzó a caminar al despacho de Dunoff.
—¡Me la encontré tirada! —grité, haciendo que se detuviera.
—¿Tirada? —preguntó interesado, caminando devuelta hacia mí.
—Mi tía me pidió un auto, pare en una tienda de conveniencia y la encontré en una canasta de frutas envuelta con esta mantita —hice un esfuerzo sobrehumano para no trabarme al hablar—. No podía dejarla abandonada a su suerte. Digo, solo mírala —me acerqué a enseñársela—. Es solo una bebé que acaba de nacer, ¿Qué daño le ha hecho a alguien para dejarla a su suerte?
Pablo se quedó sin palabras, se acercó a nosotras, tomando la cara de la bebé entre sus manos y por un segundo, lo vi sonreír. Hasta que una voz masculina se extendió por toda la recepción, haciendo que Pablo nos mandará a escondernos debajo de las escaleras.
—¿En qué lío me he metido, Agos? —la bebé no se inmutó con mi pregunta—. ¿No tienes hambre? ¿Por qué duermes tanto?
Le acaricié la cabeza, cubriendo su pequeño cuerpecito con la manta y una idea cruzo por mi cabeza. La puerta se abrió, poniéndome los nervios de punta.
—Soy yo. Soy yo, nena —se trataba de Pablo, entrando con nosotras al cuartito que estaba debajo de las escaleras—. Era Dunoff, estaba buscando al mocoso que Marizza metió al colegio y alguien llamo a la policía para reportarlo.
—¿Y de quién es la culpa de que Dunoff esté buscando a ese chico imaginario? —no pude evitar enojarme—. ¿Por qué tenías que abrir tu enorme bocotá, Pablo? ¿En verdad no tienes ni tantita consideración por un nene?
—Ese mocoso que vos defendés, es el mismo que te fue con un cuento a medias. Además, todavía no me he cobrado lo de las piedras y que se me tirará encima el salvaje ese —rodeé los ojos.
—No puede ser. Estás peleando con un niño y el niño va ganando —me reí por la ironía.
—Que graciosa, nena. ¿Por qué mejor en vez de reírte empiezas a buscar la forma de convencerme de no irte a buchonear con el director? —la risa se fue.
—¿En serio me estás chantajeando? —se me vino un déjà vu—. Te recuerdo que la última vez que trataste de chantajearme no te salió muy bien que digamos, Pablito —se sentó junto a mí—. No tengo tiempo para esto. Dime lo que quieres y que sea rápido. Agos tiene hambre.
—¿Agos? —preguntó en una risa.
—Sí. Agos. Necesitaba un nombre. Porque no es UN bebé. Es UNA bebita —lo corregí—. Habla rápido, nene. Dime lo que quieres y terminamos esto de una buena vez por todas —estaba nerviosa.
—¿Por qué tan apurada, Lory? ¿Es que acaso estás nerviosa? —me tomo del mentón, obligándome a mirarlo.
—N-no me hagas perder el tiempo, Pablo —aparté la mirada, avergonzada de mí poca compostura.
—Entonces, Agos tiene hambre —me la quito de las manos—. Pero mirá nada más que linda bebé —no se que me sorprendió más, escuchar hablar a Pablo así o que Agos no llorara ante su toque—. Igual de linda que su mamá postiza.
—No es divertido —precisamente esto era lo que había pensado.
Una familia.
Una familia con Pablo.
—¿Por qué no es divertido? —Pablo se encargo de levantar a la bebé, haciéndola reír—. ¿Esto es solamente temporal, no?
—Si, mañana planeo llevársela a mi tía —quise arrebatársela de las manos, pero la alejo de mí—. Es suficiente, Pablo. Dame a la bebé.
—Querrás decir a nuestra bebé, porque si vos vas a ser la mamá postiza, entonces yo quiero ser el papá postizo —sentí como mis mejillas ardían.
—Puedo perfectamente ser una mamá postiza soltera. No necesito a un hombre. Dame a mi hija, yo la encontré, le compré todas estas cosas con mi dinero, ¿Tú qué hiciste? —me abalance sobre él, teniendo cuidado de no lastimar a Agos.
—No estaba enterado, porque de haberlo sabido no te hubiera dejado gastar un solo peso de tu bolsillo en nuestra bebé —unas mariposas inundaron mi estómago—. Quiero cuidarla con vos, todo el tiempo que esté aquí en el Colegio.
—Estás loco —negué repetidas veces con la cabeza.
—Vos no te quedas atrás, eh —acomodo la sabana de Agos en el suelo, dejándola jugar con las cierres de la pañalera—. ¿No querés que te buchoneé con Dunoff? Entonces déjame cuidar de Agos contigo.
Nos quedamos mirando el uno al otro, nuestras bocas están cercas la una de la otra. Su aliento chocaba con el mío. Nos acercamos hasta rozar nuestras narices.
—Está bien —me alejé, cubriendo mi cara—. Ayudame a cuidarla hasta mañana —lo mire por el rabillo del ojo, viendo como hacia un berrinche—. Tenemos que ir a la cafetería, tengo que prepararle su leche y calentarla en el microondas.
—Dejá primero voy yo y así me aseguro de que no haya nadie —asentí, tomando a Agos entre mis manos—. No me tardo.
Pablo salió del cuarto, dejándome con el pensamiento de lo mal que esto podría salir o de lo bien que podría servir para ambos.
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