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Desesperación

¡Un infierno! Supongo que todavía me quedaba, en el fondo de los pensamientos, alguna esperanza. No sé. Pero entonces todo terminó. Me enfureció tanto verme atrapado de esa manera... Estaba colérico, como si me hubiese tendido una trampa. ¡Estaba atrapado! Y la noche, además, era calurosa, recuerdo.

Lord Jim. Joseph Conrad.

—Como capitán y oficial al mando del USS Alabama, le ordeno poner al X.O. bajo arresto con el cargo de amotinamiento.

Marea roja, película dirigida por Michael Schieffer.

El contramaestre Montero nunca abandonaba el puente de la nave. Estaba allí noche y día: él dormía allí. Se le veía cansado hasta el agotamiento, y quise acompañarlo durante su turno de guardia. A través de la escotilla del santuario observaba atentamente al capitán Bligh. Estábamos a solas con él y Montero decidió volver a intentarlo. Otra vez:

—Señor capitán Bligh, ha llegado el momento de que, con lo poco que queda de motor, retomemos nuestro rumbo base y nos dirijamos a Nuevo Brasil, en Encélado, tal como teníamos previsto antes de ser atacados por el pirata.

Pero el cefalópodo volvía a hacerse el remolón con su monótono tac tac tac:

No estoy seguro de ello.

Lo recuerdo perfectamente. Por un segundo, Montero sintió que las fuerzas le fallaban. La falta de sueño, la tensión de la batalla, el pobre Serafín, Maraña y Ben gravemente heridos... Todo se acumulaba. Él respondía por la tripulación y eso le afectaba en lo más profundo de su buen corazón. Estoy segura de que pensaba que estaba fracasando en sus responsabilidades.

Sus emociones eran transparentes. No se sentía con la paciencia necesaria para tratar con el terrible capitán Bligh. Pero se obligaba a hacerlo. Lo tenía que intentar otra vez, otra maldita vez. A pesar de lo mucho que odiaba a ese infame cefalópodo. A pesar de todo, lo intentaría las veces necesarias. Tenía que convencerle. Hizo un esfuerzo supremo para no gritar enfurecido, y volvió a esforzarse en explicarselo de nuevo, actuando con torpeza:

—Estoy cansado, señor capitán. Estoy muy cansado. Creo que todos necesitamos un buen descanso. Deberíamos fondear cuanto antes en Nuevo Brasil.

Pero el terrible cefalópodo no cedía, inalterable como la estrella polar:

Se lo recuerdo. La propuesta inicial de la navegante Vargas era parar brevemente para repostar propelente y, desde allí, salir disparados como una centella hacia el planeta nueve, en un viaje de más de cien años...

—En estas condiciones, no parece posible, señor capitán Bligh. Hay que buscar un puerto para sanar a los heridos y dar descanso eterno a los fallecidos.

Pero eso no fue lo hablado. Ya me avisó mi padre el capitán Ahab de que no me fiase de ustedes. Son todos unos traidores. Usted también, contramaestre. Usted también.

Los humanos no son gentes de fiar. Mentirosos y pendencieros, así son ustedes. Gentecilla sin palabra y sin honor. Siempre buscando el conflicto, nunca la concordia.

Y le digo más. Ya no me engaña. Usted, contramaestre Montero, es el peor de todos. No me confundirá más con sus halagos y sus lisonjas vacías.

—Señor capitán Bligh, por favor, reconsidere su postura. Hay numerosas averías, el responsable de hábitat ha fallecido, y el jefe de máquinas no está en condiciones de ocuparse de nada. Los drones externos están averiados. Podría haber graves problemas estructurales en la nave de los que ni siquiera somos conscientes. En cualquier momento, la Stella Maris puede perder la integridad, colapsar y matarnos a todos.

Se cree usted que no me doy cuenta de su forma sibilina de actuar, siempre sospechosa, en todo momento cuchicheando e intrigando contra mi, a mis espaldas. Todos ustedes están conchabados en mi contra para ponerme en ridículo. Se lo recuerdo: es la muerte lo que espera a los insubordinados, amotinados y sediciosos.

Partiremos hacia el planeta nueve, quiera usted o no. De hecho, no me atrevo a dirigirme a Nuevo Brasil, tal es la desconfianza que tengo en ustedes. Son capaces de amotinarse.

Desde su infinito cansancio, Montero volvió a repetir las obvias razones que justificaban su petición. Su voz sonaba triste y pausada:

—Antes deberíamos reparar nuestra maltrecha nave, señor capitán. No estamos preparados para nada. No ya para un viaje de más de cien años como usted propone, no lo estamos siquiera para un viaje de un mes. El fallo catastrófico podria ser inminente.

La naviera está en quiebra, contramaestre. No hay dinero para reparaciones.

—No lo entiende, señor capitán. Tenemos que dirigirnos a Nuevo Brasil. La nave está muy dañada y puede despresurizarse en cualquier momento, perdiendo la estanqueidad...

No. Es usted quien no lo entiende. Después de todo, usted es tan solo un ser humano.

En ese momento, desde su tristeza insondable, el primer oficial de la Stella Maris y contramaestre José Montero supo con absoluta certeza que nunca más volvería a Bengaluru. Su mente, a menudo serena y sensata, se vio inundada por los pensamientos más oscuros que puedan imaginarse:

—Nunca volveré a abrazar a mis hijos, Rebeca —dijo, volviéndose hacia mí.

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