A Por la Plata
Al joven Príncipe no le agradaba para nada el panorama que ahora se pintaba frente a él. Cuando finalmente había conseguido el regalo de cumpleaños perfecto para su amiga, algo tan simple como una lluvia lo había alejado del camino una vez más. Esperanzado, buscó con la mirada el feo mantel de la gitana que hacía un par de horas les había presentado el medallón, pero al parecer ella también había huído del aguacero. Desalentado, a George no le quedó de otra que asir las riendas de Phillip y redirigir su rumbo hacia el castillo.
Pero la noche fue más inquieta de lo que él esperaba. No lograba conciliar el sueño, todo lo que hacía era dar vueltas y vueltas en su cama, sin poder sacar de su mente la excéntrica belleza del medallón y el brillo en los ojos de Rapunzel mientras el mismo pendía de sus pálidos dedos.
El sol no había terminado de hacer su aparición cuando el muchacho ya se estaba escabullendo por las caballerizas del palacio. Encontró a Phillip aún adormitado, por lo que intentó despertarlo con un par de terrones de azúcar. El caballo aceptó la ofrenda a la vez que el muchacho se esforzaba por sacarlo del establo haciendo el menor ruido posible. George sabía que estaría en problemas si alguien lo encontraba a esas horas en las afueras del castillo. Tendría que dar explicaciones que definitivamente no quería dar y, lo peor de todo, perdería tiempo que definitivamente no tenía. Con sumo esfuerzo el joven logró su cometido, y para cuando el gallo emitió su primer canto, él ya estaba a la mitad del camino.
Tal como lo sospechaba, los gitanos aún no se habían marchado. Eran conocidos por ser gente misteriosa, pero no madrugadora. Obviamente, las puertas del mercado no estaban abiertas al público; en su lugar, el abundante grupo de artistas callejeros y vendedores ambulantes estaban alistándose para partir: recogiendo las pocas cosas que habían quedado a la merced de la lluvia, amarrando telas y bolsas a los techos de sus remolques, desarmando las tiendas que habían sido su sustento en la última semana. George los observaba con aparente curiosidad, pero en realidad lo único que le interesaba al muchacho era conseguir a la vieja del medallón. Bajó de su caballo, lo amarró a un árbol cercano y, aun con las miradas nada agradables de gitanos que no estaban contentos de tener a un intruso entre ellos, se adentró en el campamento.
El sitio donde recordaba que habían conseguido a la enigmática vendedora la noche anterior ahora estaba desierto, no había ni una sola mesa a varios metros de distancia. Fue hasta donde estaba el grupo de personas más cercano y preguntó por la anciana, pero no obtuvo respuesta más allá de un par de gruñidos. Aguzando la vista, la buscó con la mirada, pero las únicas mujeres que logró divisar fueron una bailarina cargando una pila de panderetas y una madre halando a su criatura del brazo. George se dio media vuelta, y lo que consiguió frente a él casi lo hace caer.
- ¿Buscabas algo? – era la anciana. Una vez más, George ni siquiera la había escuchado acercarse, ¿cómo lo hacía?
- Ehmm, ¡sí! – respondió incorporándose de nuevo a su estado de tranquilidad. – De hecho, la buscaba a usted. Le pregunté a un par de personas, pero...
- No debes preguntar a quien no tiene respuestas – lo interrumpió la anciana. – Ven, acompáñame.
La mujer arrancó a caminar sin esperar la respuesta del chico. George la siguió entre la cantidad de gitanos que alistaban sus pertenencias, muchos de los cuales lo veían con poco agrado. Al poco tiempo llegaron a un remolque pequeño y destartalado, que George sospechó debía ser el de la anciana. Ella abrió la puerta y se adentró sin mirar atrás, por lo que George tuvo que acelerar el paso para sostener la puerta y lograr entrar. Ya en el interior, pudo percibir un desagradable olor que parecía emanar de las paredes del remolque. La decoración era estrafalaria, con telas y tapices de patrones parecidos a los del mantel del mesón en el que la anciana exhibía su mercancía. Para cuando George volteó la mirada, la señora ya se había sentado en un mueble individual en lo que él identificó como la sala de estar del remolque. La mujer le hizo señas para que se sentara en una silla ubicada diagonal al sillón, y él hizo lo propio. Durante un par de segundos, George esperó a que la mujer dijera algo, pero ella se limitaba a observarlo con ojos que demandaban saber el motivo de su visita.
- Bien, ehh – se acalaró la garganta. – Tal vez usted no se acuerde, pero yo estuve anoche por su mesa, viendo la mercancía.
- Por supuesto que me acuerdo. Recuerdo el rostro de todos y cada uno de los que se acercan a mi puesto de ventas. Tanto de los que preguntan como de los que no, los que compran algo y los que solo me interrogan para luego irse con las manos vacías. Tú eres uno de esos, por cierto.
- ¡Perfecto! Si se acuerda tan bien, entoces podrá imaginarse el por qué estoy aquí.
- Creo haberles dicho, a ti y a tu amiguita pálida del velo negro, que ese collar sin duda superaba sus presupuestos.
- Sí, lo hizo – replicó decidido el muchacho, a la vez que sacaba un pequeño saco del interior de su chaqueta. – Pero estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo – y acto seguido dejó caer la bolsa ligeramente abierta en la mesa de té que se interponía entre ambos.
La satisfacción corrió por las venas del muchacho al observar cómo la anciana abría los ojos en señal de sorpresa al ver el interior de la bolsa. Justo la reacción que él había estado esperando. Brillando entre las aterciopeladas paredes caqui del saco, estaban las suficientes monedas de oro como para que alguien saqueara completamente el remolque antes de que la anciana terminara de contar cuánto dinero había. George se cruzó de brazos, y en su rostro se dibujó una mirada de suficiencia.
- ¿De dónde sacaste todo esto? – preguntó la anciana aún sorprendida.
- Digamos que fue un préstamo – respondió él, y no era del todo mentira. Lo había tomado del fondo que su padre había destinado para que él usara en casos de emergencia, y para George la situación calificaba como tal.
- No le vendo mi mercancía a ladrones.
- Por favor, señora – ironizó el muchacho, riendo. – Usted no es precisamente la cuna de la integridad, ningún gitano lo es. Yo le estoy ofreciendo un precio justo, y eso que ni siquiera he escuchado su demanda.
La anciana se limitaba a verlo con suspicacia. Trataba de hacer rápidas conjeturas acerca de dónde ese muchacho había conseguido tal suma de dinero. Pero por otro lado, no podía negar que era una buena oferta. Los gitanos tenían un lema: si ves oro tómalo, y eso era precisamente lo que ella pretendía hacer. Sin decir una palabra, se levantó de su asiento y fue a la habitación donde tenía guardada la mercancía, dejando a George solo en la sala con esa expresión de presunción que no le gustaba nada.
Tuvo que inclinarse ante un pesado baúl, lo cual representó un verdadero esfuerzo debido a sus constantes dolores de cadera y espalda. De un grueso hilo amarrado a su cuello pendía una llave, la cual, tras sacarse el improvisado collar por encima de la cabeza, introdujo en el baúl para poder abrirlo. En su interior, todo estaba organizado en cajas. Tal vez ella era una persona descuidada con su aspecto personal, con su casa o sus pertenencias, pero su mercancía siempre estaba en óptimo estado. Sin necesidad de abrirla para verificar su contenido, tomó la caja donde estaba el collar de plata; sabía perfectamente cuál caja era pues esa joya había sido siempre de sus favoritas. Lo había tenido mucho tiempo entre su mercancía, pues su elevado precio no le había permitido vendérselo a nadie, y no pasaba un día en el que ella no lo viera como si se tratara de un viejo amigo y se preguntara quién sería la persona que se quedaría con él. Con lo que no contaba era que ese alguien sería un jovencito con técnicas poco honestas de convencimiento.
Cuando regresó a la sala de estar, George la esperaba aún cruzado de brazos, pero su actitud era ahora más relajada. Volvió a sentarse en su diván y le tendió al chico la caja. Él la tomó con ansias y la abrió para luego sacar su contenido. Definitivamente, la mujer no se había equivocado. En la mano del niño, el collar se presumía por sí mismo, con cada uno de sus detalles invitando a ser visto, a ser admirado. Era imposible dudar de la originalidad del material: la plata brillaba con la intensidad justa, y su peso se evidenciaba en el casi imperceptible esfuerzo que hacía el muchacho al sostenerlo.
- ¿Y bien? ¿Estás satisfecho?, ¿es lo que querías?
- Completamente – respondió él sonriendo.
- Y... ¿cuánto de esa bolsa me corresponde por la joyita?
- Tómela toda, el precio no importa. Este collar es todo lo que quiero – la anciana estuvo a punto de replicar, pero se dio cuenta de que hacerlo sería estúpido, ¿cuántas veces en la vida se te aparece un muchacho con una bolsa repleta de oro y te dice que puedes quedarte con todo?
- Bueno, supongo que es un trato.
George se puso de pie, y de inmediato la anciana lo imitó. El chico le tendió la mano a la señora, la cual lo estuvo mirando desconcertada por un par de segundos. Al final cedió y le estrechó la mano al muchacho, quien se la apretó con firmeza concretando de esa manera la compra. Una vez sus manos se hubieron separado, George se dio la vuelta y salió del remolque. La anciana se quedó de pie, observándolo a través de la polvorienta ventana mientras él hacía su camino entre la multitud, montaba en su caballo y se alejaba del campamento.
- Disculpe, buen hombre. ¿Puede decirme dónde encontrar a Vadoma?
El gitano, que en ese momento se encontraba recogiendo las últimas piezas de madera que formaban el armazón de la tarima, se giró para observar a su interlocutor. Ante él se encontraba una dama, lo sabía por la forma de su cuerpo, ya que el traje oscuro que cargaba y el velo que envolvía su rostro casi a la totalidad le dificultaba el verla a los ojos. Debía ser una señora de edad: su espalda estaba ligeramente encorvada y su voz tenía un todo rasposo. Al hombre le pareció un poco extraño que alguien preguntara por la vieja Vadoma, sobretodo tomando en cuenta que en menos de media hora estarían partiendo, pero aun así le contestó.
- Está en su remolque, pero no cuente con que va a atenderla, estamos a punto de partir.
- Tomaré mis riesgos.
- Como desee – se dio la vuelta. – Es aquel de allá – le señaló con el dedo un viejo remolque que estaba al final del campo, y sin esperar que la señora le respondiera, volvió a su labor.
La dama no estaba muy contenta con la poca atención prestada por el gitano, pero al menos estaba satisfecha con la respuesta. Se encaminó hacia la dirección que el hombre le había señalado, y una vez estuvo al frente, tocó la puerta. Esperó por casi un minuto antes de volver a intentar. Apenas sus nudillos tocaron la madera por segunda vez, alguien abrió la puerta. Se trataba de una anciana gitana, despeinada y vestida de harapos, que la miraba de arriba a abajo sin mucha emoción.
- Las ventas acabaron, el mercado está por mudarse – alegó la sueña del remolque, y acto seguido se dispuso a cerrar la puerta.
- Estoy aquí con un fin – contestó la visitante a la vez que interponía su brazo para que la puerta no pudiese ser cerrada. – Y voy a llevarlo a cabo.
Sin necesidad de hacer mucha fuerza para apartar a la anciana, la extraña de la capa hizo su camino hacia el interior del remolque. La inquilina no se veía contenta, y estaba a punto de replicar cuando la otra mujer sacó del interior de su capa una hoja de papel bastante deteriorada. En un primer instante, la anciana no logró identificar lo que estaba garabateado en el pergamino, pero luego de acercarse un poco más, entendió. Se trataba del dibujo de un collar, no sabría decir si era hecho a mano o la impresión de un libro al cual le habían arrancado una hoja. Pero lo más resaltante era que no se trataba del dibujo de un collar cualquiera. No, ella sabía exactamente qué collar era.
- Estoy en búsqueda de esta fina pieza de joyería – espetó la mujer, el tono de su voz ahora rebozaba altanería. – Y mis fuentes me han dicho que podía encontrarlo con usted.
- Pues, sus fuentes tienen razón. Podía conseguir el collar conmigo, ya no.
- ¿A qué se refiere?
- Llegó tarde, lo vendí. Un chiquillo vino por él hace unos 20 minutos.
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