La Astucia del Herrero (Parte 1)
En un salón en el que vendían bebidas de todo color y sabor, lleno de gente y ataviado por las conversaciones de amigos, extraños e individuos, estaban dos figuras especiales.
Un vivaracho y su escribana tomaron los reflectores del local, iluminado por tenues bulbos que funcionaban con magia fluyendo en ellos. Las mesas llenas de potajes o comidas recién hechas, los olores de la carne recién preparada con sus especias, y el piso sucio por la mala educación de los comensales, eran el escenario perfecto para una historia.
Para algunas personas, los vivarachos no eran menos que bardos disfuncionales o un intento de los mismos. A otras les daba igual. A donde quiera que iban se hacían reconocer por sus ropas de colores muy opacos o muy fuertes; por llevar joyas de diversas tonalidades que no combinaban con su vestuario. A menudo sus cabellos eran largos y sin brillo.
No tenían ni patria, ni familia, amo o incluso amigos. No creían en nada y tampoco buscaban creerlo; o si no, no hablaban sobre el asunto. Detestados por monarcas o lideres de naciones o republicas, su jolgorio era componer canciones y poemas de las historias que les llamaban la atención.
Venían solos, pero cuando no, eran con escribanos o músicos con creencias similares a ellos.
El que cayó en el sitio, era un tipo con cabello rizado que sonreía al azar por las anécdotas que guardaba en su mente. Con cinco anillos de metal falso en los dedos, a pesar de lo que se podría creer de él por su estilo de vida, le gustaba presentarse aseado y con ropa limpia. El traje que traía iluminaba el radio cercano a su asiento.
Se subió sobre una mesa y tomó un instrumento sin cuerdas o huecos. Luego de varios años se podía mantener en tacos altos, entonces las miradas se fueron a él.
Con un guiño le dijo sin palabras a su escribana que sacase los papeles y un lápiz metálico, el espectáculo estaba a punto de empezar.
—Señoras y señores. Humanos normales y gente animalia. He venido yo, Blenki el Vivaracho a contarles una historia. Pero antes, quiero preguntarles: ¿Por qué creen que me llaman cantor de cuentos?
Suspiros sin palabras. Mentes en blanco en conjunto con dudas o posibles respuestas fallidas.
Aunque los ruidos de pisadas, mordidas y sorbos continuaban, nadie respondía a la pregunta del hombre. Con casi dos metros de altura, era complicado que no sacara algunas miradas extra... o suspiros.
—Vaya, vaya. Querido público, me esperaba a que alguien me contestara —dejó el instrumento en el piso—. Ahora van a conocer la verdad, nos les vaya a dar ansiedad —su tono juguetón hizo que varios subieran la cabeza y soltaran unas sonrisas para variar. —Me llaman cantor de cuentos porque transformo las historias en canciones. Y no necesito de un rey o una reina; o de un líder de nación independiente qué me diga qué cantar. Soy el viento. Pero si yo soy el aire, mi compañera es el ave que va conmigo a todos lados.
—Soy Yetzali, para ustedes es este acto.
La compañera del Vivaracho se cubrió los ojos y los cerró. Al abrirlos, su cuerpo se fue y entonces, un ave verde de cresta arrugada y estomago rojo, apareció. Su larga cola desprendió un par de plumas.
La gente puso total atención al dúo. El ave en el que la muchacha se transformó, les era una total desconocida.
Pero, esa forma no fue impedimento para que ella tomara el objeto con tinta e hiciera unos garabatos sobre el papel.
—Esta historia se remonta a un tiempo reciente. Va un sobre un orco herrero, valeroso y terco que se antepuso a las ambiciones de unos nobles sinvergüenza de vida fácil.
«Y, hablando de vidas, la de él era la contraria a la de ellos. Discriminado por su aspecto, del que hablaban eso y esto; les dio una lección que jamás podrían olvidar.
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Érase una vez, como en muchas otras historias que se conocen; un orco, verdoso, con cabello descuidado y una piel arrugada. Pero, pese al aspecto que pudiera tener, en verdad era un buen tipo. No molestaba a nadie ni se metía en discusiones ajenas. Vestía unos holgados pantalones de lana, hiciera calor o frío, y arriba, un camisón de mangas cortas y un chaleco para variar. Él vivía por su trabajo, claro que no llegando al límite de algunos que conocemos. Era un herrero, del metal el salario se ganaba.
El resultado de su arduo esfuerzo era tan bueno que se le conocía en el reino entero. ¡Oh! Esperen. Me he olvidado de decir su nombre, tanto del reino como del herrero.
El primero es Jugert, y, nuestro aguerrido amigo, es Uzgalk; de los mejores, de los campeones.
Pasaba la mayoría de los ciclos en paz en su casa que también servía de taller. Honrado y bien portado, para quienes le correspondían. Escudos, lanzas, espadas y otros objetos formaban parte de su vida.
Y es aquí donde aparece el segundo pero. Para sorpresa de nadie, son los nobles que, de sus títulos, solo ostentan el nombre, el significado para nada. El rey, la reina y el resto de deleznables no eran del agrado de los orcos y viceversa.
La raza de nuestro verdoso amigo no gustaba a muchos por su aspecto, sea por sus colmillos salientes, o general, sus fieros rasgos que no eran considerados armoniosos o dignos entre los humanos; los orcos femeninos tampoco eran la excepción. Los principales promotores de la aversión u orcofobia para resumir, eran los desgraciados de la corona a quienes no les temblaban los huesos para inventar chismosos relatos y estupideces de ellos.
Que robaban a los niños que no eran bien bañados. Que de ellos salía un mal olor que mataba las delicadas fragancias de los perfumes caros. Que en los días de eclipse, se volvían locos y mataban a los humanos y se los comían. Que algunas especies de gente-animalia no los querían cerca por ser demasiado feos, aunque, tenía un poco de cierto ya que los zorros-humanos y pájaros-humanos, les hacían el ojo malo.
Sin embargo, los que se quitaban los prejuicios de la cabeza, del trabajo de Uzgalk gozaban.
Para contrarrestar a los malhechores que le molestaban, y hasta hacer nuevos contactos, nuestro trabajador protagonista tenía por amigo a un sátiro abogado llamado Chrestos. Bien vestido de negro incluso en los días de calor, hacía tanto tiempo que se conocían porque en una de esas, Uzgalk precisaba de un conocedor de la ley y al ver al inexperto Chrestos ser dejado de lado por ser recién egresado y encima un ser mitad humano que era rechazado por los que no poseían rasgos animales le dio la oportunidad, desconociendo en aquellos días los secretos y jugosos chismes de la corona que se traía.
Una amistad se forjó. Gracias a eso, el sátiro encontró la vocación de ayudar a los desfavorecidos.
— Y, ¿Qué piensas hacer hoy? —preguntó Chrestos comiendo un emparedado de estos.
— Trabajar. Mañana tengo que entregar un pedido especial.
— Tú solo conoces el trabajo, deberías descansar.
— Y tú, págame la renta.
Por el módico precio de unas doscientas monedas brillantes, le dejaba vivir en un cuarto ni tan cómodo ni tan apretado. Con una pequeña ventana que le brindaba la suficiente luz solar entre sus cuatro paredes de color gris oscuro. El piso de madera, tan pulcro e incapaz de emitir un desagradable olor, y una pequeña repisa con dos cajones para guardar objetos, completaban la composición que le servía para la mayoría de sus necesidades, mas no de las "especiales" Se encargaba de cocinar y ayudar a limpiar.
—Está bien, dame un tiempo. Es que mis clientes no me pagan, ya sabes, ser abogado no es fácil.
De un refunfuñó cedió y se conformó. Y, entonces, alguien a la puerta llamó. Con un mal sabor en la boca, a manera de presentimiento, Uzgalk le dijo a su amigo que atendiera.
Él fue y al abrir, vio a un humano bien bañado, vestido y planchado. Llevaba el turquesa y el dorado, los colores del reino. Su porte elegante junto a su cara tan radiante, daban idea de quién o a qué clase social podría pertenecer.
—Saludos. ¿Esta es la casa del herrero Uzgalk? —hizo una maldita reverencia al sátiro que asomaba la cabeza.
—Sí, pero él no se encuentra. Se fue de viaje a traer el material —el buen colega intercedió. El hombre de "bien" lo vio de cerca, reconociéndolo por desgracia.
— ¿Chrestos?
Nuestro querido segundo protagonista casi le tiraba la puerta a la vista. Sus patas le temblaron.
—No soy quién piensas, puedes irte si gustas.
De un golpe la cerró. El hombre se fue con las manos vacías por hacer no gratas habladurías.
— ¿Quién era? —preguntó el orco, buscando las hogazas de pan.
— Nadie en especial.
— Era otro de esos nobles, ¿verdad?
— No te puedo engañar, sí es correcto —se puso de brazos cruzados, dando la gran espalda. Chrestos guardaba un secreto, uno que al alma le atormentaba y por las noches, el sueño no le guardaba. Ahora estaba dispuesto a decirlo, claro que con el temor de no ser bien recibido—. Uzgalk, tengo una confesión por decirte.
— ¿Te gusta ir a los burdeles a por las cariñosas?
— No, no. Aunque, lo que dices es igual verdad —el sátiro se sonrojó por la vergüenza.
— Ya lo venía intuyendo, es por eso que hay meses en los que tardas en pagar —tomó una hogaza. Con un cuchillo de sierra muta, lo partió.
— Pero no es el secreto que quiero decirte.
— No seas dramático y ve al blanco —dijo, comiendo con la boca llena.
— Soy el hijo de dos nobles. —reveló la verdad, caminando con movimientos rígidos, a punto de tropezar por un pedazo de madera que salía. —No te lo quise decir por miedo a que me sacaras o hablaras en mi contra.
— Dices idioteces, eres mi amigo y no soy un orco malagradecido —le dio la otra mitad. En el fondo comprendió sus acciones. —Pero, tengo una duda. ¿Cómo es posible que dos sátiros puedan ser de la nobleza?
— Es una larga historia. Digamos que soy hijo único y si no engendró descendencia, mi familia desaparecerá. Con ellos, los últimos sátiros nobles desaparecerán.
— Ahora me agradas más —Uzgalk le propinó un golpe en uno de sus brazos.
El desprecio que sentía el buen orco a los nobles era bien justificado. Cada semana, a veces cada día o ciclo, venía un uno de esos para pedir un arma a precio reducido o a cambio de que los orcos tuvieran mejor imagen. Uzgalk no caía en sus trampas ni porque le ofrecieran una cuantiosa cantidad de monedas brillantes.
Siendo un orco de edad, no se había casado o tenido hijos, tampoco es que quisiera tener una esposa o pequeñas versiones de él. Se sabía muchas mañas y contactos, no le faltaban.
La puerta volvió a sonar. Tuvo un mal presentimiento y diciéndole a su amigo que se retirara, se fueron a la habitación en la que confeccionaba sus creaciones.
Al escuchar dos tipos distintos de golpes, entraron en razón que había dos personas preguntando por el orco.
— ¿Dices que uno de los tontorrones nobles que vienen a molestar te conoce?
— Sí, por desgracia.
— Vaya jovencito que eres. Tenemos que quedarnos aquí hasta que se larguen.
— Pero la puerta está abierta.
— Entonces ve tú y diles que no estoy en casa.
Suspirando por el desgano, Chrestos fue a atender a los no tan invitados bien parados.
—No puede ser que un orco tan horrible y descuidado sea tan buen herrero —escuchó unas no agradables palabras. —No entiendo cómo es que el rey no expulsó a los de esa raza...
Al abrir la puerta se encontró con el hombre de hace rato que tuvo tiempo suficiente de traer a un tipo parlanchín, ¿acaso sería un mago o un vago? Pero que importa, su conversación no fue de mucha importancia de no ser porque entre la impaciencia del sátiro y la conveniencia de los no gratos, el primero, para quitárselos de encima, terminó por entregarles un escudo de cobre hecho por Uzgalk. Con ese objeto en su poder, tenían más razones para molestarlo.
—Este escudo es una maravilla, ¡el rey se quedará contento y me ascenderá! —El tipo parlanchín se reía y creía.
—Chrestos, te debemos una. Gracias, viejo amigo.
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