|Capítulo introductorio: Pánico|
—Iniciarás con Chaconne de Bach —dijo Darshan, tecleando un mensaje en el celular—. Seguirás con Carmen Fantasy de Pablo de Sarasate y finalizarás con Praeludium and Allegro de Kreisler, ¿entendido?
Kavic inhaló y exhaló varias veces, su pecho subió y bajó a un ritmo frenético mientras asentía con vehemencia. Sin embargo, su atención no se centraba en su padre; era como si el espacio a su alrededor se encogiera con cada segundo que transcurría. Una mezcla de nervios y una obstinada determinación se agolparon en su cabeza.
—Calma, Kav. Lo harás bien —dijo Aarav, deslizando una mano por la espalda ajena.
Kavic pasó un hilo de saliva por su garganta reseca, un gesto que se tornó más difícil de lo habitual. Sus manos se afianzaron al arco y al diapasón de su Stradivarius, como si el instrumento pudiera ofrecerle la confianza que él no era capaz de encontrar en sí mismo en esa ocasión. Al fijarse en la sonrisa de Aarav, en esa mirada afable que apaciguaba la inquietud que lo envolvía, delineó una expresión con sumo esfuerzo. Sin embargo, se diluyó con rapidez, reemplazada por la preocupación que siempre lo acompañaba en los recitales.
«Pero este no es un recital», recordó.
No, era más que una simple actuación; la oportunidad de alcanzar la beca que lo abriría a un mundo de posibilidades en el Instituto Nacional de Música de Marfair. La perfección era la meta, en técnicas y notas; no podía dejar que el miedo lo dominara. Si cometía un error, las largas horas de ensayo con la repetición incansable de las mismas piezas, el sudor en su frente y el dolor que se extendía por sus brazos, muñecas y dedos habrían sido en vano.
Pero... ¿Y si no era suficiente?
—Kavic Singh —llamó el encargado.
El tiempo se ralentizó y el aire escaseó en sus pulmones.
El público dejó de existir, su padre y Aarav se disolvieron en el anonimato.
Kavic avanzó y no se detuvo hasta que llegó el centro del escenario. La intensa luz blanquecina lo envolvió, provocando que su corazón latiera a un ritmo desenfrenado, resonando en sus oídos como un tambor. El silencio que siguió fue casi palpable, un vacío que cargaba con la esperanza y las expectativas de quienes lo observaban: los jueces, sus profesores, sus padres y Aarav.
«Puedo hacerlo, puedo hacerlo...»
Levantó el violín y lo apoyó contra su clavícula. Apretó el arco y cerró los ojos solo un segundo. A pesar del caos interno que le recorría la conciencia y le hormigueaba bajo la piel, era el momento de dejar que la música hablara por él. Al posicionar el arco sobre las cuerdas, la vibración inicial que emanó de su Stradivarius cortó el aire tenso, y con cada nota, sus miedos se desvanecieron de forma gradual, dejándolos atrás en el camino hacia la melodía.
Las primeras notas de Chaconne fluyeron con la gracia que se esperaba de un virtuoso.
Kavic se movió en sincronía con la música, cada compás lo acercaba a la calma de su oficio.
Conforme terminó Carmen Fantasy e inició el preludio de Praeludium and Allegro, la complejidad de las cadencias y los cambios de ritmo que lo habían atormentado durante semanas, provocaron que su respiración se tornara irregular.
«Recuerda... los ejercicios. La precisión. El control...», repitió esas palabras como un mantra, en un intento desesperado de recuperar el control sobre sus dedos y su instrumento, pero sus dedos temblaron sobre las cuerdas. Las notas bailaron en su mente, una danza de notas y armonías que parecían desfilarse ante sus ojos como una visión. Intentó concentrarse, recordar cada movimiento, cada ritmo, cada nota que había practicado veintena de veces.
Su confianza se desvaneció en un fugaz soplo y un intenso carmesí se apoderó de su rostro.
Titubeó.
El chillido de una nota disonante, un sonido agudo, resonó como un grito atormentado en el silencio del auditorio. Los jueces permanecieron con rostros impasibles mientras anotaban sus impresiones en las hojas con movimientos metódicos.
Kavic se detuvo.
Con la respiración entrecortada y las lágrimas que se asomaban en los párpados inferiores, intentó recomponerse y reiniciar la sección, pero no se movió.
No podía continuar.
El aliento se le escapó y dejó caer el violín, cuyo sonido sordo de la madera al impactar el suelo resonó como un lamento en el auditorio.
A paso apresurado, Aarav se acercó a él y, aunque le habló, Kavic no lo escuchó. No escuchaba nada más allá del silencio que llenaba todo su ser. No escuchaba más allá del miedo que lo arrastraba a ese abismo sin fondo al que siempre regresaba. El auditorio se desvaneció ante él, las luces se atenuaron y el murmullo de la multitud se convirtió en un zumbido lejano.
«No puedo, no puedo, no puedo...»
Kavic dio la vuelta y abandonó el escenario.
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