Cada mañana al brillo del sol sonreía, sabía que él saldría de la casa.

Había visto todo su crecer, desde que lo llevaron llorando aquella noche y escuchó atenta cada una de las historias del hospital.

Luego, al paso de los años vio como cada año había un pastel de cumpleaños cada vez más grande, le veía al principio con curiosidad, luego con agrado y por último con algo más; disfrutó junto a él cada una de las etapas de su vida acompañándolo con lágrimas y sonrisas compartidas.

Al despertar, con los primeros rayos de sol agudizaba su oído para escucharle y lo último que le producía descanso en las noches oscuras o estrelladas era su voz, bajo esa piedra se había formado un corazón que latía y le producía un calorcito,

Vio cada uno de sus logros, aún en ocasiones ella sentía que el cemento de su capa se partiría y podría salir para decirle todo lo que sentía por él.

Imaginaba escenarios donde ella era una bella mujer y se encontraban, él quedaba prendado de su amor y así fue, él se enamoró pero no de ella, una estatua de piedra no podía no debía anhelar el amor de un humano.

Contempló con tristeza aunque con un poco de ilusión, como aquella pareja era tan feliz y con el paso del tiempo lo inevitable llegó, lo último que observó en aquel jardín donde conocio el amor y vio lo bello de la vida, es como aquellos novios decían acepto, percibió un tenue crujido y sólo cerró los ojos, su corazón de nuevo se petrificó.

Nuevamente era una gárgola en un costado de una cornisa sumida en un sueño eterno, con sus facciones reacias y sin cambios, se veía incolora como si lo años le fueran quitando partícula por partícula su esencia, nadie la vio nunca y ahora menos, que solo era un ornamento sin emociones.

De pronto, una noche no tan lejana un nuevo llanto despertó su corazón, al principio con latidos muy tenues para dar paso a un retumbar melodioso, que le hizo abrir los ojos llenándolos de luz, que asemejaban a la luna dentro de ellos.