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La Astucia del Herrero (Parte 2)

El hombre-cabra de leyes se despidió de ambos con una sonrisa nerviosa y cerró la puerta de un fuerte golpe. En contraste con la emoción de alegría del tipo, la del orco, fue de desagrado.

—Mira lo que hiciste —le gritó en toda la cara.

—Ese escudo no era tan bueno, tomé uno defectuoso te lo juro —el sátiro se arrinconó contra la pared.

—Escucha, cabrito. Tu idiotez está haciendo que me duela el estómago. Si no quieres que te saque, paga lo que me debes. O, si no, las puertas de mi casa-taller se cerrarán para ti por siempre.

Con las pezuñas vueltas hielos, Chrestos le dijo al orco que no volvería hasta que tuviera las monedas suficientes. Aquella noche, Uzgalk durmió con el estómago lleno de bilis y no era por la culpa del pan en no tan buen estado que comió.

Los días siguientes, la situación se fue de mal en peor.

Durante dos ciclos mayores; o sea semanas para los no tan bien entendidos y bandidos, no hubo jornada en la que, nobles del reino de Jugert, se aproximaran para pedir un arma.

Y a todos les llegó la misma respuesta: un NO, tan rotundo como profundo. El herrero, durante ese tiempo, se encerró con montones de llaves encima. Ninguna puerta o ventana se quedó sin protección. La plaga era tan molesta que incluso algunos se quedaban a dormir a las afueras, lo que era sorprendente para su clase social porque, uno se esperaría que no vivieran sin sus lujos y comodidades.

Para sorpresa de nadie, el principal afectado por sus caprichos, fue el pobre orco que se perjudicó de los negocios.

Muchas de sus entregas se demoraron, algunos de sus clientes, creyeron que los abandonaron.

¡Y todo por unas plagas que no conocían el significado de no!

Para empeorar el altercado, Uzgalk no comió más que pedazos pan racionados y sobras de que encontró.

Cuando los molestos por fin se fueron, la noche del ciclo que lo dejaron en paz, llegó el sátiro con un saco que contenía el doble de lo que debía. Era un regalo de disculpas, al final del camino.

—Tienes suerte de que mi miseria y mi orgullo me permitan aceptar el dinero de los peores. Para la próxima, no creo que te pase algo así.

—Lo lamento tanto, si quieres golpearme, hazlo.

¿En serio?

—Sí.

Para nada desaprovechando, alzó a su compañero sin tanto esfuerzo y lo lanzó contra el piso del cuarto de trabajo. Había cumplido una de sus fantasías: darle un golpe a un noble.

Por su parte, Chrestos sintió que su deuda saldó.

«Esas molestias no me dejaran en paz, tengo que hacer algo», pensó el orco antes de irse a descansar.

Estaba en lo cierto. Porque en Jugert había un dicho cierto: nada es más alto que el cielo... y el ego de un noble.

Dio vueltas de aquí para allá, las sábanas se le quedaron envueltas. Qué pensaría, qué pasaría.

Y, usando la capacidad disponible en su fiero cerebro, se le ocurrió un plan, uno que lo hizo carcajear. Ya moría de ganas por contarlo.

Entonces, ¿me estás diciendo que para librarte de los nobles por siempre piensas darles armas falsas incluso si significa que pierdas tu prestigio? —preguntó el sátiro, en su rostro llevaba una fehaciente mirada de preocupación

Claro que sí. Voy a necesitar de tu ayuda si quiero lograrlo, no puedo esto solo —Uzgalk martillaba la aleación en forma de lámina.

No creo que sea buena idea. Piénsalo de nuevo, orco.

Yo sé lo que hago. No me importa si es una bella dama o un fiero caballero, todos los nobles son iguales; tú eres la excepción.

Chrestos hundió la mirada en el yunque de trabajo. Después de un considerable y afable tiempo viviendo con su laborioso amigo, se acostumbró a que las chispas le llegaran al cuello u otros sitios del cuerpo. A sentir el aroma del metal chamuscado y de algunos químicos para variar.

En ocasiones, ayudaba con el pintado o los adornos. Esta vez, se sentía desganado.

Pero, lo que él no sabía en ese momento, era que el orco no le contó el plan completo.

¿Qué pasa muchacho? ¿por qué tan desanimado? —preguntó Uzgalk, dándole los toques finales a la lámina.

Siento que tú plan podría no funcionar.

¿Le dices tales cosas al orco que tiene contactos en rincones importantes de Jugert y que trabaja con socios no aprobados por los bastardos reales?

» He entrado a robar a minas ilegales y otras de los amigos de los bastardos; he probado la pureza de metales peligrosos con mi lengua. He subido montañas por piedras preciosas y hasta le robé prototipos de armas a otros herreros. Incluso picoteé noches enteras sin descanso, mis propios materiales. Yo no tengo miedo.

Los martillazos cesaron.

Por causa del especial aroma, las ventanas fueron abiertas por el dueño de la casa, dígase el buen orco.

Lleno de voluntad y orgullo, recogió el trabajo de media mañana y la puso a reposar. Luego se ocuparía de darle la forma final.

Si a estas alturas se preguntan cómo es que hizo para no perder clientes, la respuesta en sus socios, y no, no se puede hablar de los informantes, porque para molestar, cada uno de ellos está comprado por el reino. Los que no son unos comepies, son expulsados.

Pero, claro que no son los únicos que pueden dar información o moverse a grandes distancias. Las pixies, los alevines y fitoncios, todos esos también pueden volar e informar, por un módico precio.

Y si os la duda les saluda con respecto de los últimos mencionados, pues aquí va la respuesta: los alevines son peces que jamás pudieron llegar a su etapa de adultos y en vez de desarrollarse como uno, les crecen alas y pueden hablar.

Los fitoncios son de la familia de las hadas de tamaños menores, lo malo es que no pueden volar, pero vaya que corren rápido. Están hechos por completo de vegetación. Algunos dicen que fueron el resultado de imbuir con magia a las hojas de árboles caducifolios, y en vez de que estos no expiraran en las estaciones frías, algunas de sus ramas cobraron conciencia y se convirtieron en pequeños seres de caras redondas y ojos ovalados. Sus ropas se dicen que contienen los patrones de los árboles de los que nacieron.

Aunque no eran discriminados por ningún humano o algunas clases de gente-animalia que no los puede ni ver, trabajan para quienes les convenga. No necesitan de los reyes porque viven bajo las reglas de su propia sociedad.

Fue gracias a la ayuda de fitoncios y alevines que Uzgalk pudo explicar a sus clientes que estuvo fuera de casa por un tiempo. A aquellos de confianza, dígase a los que también tenían roces con los bastardos reales, a ellos les dijo la verdad.

—Orco —le dijo Chrestos con un tono serio—, he cambiado de opinión. Te voy a ayudar. Te prometo que no miento. Es que hace rato dudaba de tu capacidad por lo ambicioso de tu plan.

—Ay, la juventud y sus dudas. Yo también fui un joven que no creía o quería, me iba de comilonas y atascos de alcohol con mis amigos. —Puso una sonrisa al recordar momentos del pasado—. No me importa, quiero vivir el presente. Lo que necesito de ti es lo siguiente: que llames a tu amigo para que venga y compre un arma o lo que sea.

«Le voy a entregar una de menor duración, sin descuidar el brillo, porque ya sabes, a los tuyos les encanta los objetos que relucen.

—Entendido, buen casero. Hoy no puedo ayudarte, tengo que encargarme de arreglar la disputa de una familia en la que un padre y un tío pelean por los terrenos de la difunta abuela, lo hacen desde el día de tributo a los dioses de Jugert. Si no me apresuro, es probable que alguien acabe con serias heridas.

—Que bueno que no creo en dioses y que no tengo una familia.

Uzgalk le dijo que no habría problemas si es se iba por unos días, siempre y cuando cumpliera con la parte del trato establecido.

En las siguientes jornadas, el noble amigo de Chrestos se aproximó a por un arma del buen orco. Venía con otro de los suyos. Los dos de clase superior, embelesados por el brillo y los detalles de lo que el orco les ofrecía, no cayeron en la cuenta de que un engaño les vendía.

Con las manos en los bolsillos, Uzgalk se partía de la risa en su interior.

No tardaron en venir más personas de la misma alcurnia. Todos eran engañados por el relucir de las espadas, escudos y lo que fuesen a comprar, con adornos, inscripciones y hasta descuentos, el plan iba en viento de popa.

Uzgalk incluso previno a los más conocedores en la calidad: a ellos se les fue entregado armas y decoraciones de una calidad un peldaño encima de los que se les fue dado a otros. Él no se podía dar el lujo de arruinar su obra maestra para deshacerse de sus molestadores.

Y, aquello con lo que no contaba, pronto no tardó en llegar.

En la forma de una muchacha adulta de labios carnosos, anchas caderas que se meneaban a los compas del viento y de las olas de mar. Ataviada de objetos de joyas que le otorgaban un centelleo tan comparable al de una estrella, con ropa pulcra y maquillaje ligero y resistente, vino una noble al taller del curtido herrero. Primero encontrándose con un afectuoso Chrestos que, al verla, se tapó los ojos por vergüenza.

El taller del orco Uzgalk, ¿verdad? —preguntó tan apacible como confiada.

Sí, es este —por poco y le faltaba el aire para terminar de responder—. Él no se encuentra, pero yo le puedo ayudar.

Se levantó del cómodo asiento en el que estaba sentado a las afueras de la casa. Estaba a punto de ser un momento de recorrido.

Le ayudó a entrar con cuidado de que no resbalara con sus largos tacones por el piso de madera que tenía algunos huecos y hasta gusanos que moraban por ahí.

En cada uno de los cuartos el color predominante de las paredes era un gris que, a ojos de la mujer, no era uno con el que quisiera toparse. Chrestos advirtió el desagrado al ver que ella sacaba sonrisas fingidas y, se le debe sumar el adorable aspecto del techo: con algunos huecos del tamaño de una mano de un hombre humano promedio, en el que ratones e insectas plagas moraban.

Para no perder el favor de la muchacha, le llevó a la cocina de la que ningún aroma a comida se sentía. Lo único que le pudo ofrecer fue un par de galletas con extra sal hiperpura —las favoritas de los orcos en Jugert— y un agua capaz de soltar burbujas. Ella se tomó los aperitivos sin reclamo, sin sospechas de que algo más se venía por delante.

Eres un sátiro tan amable. Hasta creo que podría darte un beso.

¿En serio? —dijo sin pensar en las consecuencias de sus actos—. Quiero decir, no tienes por qué tomarte la molestia. Es muy lindo de tu parte, pero...

Y con guardia baja, pensando en pajaritos y quizás casos por atender, la noble muchacha besó al sátiro cuya cara quedó hecha una sopa de vegetales rojos. Ella le tomó de la mano, para él era demasiado bueno para ser real.

Tras pasar por unos pasillos estrechos y darle un rápido vistazo a su habitación que estaba abierta, la condujo a una puerta de madera gruesa pintada en tonos carmesíes.

Apartó la perilla para revelar un ambiente en el que la luz no llegaba ni por asomo. Pero, el aroma a hierro oxidado que provenía del espacio, hizo que la mujer humana se tapara la nariz, acción que no le sirvió porque era tan penetrante que, desde luego, sus delicadas fosas nasales, querían retirarse de la escena.

Chrestos que forzaba su visión para ver por dónde caminaba, se sintió con decepción. Para nada quería perder a una chica bonita de potencial cliente.

De un movimiento ágil prendió el bulbo impregnado con magia de rayo para alumbrarse. Lo primero que notaron fueron algunas baldosas del piso de un color más oscuro de lo habitual, si las otras eran azules, estas eran negras.

El aspecto de las paredes, llenas de marcas, pintadas de un negro oscuro, no ayudaban a embellecer el ambiente. Por el piso estaban esparcidos restos de aleaciones con hierro, aluminio y otras que se veían opacas.

Cerca de un estante con latas de pintura encima y unas brochas, se divisaron un conjunto de objetos metálicos que habían sido puestos a propósito. Escudos, dagas, cuchillos de mango largo y un par de espadas.

La mujer fue a darles una inspección, interesándose por una daga de punta no tan triangulada, y con detalles de los colores de la corona. Al pasarla por sus dedos, percibió su frialdad y su dureza.

—Creo que me voy a llevar esta. ¿Cuánto es el precio?

¡No! No te la lleves. Esa daga no creo que te vaya a servir —le quitó el arma a la noble. Y, a continuación, la piedra final al plan de Uzgalk se dio: —No la uses. El acero empleado para su fabricación no es tan bueno o duradero. Uzgalk ha estado usando materiales de menor calidad, y vendiendo los resultados a los tuyos porque quiere que lo dejen en paz.

La mujer dejó la daga del mismo sitio que la tomó. En su expresión facial se vio el desaliento y la pregunta. El sátiro fue a por un arma similar de mejor clase, con una punta que se notaba que era filosa y capaz de hacer fuertes cortes.

—Toma esta, por favor. No te preocupes por el precio, yo pago.

Se arrodilló ante la noble que le vio primero con una sonrisa inocente y unos ojos brillosos, para luego volverla pícara.

—Chrestos, quiero que me hagas un favor más —la mujer puso las manos sobre los pómulos del muchacho—. Quiero que me digas por qué un orco que podría tener una fortuna, vive en una casa tan horrible.

—Uzgalk tiene su dinero guardado en un banco no afiliado al Rey.

—Gracias.

La mujer agarró un lápiz de labios de un rojo profundo y le dio otro beso al sátiro. Él estaba tan feliz por dentro y fue que la llevó hasta la puerta.

Mientras tanto, en un cobertizo construido como escondite, con el campo suficiente para que un orco panzón y colmilludo se metiera, Uzgalk, pensó: «Sabía que esto iba a pasar; que mi plan se arruinaría por culpa de ese joven hormonado. ¿Ahora qué voy a hacer»

Era momento perfecto para buscar una segunda salida, una rápida.

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