REFLEJOS DE UNA PÉRDIDA.
El ave se fue. Partió en busca de su amo y llevando con él todo rastro de oscuridad invasora. La neblina desapareció como por arte de magia y se despejó cada rincón del pueblo, del valle y del tenebroso bosque, la luz de la luna empezó a asomarse cuando aquellas capas gruesas de nubes en color gris despejaron el cielo. Las estrellas volvieron a titilar trayendo luz entre la oscuridad, el cielo se tiñó en su color natural, ya no estaban esos reflejos carmesís que eclipsaban la noche y que antes impregnaban de miedo el ambiente.
Lo frío del clima también a desaparecido, como si aquella bestia fuera el causante del cambio climático, una vez que abandonó el lugar, lo helado de la tempestad se fue con él. ¿Cómo era esto posible?, de un momento a otro una noche de paz podría transformarse en una noche de caos, en cuestión de segundos todo podía cambiar. Y ahora, todo está tan silencioso y en calma, tanto así que la situación parecia irreal. Todos respiraron con pesadez, han pasado minutos desde que el ave y el depredador se fueron y aún nadie se ha atrevido a moverse. Se han quedado allí, en grupo, amontonados unos con otros y con temor de levantarse o de realizar algún mal movimiento que los comprometa con la muerte. Allá, en los rincones de cada una de las habitaciones están todos los miembros de las familias, tensos y quietos como estatuas, esperando que regrese su mayor enemigo. Aún no procesaban sus mentes y alma, que al menos por aquella noche, ya podían descansar en completa serenidad. La bestia ya obtuvo lo que deseaba y no volverá ya más. Ahora tiene que pasar un mes para esperar su regreso.
Hasta más tarde esa misma noche, un anciano de setenta y cuatro años se puso en pie con valentía. Tenía sus extremidades entumidas, pues durante todo el caos estuvo en una posición incómoda. Sus viejos huesos dolían, su cabeza parecía que estallaría, y ni hablar de su espalda, que rechinaba y ardia con cada paso.
— ¡Papá, ¿qué haces?, regresa aquí! — debido al pánico que le ocasionaba la noche, su hijo Max intentó detener a su anciano padre, temiendo que la bestia se enojara por tal atrevimiento.
— No están. Se han ido, no hay más peligro.
— ¿Estas seguro de eso? — Todos los que se encontraban en aquella habitación esperaron con paciencia y temor la respuesta del anciano.
— Iré a serciorarme.
El viejo caminó hasta una ventana con pasos tambaleantes, cortos y prudentes. La habitación estaba oscura, ni siquiera una miserable sombra de si mismos se podía ver entre tanta pantalla negra. La ausencia de luz fue causada por un método desesperado de supervivencia, ya que los miembros de esa familia pensaron que lo mejor sería colocar tablas y fijarlas con clavos en todas las ventanas y puertas, impidiéndole así al depredador poder ingresar al interior de la casa por cada uno de esos orificios. Eso ocasionó a su vez que la luz no pudiera introducirse dentro de la vivienda.
¿Pero eso si quiera erá útil?, ¿esa fue la razón de su salvación? Como respuesta corta a las interrogantes, nadie podía saberlo o tener respuesta certera a esto. Quizás fue suerte o casualidad el que se hubieran salvado.
Con manos temblorosas por la edad avanzada, el hombre tomó una de las tablas y empezó a quitarla lentamente. Muy sigiloso de no hacer mucho escándalo, el anciano removió aquel pedazo de tablilla y obtuvo éxito en el proceso, dejando ver por aquel espacio de tamaño mediano (donde anteriormente estuvo el madero), todo lo que estaba a la vista allá en el exterior.
Ahora el ambiente era claro, iluminado gracias a la luz de la luna y las estrellas. Los caninos y felinos ahora reposaban tranquilos en las calles como si aquella noche no hubiera sido terrorífica. Sin duda ya no había algo que pudiera amenazarlos. El viento siguió soplando, pero sin la fuerza bruta que antes poseía. El ambiente era fresco, pero ya no era ese ambiente tumultuoso de antes. El abuelito recorrió con la vista cada rincón, con la mirada agotada y alerta, sin encontrar nada que amenazara sus vidas en ese momento.
— No están. Ya es seguro salir. Estamos a salvo, al menos por ahora. — Avisó el anciano a su familia con gozo en el alma y el corazón.
Todos los demás suspiraron con alivio.
Cada miembro estaba a salvo, al menos durante un mes. Ya no había nada más que temer. Todos ellos se pusieron en pie y cada quien se dispersó hacia sus habitaciones, excepto Max, quien preocupado se acercó a su padre.
— Estuvo muy cerca esta vez, casi fuimos sus presas — le comentó.
Aunque muy dentro de él había algo que quebrantaba su ser. Había escuchado el grito aterrado y doloroso de sus vecinos, sobre todo, el grito desgarrador de una madre, y quizás era muy egoísta su pensar, quizás también era un monstruo al igual que el depredador, pero una mínima parte de él se sentía feliz.
Feliz de no haber perdido a nadie de su familia, se alegraba que, por al menos esa ocasión, la niña Katherine haya servido como un sacrificio para libertar a los demás.
— Creo que me siento aliviado de no haber perdido a los que más quiero. — Agregó después de un largo silencio, después de digerir todo lo que había pasado.
— Supongo. Aunque no puedo decir lo mismo de Mirtila, ha perdido a su hija. Es algo que ningún padre desea vivir. — Respondió el anciano con voz quebradiza.
No derramó ni una lágrima, gracias al esfuerzo consciente que hizo para controlar tanto su mente como su cuerpo.
Ambos escucharon los pasos de una persona acercarse hasta ellos. Los pasos eran ligeros y casi inaudibles, parecidos al de una bailarina de ballet que se mueve con gracia y delicadeza al compás de un ritmo sutil y agradable. Se trataba de la esposa del joven Max, quien traía con ella a su pequeño hijo, el niño venía en los brazos de su madre y sumido en un sueño profundo y continuo, con su cabecita en el hombro de esta mientras que ella, su progenitora, caminaba hacia su suegro y su esposo.
— Quizás sea bueno ir a verles. — Sugirió la dulce dama. — El dolor de perder a un hijo es similar a perder el alma, similar a perdernos en este agujero despiadado y profundo de donde nadie puede salir y donde la única manera de encontrar una solución es la muerte. No me imagino la vida sin mi pequeño Antonio. Pobre de Mirtila y Armando, es algo que no le deseo ni a mi peor enemigo.
Las palabras de la joven llegaron hasta el corazón de su suegro, quien rompió en llanto al escucharla. Max no había sido el único hijo de aquel anciano. Antes de la llegada de Max al mundo, Teodoro había perdido a su primogénito cuando este era solo un recién nacido. Él comprendía muy bien ese dolor, aunque ya había pasado mucho tiempo desde que ocurrió.
Teodoro recordó también como todos los vecinos de aquel entonces corrieron a su encuentro y al de su esposa. Todas aquellas lindas personas le brindaron apoyo, dinero y alimento, todo como una muestra de comprensión y sostén emocional, algunos incluso cubrieron los gastos del luto, ahí todos y cada uno sufrían a causa de la oscuridad, por ende, solían buscar apoyo los unos con los otros, y no solo buscar ayuda, sino también brindarla. El miedo y la situación les hizo ver que solo se tenían a ellos mismos, así que el pueblo entero se unió como una forma de sobrevivir emocional, física y mentalmente.
— Tienes razón, Diana, ellos necesitan nuestro apoyo. — Aceptó el patriarca de aquella familia. — En la mañana iré. No quiero llegar con las manos vacías, por esa razón esperare la llegada del sol. Llevaré conmigo pan, café, y algunas otras provisiones; quiero aportar algo para el duelo.
— Yo le ayudaré con eso. Le prepararé una canasta con pequeñas cantidades de alimento para que las lleve con usted. Estoy segura que ellos agradecerán el gesto, suegro.
— Gracias, Diana. Pero, ¿estas segura de querer preparar tu misma la canasta?, iré a verles muy temprano en la mañana, ¿no te sientes agotada con todo lo que pasó?
— No, estoy bien. Además, Antonio suele despertarse temprano, así que, quizás pueda acompañarlo, solo si eso no le molesta.
La sombra de una nube en movimiento se introdujo a la casa por la ranura de aquella ventana. Las horas pasaban como el vuelo de un halcón: rápido y fugaz. El tiempo no era algo que se podía recuperar ni tampoco las horas de desvelo. Sus cuerpos ya necesitaban el descanso pleno de la noche, pero lo perdieron a causa del monstruo, sus mentes necesitaban apagarse un breve momento, solo para olvidar las desgracias que conlleva el simple hecho de ser ellos viviendo en ese pueblo maldito. De ser las victimas de un mal que ha caído en los hombros de un pueblo condenado por la estupidez de alguien más. Era mejor morir que soportar aquella tortura.
Teodoro aceptó que su nuera fuera con él. Ya era un hombre de avanzada edad, se le dificultaba caminar, incluso levantar una simple taza de café, así que la ayuda que su nuera estaba ofreciendo era sin duda una buena oferta. Ella lo sabía, y no tenía inconveniente alguno para ayudar al anciano. Así que ambos hicieron un acuerdo para ir a visitar el antiguo hogar de la pequeña y difunta Katherine.
Mientras que al otro lado de ese miserable pueblo que estaba envuelto en una bruma oscura del olvido y de la muerte; existe un reino, un lugar con todo lo necesario para la supervivencia. Este reino se llamaba Thazell, conocido como el domador de los vientos y caracterizado por su valentía contra criaturas de la noche, tan fuerte como el viento y con el poder de un torrente, convirtiéndose en lo que podemos llamar: un tornado. Estaba protegido por un gran muro, una enorme fortaleza que rodeaba miles de kilómetros en terreno. Thazell, uno de los más grandes dueños de armamentos, soldados, joyas, propiedades, poseedor de un sin número de objetos con valores casi incalculables y de personas de alto renombre, así eran ellos de temibles. Habían soldados dentro de aquellas fortalezas, hombres llenos de agallas y valentía, capaces de enfrentar a cualquier mal que los aceche, reconocidos como los más fuertes entre reino y reino. Capaces de hacer caer hasta la cabeza más poderosa. Sin embargo, esto no significaba que fuesen todos ellos indestructibles o incapaces de salir heridos, pero aún así, a comparación de otros, eran admirables.
Pero, ¿para qué le servían todas estas características al pueblo de Obskurém? Durante años se han visto abandonados y en la oscuridad de un lugar remoto y en el pozo del olvido, ni siquiera Thazell a sido capaz de brindar una mano ayuda. Nadie lo ha hecho. Pero, ¿por qué lo hacen?, ¿¡qué acaso no tenían corazón para ayudar a quienes hoy sufren!?, ¿¡no les daba ni un poquito de empatía por ellos!?, ¿o lastima si quiera?
Existieron varios factores que surgieron a lo largo de los años y que dañaron la imagen, el propósito, el presente, (¿el futuro también?), de las personas que moraban en Obskurém. Uno de esos factores afectó la mano ayuda, Thazell ya ni siquiera sabía de la existencia del pueblo maldito. Con el tiempo, solo tomaron como una leyenda urbana la existencia y las historias que rodeaban al pueblo aquel, para ellos era solo eso, una simple leyenda. Eso fue hasta que grandes rumores llegaron a la capital, justo en el mercado de Valem, perteneciente a Thoren en el reino de Thazell.
El mercado aquel era demasiado concurrido, millones de personas caminaban por las calles, miles de tiendas y cachivaches estaban amontonadas haciendo que el camino fuese algo tedioso, se tenía que batallar entre tantos para lograr llegar al objetivo. Valem también era un lugar de descanso para miles de aventureros, guerreros y turistas. Estos provenían de todos lados, por esa razón, Valem solía ser el lugar más visitado de la capital en dicho reino.
Así fue como un hombre llamado Elijah regresó después de estar meses fuera de su hogar, era un explorador con espíritu libre; amaba ingresar a lugares remotos y abandonados con un tinte de misterio y pesada esencia. Ese día, Elijah había regresado de un cansado viaje, venía de una expedición organizada por si mismo y sin autorización del gobernante, pero con novedades interesantes y enigmáticas. Algo había visto en su expedición, algo que lo cautivó y lo dejó pensando en muchos beneficios y oportunidades para ser alguien reconocido en esta vida, fama era lo que buscaba, y quizás ahora podía obtenerla.
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