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|Capítulo 2: Notas de una partitura fugaz|

—¡Maldición, enciende! —gritó Caden con la garganta apretada.

Giró la llave en el switch, rogando en silencio. El sonido del motor resonó con debilidad antes de desvanecerse en el aire. Golpeó el volante con un puño y agarró su teléfono, tecleando la pantalla dos veces con un dedo tembloroso. Nada. Ni un misero destello.

Lanzó el aparato al asiento del copiloto.

»¡Genial, lo que faltaba!

Tamborileó los dedos sobre la columna de dirección.

Inhaló y exhaló despacio, en un vano intento de calmar la creciente incomodidad que le estrujaba el pecho. Miró a su alrededor, casi esperando ver alguna señal de ayuda, pero solo encontró la vacía oscuridad de las avenidas de Marisma. No había luces, no había movimiento, solo sombras que se estiraban bajo el parpadeo ocasional de las farolas.

Suspiró.

Finalmente, bajó de la camioneta. El viento que soplaba inquieto, silbando entre los árboles cercanos y levantando pequeñas nubes de polvo que bailaban a sus pies, le arañó la piel. El aire era tan frío que se colaba entre sus ropas, haciendo que sus manos temblaran con ligereza al envolver los brazos alrededor del torso, aunque era inútil.

«Quedarme aquí no es una opción».

Se pasó una mano por el cabello desordenado y luego se frotó la nuca mientras miraba hacia las avenidas de Marisma que se extendían ante él como un pentagrama sin notas.

Intentó recordar los nombres de las calles, pero los nombres se desvanecían de su entendimiento con la misma rapidez con la que las hojas de otoño eran arrastradas por el viento. Incluso en Avilov —su ciudad natal—, los recorridos le parecían cada vez menos familiares, como una nueva partitura sin marcar.

¿Cómo era posible que su cabeza no se preocupara por conservar el mínimo instinto de supervivencia y orientación?

Tras darle un último vistazo a la camioneta, se adentró en las veredas empedradas, donde las luces parpadeantes de las calles apenas alumbraban parte del camino. Con una pizca de suerte, se toparía con un oriundo que le diera indicaciones o, al menos, que le permitiera realizar una llamada a Mikaele. Sin embargo, esas veredas estaban tan abandonadas como Marisma en el mapamundi.

Tras largos minutos de recorrer esas calles sin rumbo, Caden se detuvo en una esquina.

—¡Maldición! ¡¿Por qué todas las calles se parecen?! —refunfuñó, pateando el suelo con impotencia.

Cualquier dirección que tomase terminaría en un potencial callejón sin salida. Era casi absurdo pensar que no podía orientarse —él, que se enorgullecía de memoria privilegiada y selectiva—, y, sin embargo, ahí estaba, encallado en un laberinto que parecía burlarse de él.

Contempló las callejuelas serpenteantes y las casas desconchadas que parecían una maraña de cables en un estudio de grabación. Una leve brisa marina trajo consigo el sonido distante de las olas rompiendo en la costa, pero no ofrecía ninguna pista sobre cómo regresar hasta la plaza central, cuyo nombre tampoco había memorizado, un detalle que ahora lamentaba entre dientes.

Otra injuria quedó atrapada en su boca, mordiéndose la lengua para no maldecir en voz alta. Sin teléfonos públicos, y sin posibilidad de contactar a sus colegas, se sentía atrapado en su propia estupidez.

—¡Eres el mejor, Caden Dasko! —gritó y soltó una risa amarga que se apagó al instante.

La decisión de caminar en línea recta apareció en su mente como la única opción viable; las manos, en los bolsillos, se apretaron en puños. Se encomendó al azar y avanzó sin desviarse, con el corazón latiendo un poco más rápido de lo que admitiría.

Pronto, alcanzó una pequeña plazuela con faroles oxidados que parpadeaban de manera intermitente.

Un movimiento repentino rompió la quietud: un gato callejero salió disparado de entre la basura apilada a un lado del camino, cruzando a toda velocidad frente a él. Caden dio un respingo involuntario, llevándose una mano al pecho mientras el latido de su corazón le retumbaba en los oídos.

Presionó los párpados y se mordió los labios.

Al volver a abrirlos, distinguió la delicada silueta de un joven, sentado en uno de los bancos de piedra que rodeaban las cercanías, cuyo rostro se alzaba hacia el estrellado firmamento, como si estuviera buscando respuestas en su inmensidad. Una sensación reconfortante envolvió el pecho de Caden, como si el tiempo se hubiera detenido y el mundo entero se desvaneciera en un soplo fugaz.

Se acercó más.

El aspecto del joven era desenfadado: su cabello rubio caía de forma desordenada sobre un rostro sereno e infantil, como las notas de una balada que eran movidos por la fresca brisa nocturna. La respiración de Caden se aceleró, como el ritmo frenético de una batería en medio de un concierto en vivo, una intensidad que le recordaba la adrenalina de las tocadas con la banda.

«Es malditamente hermoso», pensó sin desearlo, sin siquiera razonarlo. Nació cuál acorde caprichoso en medio de una composición armoniosa.

La presencia del joven generó en él una mezcla de emociones contradictorias, como los acordes disonantes que chocaban y se entrelazaban en una canción llena de matices: curiosidad, excitación y una pizca de temor, por alguna razón. Era diferente a lo que experimentaba con su novia Sandra o con las chicas que mostraban interés en él luego de alguna tocada en bares o plazas.

Era más intenso.

«Concéntrate, Caden. Debes llegar con el grupo o Arnaud te cortará la cabeza», se reprochó al mismo tiempo en que sacudía la cabeza.

—Hola, disculpa —habló tras acortar la distancia—, ¿sabes cómo llegar a la plaza central?

Kavic respingó, sacudiendo su ensimismamiento lejos. Cuando dirigió la atención hacia Caden, el corazón de ambos dio un vuelco en sus pechos con frenesí; un acorde mayor cobró vida en un nuevo ritmo de uno menor.

Para Caden, esa era la mirada azulina más hermosa —y con lo que parecía un atisbo de tristeza profunda e inexplicable— que había presenciado en sus veinticinco años de vida. Había algo inquietante en aquellos ojos, una especie de susurro callado que lo atraía como un imán. Tal vez era una chispa la inspiración o quizás el reflejo de un sueño que se negaba a ser olvidado. Su respiración se tornó pausada, negándose a apartar la vista.

Por otro lado, para Kavic, aquellos ojos verdes —que se dilataban con cada segundo— poseían una intensidad voraz que le robaba el aliento, pero no de la misma manera que otros ojos que lo habían mirado antes. Era distinta, una que no exigía perfección en los ensayos, una que no lo juzgara como solían hacerlo sus padres.

El calor se apoderó de sus mejillas y un nudo se le instaló en la garganta.

—Estás muy lejos —pronunció Kavic con una tímida sonrisa que apenas se asomaba en los labios—. Te acompaño, también me dirijo hacia allá. ¿Estás aquí por el festival de música?

Aquella melodiosa voz, pura y tan suave como un si bemol, envolvió a Caden en un manto cálido que contrastaba con la frialdad de la noche. Por un momento, el mundo exterior desapareció: solo existían ellos dos y nada más importaba. Kavic se colocó de pie, bajo la luz de las farolas que titilaba con suavidad. Sus facciones delicadas se iluminaban y se desvanecían al compás de la luz, provocando que Caden contuviera el aire.

Con un gesto casual, Kavic agitó la mano frente al rostro ajeno.

»¿Estás bien?

Caden parpadeó despacio y asintió. La sonrisa de Kavic seguía ahí, como un rastro de luz en una noche interminable. Notó los pequeños detalles: el resplandor en sus ojos azules, la manera en que inclinaba la cabeza con curiosidad y la cadencia tranquila de sus palabras... Deslizó una sonrisa ladina en los labios, un gesto que fue más un reflejo del alma que una simple respuesta.

—Sí, sí, solo... me distraje un momento —respondió. El calor se extendió por sus mejillas y miró hacia el suelo—. El festival, sí, estoy aquí por el festival.

«Adorable», pensó Kavic y rio.

Aquel efímero soplo era como un sueño hecho realidad para ambos, una convergencia de pasión y belleza que les fascinaba de tal manera que sus sentidos se perdían en el más sutil de los gestos. Mientras que para Caden se trataba de un encuentro fortuito, Kavic aseguraba que era predestinado, como si el universo hubiera conspirado para unir a dos almas afines en medio de la vastedad del cosmos en un pueblito desconocido o, al menos, toparse con esa mirada que no lo discriminaba.

En completo silencio, iniciaron la caminata por aquellas viejas veredas empedradas.

Cada cierto tramo recorrido, Caden lanzaba miradas furtivas de soslayo al joven que caminaba a su lado, quien se las devolvía en determinados momentos. Su corazón danzaba al compás de sus pensamientos, desbordando una mezcla de curiosidad y admiración.

Los rasgos aniñados de Kavic contrastaban con la seriedad —y tristeza— de su semblante, creando una curiosa mezcla de inocencia y madurez. Estimaba que tendría unos veinte años, tal vez menos, pero había en su mirada una profundidad que sugería experiencias más allá de su corta edad. Era más bajo que él, cerca de quince centímetros, y el cuerpo ajeno era menudo, apenas una sombra al lado de su propia robustez. Y esa delicada piel de porcelana que se teñía de un tenue rojizo en las mejillas y la nariz, tan solo parecía realzar una apariencia que suponía frágil, como un jarrón de porcelana que podría romperse con el más ligero toque.

Caden se perdió un instante en la forma en que el viento movía los mechones del cabello ajeno, que caían sobre su frente con despreocupada gracia.

«¿Cómo puede ser tan hermoso?», se cuestionó.

Por un momento, sus divagaciones se desviaron hacia los conciertos para solo de violines que frecuentó durante largos años de su adolescencia, la majestuosidad de aquellas las salas y el murmullo expectante de la audiencia antes de que comenzara la música. Recordaba la emoción que sentía al presenciar la interpretación de los más grandes, la intensidad y la pureza de su sonido llenando el espacio, como el vibrato de un Stradivarius resonando en una sala con acústica perfecta. Sentimientos que el joven a su costado evocaba en su interior, como fuera una sinfonía encarnada en forma humana.

«Di algo. Al menos, pregúntale su nombre», se exigió casi con desesperación interna. No quería que el silencio se alargara, como una pausa incómoda en una melodía que se estaba quedando sin aire.

—Eres tan hermoso como una obra de Antonín Dvořák.

Kavic soltó una apacible carcajada, llevando una mano a la boca para amortiguar el sonido que inundó los sentidos de Caden por eternos segundos. Era delicado, cálido y reconfortante, como una armonía perfecta en el mejor minuto de la composición. El eco de los latidos de su corazón resonaba con tanta fuerza en los oídos que suponía era audible para el contrario también.

—Gracias, es un encantador halago. Aunque es raro encontrar a alguien que aprecie las sutilezas de la música clásica en el mundo del rock. —Kavic movió las manos en el aire hacia su acompañante, aludiendo a las perforaciones de su rostro y orejas—. Dudo que esa chaqueta de cuero, original, y todos esos piercings no vayan acompañados de algún tatuaje —recalcó y se inclinó hacia un costado con sutileza—. ¿Ambas orejas perforadas?

Caden ladeó una sonrisa y se lamió el piercing del labio inferior.

—Ambas —confirmó y luego le mostró el que tenía en la lengua.

Las mejillas de Kavic se tornaron aún más rojizas y desvió la mirada. Aquel gesto osado provocó que su corazón se acelerara y que se mordiera el interior de las mejillas.

Luego, ambos rieron con delicadeza, el sonido flotó en el aire con una suavidad compatible que se desvanecía en el viento. Las miradas de soslayo, como los acordes de una sinfonía bien ejecutada, se entrelazaron en perfecta armonía. No detuvieron sus pasos, recorrieron las calles empedradas con la determinación de un allegro vivace, rápido y lleno de vitalidad, bajo las estrellas.

—Tienes buen gusto —destacó Kavic, entrelazando los dedos detrás de la espalda—. Me gusta el opus 47 de Jean Sibelius, es de mis favoritas. En especial, el movimiento adagio di molto. ¿Qué hay de ti? —Le dio una fugaz ojeada—. ¿Tienes alguna pieza clásica favorita?

Caden permaneció en silencio por un breve momento. El eco de los instrumentos hizo eco en la lejanía, indicando que se acercaban a su destino principal. El aroma de maíz asado y caramelo fundido llegó a ellos.

—El concierto para violín en mi menor de Mendelssohn —respondió.

—Es sublime —confirmó Kavic en un tono bajo—. ¿Sabes tocar el violín?

—Sí, pero de forma autodidacta. —Caden hizo una leve mueca y movió la cabeza de un lado a otro varias veces—. Me gusta experimentar con diferentes géneros y fusionarlos con el rock, soy guitarrista de profesión. Caden Dasko de Ángeles Caídos. ¿Y tú?

—Adoro el violín, desde pequeño —reveló y, aunque sonreía, su rostro se ensombreció—. Mi padre me enseñó. Era violinista de la orquesta nacional.

Caden se detuvo justo al borde del bullicio de la plaza central, donde la gente se movía a su alrededor en un vaivén animado de conversaciones.

En un impulso incontenible de confirmar el mar de emociones que lo embargaba desde los pies hasta la cabeza, de asegurarse de que no estaba solo en medio de ese éxtasis, Caden tomó a Kavic de las manos y lo jaló hacia él, provocando que sus respiraciones se agitaran. Era como un crescendo en una obra de Beethoven; su corazón latía al ritmo frenético de una armonía inaudita. En ese instante, la realidad se desvaneció, y todos los pensamientos se redujeron a la pura esencia de esa cercanía.

Sus ojos se encontraron en un intercambio silencioso de entendimiento mutuo, como si fueran dos notas entrelazadas en la partitura de una composición magistral, como si sus almas armonizaran en perfecta e inigualable consonancia.

El murmullo del mundo exterior se extinguió, y los ecos del festival se desvanecieron, dejando solo el pulso de sus corazones entrelazados.

—¿Puedo besarte? —inquirió Caden en un dulce susurro, acercándose al rostro contrario.

La pregunta fue como un pianissimo, tenue, delicado y apenas audible, que invitaba a Kavic a unirse a una nueva melodía. Sin aliento por un breve momento, aunque con un reflejo de ilusión en su semblante, accedió con un gesto poco perceptible. Un ligero estremecimiento le recorrió el cuerpo, quedando evidenciado para Caden cuando posó las manos en la estrecha cadera ajena, apegándolo más a él.

Se hallaban tan cerca que el aliento del otro chocaba contra sus rostros.

El mundo exterior se desvaneció, dejando espacio para un suave roce de labios que buscaban ansiosamente el calor ajeno.

Ese contacto fue el inicio de una sinfonía arrebatadora: una corriente de calor los abrazó, avivando el deseo que ardía en el interior. Cuando los dientes de Caden se hundieron en los labios de Kavic, la música cambió su tonalidad, transformándose en algo más profundo y trascendental. Para Caden, estruendo del rock cedió el paso a la majestuosidad de Rachmaninoff, donde la melancolía y la intensidad se entrelazan en una danza apasionada y sublime. Y para Kavic la sinfonía de Vilvaldi se tornó en un concierto de rock.

En ese instante, una corriente de calor los abrazó y avivó el deseo que ardía dentro de ellos. De repente, fue como si el tiempo se detuviera y el universo entero se redujera a ese beso.

Como un dueto apasionado entre dos almas que se vinculaban en una melodía única, sus lenguas se enlazaron.

La intensidad del momento evocaba el fortissimo, intenso y resonante, de un concierto de piano de Tchaikovsky, donde la tensión emocional alcanzaba su punto máximo y se desbordaba en una explosión de pasión.

Ardiente.

Incontenible.

Las manos de Kavic se enredaron en el cabello de Caden, en un intento de aferrarse a esas hebras como si fueran las últimas. Los cuerpos se apegaron con ansias irreprimibles en un abrazo apasionado. Los suspiros se mezclaban con el del otro en un ritmo frenético, como un contrapunto perfecto en la partitura del amor. Por primera vez, experimentaba la sensación como un pas de deux de un ballet de Prokofiev; movimientos que hablaban sin necesidad de articular palabras.

Mientras el beso se profundizaba, las manos de Caden exploraron la espalda ajena con la destreza de un virtuoso, sintiendo la tensión de sus músculos, la calidez de su piel, como si cada contacto fuera una nota en una melodía que solo ellos podían escuchar. El suave roce de los labios de Kavic era como un susurro de promesas, cada caricia encendía nuevas llamas en su interior, despertando anhelos que habían estado latentes.

Aunque no querían separarse, tuvieron que hacerlo.

Respiraron hondo, agitados.

—¿Quieres ir a tomar algo? —Caden miró a los alrededores, entusiasmado—. Hay buenas bebidas en...

Al girarse de regreso al joven, las palabras se le evaporaron de los labios al notar el espacio vacío junto a él. Parpadeó despacio, varias veces. Por un soplo, el bullicio se atenuó. Miró hacia ambos lados, recorriendo el entorno con la esperanza de que fuera una ilusión pasajera o de que tal vez el chico hubiera sido empujado por la marea de personas que chocaban con sus hombros sin remordimiento alguno.

Con un suspiro entrecortado, sus hombros descendieron y su mano, que había levantado para señalar el sitio que tenía en mente, se quedó suspendida en el aire por un instante antes de caer con resignación.

Curvó los labios en una pequeña mueca y cerró los dedos en un puño suave.

«Ni siquiera me dijo su nombre».

Tratando de dejar ese hecho de lado, fue en busca del resto de la banda hasta que los encontró.

—¡Tardaste demasiado, casi llamaba a la policía! —gritó Trishna, dándole un manotazo al guitarrista.

Caden se apartó, frunciendo el ceño mientras intentaba recuperar el equilibrio.

—No seas exagerada. Además, no fue mi culpa que la camioneta fallara —respondió, alejándose un paso de la bajista, y gesticuló las manos, como si eso pudiera explicar la serie de desgracias que había tenido que enfrentar—. Aunque, por suerte, quedó varada frente a la casa del señor Karnik.

»Además, no estaba allí, así que no pude entrar para pedirle ayuda.

Trishna soltó un suspiro exasperado y cruzó los brazos sobre el pecho, realzándolos por encima del escote.

—Tú siempre tienes una justificación lista, ¿verdad? —replicó.

—¡Hasta me quedé sin batería en el teléfono, Arnaud! ¡No fastidies! —exclamó Caden, haciendo una mueca de protesta que provocó que Amaresh y Sandra se miraran con leves muecas.

—Ya, chicos —intervino Sandra, colocándose en medio de ambos y alzando las manos—. Mejor vamos a comer.

—¡Sí, quiero probar los pulpos a la parrilla! —exclamó Mikaele, frotándose las manos.

Caden se fijó en la dulce sonrisa que Sandra le dedicó, una presión le oprimió el pecho. Respiró despacio y le correspondió el gesto, a su vez, entrelazó sus dedos con los de ella.

Mientras caminaban juntos hacia la zona de comida, su garganta se cerró con cada paso, ardía, y su corazón no dejaba de latir deprisa, marcando un ritmo frenético que parecía ir en desarmonía con la música vivaz que resonaba de fondo. Las risas de sus amigos y el aroma tentador de la variedad gastronómica inundaban sus sentidos, pero su mente se negaba a desconectarse de esa pregunta que surgió: ¿Debía decirle que besó a un chico?

La simple idea le hizo tambalearse mentalmente, sacudió la cabeza.

¿Qué ganaría revelando algo que podría romper la burbuja perfecta que habían creado en esos largos cinco años?

La risa de un grupo y el apetecible aroma de la comida marina, que llegó hasta sus fosas nasales, lo sacaron de su ensimismamiento. El olor despertó su apetito aún más, provocando que su estómago emitiera un gruñido audible en respuesta.

Se le hizo agua la boca.

Caden dirigió la atención hacia Sandra, que conversaba con Mikaele sobre qué sería mejor pedir en esa situación. Su mirada vagó entre las opciones tentadoras: tacos de pescado crujientes, ceviche fresco adornado con cilantro y limón, y una variedad de mariscos a la parrilla que desprendían humo y chisporroteaban. Se detuvo frente a un puesto modesto, pero con una larga fila por delante.

—¿Qué les parece aquí? —inquirió Caden, señalando el lugar y mirando a sus amigos—. Tienen un menú amplio.

El hombre detrás del mostrador les sonrió, su delantal estaba manchado de salsa y sus manos ágiles preparaban los pedidos y daba instrucciones a su ayudante.

—La especialidad de esta noche es pulpo a la parrilla —notificó—. Cinco dólares el plato.

—¡Aquí me quedo! —exclamó Mikaele mientras se formaba al final de la fila.

El grupo lo siguió sin prisa.

Cuando llegó su turno, Mikaele y Caden optaron por el platillo humeante de pulpo a la parrilla, adornado con rodajas de limón y una ramita de perejil fresco. Amaresh y Sandra comieron tacos de pescado crujientes cubiertos de repollo y diversas salsas; Trishna, un pastel de pescado.

—El dueño del bar Néctar mandó un mensaje —anunció Amaresh al terminar su comida, limpiándose los labios con una servilleta—, quiere saber si podremos tocar el domingo por la noche. Dos horas por quinientos dólares.

—Es una buena oferta —dijo Caden que levantó la vista del teléfono y se recargó en la silla.

—Cierto —confirmó Mikaele, esbozando media sonrisa—. Además, el señor Perkins siempre nos da comida durante las tocadas.

—Es imposible olvidar esas pizzas improvisadas que nos prepara —comentó Trishna—. Siempre les pone demasiada cebolla y queso, pero después de un show largo, no sabe tan mal.

El comentario arrancó risas a todos. Era un pequeño ritual: las pizzas de Perkins después de cada tocada en Néctar, una especie de recompensa no oficial.

Amaresh, aún riendo, sacó el teléfono y comenzó a teclear.

—Entonces le confirmaré. Mañana nos presentaremos en un bar local cerca de la plazuela.

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