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XXIV. Un buen sueño

Tras tres días continuaba en shock. No podía creer que Mayleen se encontrara vagabundeando entre el mundo de los vivos y de los muertos. Después de todo ese tiempo, no fue capaz de ir a visitarla a su habitación. No fue porque no quisiera —pues las ganas le consumían—, sino porque no sabía cómo le acogerían allí.

Un sentimiento de culpa y desesperación consumía las energías del bastardo de Invernalia. La memoria de las últimas palabras con la rubia en concreto era el motivo de su remordimiento y si ella moría, no podría vivir con la carga de ese recuerdo. No quería vivir con el recuerdo de la disputa porque siempre le quedaría la incertidumbre dentro del pecho del «y si le hubiera dicho que la quiero».

Era cierto, la amaba y solo lo reconocía para sí mismo. No quería cometer el mismo error que su hermano Robb. Él se casó por amor con Mayleen y perdió la guerra. El amor era la muerte del deber. Esa frase era la que se repetía cada día que se preguntaba por qué no le confesaba su amor a la rubia. Por fortuna o por desgracia, no tendría que volver a reiterarse la frase, ella ya no se encontraría allí.

—Han pasado cuatro días, Jon. No puedo creer que no hayas sido capaz de pasarte a verla.

—Créeme cuando te digo que lo he intentado —Sansa entrecerró los ojos, juzgando a su hermano.

—No te deja en muy buen lugar, hermano. Todos aquellos que la conocen han ido a verla.

El moreno suspiró, cansado. ¿Cómo le explicaba a Sansa —la mejor amiga de Mayleen— todo lo que sentía en su interior?

—¿Quiénes están ahora?

—Jaime, el Pez Negro y Viento Gris, por supuesto. Incluso Arya se ha pasado a preguntar por ella.

—¿Qué hay de Daenerys?

—Ella también preguntó el segundo día, pero no volvió. Se ha centrado en sus dragones y parece que Rhaegal se recupera de sus heridas.

Sansa, con su apariencia regia y autoritaria, abandonó a su hermano. Estaba airada con él, sin poder creer que, tras todo lo que Jon y Mayleen habían convivido, no hubiera sido capaz ni si quiera de preguntar por ella. Estaba decepcionada con el Rey en el Norte.

El bastardo sabía que cuanto más lo prolongara, peor quedaba como líder del pueblo norteño. Estos la seguían allí donde Mayleen les indicaba, incluso había oído decir a las tropas que ella tomó el cargo de liderazgo cuando el propio Jon subió a lomos de Rhaegal.

Se concienció durante unos pocos minutos más, luego se levantó y puso rumbo al pasillo que más miedo le daba de toda Invernalia. Prefería tener que enfrentarse una vez más al juicio de Drogon antes que a las miradas de desaprobación de los allegados de May.

Finalmente, llegó y tocó a la puerta. Al entrar, cuatro pares de ojos le analizaban con detenimiento: Viento Gris se relajó; Brynden no parecía conforme con la visita del chico; Tyrion hizo un movimiento de alivio, al fin se había dignado a verla; y Jaime Lannister, quien desencajó la mandíbula al verle. De un saltó se levantó del taburete en el que la gente se había acostumbrado a verle y se dirigió amenazante al bastardo.

—¡¿Qué haces tú aquí?! —usaba su propio cuerpo para bloquear a Jon la entrada. Este procuraba aparentar toda la tranquilidad y preocupación que al mismo tiempo sentía.

—Quería saber cómo se...

—¡Han pasado cuatro días! ¡Cuatro putos días en cama! ¡Sin comer, sin beber, sin reaccionar! —Jaime explotó. Era sabedor de la buena relación entre ambos. Lo notó desde que padre e hija se reencontraron en Desembarco del Rey para aclarar un acuerdo. Mayleen y Jon Nieve eran más que amigos— No te ha preocupado ni tan solo un poco. ¡Un poco! ¡No te mereces...!

—Jaime —habló Brynden antes de que las cosas se torcieran—, no digáis nada de lo que podáis arrepentiros después.

La furiosa mirada del león se suavizó un poco para dar un paso atrás, mirar a su hija y de nuevo al recién llegado.

—Disculpadme, mi señor. Me ha supuesto todo un reto venir hasta aquí y me gustaría disculparme ante vos.

—Disculpaos con ella. Ella ha puesto mucho en juego por ti.

El Lannister se echó a un lado para abrirle paso al nuevo. Brynden se dispuso a salir de la habitación y Tyrion le siguió, aunque al llegar junto a su hermano, le hizo un gesto para que dejara a los jóvenes a solas.

—Estará bien —susurró mirando al muchacho de cabellos negros—, le profesa cariño. No lo dudes.

—No tengo miedo de él —una vez más, los ojos de padre de Mayleen se llenaron de lágrimas—. Tengo miedo de que ella abandone la vida y no pueda ser yo quien la despida.

—Hoy no.

La puerta se cerró. Tyrion consiguió hacer que su hermano mayor saliera de la estancia, dando algo de intimidad a la pareja. El lobo movió la cola cuando Jon se sentó en la cama y le acarició la cabeza.

Se sorprendió cuando vio a su amiga. Estaba más delgada y, en la cara, se le notaban los estragos de la inactividad, deshidratación y desnutrición.
La observó con detenimiento. Su rosado color de piel se había vuelto pálido, sobre todo el de sus pómulos. Unas marcadas ojeras crecían bajo sus ojos y los labios se notaban agrietados.
Le acarició el pelo con cuidado. Este —a pesar de estar algo sucio— seguía siendo sedoso y el color dorado, que algún tiempo atrás se volvió algo apagado, brillaba de nuevo. Casi resplandecía.

Continuaba analizando a Mayleen y sus heridas de batalla. El brazo derecho se encontraba al descubierto, dejando a la vista una herida casi curada. Parecía haberse hecho con la hoja de una espada o puñal. Mirando más allá, fue consciente de que la rubia no estaba cubierta con sus habituales ropajes, sino que todo el pecho lo tenía cubierto con vendas algo sangrantes. Por lo que escuchó esos días atrás, la Lannister tenía una enorme herida en el tórax, a la altura del corazón, que estuvo a punto de convertirse en una de ellos.

Entonces Jon lo supo, aquel agujero en el pecho lo provocó el mismo arma que consiguió matar y transformar a Viserion.

—Cuánto lo siento, Mayleen.

Se le atragantaron las palabras.

—De entre todas las personas, eres una de las que más ha luchado por acabar con esta guerra —apretó la mandíbula, conteniendo muchos más sentimientos de los que mostraba—. No mereces este final. Mereces mucho más de lo que Poniente puede ofrecerte.

Estaba intentando deshacerse de todas las inseguridades que le impedían expresar lo que de verdad intentaba expresar. Carraspeó la voz y se frotaba las manos nervioso.

—Pude ofrecerte mi amor. Créeme lo hubiera hecho, pero he sido un necio, un cobarde. No te lo pude decir nunca y eso va a pesar en mi conciencia hasta el resto de mis días —un par de lágrimas rodaron por sus mejillas antes de depositar un beso en la frente de la chiquilla—. Te quiero, Mayleen. Jamás hubiera creído que no tendría tiempo para decírtelo.

🐺🐺🐺

¿Dónde estaba? Abrió los ojos despacio, la luz del sol le molestaba en sus orbes verdes. No entendía nada.

Se levantó con cuidado, despacio, reparando en que se encontraba en el Bosque de los Lobos, cerca de Invernalia. De hecho, el castillo podía verse a lo lejos. No sentía frío e iba descalza, sintiendo la hierba bajo sus pies.
¿Qué estaba ocurriendo? Observaba su cuerpo y no tenía ni una sola cicatriz de las varias que marcaban su cuerpo. Su pelo estaba saneado, brillante y sedoso. No se reconocía ni ella misma.

—Los años pasan, pero siempre estás igual de hermosa, mi amor.

El corazón le dio un vuelco. Esa voz era demasiado familiar, demasiado dolorosa al oírla de nuevo.
Sintió la necesidad de buscar al emisor del mensaje, por lo que le buscó con ansia.

—¿Robb? ¿Robb, estás ahí?

Echó a andar en su búsqueda, estaba segura de que se trataba de él, pero ¿dónde se había metido? Y, de repente, en un claro pudo encontrarle. La figura imponente de su marido se encontraba allí plantada, con su sonrisa perfecta y sus preciosos ojos celestes. Él también estaba hermoso. Echó a correr a toda velocidad para abrazarle y besarle, eso era todo cuanto necesitaba.

—¡Robb! ¡Estoy aquí, espérame!

Iba a toda velocidad, toda la que sus pies le permitían, pero conforme más corría más se alejaba de él.

—No puedes tocarme. Esa es la condición, cariño.

—Pero... eso no es justo.

Entonces ambos caminaron despacio para acercarse. De esa manera consiguieron estar a un metro el uno del otro. Claro que para Mayleen eso no era suficiente.

—Aún no estás lista para que nos reencontremos. Sería egoísta, ya casi has llegado.

—Estoy cansada. Sin ti esto no ha sido lo mismo —la impotencia airaba a May. Tenerle tan cerca y a la vez tan lejos encendía su alma. Era casi cruel.

—Yo también te echo de menos, pero aún puedo aguantar un poco.

—¿Estás diciendo que aunque despierte no viviré mucho más? —Robb negó con suavidad la cabeza y siguió caminando junto a su esposa.

—No conozco el futuro ni lo que está por ocurrirte. Estoy aquí porque has sufrido en la batalla una lesión fatal y te encuentras en el limbo.

—¿Es mi decisión entonces?

—Claro que sí, mi amor.

Mayleen se paró en mitad del claro, mirando al sol que resplandecía. Se tumbó sobre el fresco y mullido césped a la espera de que su esposo la imitara. Así lo hizo.

Se mantuvieron en silencio. Mayleen reparó en todas y cada una de las facciones de su esposo, procurando grabarlas a fuego en su memoria. No estaba segura de cuánto duraría aquella visión y prefería aprovechar cada momento al máximo. Comenzó por los ojos azules, tan brillantes y felices como siempre que la miraba; siguió bajando por los pómulos y la nariz, la misma que besó tantas veces antes de abandonarle en sus aposentos; encontró la preciosa forma de sus labios. Los recordaba suaves y cálidos, casi conseguía sentirlos si se concentraba lo suficiente. Estaba segura de que le amaba incondicionalmente.

—Y dime, Robb, ¿estás siempre solo? Es decir, ¿no te acompaña nunca nadie?

—Viento Gris se mantiene junto a ti cada día. Siempre estoy contigo —Mayleen ensombreció el semblante. No se refería a eso.

—Perdí a nuestro hijo —sollozó antes de apartar una lágrima—, nuestro pequeño Ned...

El muchacho de cabellos rizados la miraba con extrañeza, sin entender lo que quería decir. Ella necesitaba tocarle, colocar sus manos en las mejillas de él y buscar consuelo entre sus brazos.

—May —decía con voz suave y tranquilizadora—, no se encuentra conmigo. ¿Estás segura?

—Ahora ya no...

Procurando que no sobrepensara acerca de un tema tan delicado, Robb comenzó a hablar de los viejos tiempos. Rememorando desde el primer minuto en que se conocieron hasta la noche en que se casaron. Recordaron la magia, el romance de lo prohibido y lo fuerte que su amor fue.
Mayleen le oyó hablar durante todo el tiempo, estaba embelesada por la pasión que usaba, era fascinante.

—Hasta en mi último aliento pude apreciar lo afortunado que había sido por ganarme tu amor —una sonrisa se dejó ver en la cara de Mayleen. Toda mala sensación desaparecía cuando estaba con él.

Ella narró sus historias después de ser devuelta a sus padres, a la capital y Robb atendió con suma atención, tan entregado al relato como lo había hecho su esposa. No la interrumpía, solo escuchaba. Oberyn, Dorne, Invernalia, Jaime, Cersei y Ramsay, sobre todo Ramsay, protagonizaban sus historias.

—Siento que hayas tenido que sufrir tanto y que no pudiera estar para ti.

—Al contrario, siempre estuviste.

La pareja se incorporó y se mantuvo sentada el uno frente a la otra. Se miraban, se contaban anécdotas y sobre todo se divertían juntos. Las cosquillas y mariposas en el estómago no desaparecían. Estaba feliz y completa.

—Es injusto —el muchacho arrugó el ceño esperando que ella le aclarase—. Puedo verte, escucharte ¡hablar contigo! Es todo lo que he querido desde la traición en Los Gemelos y ahora me pides que vuelva en lugar de quedarme contigo, aquí para siempre.

—Jamás te pediría eso. Querría que te quedaras, así podría abrazarte, besarte y muchas cosas más. Pero ahí fuera te necesitan.

—Pueden apañarse sin mí.

Robb suspiró, miró al suelo y sonrió una vez más. Esa era la esposa que recordaba, tan cabezota y testaruda como siempre.

—Pero solo tú tomarás la decisión más adecuada para el Norte y Jon estará de tu lado. ¿No le escuchas?

La muchacha miró hacia el precioso cielo azul que les rodeaba. Tenía razón. Si escuchaba con atención, podía oír la voz de Jon Nieve susurrándole su amor, como si el viento trajera el mensaje.

—Nunca me lo dijo hasta ahora.

—Te quiere.

—Yo te quiero a ti —ambos se miraban a los ojos, muy de cerca, muy detenidamente. El espacio entre ellos se había reducido mucho más, solo les separaban treinta centímetros.

—Mayleen, eres el amor de mi vida, lo sabes. Solo te voy a pedir que hagas una cosa. Sabes que no lo haría si no supiera que es lo correcto.

—Dímelo, cariño.

—Toma esta decisión como la Reina en el Norte, como la mujer de Robb Stark y la Novia del Norte, no como Mayleen Baratheon ni una niña.

Casi había olvidado que antes de ser llamada Mayleen Lannister, era una Baratheon. Se crió como la hija de Robert Baratheon. Algo que quedaba muy atrás en su memoria. Lo que Robb le dijo la mantuvo pensativa unos minutos.

—Está bien. Cumpliré tu promesa y responsabilidad para con el Reino.

—Sabía que elegirías bien, mi amor. No ha existido hombre en Poniente que sienta más admiración por su esposa que yo.

El corazón de May se derretía cada vez que le oía hablar. Estaba enamorada de él y no recordaba qué se sentía. Había sido agradable, cruel y bonito al mismo tiempo.

—Te quiero, Robb. No puedo esperar para volver a estar contigo.

—Esperaré todo lo que haga falta hasta que vuelvas conmigo. Te quiero.

Le escuchaba a lo lejos, cada vez más hasta que su voz solo era un murmullo de un buen sueño.

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