Capítulo VI: Trigal con cuervos
«No voy a vivir sin amor».
—Vincent Van Gogh
2004.
—¡Aprende a usar tus malditas direccionales! —gritó Ángela, sacando su puño por la ventana del vehículo, provocando que su cabello cobrizo se revolviera con el viento.
La pareja iba en un Jetta 2000 de medio uso que Louis había comprado después de ahorrar varias de sus quincenas y que ahora había salvado de estrellarse contra el auto de enfrente.
—Cálmate, mujer, no estás en condiciones de alterarte —dijo Louis, en un tono cariñoso.
Reaccionó colocando su mano en el vientre abultado de su esposa, instándola a que dejara fluir su enojo por el bien de su bebé. Para acto seguido, tocar una pintoresca melodía con el claxon, descargando sus emociones de una manera que él consideraba más «civilizada».
—¿De dónde saca esta gente la licencia para conducir, de una caja de cereal? —refunfuñó ella, negando con la cabeza—. Al menos en el transporte público podía ignorar a estos imbéciles, leyendo un libro o escuchando música.
—No es como que no puedas hacer esas cosas aquí —respondió Louis, poniendo nuevamente el auto en marcha.
Avanzaban por el emblemático puente que unía a Zahremar con el resto del país y, a la distancia, ya podían verse los característicos rascacielos que daban la bienvenida a la ciudad.
—Sabes que no es lo mismo. Tu tibieza no te permite entender lo bello que es estar entre la gente sin necesidad de interactuar con ella.
En aquel momento, Ángela sintió cómo su bebé se movió y, envalentonada por ese suceso, concluyó:
—¿Ves? Hasta Howard piensa que eres un tibio.
Louis se soltó a reír y luego le dedicó una sonrisa a su esposa que, indefensa ante la ternura de su pareja, aligeró el gesto y también soltó un par de risas. Luego le acarició el negro cabello y colocó su mano sobre la de él, encima de la palanca de cambios.
—Lo siento, es solo que se están presentando muchos cambios en nuestra vida y no sé si estoy lista para afrontarlos. Creo que es por eso que estoy tan susceptible.
—¿Los siete meses de embarazo no tienen nada que ver? —cuestionó Louis, arqueando una ceja detrás de sus lentes y volteó a mirar a Ángela.
»De lo único que tienes que preocuparte ahora es de terminar de formar a nuestro hijo, con eso estás haciendo más que suficiente. Yo me encargo de llevar a buen puerto todo lo demás.
Ángela se quedó mirando a Louis mientras conducía, sus mejillas se sonrojaron y sonrió, para luego acomodar el marco de sus gafas, mirar al frente y encontrarse con la imponente ciudad costera. No sabía si su futuro en este nuevo lugar germinaría de la forma que con tanto cariño ella y su esposo habían planeado. Pero tenía la certeza de que aquel hombre de suave carácter siempre estaría dispuesto a luchar junto a ella.
—Solo espero que ese tal Harry Ravenwood sea tan bueno como se vende. No bajes la guardia, mi amor. No lo olvides, todos los multimillonarios son iguales —respondió ella, luego de unos instantes de silencio y de que el vehículo hubiera atravesado la entrada a la ciudad.
—Lo sé, mujer, lo sé, aunque sigo pensando que debiste quedarte en casa descansando... Igual, por llamada me pareció un tipo agradable. Se mostró muy interesado, e incluso diría que algo apasionado, por nuestras investigaciones.
—¿Cómo no hacerlo, te imaginas si logramos que una célula humana se adapte? ¿Te imaginas lo que eso significaría para cualquier empresa? De medicina, tecnología, lo que quieras... Somos muy valiosos, mi amor, ya va siendo hora de que te des cuenta.
—Créeme que lo hago, solo me gusta creer que hay otras personas que aman la ciencia tanto como nosotros, que aman poner al servicio de la humanidad sus formas de concebir al mundo. Estoy seguro de que no todo el mundo piensa únicamente en el dinero.
—Te amo, Louis —respondió Ángela y fue lo único que se le ocurrió decir.
No existían más palabras que pudiera usar cuando se sentía tan desarmada, pero al mismo tiempo tan comprendida por la mirada que su esposo le compartía de la vida y, sin soltar su mano, concluyó:
—Tibio y todo, te amo.
Era de mediodía cuando llegaron a las puertas giratorias del Rascacielos R. Habían dejado el vehículo en un estacionamiento cercano y, tomados de la mano, cruzaron frente a los enormes cuervos de piedra que fungían como centinelas del edificio.
Fueron a la recepción y una joven pasante los acompañó hasta los ascensores. Subió con ellos y en el camino, les contó un poco sobre la historia del rascacielos, así como de las exposiciones de ciencia, arte y cultura que se encontraban montadas en varios de los pisos.
—Harry está listo para verlos —dijo la pasante, apenas hubieron llegado al último piso.
Las puertas metálicas se abrieron y los Grayson salieron mientras su acompañante bajaba junto al elevador. Se encontraron con otra especie de recepción: un pasillo amplio, cuyas paredes estaban adornadas por varios cuadros, esculturas, hojas con fórmulas matemáticas e incluso algunas bibliotecas empotradas.
En medio del trayecto, una parte se pintaba completamente de negro y el techo se extendía hacia arriba, terminando en una abertura por donde se colaba la luz del día, como si se tratase de una enorme chimenea completamente tapizada por hollín, de la cual colgaba una espiral de mariposas hechas con cristal blanco.
Tardaron un rato en llegar hasta la puerta, deteniéndose de cuando en cuando a apreciar el arte y reconocer libros. A Ángela se le salieron unas cuantas lágrimas cuando miró las mariposas blancas dentro de la oscuridad de la chimenea, pues interpretó a su manera lo que todo ese lugar intentaba expresar.
Cuando estuvieron a punto de anunciar su presencia, se abrió la puerta y salió un hombre joven, delgado y alto, vestido con un traje blanco y el saco abierto que dejaba ver una camisa azul; su forma de vestir resaltaba su figura y le daba un aire de seguridad y confianza, al igual que su cabello castaño ligeramente despeinado y los lentes que embellecían sus ojos marrones.
—Creí que no llegarían nunca —dijo Harry, apenas vio a los Grayson—. Pensé que podía ir por un bocadillo antes de, pero helos aquí.
El joven empresario miró sonriente a la pareja, notando de inmediato que permanecían tomados de la mano.
—Es fácil perderse en la belleza de este lugar, ¿no? Lo diseñamos justo para eso: tener un momento de inspiración antes de entrar a trabajar y después de salir.
—¿Todos los cuadros son originales? —preguntó Ángela, pues entre las obras había reconocido «Saturno devorando a su hijo», de Goya; «La noche estrellada» y «Almendro en flor», de Van Gogh; «Los obispos muertos», de Botero; y «América», de Rufino Tamayo.
—Sí, la mayoría fueron capricho de Sofía. Exceptuando los vangogh, esos fueron regalos de aniversario —confesó Harry—. Pero pasen, pasen. Sigamos con nuestra conversación de arte mientras ordenamos la comida.
Los Grayson entraron a lo que se suponía era el despacho de Harry, pero aquel espacio era mucho más parecido a un departamento, equipado con todo lo necesario para quedarse a vivir ahí por varios días.
—Por cierto, cariño, ¿Cuándo dijiste que llegaba «Trigal con cuervos»?
Harry se dirigió a su esposa mientras los Grayson observaban el lugar. Ni Ángela ni Louis habían estado nunca en un sitio que desbordara tanta opulencia y, para no sentirse tan abrumados, apretaron sus manos entrelazadas y caminaron con la mayor seguridad que fueron capaces de fingir.
—¡Pero qué pareja tan adorable! —exclamó Sofía, mientras recogía su larga cabellera negra en una coleta y miraba sonriente a los Grayson, ignorando la pregunta de su esposo.
Se encontraba recostada en un sofá, tenía un teléfono en la mano y, apenas vio a los Grayson acercarse, se levantó con dificultad, pues ella también estaba embarazada.
—¿Comida china o tacos? —les preguntó, al tiempo que acercaba el teléfono a su oreja.
—Los tacos son uma delizia —recomendó Harry, imitando de forma pésima un acento extranjero, mientras preparaba la mesa.
—Los tacos están bien —respondió Louis.
—Yo quiero comida china —contrarió por su parte Ángela, aceptando la familiaridad que le ofrecían. Soltó la mano de Louis, se acercó al comedor y se sentó a la cabeza de la mesa. Él, por su parte, se acercó al Ravenwood, ofreciéndose a ayudarle.
Sofía se percató al instante de la actitud de su invitada, por lo que decidió sentarse junto a ella tras ordenar la comida.
—¿Ya saben cómo se va a llamar? —preguntó la pelinegra, dedicándole una sonrisa a su interlocutora y llevando por momentos la mirada hacia su vientre—. La mía se llama Samantha.
El cuestionamiento desconcertó a Ángela, quien había esperado encontrarse con una conversación más formal una vez dentro de la oficina. Alertada por sentirse acorralada entre tanta familiaridad, respondió, cambiando de forma tajante el rumbo de la plática:
—Mire, señora Ravenwood, agradezco su familiaridad. Pero yo vine aquí para hablar sobre trabajo. Y antes de fraternizar, tenemos que negociar.
Sofía, un tanto sorprendida, miró a Ángela y sonrió, reconociendo con aquel gesto la valentía y el pragmatismo de la mujer que acababa de conocer.
—Respeto que priorices el cuidar de tu familia. Pero déjame pedirte que no me llames «señora Ravenwood». Me llamo Sofía, pero, si prefieres insistir con la formalidad, puedes llamarme señora Bon Schultz. Ahora dime, ¿Qué es lo que pides?
Harry se quedó estático al presenciar la dinámica que se había formado entre las dos mujeres y, huyendo del conflicto, buscó a Louis, a quien encontró frente a los ventanales, con la mirada perdida en el paisaje de Zahremar.
—Es una hermosa ciudad, ¿no? —dijo Harry, abordando a Louis, colocándose a su lado.
—Nunca creí que alcanzaría a ver un lugar así hecho realidad. Es como si la hubieran traído del futuro.
—Reconozco que eso me halaga. Lo que hemos logrado en Zahremar parece irreal. Aunque aún me parece absurdo lo que puede lograr el dinero, y pensar que desde hace años se tenía la posibilidad de construir sociedades así...
—Meh, a la humanidad siempre se le ha dado mal administrar los recursos de los que dispone. Por eso es extraño encontrar a alguien con tanto poder que quiera compartirlo con los demás.
—Ni que lo digas, me he enfrentado a esa calaña desde que cumplí los catorce. Abogados, políticos, empresarios... La gente con poder siempre termina creyendo que está por encima de todo.
—¿Y qué hay de ti?
Harry miró de reojo a Louis y, encontrándose confrontado, soltó una risa y respondió:
—No eres el único al que lo gestiona su mujer. Sofía nunca me ha permitido olvidar el lugar donde crecí y todo lo que esta ciudad tuvo que sufrir. Tranquilo, Louis, juro solemnemente que mis intenciones son buenas.
Louis sonrió ante la sinceridad de Harry. Volteó hacia Ángela y Sofía, y al mirar a ambas mujeres embarazadas, decidió confiar en el Ravenwood. Al final de cuentas, no eran tan diferentes como él creía.
—Ustedes podrán elegir al personal para dos vacantes dentro de la plantilla, los demás puestos los elegiremos mi esposo y yo; 3 días de descanso para todos los colaboradores, la entrada será a las 10 de la mañana y el horario laboral no podrá extenderse más allá de las 10 de la noche, además deberán pagar las horas extra laboradas y...
Sofía asentía con la cabeza a cada punto del contrato que Ángela leía y le resumía en voz alta, hasta que, algo fastidiada, la interrumpió:
—Basta, querida, cuando hablaste sobre negociar, creí que te referías a otra cosa. En aspectos laborales, todo lo que quieran se les dará: el salario que quieran, las prestaciones que quieran... Lo que a mí de verdad me importa es saber qué quieren construir en esta ciudad. Hasta dónde quieres llegar.
Ángela se quedó pensando. A su mente llegaron todos esos sueños que había construido al lado de Louis, y los propios, que recordaba reafirmar en sus noches de desvelo mientras volcaba toda su atención en libros de ciencia.
Al final, imaginó a su hijo creciendo de forma sana, alejado de todas esas carencias y malos tratos que ella tuvo que soportar a lo largo de su vida, antes de llegar hasta ese instante que la cambiaría para siempre, en el rascacielos más emblemático de una ciudad irreal.
—Construir un mundo donde mi familia y yo podamos tener la libertad de decidir lo que queremos ser. En realidad, un mundo donde todos puedan disfrutar de ese privilegio.
La comida anunció su llegada con el sonido de alguien llamando a la puerta. Sofía le sonrió a Ángela y, antes de levantarse para atender, le contestó:
—Solo eso necesitábamos saber. Ustedes decidan si tienen el coraje para lograrlo. Por ahora, ¿te parece si comemos y «fraternizamos» un poco, como dices?
Ángela asintió y sonrió apenada. Para luego responder:
—Howard. Nuestro hijo se llama Howard.
Mientras hablaban sobre la tecnología y las instalaciones necesarias para llevar a cabo la investigación, Harry, reconociéndose poco apto para seguir con el tema, no pudo disimular más las verdaderas intenciones por las que se había acercado a conversar con Louis:
—Tú sabes más de eso, confío en ti. Además, no los invitamos sólo para hablar de negocios.
»La verdad es que, cómo decirlo, estoy algo desesperado. Pronto nacerá Samantha y me da miedo no estar a la altura, ¿sabes?
»Es irónico, ¿no? Alguien con la capacidad de inspirar a toda una ciudad y con tanto dinero a su disposición, está cagado de miedo porque va a ser papá.
Louis comenzó a reírse ante la humanidad de Harry, identificándose en ella y llevó su mano a la espalda del hombre, como un gesto de fraternidad y buscando liberarlo de sus preocupaciones, le dijo:
—Tranquilo, estoy seguro de que nadie está preparado para ser padre. Solo confía en aquellos que te aman y prepárate para dar un salto de fe.
La tarde entre ambas familias transcurrió entre risas, arroz chino, salsa mexicana y consejos tanto de maternidad como de paternidad. Cuando el sol comenzó a ponerse, los Grayson se despidieron de los Ravenwood y, luego de salir del edificio, regresaron a su vehículo más tranquilos, pero con un sentimiento extraño presionándoles el corazón que Ángela no dudó en resaltar:
—Se siente raro conocer gente rica y no tener ganas de odiarla, ¿no crees?
●●●
8 años después.
Una camioneta negra, con los vidrios polarizados se detuvo unos momentos en la acera frente al rascacielos Ravenwood y de ella bajó un hombre alto de unos 30 y tantos años, fornido y vestido con un traje negro y ceñido que, a juego con el profundo azabache de su cabello, hacía resaltar su atlética figura.
Caminó hasta las esculturas de los cuervos, acarició la cabeza de una con su mano y entró al edificio. No se detuvo a registrarse ni a corroborar si tenía cita, no hacía falta, pues todo el personal sabía quién era. Tomó el ascensor y subió hasta el piso más alto del rascacielos.
Cruzó el casi vacío pasillo de arte (solo quedaban exhibidos algunos cuadros y las estanterías presentaban una ausencia importante de libros), abrió la puerta del despacho de Harry y lo encontró de pie, mirando un cuadro colgado en la pared tras su escritorio.
—¿Cuánto tiempo más seguirás escudriñando en esa pintura? —preguntó el hombre, mientras se quitaba el saco y lo colgaba en el perchero.
Harry no contestó, continuó con la mirada fija en la pintura, observando los gruesos trazos de pintura amarilla que representaban las espigas del trigo.
—¿Cuándo crees que llegaremos a nuestro trigal? —dijo al fin, volviendo a la realidad.
—¿Nuestro trigal?, ¿de qué hablas, Ravenwood? —volvió a cuestionar, luego de acortar la distancia que les separaba y sentarse en un sillón, a un par de metros de Harry.
—Olvidaba lo poco culto que eres. En ese trigal, Van Gogh decidió quitarse la vida o al menos eso es lo que la mayoría creemos, a eso me refería: ¿Cuándo llegaremos? ¿Se nos permitirá elegir el lugar, el momento y la manera?
El pelinegro soltó un suspiro y se quedó mirando fijamente al castaño, quien dio media vuelta y, tomando del escritorio un vaso con coñac, sostuvo la mirada de su invitado por unos momentos.
—¿Por eso no contestabas mis llamadas? ¿Era la muerte lo que te tenía tan ocupado? —cuestionó el hombre.
—Me persigue a donde quiera que voy. Al contrario de ti, yo no termino de acostumbrarme a ella, Vincent. La ciudad entera apesta a muerte y todos saben que es nuestra culpa, solo es cuestión de tiempo para que paguemos por todos nuestros pecados...
Las manos de Harry comenzaron a temblar al inicio de su confesión y lo continuaron haciendo aún después de terminarla. Aún así tomó el coñac y lo consumió con avidez, para luego devolver su mirada hacia Vincent.
Él suspiró sin responder y caminó para acortar la distancia que los separaba, entre sus manos tomó las de Harry, retiró el vaso para dejarlo sobre el escritorio y, mirando sus dedos entrelazados, retomó la palabra:
—¿Recuerdas cómo era Zahremar cuando aún vivías en el orfanato? —cuestionó, como si su mente divagara, pero con un tono suave y comprensivo.
Sus ojos subieron hasta encontrarse con la mirada de Harry y continuó:
—Toda esa miseria y dolor por los que tuvimos que pasar, se fueron de la ciudad hace mucho tiempo. Le diste a esta gente un lugar donde tienen la libertad de decidir aquello que quieren ser.
Las palabras de Vincent avivaron en Harry un dolor gastado, familiar, guardado en un rincón de su mente que, por mucho que el Ravenwood intentara ignorar, siempre estaba presente, sosteniendo su cordura.
—¿A qué costo, Vincent? ¿Decidiendo quiénes tienen derecho a esa libertad y quiénes no? Eso no era lo que quería y estoy cansado de lavar una y otra vez mis manos, no importa cuánto lo haga, la sangre no se va.
—El progreso requiere sacrificios, ambos lo sabíamos cuando decidimos seguir por este camino. No es momento de abandonar, no cuando estamos tan cerca.
Vincent se hizo a un lado, sin dejar de sostener a Harry. Así, tomados de la mano, ambos miraron el maravilloso paisaje de Zahremar que sólo podía apreciarse desde el último piso del rascacielos Ravenwood.
—Has construido algo hermoso.
La seguridad y el cariño con los que Vincent había impregnado aquellas últimas palabras, lograron que el corazón de Harry se inundara con la seguridad suficiente como para no quebrarse: encontró la voluntad que muchas veces había temido perder, ignoró el paisaje frente a él y concentró su atención en el hombre a su lado.
Entonces, envuelto por la pasión de sentirse indestructible, llevó una de sus manos hasta el rostro del pelinegro, lo tomó por la nuca y se acercó a él para besarlo. Sus labios se encontraron e inmediatamente se reconocieron, entregándose al deseo y al sabor que les era tan conocido.
Aquél gesto duró unos momentos, luego se separaron y ambos se dedicaron miradas cómplices. Entonces una sonrisa apareció en el rostro de Harry cuando sintió a Vincent recorrer su cuerpo con las manos y soltó un suave gemido cuando éstas, grandes y fornidas, le apretaron las nalgas y lo levantaron con suma facilidad.
Vincent reanudó el beso cuando escuchó el quejido de Harry: le excitaba ver cómo reaccionaba el Ravenwood a sus caricias.
Mientras sus lenguas luchaban por dominarse la una a la otra, caminó hasta el sillón, recostó a Harry y, con ansias, pasó a besarle el cuello, jaló con fuerza la blanca camisa hasta desgarrarla, desnudando el torso, y siguió su recorrido por el pecho, deteniéndose a chupar y lamer sus pezones; con la lengua humedeció parte del abdomen y, cuando hubo llegado a la entrepierna, se dio cuenta de la palpitante erección que sin mayor esfuerzo había provocado.
Volvieron a verse y Harry, un tanto ruborizado, esquivó la mirada, mientras Vincent sonreía.
—Siempre has sido muy impaciente, ¿Cuántas veces tengo que enseñarte la importancia de esperar? —dijo Vincent, hincándose y desabrochando el pantalón de Harry.
La ropa interior del Ravenwood ya había sido humedecida por sus fluidos preseminales y Vincent limpió aquél excedente con la lengua, luego retiró por completo la ropa, dejando a Harry desnudo.
Con sus manos le acarició desde los tobillos a los muslos, al tiempo que besaba y daba algunas lamidas al escroto: del miembro de Harry cayeron algunas gotas de líquido que se deslizaron sobre el rostro de Vincent.
Ahí se quedó un rato, masturbando el glande de Harry con las yemas de sus dedos, lamiendo y chupando sus testículos.
La cara del Ravenwood cada vez mostraba más impaciencia y sus gemidos no hacían más que aumentar sus ansias, entonces, tomó la cabeza de Vincent, apretando su cabello entre sus manos, y lo obligó a tragar su miembro por completo.
—¿Y tú cuándo vas a entender que puedo hacer lo que yo quiera?
Los ojos de Vincent subieron a mirar el rostro de Harry tras aquellas palabras y le dedicó un gesto retador, luego de tragar saliva con cierta dificultad, debido a las arcadas que el miembro del Ravenwood, en el fondo de su garganta, le habían provocado.
Pero no se detuvo, aceptó su tarea: comenzó a bajar y subir su cabeza, degustando con su lengua el pene de Harry, provocando que la saliva cada vez fuera más difícil de tragar y saliera de su boca, escurriendo hasta los testículos que, con mano izquierda, se encargó de estimular, jugando con ellos entre sus dedos.
Por otro lado, su mano derecha subió hasta la boca de Harry, quien para este punto se había entregado por completo al placer y sus gemidos resonaban por todo el lugar, avivando el deseo de Vincent por devorarlo.
Tomó los dedos del pelinegro y los llenó con su saliva, pues conocía bien lo que venía a continuación: Vincent comenzó a estimularle el ano con suaves masajes, lubricándolo, esparciendo la saliva por toda la zona.
Las piernas de Harry comenzaron a temblar y, cuando sintió entrar uno de los dedos hasta tocar su próstata, eyaculó. Gimió con fuerza mientras forzaba a Vincent a no separarse y tragar todo su semen.
El pelinegro tragó con avidez y aún cuando Harry lo soltó de su agarre, debido al enorme placer que estaba sintiendo, no se detuvo: continuó succionando, buscando drenar hasta la última gota, embriagado por el placer y el deseo intenso que le provocaba sentir al hombre debajo de él volverse líquido entre sus manos.
Harry le dedicó una mirada suplicante, colocándole una mano sobre la cabeza y Vincent se detuvo, alejándose para ver por completo el cuerpo extasiado frente a él.
—Gracias por la comida, señor Ravenwood —dijo Vincent, mientras se levantaba y comenzaba a desnudarse.
Tomó su miembro con su mano derecha y comenzó a masturbarlo mientras miraba a Harry.
—Tome mi carne como una muestra de lo agradecido que estoy.
Y, sin esperar respuesta, tomó con brusquedad la cabeza del castaño y le hundió su miembro hasta la garganta, devolviéndole el favor.
Harry sintió un leve dolor en la mandíbula: nunca había sido capaz de tragar por completo el pene de Vincent y las fuertes estocadas que su amante comenzó a propinarle, aunque no le permitían respirar, lo llenaban de un renovado placer.
Estuvo a punto de empujar al pelinegro, pues la falta de aire le había colorado el rostro, pero Vincent se apartó antes: sacó su pene completamente envuelto por la saliva de Harry y jaló a éste por los tobillos, acercando sus nalgas a la orilla del sillón, volvió a hincarse frente a él y le abrió las piernas.
Mientras masturbaba su miembro escupió sobre el mismo para lubricarlo, luego lo frotó unos momentos contra el ano de Harry, como una especie de juego previo, entonces lo deslizó suavemente (no sin algo de esfuerzo) dentro del Ravenwood, mientras las miradas y los gemidos de ambos se entrelazaban.
Harry tomó uno de los almohadones y lo mordió con fuerza por el dolor. Pero Vincent no le mostró piedad, pues al ver la expresión en su amante, empujó instintivamente su cadera y su miembro terminó por abrir de una el ano de Harry, quien soltó un grito y frunció el ceño, pero enervado por el placer y el dolor, apretó con sus manos las nalgas de Vincent y lo instó a que continuara, a que lo siguiera penetrando.
El pelinegro se colgó los tobillos del castaño en los hombros y lo tomó con fuerza por la cadera, profundizando las estocadas, mientras el sudor corría por los músculos de su abdomen que Harry, una vez se hubo acostumbrado al dolor, tocaba con lujuria.
—Dámelo, Veryard, dámelo todo. Lléname de ti.
Las órdenes y el cinismo con el que lo miraba, detonaron en Vincent un deseo destructivo, llevó sus manos hasta los muslos y recargó su peso, dejando a Harry aún más a su merced y sintió cómo el interior del Ravenwood lo apretó aún más, como si quisiera hacerlo parte de sí.
Sus embestidas comenzaron a ser cada vez más fuertes, y a los gemidos de ambos se unió el sonido de la pelvis de Vincent chocando contra las nalgas de Harry.
La mente del castaño, llena de estímulos, solo podía concentrarse en el miembro abriendo su ano y fue por ello que pudo sentir a la perfección el caliente líquido estallando dentro suyo. Ambos llegaron al orgasmo al mismo tiempo y Vincent sacó su pene casi de inmediato, como si una extraña repulsión lo hubiese invadido de pronto.
Aquello provocó que el semen fluyera hasta manchar el sofá, y Harry, al ver el líquido intentando ser absorbido por la tela, recordó fugazmente la obsesión que su esposa tenía por mantener limpio aquél mueble, pero el placer hacía años que había ahogado todo resquicio de culpa que hubiese podido sentir...
La noche había caído y ambos hombres se encontraban acostados sobre una alfombra en el suelo, envueltos en sábanas blancas, mirando la estampa nocturna de Zahremar a través de los enormes ventanales.
—Cuando logremos llevar a la especie humana a su nuevo estadio, quiero que hagamos público lo nuestro y que nos mudemos a una casa fuera de la ciudad, lejos de todo. Un lugar donde podamos ser, donde nadie se sienta con el poder de juzgarnos.
—¿Estás seguro? No creo que tu hija lo vaya a tomar demasiado bien, además, ¿de verdad quieres dejar atrás al mundo luego del regalo que les daremos? —respondió Vincent, mientras acariciaba el cabello de su amante, quien tenía la cabeza recostada sobre su pecho.
—Samantha estará bien, heredó la fortaleza de su madre. Sé que todavía es pequeña, pero cuando crezca será capaz de hacerse cargo. Lo veo en su mirada, es igual a la mía.
Vincent no respondió, solo soltó un suspiro y asintió levemente con la cabeza.
—Mañana llegarán los sujetos de prueba que me pediste, vienen de las zonas más marginadas del país, así que al menos procura que la poca vida que les queda, sea digna.
—Los trataremos como los héroes que son, no te preocupes por eso.
—Confío en ti, Vincent.
Fue lo último que salió de los labios de Harry, antes de quedarse dormido.
En aquella oscuridad, mientras mantenía a su amante abrazado contra su pecho, Vincent se quedó mirando el paisaje. Las luces de la ciudad se reflejaban en sus pupilas, algunas se encendían mientras otras se apagaban y él, en la cima de todo, las imaginó como fuegos fatuos que danzaban con un único fin: anunciarle al mundo el inicio de su reinado.
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10 años después.
LA OTRA ZAHREMAR
Sofía Ravenwood: La víctima de una historia de amor mal contada
Nuevas investigaciones revelan al verdadero culpable tras la misteriosa muerte de la abogada más importante de Zahremar.
Bob Borbón
Zahremar - 2 OCT 2022 - 10:20 CST
Durante años, la muerte de Sofía Ravenwood (ocurrida a mediados de 2008) fue etiquetada como un funesto suicidio, atribuido a su lucha contra la enfermedad mental producida por un agresivo tumor cerebral. Sin embargo, aquél diagnóstico siempre estuvo plagado de incongruencias que muchos optaron por ignorar: debido a ello, desde hace un tiempo este medio se dio a la tarea de indagar en las oscuras sombras que envolvieron al trágico suceso.
Aunque parezca increíble, las pruebas recopiladas demuestran que Sofía Ravenwood no se quitó la vida por lo anteriormente expuesto, sino que, en realidad, fue silenciada. Como ya todos sabemos, el responsable de su reclusión en el psiquiátrico San Rafael y, por lo tanto, de su aislamiento de la sociedad, fue su propio esposo, Harry Ravenwood.
Y es a partir de aquí que la cosa se pone turbia, el equipo de investigación de «La Otra Zahremar» se dio a la tarea de obtener los documentos que se generaron durante la estancia de Sofía en aquella clínica, archivos y diagnósticos médicos que no muestran ninguna prueba fehaciente que corroborara su presunto «trastorno esquizoafectivo», entonces, ¿por qué Harry Ravenwood decidió abandonar a su esposa en tan terrible lugar?
Un informante anónimo indicó que Sofía, lejos de lidiar con problemas de salud mental, estaba comenzando a cuestionar los turbios movimientos empresariales de su esposo, en particular, los referentes al proyecto Blackburn-Curie. Dicho proyecto, desde la terrible muerte de los científicos a cargo, Ángela y Louis Grayson, se ha visto envuelto por un halo de misterio y rumores que sugieren conexiones con actividades ilegales y poco éticas.
Al parecer, Sofía Ravenwood no estaba dispuesta a ser cómplice de estos secretos y, su esposo, consciente de la amenaza que ella representaba, tomó la decisión de sacarla de la ecuación.
San Rafael es famoso por mantener a los pacientes en una férrea vigilancia y reclusión, lo que lo convierte en el lugar ideal para enterrar a alguien que aún sigue con vida. Si el tan querido señor Ravenwood fue capaz de deshacerse sin mayor remordimiento de Sofía, ¿Qué otras atrocidades se esconden detrás de las altas paredes de su mansión?
En un esfuerzo por descubrir más sobre esta historia, nos pusimos en contacto con las autoridades pertinentes y con fuentes cercanas a la familia Ravenwood. Pero hasta el momento, nuestros esfuerzos han sido en vano, ya que las respuestas siguen siendo un misterio cimentado bajo el aparentemente imparable progreso de Zahremar.
Este descubrimiento es un recordatorio escalofriante de que la realidad tras el poder puede esconder impensables tragedias y, además, nos obliga como ciudadanos de Zahremar a exigir justicia para Sofía y a hacer una pausa para reflexionar sobre todas aquellas vidas que han sido sacrificadas en aras del progreso.
La historia completa detrás de Sofía Ravenwood, su muerte y su conexión con Blackburn-Curie aún tiene varias de sus partes sumergidas en la penumbra. Pero una cosa es segura: este es un misterio que continuaremos desentrañando, sin importar cuán oscuro sea el camino ni los sacrificios que debamos hacer para llegar a la verdad.
—Maldito Bob, seguiste la nota hasta el final —espetó Harry, molesto, cuando terminó de leer.
Lanzó su teléfono a uno de los asientos de la limusina.
—Da la vuelta, el Rascacielos puede esperar —ordenó a su chofer.
—Como ordene, señor. ¿A dónde quiere que lo lleve?
—Al edificio principal de Fuerza Arcana.
El automóvil giró por la avenida Alighieri, que atravesaba la ciudad desde los puertos mercantiles del norte hasta el rascacielos. Harry cerró los ojos y recostó la cabeza sobre el cabecero del asiento, intentando convencerse de que la nota periodística que acababa de leer no era más que otro invento de su mente.
Dieron vuelta en la avenida San Judas y recorrieron un buen tramo sin mucha demora, hasta que llegaron al Centro Educativo Ravenwood. Entonces miró por la ventana y a través del oscuro cristal observó a varios estudiantes.
La paranoia lo invadió al ver que muchos de ellos revisaban sus celulares: aunque ese gesto lo había presenciado incontables veces, en aquellos momentos la insistente pregunta de cuántos de ellos se encontraban leyendo la misma nota que él, lo llenó de terror.
Ansioso, tomó de nuevo su teléfono, pero aterrado de encontrarse con el odio y la desaprobación de toda una ciudad, no fue capaz de desbloquearlo. Se limitó a apretarlo con fuerza mientras el vehículo avanzaba y sus emociones se volvían cada vez más inestables.
—No apagues el motor, será una visita rápida —volvió a ordenar a su empleado cuando hubieron llegado a su destino.
Bajó del automóvil sin detenerse ni prestar atención a los ciudadanos que, al verlo, comenzaron a acercarse. Ingresó al edificio sin saludar a nadie, recorrió el vestíbulo y el pasillo principal como si no existiera nada entre él y su objetivo, tomó el ascensor y éste descendió hacia los pisos subterráneos del lugar.
Una vez hubo llegado al último, bajó y cruzó un largo pasillo, completamente blanco y sin ventanas, hasta encontrarse con una puerta negra. Tocó un par de veces y, sin esperar respuesta, entró. Lo primero que vio fue a Vincent, sentado tras su escritorio, con un celular entre las manos y sus ojos fijos en él.
—¿Qué demonios estás haciendo? ¿No deberías estar trabajando? —reclamó Harry, visiblemente irritado.
—No creo que en estos momentos haya una sola alma en Zahremar prestando atención a su trabajo, supongo que ya sabrás por qué —contestó el pelinegro, mostrando la noticia en la pantalla de su teléfono.
—¡Ese maldito periodista de cuarta! ¿Quién mierda le habrá dado acceso a esa información?
—¿De verdad no te haces una idea? Solo hay una persona en toda la ciudad que nunca dejó de olfatearnos el trasero. Debiste matarlo cuando tuviste la oportunidad.
—Ese maldito viejo, que se pudra junto a toda esta ciudad plagada de parásitos malagradecidos, siempre quisieron verme caer...
Abrumado, Harry tomó asiento en un sillón individual rematado en cuero negro, llevó sus manos hasta su cabeza, intentando buscar una solución a la catástrofe mediática que se le venía encima. Vincent solo lo miraba, curioso, como si supiera perfectamente lo que sucedería a continuación.
—Necesito la cepa fúngica mejorada. Es lo único que me puede salvar de este desastre —ordenó Harry.
—Sabes que aún no está lista, las pruebas en humanos no son concluyentes, el producto sigue siendo muy inestable.
—¡Me importa una mierda, Vincent! ¿O acaso quieres que todo lo que hemos construido nos explote en las narices?
—Harry, no sabemos qué pasará si la mostramos al mundo en el estado en el que está, podría ser mucho peor que un escándalo de faldas.
—¿Peor que tu colección de monstruos en las catacumbas? ¡Cállate y haz lo que te ordeno por una maldita vez! Que no solo te pago para que me chupes el pene.
Las miradas de ambos se enfrentaron y la respiración agitada del castaño fue el único sonido que permaneció en el ambiente. Sin dejar de mirar fijamente a Harry, Vincent levantó el teléfono del escritorio, tecleó un número y, cuando le hubieron contestado, dio unas cuantas indicaciones a la persona en el otro extremo de la línea, luego colgó.
—Un empleado ya está en camino para dejar en tu auto lo que me estás pidiendo. Ahora lárgate de mi oficina, Ravenwood, antes de que cambie de opinión.
—Lo dices como si no necesitaras mi permiso para ello. Ya va siendo hora de que conozcas tu lugar, Veryard.
Vincent apretó uno de sus puños mientras mantenía su fría mirada sobre Harry, pero él sólo lo miró con desdén. Dio media vuelta y, volviendo sobre sus pasos, salió de aquél lugar.
Antes de abandonar el edificio, Harry respiró hondo, pues alrededor de su limusina ya se encontraban varios reporteros esperándolo. Tomó valor, salió rápidamente y caminó presuroso al vehículo.
—¡Señor Ravenwood, señor Ravenwood! ¿Es verdad lo que pasó con Sofía?
—¿Por qué mataste a Sofía, Harry? ¿Qué sabía sobre Blackburn-Curie?
—¿Esto quiere decir que la muerte de los Grayson no fue un accidente?
Los flashes de las cámaras, las insistentes preguntas y la muchedumbre abalanzándose sobre él, lo aturdieron. Pero con su chofer y algunos otros empleados abriéndole camino, logró subir al automóvil, cerró la puerta y con lo primero que se encontró, una vez dentro, fue con un pequeño maletín.
Tomó el estuche y, al abrirlo, pudo observar una cápsula de cristal montada sobre un carpule: a través del transparente material podían verse varias esporas luminiscentes. Entonces sonrió, confiado en que aquello que llevaba entre sus manos lo salvaría del juicio y el escarnio público que durante años habían sido los principales protagonistas de sus pesadillas y de sus miedos más profundos.
—Vamos al rascacielos, rápido —-volvió a ordenar, y el vehículo emprendió la marcha.
Mientras avanzaban, las miradas de muchos transeúntes se clavaban en el inconfundible vehículo de la familia Ravenwood y, aunque aquello había sido un suceso cotidiano durante los últimos años, Harry ahora tenía la certeza de que, en esos momentos, aquellos ojos ya no le profesaban admiración.
La pérdida de lo que siempre le había funcionado como un placebo que lo hacía olvidarse de la culpa, originada en las múltiples barbaries que había cometido, lo llenó de terror y se sintió completamente desprotegido, pero cuando el vehículo se encontraba transitando nuevamente por las cercanías del Centro Educativo Ravenwood, la muchedumbre comenzó a huir en dirección contraria y el griterío de la tromba impidió que Harry terminara de sumirse en su miseria.
Las calles empezaban a convertirse en una masa caótica y violenta, cuyo origen llamó de inmediato la atención de Harry, quien observó con horror a los merodeadores abalanzarse sobre la gente y los autos de la avenida, hambrientos de carne humana: no era la primera vez que veía a aquellos monstruos consumir todo aquello que se interpusiera en su camino y reproducirse a una velocidad aterradora; existían incontables informes sobre ello y Vincent se lo había mostrado en su laboratorio en demasiadas ocasiones, «una consecuencia de la radiación».
La desesperación comenzó a acrecentarse dentro del castaño, asfixiado por la desagradable sensación que le producía el perder el control de una forma tan tajante, atormentado por la destrucción que había mantenido por tantos años oculta bajo los edificios de la ciudad, que ahora salía sin mesura hacia la superficie.
Pero la visión del hombre se vio interrumpida por la muchedumbre abalanzándose sobre el vehículo donde se encontraba, pues, a pesar de todo, los habitantes de la ciudad se habían acostumbrado a aferrarse a una sola cosa en los momentos de caos: el escudo Ravenwood (impreso en el capó de su limusina) y todo lo que él significaba.
Montones de personas rodearon el auto y sus puños golpearon con insistencia las ventanas polarizadas del mismo, rogando por mantenerse a salvo.
—¡Por favor, señor Ravenwood! ¡Deje subir a mi hija, llévesela de aquí! —suplicó una joven en el costado izquierdo, envuelta en llanto y desesperación, mientras alzaba a una pequeña de al menos 5 años.
—¡Harry, por favor, no nos dejes aquí! —Un grupo de adolescentes arremetió desde el lado derecho del vehículo.
En medio del desespero, el chofer del automóvil le dedicó una mirada de preocupación a su jefe.
—¿Qué hacemos, señor Ravenwood?
Los gritos entremezclados de la gente se convirtieron en un bullicio insoportable para los oídos de Harry, hasta que la pregunta de su empleado lo sacó de su aturdimiento.
—Dile a Vincent que active el plan de emergencia —ordenó de nuevo, visiblemente estresado.
El conductor marcó un número en su teléfono y lo colocó en su oído, sosteniéndolo entre el hombro y la oreja, mientras maniobraba con sus manos en el volante, intentando retroceder para evitar la muchedumbre. La llamada duró menos de un minuto y se volvió de nuevo hacia Harry.
—En un momento comenzará el bombardeo de pulsos electromagnéticos, señor. ¿Ahora qué sigue?
—Aligerar la carga —respondió el Ravenwood, tomando una pistola bajo su asiento.
Apuntó el arma hacia la cabecera del asiento donde estaba el conductor y jaló el gatillo: los sesos del hombre quedaron esparcidos por todo el volante y unas manchas de sangre alcanzaron a estamparse contra el parabrisas. Al ver aquello, la gente que antes suplicaba por ayuda, huyó.
Sin perder tiempo, Harry hizo a un lado el cadáver y tomó el volante, sus manos tocaron trozos de cerebro y se mancharon de sangre, pero no le importó, pisó el acelerador y condujo en dirección al rascacielos.
Dio vuelta en la avenida Alighieri, y se percató del embotellamiento que se había generado, la ciudad poco a poco comenzaba a hundirse en el caos: los ciudadanos corrían, se empujaban, tropezaban entre sí y continuaban con su huida, mientras que, del cielo, caían varios helicópteros y aviones, cuyos cuerpos metálicos chocaban contra los edificios más altos y provocaban explosiones que hacían cimbrar a toda la ciudad.
Pero Harry mantenía su mirada fija en el retrovisor, pues la marea de merodeadores, que crecía y arrasaba con la ciudad, parecía seguirle. No dejó de acelerar y los autos, así como las personas que se cruzaban en su camino, eran apartados violentamente por la fuerza del metal blindado y la potencia del motor.
Las llantas se tambalearon y los amortiguadores crujieron cuando el vehículo subió rápidamente por las escaleras frente al rascacielos y al entrar, arrasó con casi toda la entrada del edificio: siguió su camino hasta finalmente estamparse contra una de las columnas.
Dentro de la limusina, Harry apenas había sufrido daño, solo un par de rasguños provocados por esquirlas de cristal. Abrió la puerta y salió torpemente, empuñando su arma con una mano y sosteniendo celosamente el maletín con la otra. Varias personas dentro del edificio, a pesar del bullicio y del caos en la ciudad, se acercaron para corroborar el estado del Ravenwood.
—¿Estás herido, Harry? —le preguntó una mujer, mientras miraba la sangre en las manos del castaño.
—¿Qué está pasando, señor Ravenwood, qué son esas cosas?
—¿Qué debemos hacer? ¿Vamos a morir, Harry?
—Vayan a los refugios subterráneos, ahí estarán bien —respondió el castaño, mientras caminaba hacia uno de los ascensores.
—¿Y tú qué harás, no vendrás con nosotros?
—Yo me encargaré de resolver todo esto, no se preocupen, todo estará bien, confíen en mí.
—Pero estás lleno de sangre, Harry, ¿seguro que estás bien?
—¡Que sí, maldita sea! ¡Obedezcan y muevan sus culos hacia los refugios!
Varios merodeadores comenzaban a entrar y a lanzarse sobre la gente dentro del rascacielos, lo que provocó que la atención en el Ravenwood se perdiera. Presuroso, llegó a los elevadores, pulsó el botón para llamar a uno y, mientras esperaba, solo pudo presenciar el avance frenético de la infección.
Un par de criaturas puso su atención sobre él y, voraces, corrieron gruñendo, con las bocas abiertas. Aquello facilitó que Harry se deshiciera de ellos con un par de tiros que perforaron sus paladares y se alojaron en sus cerebros, desconectándolos del resto de su cuerpo, provocando que cayeran pesadamente sobre el suelo.
El elevador anunció su llegada y Harry entró, pero antes de que las puertas se cerraran, escuchó su nombre una última vez pronunciado en un grito de horror y desesperación.
Presionó el pedazo de metal marcado con el número 37, el penúltimo piso, y recargó su espalda contra una de las paredes del estrecho cubículo. Mientras miraba los números ascender, soltó un suspiro y sintió ganas de llorar, sus manos comenzaron a temblar y se quedó mirándolas fijamente: la sangre en ellas ya estaba seca.
—Supongo que ya no tiene ningún caso arrepentirse y pedir perdón, ¿no? —dijo en un murmullo, quizá para sí mismo o quizá para alguien o algo que nunca estuvo seguro si existía o no.
Cuando llegó a su destino, caminó sin mayor dilación hasta el cuarto de vigilancia, donde se encontraban un par de guardias de seguridad.
—¿Qué carajo está pasando, Ha...?
Una bala le perforó el cráneo antes de que hubiera podido concluir su pregunta y su cuerpo no había caído al suelo cuando Harry apuntó su arma hacia el otro guardia, pero este reaccionó rápidamente y tacleó al castaño, provocando que soltara el maletín y el arma.
Ambos se trenzaron en una lucha silenciosa hasta que Harry, movido por la desesperación y siendo físicamente superior, sometió a su contrincante y le metió su puño izquierdo en la boca mientras que, con su mano derecha, apretaba su garganta con tanta fuerza que sus uñas perforaron la piel.
Pronto la pelea terminó, el cuerpo del guardia dejó de forcejear y el silencio de la muerte se apoderó del pequeño cuarto de vigilancia.
Sentado contra la puerta y con dos cadáveres a su lado, Harry extendió la mano para alcanzar el maletín y lo descansó sobre su regazo; entonces levantó la mirada para observar por los monitores, cómo cada piso de su tan preciado rascacielos se llenaba rápidamente de merodeadores.
De la nada comenzó a reír a carcajadas, pero pronto la risa se transformó en llanto, que terminó por estallar en un grito de furia y desesperación.
—Es la única manera Harry, es el único camino para que te perdonen por tus pecados. Te convertirás en su dios y todos te amarán, deberán hacerlo —dijo para sí mismo.
Abrió el maletín y tomó el carpule entre sus manos, presionó la aguja contra la piel de su brazo y, apenas sintió el escozor del metal perforándole la carne, se inyectó las brillantes esporas. Casi de inmediato, sus venas se hincharon y adquirieron un color grisáceo, su temperatura se elevó y los músculos comenzaron a contraerse, violentas convulsiones se adueñaron de su cuerpo y, antes de caer inconsciente, un grito de dolor salió desde su boca que, debido a la altura en la que se encontraba, nadie alcanzó a escuchar y se perdió entre el pandemonio de la ciudad.
●●●
48 horas después.
Abrí los ojos como quien despierta de una horrible pesadilla, buscando entre la penumbra una realidad que permitiera corroborar las mentiras creadas por la mente, pero al principio solo pude notar una única diferencia: varios monitores ya no estaban funcionando.
Lentamente mi memoria iba armando los sucesos que me habían llevado hasta ese momento e instintivamente mi mirada bajó a buscar el carpule y un sudor frío bajó por mis sienes al ver en lo que mi cuerpo se había convertido: mi carne parecía diluirse en una especie de gelatina grumosa repleta de hongos, uno de mis brazos y ambas piernas se habían transformado en trenzas de tallos que se extendían por todo el suelo, alcanzando los cadáveres que estaban conmigo, subiendo a ellos y metiéndose por sus ojos, sus oídos y sus bocas, como si el ser creciendo dentro de mí buscara alimentarse por su cuenta.
Aterrado, intenté escapar de aquella visión, empujando mi cuerpo con la ayuda de mi brazo izquierdo: la única extremidad que aún parecía pertenecerme.
Pero pronto entendí que aquello había sido una mala idea, pues el abrupto movimiento arrancó las partes de los cadáveres que ya habían sido asimiladas, llenando el lugar de un olor nauseabundo y a mí de un dolor inenarrable, como si mis terminaciones nerviosas se hubiesen activado de pronto y por fin reconocieran al ser extraño que las había invadido.
Presa del horror y la desesperación, mi respiración se volvió frenética, como si el aire que ingresaba a mis pulmones no fuera suficiente para mantenerme con vida.
Mis pensamientos se tornaron caóticos y difusos, perdiéndose entre recuerdos que ni siquiera estaba seguro de si me pertenecían y sentí las punzadas de mi brazo extenderse por mi cuerpo, recorriendo cada tallo y cada tramo de carne que se había adherido a mi ser.
En un intento por conservar mi cordura, llevé mi mirada hasta los monitores, aferrándome a lo poco que quedaba de mi antigua cotidianidad, pero lo que vi a través de ellos me transportó al antiguo sentimiento de culpa que nunca terminó de cicatrizar: mi hija, Samantha, caminaba entre los cadáveres del búnker bajo el rascacielos, presenciando la masacre que yo mismo, horas atrás, había ordenado.
«Vayan a los refugios subterráneos, ahí estarán bien».
Me arrastré por el suelo hasta llegar al micrófono que comunicaba con las bocinas de todo el rascacielos: al llegar hasta el escritorio bajo las pantallas, tomé el aparato con dificultad, presioné uno de sus botones y rogué por que Vincent no hubiese destruido también las comunicaciones del rascacielos.
—¿Enana, mi amor? ¿Me oyes?
Noté con alivio la respuesta afirmativa a mi pregunta al ver el rostro de Sam buscar en todas partes el origen de mi voz y las lágrimas correr por sus mejillas al encontrar la bocina. Esbocé una sonrisa al notar mi consuelo reflejado en el suyo, pero la culpa no se había esfumado y, ansioso, supliqué:
—Toma una radio de cualquiera de los muertos, mi amor. Necesito escuchar tu voz.
Samantha obedeció sin dudarlo un instante y yo hice lo mismo, llamándola desde la radio de uno de los cadáveres tras de mi.
—¿Estás bien, mi vida? ¿Estás herida, te hicieron daño?
—No, no lo estoy, papá, estoy cansada, estoy asustada... —La voz de Samantha se quebró y yo sentí quebrarme con ella—. Te necesito... ¿Dónde estás, estás bien?
—Estoy arriba, estoy bien, estoy... Te juro que yo solo quería crear un lugar seguro para todos, para ti, mi amor...
Comencé a sollozar. La desesperación y la insistente culpa eclipsaron mi mente, solo necesitaba escucharla decirme que todo estaría bien, que sabía que mis intenciones eran buenas, que confiaba en mí a pesar de todo, que me amaba...
—¿De qué estás hablando, papá?
El rostro de Samantha se deformó en un gesto de confusión y duda que me exasperó.
—¡De todo esto! —grité, sumido en el llanto—. ¡De la ciudad, de nuestras vidas! Yo solo quería que no tuvieras que vivir en un lugar tan hostil, que fueras una niña feliz, que no tuvieras que preocuparte por nada porque papá se haría cargo de todo...
Pero entonces, yo mismo me di cuenta de la mentira dentro de mis palabras y rectifiqué:
—Yo solo quería que dejara de doler...
—¿Qué fue lo que hiciste?
El sonido de la decepción acompañada de un profundo desconsuelo impresos en la pregunta de Samantha me hicieron enloquecer.
—¡Yo no hice nada, no hice nada malo!
Ya ni siquiera sabía a quién intentaba convencer. Entonces miré nuevamente hacia el monitor y, creyendo que aquella larga y negra cabellera pertenecía a otra persona, exclamé:
—¡Tenías razón, Sofía, tenías razón! ¿Eso es lo que querías escuchar? Soy un imbécil, amor, soy un pobre imbécil que nunca atiende razones... Tú siempre me advertiste de todo esto. ¡Pero entiéndeme, por favor! ¡Tú mejor que nadie conoces lo que soy, lo que quería que hiciéramos! ¿Por qué tuviste que interponerte entre mi destino y yo?
—¿Sofía? ¿Qué tiene que ver mamá con todo esto? —El tono de preocupación en la voz de Samantha se esfumó, pues comenzaba a comprender a lo que se referían las palabras sin sentido que salían, abruptas y dolorosas, por la radio y se llenó de enojo—. ¿Qué fue lo que le hiciste a mamá?
—Ella quería lastimarnos, ella no comprendía lo que quería para ti, entiéndeme, mi amor, por favor...
—¿¡Qué mierda le pasó!?
—¡Escúchame, maldita sea! ¿Por qué les es tan difícil entenderme? ¿Por qué todos se ponen contra mí como si no les importara lo que he sacrificado por ustedes?
—¡Ya deja de victimizarte y dime qué mierda le hiciste a mamá! —me ordenó Samantha en un grito de desesperación.
—¡Todo esto es por ti, mi vida, por favor entiende! La ciudad, los experimentos, el progreso...
—Todo esto siempre se ha tratado de ti, no de mí. ¿No escuchas lo que estás diciendo? Siempre me mantuviste bajo tu sombra, sin permitirme ser algo que se saliera de tu maldito progreso... ¿Y sabes? Siempre pensé que eso estaba bien, que era lo que la ciudad necesitaba... Pero ahora ya no sé qué creer.
—Sí lo sabes, cariño, sabes que eres la dueña de esta maldita ciudad...
—¡Deja de mentir!, ¡aún en esta situación no te cansas de mentir! Púdrete junto a tu maldito progreso, yo veré cómo limpiar toda la mierda que dejaste.
Samantha apagó el radio y sentí sus palabras caer sobre mí como un balde de agua fría. Mi mente poco a poco comenzaba a perderse, pero los insistentes reclamos de mi hija lograron que abriera los ojos ante una realidad que por mucho tiempo había preferido ocultar en justificaciones, en una falsa gloria que había arrastrado a todo lo que conocía hacia la destrucción.
Tomé de nuevo el micrófono de las bocinas.
—Tienes razón, Sam. Todo esto siempre se trató de mí...
Las lágrimas de nuevo corrieron por mis mejillas al ver el rostro destrozado de mi pequeña.
—Todo esto es mi culpa. Perdóname, perdóname de verdad...
Por un momento tuve la esperanza de que Samantha volviera a tomar el radio. Pero solo se quedó mirándolo por unos segundos y lo rompió contra el suelo, frustrada.
—Espero que algún día puedas perdonarme.
Dejé caer el transmisor y con las fuerzas que me quedaban salí del lugar, arrastrándome, llegué al ascensor y volví a llamarlo, sin embargo nada pasó: todo el mecanismo había colapsado. Pero debía llegar al último piso, necesitaba ver aunque fuera por última vez aquél lugar en el que tantos sucesos importantes de mi vida habían tenido lugar, ese sitio en las alturas que construí y cuidé celosamente, como si de un trono se tratase.
Subí por las escaleras, dejando pedazos de mí en cada escalón, trozos que, aunque habían abandonado mi cuerpo, continuaban moviéndose, buscando algo con lo que alimentarse. Crucé el pasillo de arte con dificultad y aunque traté de ver lo poco que quedaba de él, me fue imposible, pues mi visión se había nublado y avanzaba casi a tientas.
Llegué a la puerta de mi oficina y como pude la abrí, las corrientes de aire silbaban y embestían furiosas el recinto, me acerqué a los enormes ventanales cuyos cristales estaban rotos y ni siquiera sentí mi piel siendo rasgada por los trozos de vidrio desperdigados por el suelo. Levanté la vista una última vez hacia Zahremar y lloré al imaginar aquella imagen que por tantos años me había llenado de orgullo: ahora solo era capaz de distinguir sombras borrosas y contornos difusos.
Dejé caer mi cuerpo hacia el vacío, el viento y el sol me brindaron las últimas sensaciones que conscientemente pude sentir y, antes de que mi cuerpo se estrellara contra el suelo, mi memoria reprodujo las palabras que en mi niñez solía repetirme para evitar ser consumido por la oscuridad:
«Tranquilo Harry, vas a estar bien. Un día estarás lejos de esta ciudad y podrás mirar el cielo sin preocuparte por nada más».
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