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El capitán Bligh

Su voz, vigorosa, vibrante y un poco áspera, denotaba una vitalidad poco usual. Su comportamiento era el de un hombre resuelto y valiente, y en su mirada reflejaba una seguridad en sí mismo que pocos hombres poseen.

El motín de la Bounty, de Charles Nordhoff y James Norman Hall.

Al día siguiente, la tripulación fue nuevamente convocada por Montero en el puente; esta vez para que Bligh describiese nuestro nuevo destino.

Al contemplarlo moverse nervioso a través de la escotilla transparente en el Santuario de la nave, confirmé mis sospechas de que el capitán Bligh también era un cefalópodo europano. Otro habitante de las profundidades marinas de Europa. Era de menor tamaño que Ahab, pero podría superar los cinco metros. Tenía un tono de color distinto, más pálido. Podría decirse incluso que parecía más joven: decididamente, no era Ahab. Su sonido al comunicarse sonaba algo grave, más como un tac tac tac que como el tic tic tic de Ahab. La interpretación que realizaba de los sonidos el TRADUCTO 2.3 sonó enseguida:

Mi nombre es Yum Klem [Tres silbidos cortos y uno largo], pero para que ustedes —infradotados humanos— puedan pronunciar mi nombre, he adoptado el de capitán Bligh.

Sustituyo a mi padre, el capitán Ahab, a quien la edad y el estado de salud han impedido retomar el control de la Stella Maris.

Recordé entonces que la esperanza de vida de un europano no solía superar los quince años de edad.

Pero no piensen que esto será un problema. Por el contrario, antes de retomar el mando de la nave, he dialogado largamente con mi padre. Estoy bien informado y conozco al detalle la situación. Sepan que no se volverán a tolerar las actitudes que ensombrecieron la última travesía de la Stella Maris.

Me entristece que la tripulación aprovechase en su beneficio el carácter manso y amigable del capitán Ahab. Sepan que el nuevo capitán que les habla será duro como una roca y tenaz como un depredador hambriento. Les advierto. Yo carezco del temperamento tranquilo y conciliador de mi padre.

De cualquier forma, en un gesto de buena voluntad, la insubordinación del primer oficial José Montero y el sabotaje del motor llevados a cabo por el jefe de máquinas Manuel Maraña —ocurridas durante la persecución de El Ophir— serán olvidadas por el momento. Durante estas semanas no han desembarcado en Nueva Colombia, permaneciendo en la nave para facilitar su reparación y, en justo reconocimiento, he de decir que han realizado un excelente trabajo con la nave.

Ni Montero ni Maraña contestaron a las obvias mentiras. La marinería tenía firmada una cláusula en sus contratos por la que no podían abandonar la Stella Maris. Estábamos condenados. Por su parte, los oficiales Beatriz e Irene habían salido huyendo de esta nave funesta, y nadie les podía reprochar nada; yo también lo habría hecho de haber podido. Sin embargo, Montero y Maraña habían permanecido, a pesar de haber podido marcharse. Era un vil chantaje. En cualquier tribunal del Espacio, en un juicio de insubordinación o amotinamiento, la palabra del capitán de una nave valía más que la de toda la tripulación junta. A Ahab le habría sido muy fácil condenar al contramaestre y el jefe de máquinas a la pena de prisión, o peor.

Las continuas insubordinaciones que sufrió mi padre, el capitán Ahab, durante el último viaje no serán permitidas por más tiempo. Piensen que, a partir de ahora, cualquier leve acto de amotinamiento será castigado con la mayor severidad posible. No habrá tolerancia con sus tretas y sus trucos.

La disciplina será estricta. Esta nave será gobernada con mano de hierro.

¿Tienen alguna pregunta?

La invitación de Bligh era pura formalidad. Era claro que no deseaba ser preguntado. Él prefería escucharse a sí mismo. Permanecimos todos en silencio.

Muy bien. Continuemos. Hablemos de lo que todos ustedes quieren oír. Hablemos del destino de nuestra travesía. Les diré lo que probablemente ya han adivinado.

En el anterior viaje, ustedes, humanos incompetentes, volvieron con las bodegas vacías. Sin beneficio y sin honor. Además, tuvieron la impertinencia de retornar vivos, cuando habrían podido tener la dignidad de morir en el Espacio.

Su muerte habría aportado una brizna de decencia a la situación, permitiendo a la naviera propietaria de la Stella Maris la posibilidad de cobrar el suculento seguro del naufragio. Pero no, ustedes, humanos caprichosos, ustedes quisieron sobrevivir, y eso ha situado a la naviera en una posición financiera sumamente delicada.

Y, mientras hablaba así con su vehemente tac tac tac, nos señalaba acusadoramente con un tentáculo:

Sepan que esto ha supuesto un grave problema. A las pérdidas operativas ha habido que añadir los cuantiosos costes derivados de la reparación de la nave, nave que ustedes estropearon más allá de todo lo imaginable...

Estábamos todos expectantes.

Pero yo lo he arreglado. Yo, humanos, he conseguido encontrar un grupo económico europano muy pudiente que ha sufragado la mayor parte de los numerosos gastos, ayudando a nuestra sufrida naviera.

A cambio de esa enorme ayuda, ese grupo de inversores científicos ha impuesto sus condiciones:

Primero. Dejamos de ser una nave minera para empezar a ser una nave científica. Dadas las circunstancias, la presencia del doctor Trinidad será muy valiosa.

Ahora entendía lo que había dicho Montero sobre Serafín. Sin embargo, a nadie se le escapaba que la Stella Maris seguía siendo la misma, por mucho que dijeran que era una nave científica.

Segundo. El destino de esta misión será, obviamente, científico: nada menos que el último planeta.

No entendíamos nada.

—¿Cómo? —preguntó César.

—¡Qué! —dije yo.

—What? —dijo Ben.

Vi el más absoluto pavor dibujado en el rostro de todos.

El planeta nueve, humanos, obviamente el planeta nueve.

—Eso no tiene sentido —dije, oponiéndome a esa posibilidad—, el planeta nueve es el último planeta. Está lejísimos, más allá de los límites de las zonas colonizadas, moviéndose por la parte más salvaje del sistema solar...

Montero me puso su mano encima del hombro, a modo de advertencia. No era prudente contradecir demasiado al capitán Bligh.

¡Cállese, estúpida navegante! No me gusta usted. Tendré en cuenta su impertinencia. El noveno planeta es un astro más y, como tal, ha de ser estudiado. No aceptaré nada inferior al planeta nueve. El progreso de la ciencia lo exige.

Un frío silencio congeló el puente. Nadie se atrevía a pronunciar palabra, ni siquiera el contramaestre.

¡Navegante Vargas! Quiero ventana de salida, rumbo y velocidad de intercepción con el planeta nueve.

¡Y lo quiero ya!

Al oír la petición, sentí que un escalofrío recorría mi columna. Empezaron a  temblarme las piernas. Tenía que diseñar una ruta muy difícil de trazar en el Espacio...

—Señor capitán Bligh —acerté a responder tras reponerme—, lo que usted solicita es algo de la mayor complejidad. Necesitaremos algunas horas para contestarle adecuadamente.

¿Cómo horas?

—Con el debido respeto —me apoyó Montero en mi respuesta—, señor capitán Bligh, es verdad lo que asegura la navegante Vargas. Necesitaremos unas cuantas horas para trazar esa ruta en el Espacio. Es de lo más complejo.

Bligh pronunció sus palabras casi susurrando, en voz baja, con un tac tac tac amenazante, similar al de un volcán justo antes de la erupción:

No me engañan ustedes. No piensen ni por un segundo que conseguirán confundirme con sus sucias tretas. Lo sé todo: sé que todos ustedes están conchabados en esta insubordinación. Pero se equivocan. Se equivocan mucho. No están ustedes tratando con mi padre, el afable capitán Ahab. Por el contrario, humanos, se están dirigiendo ustedes a su hijo más querido, también el más temible...

—Gerardo —intervine.

Su pausado y peculiar tono de voz inundó el puente:

Buenos días, soy Gerardo, la inteligencia artificial técnica de la Stella Maris. Hoy hace un magnífico día. ¿En qué puedo atenderles?

—Ruta de intercepción con el planeta nueve, Gerardo —dije.

Ahorita mismo me pongo con ello, navegante Vargas. Hum, no es sencillo. Hay varias posibilidades. Habría que analizar bien las diferentes trayectorias... Necesitaré previamente realizar algunos cálculos. En diez horas puedo plantear la derrota optimizada.

—Ha podido usted comprobarlo —expliqué—. No mentíamos, señor capitán. No es un tema fácil.

De acuerdo, tienen doce horas, pero no aceptaré más retrasos.

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