XXX. Las campanas
Estaba horrorizada. Desolada, cubierta de sangre y cenizas. Lo único limpio y distinguible en su cara eran los dos caminos creados en cada una de sus mejillas por las lágrimas que caían, una tras otra. En sus manos había un puñal manchado de sangre, probablemente se trataba del arma que siempre guardaba en su bota derecha. Sus manos estaban llenas de sangre también, pero no de la suya. ¿De Cersei quizá? No estaba segura. Su cuerpo temblaba y amenazaba con desfallecer en cualquier instante y los rugidos de Drogon y Rhaegal no ayudaban en nada. La Fortaleza Roja se desmoronaba pedazo a pedazo por culpa del fuego. Ningún lugar era seguro en aquellos momentos. La ciudad estaba devastada, siendo consumida por las llamas.
Mayleen no quería mirar hacia adelante porque no quería ver la escena que se mostraría ante ella. Creía que iba a ser fuerte, que se enfrentaría a cada obstáculo en su camino, pero no podía. Continuaba batallando dentro de sí misma para recordarse que ella no era la persona que Ramsay Bolton una vez creó. No era una asesina, era Mayleen Stark, la Leona del Invierno. Cuando por fin tuvo el valor de alzar la mirada, se encontró con esos ojos, aquellos iris verdes que había heredado de ella. Allí estaba Cersei Lannister.
Los dos dragones sobrevolaban la ciudad a toda velocidad, destruyendo todo a su paso. ¿Qué estaba pasando? Las campanas habían sonado, no una ni dos veces, sonaron sin parar hasta que una desquiciada Daenerys de la Tormenta dirigió un nuevo ataque contra una ciudad que se había rendido. No tuvieron posibilidad alguna contra su ejército y el norteño, menos todavía cuando todos los escorpiones habían sido reducidos a cenizas. En cuanto los mercenarios vieron a los dos reptiles adultos volar en su dirección, los únicos que continuaron luchando por los Lannister fueron los capas doradas y los pocos seguidores que les quedaba a la casa que una vez perteneció a Tywin.
La escena de aquel encuentro familiar estaba siendo de lo más macabra. Mayleen lloraba sin consuelo, con la daga manchada aún en sus manos; Cersei con la mayor expresión de desesperación y dolor que su hija nunca había visto. Llevaba sus manos al vientre, recordando que creaba una vida en su interior; por último, Jaime, todo cubierto de sangre por su anterior pelea con Euron Greyjoy en una de las entradas secretas a Desembarco del Rey. Allí estaban los tres, los últimos de su pequeño núcleo familiar. Padre, madre e hija reunidos una vez más..., pero en aquella ocasión, Mayleen estaba allí para acabar de una vez por todas con lo que llevaba años diciendo que iba a terminar. Cersei lo sabía, Jaime también. La más joven sostenía el puñal con fuerza, amenazante, decidiendo y batallando en su interior. Podía ser que algunos años antes, si nunca hubiera conocido a Ramsay, la joven no se encontraría en aquella posición, nunca habría aprendido a luchar como una guerrera, nunca sabría que era capaz de arrancarle la vida a alguien con un solo movimiento. Ya era consciente de ello, pero era su madre. Ella le trajo al mundo.
—No lo hagas, hija —la característica voz de Jaime sorprendió a Cersei; sin embargo, la más joven apena se inmutó, aunque su labio comenzaba a temblar.
—¡Llevo años esperando este reencuentro! No... no puedo... una vez juré que si te volvía a ver, acabaría con esto. ¡Cuántos años te he culpado de mi desgracia, madre!
Aquella era la primera vez en años que Mayleen denominaba a su madre como tal. Tanto fue así que el propio padre de la rubia se sorprendió al escuchar esas palabras salir de su boca.
—Suponía que algún día me llegaría la hora de afrontar todos los errores que he cometido contigo. No son pocos y, aunque decidas no creerlo, han pesado en mi conciencia día tras día, martirizándome y haciéndome preguntar qué hice mal.
Cersei comenzaba a flaquear, su voz se quebraba, sus ojos se volvían cristalinos. Ante sus ojos estaba teniendo lugar la escena que nunca quiso haber imaginado: su hija, vuelta en su contra; Desembarco del Rey envuelta en llamas, siendo devorada por el caos y el miedo; y su hermano, el gran amor de su vida, quien no era capaz de decidir en aquel momento lo que debía hacer.
—Todo cuanto he querido, ¡lo he perdido! —lloraba Mayleen, sollozando—. Al amor de mi vida, a mi hijo, el amor de una madre... No sabes lo que he sufrido en silencio cada vez que veía tu cara el día que me vendisteis a los Bolton, cuando te confesé la muerte de mi único bebé —la chica bajó el arma, dejando que ambos brazos cayeran por gravedad. Los escalofríos de su cuerpo se volvían cada vez más exagerados. Tras tantos años, volvía a parecer una chiquilla de quince años, asustada y angustiada. A Cersei se le partió un poco más el corazón—. ¿Qué clase de madre hace esas cosas?
—¡Oh mi pequeña! —susurró con la poca fuerza que le quedaba a la Lannister, quien también lloraba sin cesar—. No sabes cuánto lo siento.
La madre de Mayleen se acercó con cautela a la joven para atraparla entre sus brazos. Mayleen le correspondió, no recordaba el tiempo que había pasado desde la última vez que sintió a aquella mujer ofreciéndole cariño... fue entonces cuando Cersei se hizo con la daga de su hija.
Las huestes estaban preparadas frente a la puerta. Jon Nieve y Gusano Gris encabezaban las tropas, Mayleen les seguía desde una segunda fila, acompañada por Brynden y Davos en sus flancos. En la entrada de la ciudad se hallaba un gran grueso de la Compañía Dorada, todos tan relucientes como su nombre indicaba. Para comenzar la batalla, el ejército de Daenerys debía esperar la señal.
Por otro lado, Arya, Sandor y Jaime Lannister —liberado en la noche anterior por su hermano pequeño—, se colaron en la ciudad horas antes, de forma que pudieran cumplir cada uno con su misión, aunque el Lannister no estaba seguro sobre cuál sería su decisión final.
El ambiente era tenso, todos se preguntaban si Daenerys había comenzado ya su ataque desde el aire, pues su idea inicial era destruir la Flota del Hierro. Allí era donde de encontraba la mayor parte del grueso de los escorpiones.
—Recordad, si tiñen las campanas, parad el ataque —recordaba Jon Nieve a todos los soldados, sabiendo que únicamente le escuchaban las huestes norteñas.
Un coro de gritos le hizo saber que así habían atendido.
Los minutos corrían, la tensión en el ambiente era cada vez mayor, los soldados se miraban unos con otros, preguntándose cuándo era el momento adecuado. Los Dothraki encabritaban sus caballos en símbolo de fortaleza, tratando de mermar la seguridad de los mercenarios. Entonces Jon miró hacia atrás, buscando la mirada cálida de Mayleen. Esta le correspondió, pero no eran sus ojos melosos los que le observaban, sino otros ensombrecidos que parecía que se dejaban llevar por la ira. No la culpaba por aquello. Ella no se lo había dicho, pero Jon sabía que aquella conquista era mucho más que importante para su amiga, quizá la más importante. Ese mismo día, Mayleen decidiría muchas cosas.
Entonces, la muralla explotó, matando en el instante a cientos de mercenarios. Drogon había abierto las puertas de la ciudad.
Los primeros en cargar fueron los jinetes, que acabaron con las vidas de varios soldados de la Compañía Dorada a su paso. La infantería de Jon y los Inmaculados de Gusano Gris les aiguieron a continuación.
Drogon y Rhaegal causaban terror allí donde pasaban. Toda la ciudad gritaba cuando la sombra de los reptiles les ocultaba el sol. Mayleen se daba cuenta a la vez que batallaba con algunos de los hombre de Essos. Llegaban por montones, pero su ejercito era más numeroso, pues cuando los mercenarios llegaban al grueso de Jon y Gusano Gris, tan solo unos pocos luchaban. En aquel momento, Mayleen sólo había blandido la espada para matar a tres hombres. Fue cuando encontraron una gran masa de capas doradas, dubitativos, a la espera de qué hacer.
La población de Desembarco del Rey comenzó a gritar que por favor sonaran las campanas. Una y otra vez, sin parar.
Daenerys había hecho posar a su dragón en un tejado, a la espera de que todo acabase, de que las campanas sonaran. El tiempo transcurría muy lento, incluso los soldados de la reina soltaron sus armas, se habían rendido. La ciudad había caído.
Y las campanas sonaron. Varias veces.
Todos contuvieron el aliento, esperaban a las reacciones de dragones y Khaleesi. La mujer parecía respirar con agitación, en varias ocasiones parecía incluso que le costara. Tyrion estaba preocupado, no le gustaba la mirada de desconfianza que la reina le profesaba a la Fortaleza Roja, casi estaba esperando lo peor. Y fue cuando la locura emergió. Drogon tomó impulso para retomar el vuelo y... de repente, una llamarada atacó a los civiles. Aquello supuso el fin de la rendición. Gusano Gris empuñó su lanza todo lo fuerte que pudo y la disparó por la espalda de unos de los capas doradas, matándolo en el acto. Los Inmaculados dirigían un nuevo ataque y las huestes norteñas querían seguirles, pero Jon les detenía a voces, repitiendo que no era aquello a lo que habían ido. Sin embargo, cuando los soldados de Cersei se vieron obligados a retomar sus armas, cargaron contra las tropas invasoras. La tregua que Jon quiso mantener, se había acabado.
La rubia se separó del pelotón. No estaba allí para morir en esas calles por alguna espada, pero menos aún para ser devorada por el fuego. Los dragones no tenían ningún tipo de control, tan solo abrasaban todo a su paso, pero la joven solo deseaba llegar a la Fortaleza Roja, por lo que echó a correr en su dirección. Jon la vio y la siguió.
Mayleen se movía con ligereza por las calles, aquella era su ciudad natal y, aunque en esos momentos todo era un caos, recordaba a la perfección las sinuosas calles. Un soldado topó de frente con ella, alzó su espada para derribarla, pero ella saltó hacia un lado, esquivando el golpe. Detuvo el segundo con su espada, pero cuando el hombre reparó en la identidad de la chica, quedó asombrado. Fue en ese entonces cuando May le asestó una patada en la entrepierna y de un golpe le rebanó el cuello. Varias gotas de sangre le salpicaron en la cara.
—¡Mayleen! —gritó Jon desde cierta distancia. La aludida se dio la vuelta—¡No lo hagas!
—He de hacerlo, tú más que nadie sabes que tengo que llegar —la cara de desesperación del bastardo conmovió a la otra.
Un par de soldados se acercaron a la pareja. Estos aunaron fuerzas para derrotarles. Espalda con espalda, comenzaron la danza. May tomó la iniciativa, más veloz gracias a la ausencia de armadura pesada. Daba estocadas muy seguidas, tres, cuatro y cinco. La quinta hizo perder el equilibro al enemigo, que acabó con una rodilla hincada en la tierra. El golpe final de Mayleen fue a darle en la cara. Jon también había derrotado al otro hombre.
—Morirás.
La Lannister sonrió muy levemente y le acarició la mejilla.
—¿Todo este tiempo y crees que moriré hoy?
—Todo es distinto a lo que imaginamos —Mayleen sonrió y se acercó un poco más a su cara.
—Me sigues sorprendiendo, Jon Nieve —susurró.
—Esta será la última guerra —su voz sonaba realmente preocupada—, no querría perderte ahora.
—No lo harás.
La rubia depositó un pequeño beso —que supo tan bien como si fuera el primero de ellos— en los labios del último Targaryen cuerdo que existía en Poniente. Le miró una última vez a esos ojos negros como dos cuervos y corrió a toda la velocidad que sus piernas le permitieron. Si no lo hacía en ese instante, no lo haría nunca.
Las estructuras caían, las calles se incendiaban, los ciudadanos en pánico no colaboraban en su carrera. Estaba atrapada entre la multitud y entonces escuchó demasiado cerca el rugido de Drogon. Una de sus llamaradas tumbó la torre de las campanas. «Joder, tengo que salir de aquí», pensó Mayleen al ver cómo el edificio comenzaba a ceder. Se abría paso a codazos, gritando que se apartaran, la torre se volcaba y por un instante pensaba que serían sus últimos segundos con vida, pero en la desesperación, saltó y rodó por el suelo. Tan solo la golpearon algunas rocas cuando la torre se deshizo en mil pedazos. Una le abrió una pequeña brecha en la sien, le dolía, pero no podía detenerse.
Se levantó del suelo y dio una gran bocanada de aire, el polvo complicaba aquello. Tosió un par de veces y continuó su carrera, observando cómo los Dothraki asesinaban a cualquier ser que se antepusiera en su camino. No eran pocos los que caían por culpa de sus araks. Fue al mirar a su alrededor cuando descubrió a uno observándola desde la distancia. Suspiró para tranquilizarse, ¿sabía quien era ella? El caballo comenzó a galopar en su dirección, a toda velocidad. Estaba a escasos segundos de que el arak del jinete le cortara el cuello de un solo golpe, pero Mayleen les había visto atacar antes, sabía qué no iba a hacer, por ello, en el último instante, se agachó, tomó el puñal de su bota derecha y lo lanzó contra la espalda del Dothraki. Este cayó del caballo y, como en el cuerpo a cuerpo Mayleen sabía que nunca le derrotaría, corrió hasta él para hincarle la espada en el cuello. El salvaje trató de contener el intento de la chica. Ella cargó todo su peso sobre el arma, que acabó hundiéndose en la carne de su enemigo. Tras recuperar la posesión de su puñal, se hizo con el poder del caballo, al que arreó para llegar más deprisa.
Miraba al horizonte, a la Fortaleza Roja, allí donde Rhaegal comenzó a asestar su ira. Estaba tan concentrada en el dragón, que ni si quiera vio al segundo prender la calle que la joven debía tomar. Sin darse cuenta, su montura había saltado un obstáculo que les hizo perderse entre las llamas. El animal se encabritó un par de veces, nervioso, sin saber donde moverse. El calor abrasador no colaboraba con ninguno de los dos, pues mientras Mayleen buscaba donde dirigirse, el corcel no respondía a las órdenes.
Una barra de madera cayó tras ellos, lo que hizo al caballo echar a correr en la primera dirección que vio. La rubia comenzó a toser, se estaba ahogando, su montura también. Si no se alejaban del fuego pronto, ambos caerían víctimas del calor y poco oxígeno.
—Vamos... solo un poco más, bonito —decía en voz baja, esperando que aquello fuera real.
Por fortuna, de un brinco, el binomio recuperó la visibilidad de la ciudad. Estaban agotados de esa huida. Mayleen tosía sin parar, el animal relinchaba, como si se limpiara la nariz del humo inhalado en los minutos anteriores. Sin embargo, cuando todo parecía estar algo bajo control, otro caballo galopando desbocado, arrolló al de la rubia, que cayó al suelo, atrapando la pierna izquierda de la joven. Esta gritó del dolor, con suerte no se le habría roto. El Dothraki que les llevó por delante, volvió hasta ella, quizá para acabar con su vida. Asustada, trató de desencajar su pierna de debajo del caballo que seguía sin moverse. El pánico le invadió cuando el hombre golpeó al corcel para hacer que se levantara, liberó su miembro atrapado, la agarró por la melena y le hizo ponerse en pie. Un latigazo recorrió su cuerpo cuando se vio obligada a apoyar el pie y rezó por que no se hubiera roto. Forcejeó con el enorme cuerpo del jinete, pero era inútil, era demasiado fuerte y la tenía atrapada contra una esquina. Con una de sus manos sostenía en alto las dos de la rubia, mientras que con la otra trataba de deshacerse de los pantalones de la chica. Esta gritaba, vociferaba, no paraba de moverse, no estaba dispuesta a pasar por aquello otra vez. El Dothraki le golpeó la cara antes de bajarse sus calzones, sintió casi como si todo a su alrededor se tambaleara.
Creía que estaba perdida, no era capaz de desquitarse aquel hombre de encima cuando a una gran velocidad, un animal mordió con fiereza la entrepierna del jinete, que gritó con una fuerza escalofriante. Temblaba al darse la vuelta, encarándose contra el gran huargo que acudió en ayuda de la rubia, en el suelo, sin fuerza aún. Solo se recuperó alertada por el brillo del arak.
—¡Viento Gris, no!
Sacó fuerza de flaqueza y se abalanzó sobre el hombre de tez morena. Enlenteció el movimiento del arma, evitando el sacrificio del lobo. En su lugar, fue herido en el lomo y perdió la fuerza unos segundos en los que el enemigo se volvió contra la Lannister quien asió su espada por fin procurando defenderse. Detuvo el arak dos veces y acertó en la rodilla, lo justo y necesario para que Viento Gris desgarrara el cuello de aquel salvaje.
La joven se acercó al can y le acarició la cabeza una vez se ocultaron tras una pared. El lobo sangraba por uno de sus costados, sabía que le dolía, pero incluso cuando Mayleen le miraba a los ojos y le mostraba su cariño, movía la cola en disposición de complacerla.
—Mi pobre chico —le besó entre las orejas un par de veces—, vete, ponte a salvo, nada me gustaría menos que despedirme de ti también.
El huargo se acercó a ella con delicadeza y presionó su cabeza contra el pecho de la rubia. Era como si de alguna manera, Viento Gris también le indicaba que sentía miedo y, si no lo recordaba mal, era la primera vez en todo aquel tiempo, que la muchacha notaba el miedo del lobo. Eso no le gustó en absoluto. Entonces, ella comenzaba a sentirse insegura también.
—Ponte a salvo.
Miró una vez al animal antes de salir corriendo en dirección a la fortaleza. Observaba todo a su paso, la devastación que el fuego de dragón dejaba y de repente... BUM. Llamas verdes manaban del suelo, devorando más terreno aún. El fuego Valyrio del subsuelo de la capital había explotado. Nada era seguro, Desembarco del Rey iba a quedar reducida a cenizas. El destello de las llamas verdes trajo recuerdos de la Batalla del Aguasnegras a Mayleen, cuando huyó de la capital. La primera vez que fue libre.
Corría con su memoria en el pasado cuando un caballo se acercaba más y más a ella. Estaba desbocado, sin jinete. Tenía que hacerse con él. Puso las manos en alto para hacer que se detuviera y al llegar hasta ella, se encabritó un par de veces. Fue ese el momento en que la joven atrapó una de las riendas y relajó al exaltado animal para subirse. Pronto se encontró galopando calle arriba, esquivando fuego, cadáveres y guardias. En tan solo unos minutos, se encontraba ante la derrumbada puerta.
Se bajó del caballo y se adentró entre los ladrillos de la estructura que una vez fue su hogar. La última vez que hizo aquello fue para enfrentar a su madre por negarse a luchar contra los Caminantes Blancos... En aquella ocasión, para acabar con ella de una vez por todas.
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