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El príncipe que no quería salvar princesas


Las princesas podían elegir con quién casarse, derecho que se ganaron con su propia lucha. Si era con un hombre u otra mujer; con un ser humano, un elfo u otro. Si era plebeyo u otro de la realeza. Incluso si es que querían tener hijos o no; en caso de no querer uno, si es que les correspondía subir al trono, tenían la potestad de escoger quién les iba a suceder.

Estaban orgullosos de ser uno de los pocos reinos del continente de Idralik que les daba las libertades que les correspondían a las princesas, sin dejar sus responsabilidades con su reino. Y pese a ellas, no todas querían ser fuertes guerreras que no necesitaban de otros para valerse por sí mismas, todavía existían las princesas que eran tradicionales, que soñaban con ser rescatadas, casarse, vivir una vida cómoda en el castillo sin tener que someterse a trabajos pesados, y tener hijos propios.

No era la misma suerte para los príncipes que desde siempre, tenían que salvar a las princesas, ganarse su favor, poner cada parte de su esfuerzo y hasta morir para rescatarlas. De lo contrario, las críticas le lloverían por varios bandos.

Pero, existía un príncipe que se negaba a salvar princesas, dar su vida por ellas y llenarlas de halagos. Su nombre era Elnoed, hijo de los reyes de uno de los reinos influenciados por Matora que además se trataba su aliado comercial y bélico.

Desde tan joven, Elnoed siempre fue capaz de cuestionarse el porqué de las situaciones y las acciones de las personas, incluidos sus propios padres que incapaces de frenarlo, le dejaban ser libre por los reinos del continente. En sus viajes aprendió mucho más de lo que podría encerrado con profesores especiales. Iba siempre con Hoj, su valeroso corcel blanco hijo de padres de distintas especies de caballo; que, en el idioma continental, su nombre significaba gloria.

— Papá, ¿Por qué las princesas de este y algunos reinos sí pueden decidir si quieren ser rescatadas o no, pero los príncipes todavía tienen que cumplir con sus deberes al pie de la letra? —Le preguntó cuando niño a su padre, el rey que, de piedra por semejante cuestión, se redujo a responder:

— Es que a las princesas les gustan mucho los príncipes tradicionales, que las salvan, que comparten su riqueza con ellas, que tienen más maestría.

— Padre, ya no estamos en los tiempos antiguos en los que las princesas eran objetos y nada más.

— Es verdad, pequeñito. Quiero que sepas que quedan muchos reinos donde los pensamientos negativos no se extirparon por completo.

— Padre, no me cambies la conversación. —El Elnoed de ese tiempo cometió un error que le costó caro—. Yo quiero saberlo. Los príncipes no nos hacemos problemas si es que las princesas con las que nos casamos son peores que nosotros en el sentido de hacer las cosas, en cambio ellas, no pueden soportar no casarse con el mejor de todos los tiempos o se esfuerzan por conquistarlo, quieren que él resuelva todo o lo doble de lo que harían ellas, ¿no te parece injusto?

El rey, con remordimiento en sus adentros, mandó a que castigasen al pequeño y cuestionador Elnoed. Para su suerte y la del reino, estaba el hermano menor, Saramir, el pequeño de cuatro ciclos magnos que para nada se parecía al primogénito. Criado para proteger, proveer, dar su vida por su reino, princesa y familia sin rechistar.

«Si ese niño sigue con sus pensamientos tan peligrosos, ninguna princesa lo querrá como su príncipe; menos como su rey, que bueno que Saramir existe», el rey escabulló entre sus pensamientos.

Los años pasaron y los dos hermanos crecieron, siendo el menor el favorito por mucho, en especial entre las damas. De todas formas, el no ser popular no tenía mucho efecto en Elnoed.

A sus doce se había jurado que no iría por princesas a las torres, castillos o combatiría para ganarse su amor. A sus quince reconoció que no quería perder su vida en un rescate o por ganarse el amor de una dama. Y sus dieciocho, cuando tanto sus padres como los cercanos a la corona creyeron que maduraría para al fin cumplir sus labores y ser activo en el cortejo, se negó. Iba a ser leal a sus principios, siendo el primero: si las princesas podían, ¿Por qué él no?

De ahí fue que resolvieron darle la libertad a cambio de no ser el siguiente en la línea del trono. Seguía como príncipe de nacimiento y no todas las funciones le fueron retiradas, pero le era imposible gobernar.

Porque el precio a pagar por la libertad es alto, uno que no todos están dispuestos a asumirlo.

Elnoed cayó en las tierras de Matora por pedido de sus padres. Conocer nuevos lugares o visitar sus favoritos, siempre era de su agrado.

—Tú has de ser el príncipe enviado por los reyes de Ubastá, cuál es tu nombre, necesito hacer un registro de esto.

—Me llamo Elnoed, soy el primogénito. Es una alegría estar de vuelta en Matora. —El príncipe vio la cara de decepción puesta por el guardia, en el fondo venía preparado para situaciones de la talla.

—Esperaba al príncipe Saramir, seguro está a tope con sus obligaciones.

—Mi hermano tiene que atender tantas actividades.

El guardia le dejó pasar. Subido en Hoj, el corcel mitad normal, mitad mágico que podía camuflarse y camuflarlo a él y otros poderes que daría pereza mencionar, cabalgó hasta la plaza principal sin tomar una parada.

Le esperaban días de arduo trabajo con negociaciones, charlas y algún baile en el que entretenerse, lo malo es que no era afecto a estar en una pista con música que, para su gusto, era lenta y aburrida.

Con el propósito de ahorrar gastos a su reino y a él mismo, escogió dormir en una posada de bajo costo. Dio unas monedas extras a cambio de que cuidasen bien a su fiel amigo el tiempo que permaneciese en Matora.

En el continente de Idralik era común que las naciones que tuviesen realeza de gobernantes, hiciesen reuniones para conocerse, entablar conexiones y obvio que divertirse. Reuniones a las que, Elnoed, no era bienvenido ni invitado ni por obligación desde que le fueron retirados muchas de sus facultades principescas.

Saramir, por el contrario, gozaba de ese tipo de actos. Invitar a las princesas a bailar, gastar el dinero de sus padres en ellas para complacerlas. Darles halagos, palabras bonitas y ponerse en riesgo, aunque no siempre fuese correspondido.

«Mi hermano es un príncipe fallido, yo llevaré a Ubastá a la gloria, solo tienen que confiar en mí. A él ninguna mujer, princesa o no, lo va a querer; jamás. Es capaz de dejarlas a la deriva, hacerles pasar por situaciones de incomodidad por las que nunca deberían. ¡Oh! Es una completa desgracia y eso lo saben aquí y en Idralik entera», era uno de los pensamientos comunes del menor. Llamado el heraldo de Ubastá, era el orgullo de sus padres y del reino.

Desde la llegada de Elnoed a Matora transcurrió un ciclo primo entero, o lo que equivaldría a decir un mes, uno de cinco semanas. El príncipe, cansado de acudir a las reuniones y las charlas, se tomó un descanso junto con Hoj. Una tarde despejada, con escasas nubes, no demasiado frío o calor, era perfecta para cabalgar por los paisajes, siempre con un mapa a la mano, si es que acaso se perdía.

—Si seguimos por esta ruta llegaremos al Páramo de los Olvidos. Los lugareños me han contado de que ahí moran unas criaturas especiales que salen dos ciclos menores al día, los que están entre el atardecer y el anochecer. Va a ser un espectáculo impresionante, que dices si vamos a verlos, amigo —dijo, deseoso de aventura. Exceptuando él, nadie tenía conocimientos de que Hoj comprendía el lenguaje humano.

El fiel animal dio un relincho, para subir sus patas delanteras, haciendo que Elnoed se agarrase con cuidado. Las volvió a poner, deseaba tomar rumbo, por desgracia, no al sitio que su dueño quería.

A las afueras de la principal ciudad de Matora, en los poblados que abastecían al reino de vegetales, flores y frutas frescas, estaban en grupo, unas personas, comiendo y hablando. Hombres y mujeres decían chismes y pensamientos. Algunos eran amigos, algunos, pareja; y otros, un intermedio de los dos.

—El príncipe Elnoed no es un príncipe de verdad —dijo una muchacha, le dio un enorme mordisco a su pan con mermelada multiflora.

—Dicen que es un príncipe cobarde, que no ama a nadie que no sea sí mismo. Que sus ojos siempre están puestos en el libertinaje y el caballo tan especial que tiene —opinó una chica, bebiendo el caro potaje de néctar de pixie que compró.

—Yo soy mucho más capaz y más hombre que él. —Alardeaba un muchacho de contextura robusta al que le caía una barba y tenía la cara embarrada por la salsa de la carne—. Yo podría darle a una princesa todo lo que me pida. Pelear sus batallas, defenderla de los bribones y estar con ella siempre —procedió a limpiarse el mentón con la manga de su camisón.

—No tengo ninguna duda de tus palabras —apareció a darle apoyo moral uno de sus amigos, un chico escuálido que usaba lentes.

—Si es que lo veo, le voy a dar una lección —puso los brazos sobre el hombro de una de las chicas, la que estaba a su lado se murió de la risa, pensando en las palabras del grandote que le sonaban a mentira.

Unos metros por detrás, Elnoed escuchaba los murmurios, gran parte era sobre él y lo qué hacía con su vida.

Indiferencia; era lo que sentía cuando los charlatanes cerraron la boca. Sea cual sea al reino o al estado que fuera, siempre era un panorama similar. En ninguno pudo sentirse bienvenido.

Al proceder con la cabalgata al Paramo, se vio obligado a retroceder, el Sol salió de su escondite de nubes y con ello, la temperatura aumentó. No era buena idea continuar porque las probabilidades de que Hoj sufriera por el calor eran altas.

Le quedaban unas cuantas jornadas de estadía en Matora. Deseaba que pasaran rápido, las ganas de ir a un nuevo lugar le comían el alma. Para su mala suerte, apenas quedaban dos lugares tan remotos en los que no colocó alguna pisada.

Uno era el estado de Masalun, donde no existían reyes ni duques, gobernado por un líder que se llamaba Dios de la Nación; y el otro, era un reino, pequeño, sin mucha población o recursos disponibles, cuyo acceso era limitado por las arenas del desierto que lo rodeaba. Rumores corrían de que criaturas con magia no identificada, tenían sus moradas, que encima lograron acorralar a la reina y tenerla en jaque.

Elnoed se moría de las ganas por conocerlos a ambos. La curiosidad lo tuvo tan distraído que al ir al mercado por comida para él y Hoj, olvidó ponerse las prendas con las que se tapaba el rostro y se ocultaba la identidad para que no lo molesten.

—Pero si es falso príncipe del reino de Ubastá, el que seguro es homosexual a ocultas. Vamos, por qué no le revelas tus preferencias a tus padres. Los míos aceptaron, quién sabe si los tuyos sí —la tranquilidad de la cena fue interrumpida por las palabras de la princesa de Matora que vio de frente a su homologo—. Libérate, no seas un cobarde. ¿Quieres que te cuente una verdad? Ningún hombre, príncipe o no, era digno de mí. Soy mejor que todos ellos y mi pareja, la Primera Caballera de Matora, también. Tú sabes lo que te conviene. Aunque no sé si le convenga a Ubastá.

Elnoed no sucumbió ante los escarnios de ella. Si se defendía, iba a estar en graves problemas. Aguantaba los insultos mientras pedía que le trajeran comida; con la boca llena, no debería responder a nadie.

Acabada su cena, le pagó por todos los platos al cocinero. Hizo una parada y ahí le compró un cubo de agua y hierbas frescas al corcel. Ya no quería oír nada, estaba cansado de no poder defenderse, de que nadie le comprendiera.

Por desgracia, el hombre al que le compró, era otro de sus detractores. Pensando que el príncipe no le oiría, sin ninguna pizca de remordimiento, habló:

—El príncipe Elnoed es un hombre de mentiras. Aunque no creo que cambie de opinión, si prueba a una mujer, seguro lo haría.

—Es un hombre con futuro —ironizó uno de los amigos del vendedor—. Si sigue portándose tan seco, va a tener que ir a un prostíbulo. A ver si encuentra alguna muchacha que le guste, siempre hay una para todos los gustos.

—Sería una enorme vergüenza. Un príncipe en un prostíbulo, ¡vaya fracaso de reino!

El vendedor y sus amigos se morían de risa al pensar en la noticia imaginaria. Ninguno de ellos sabía que el príncipe protagonista de sus bromas, era incapaz de faltarle el respeto o darle alguna mirada ladina a una fémina, le respetase o no le respetase. Porque para pedir respeto hay que darlo y en la peor de las situaciones, ganárselo. El príncipe, incluso si alguna de ellas le faltaba el respeto, no podía defenderse por temor a ser mal visto, muchas veces, dejando que se aprovecharan de él a propósito.

Elnoed, si de algo tenía completa certeza, era de que lo conseguido por las princesas no fue de la noche a la mañana. Tuvieron que pasar ciclos magnos —un equivalente a los siglos— para que aceptaran las libertades y las injusticias se redujeran, pero eso para nada significa que las princesas quisieran lo mismo para los príncipes; lo mismo con los congéneres de ellos.

Ya en la posada, dejado Hoj al cuidado de un chico con la mitad sus ciclos magnos, Elnoed se tumbó en la cama a llorar de la rabia. Estaba solo, el único que le comprendía era el caballo. Su almohada se humedeció por las lágrimas.

Pese a todo, su espíritu, seguía tal cual. Una de las mayores lecciones que aprendió en sus años de paso entre ser un niño y ser un adulto, era que una excelente forma de seguir adelante era por medio de la indiferencia.

¿Quién le iba a demostrar al mundo que no cambiaría de opinión si es que primero no era él mismo?

—Wyrna, dame la fuerza que necesito —pedía entre susurros—. No dejaré que nadie me abata. Qué más da si una princesa, unos vendedores o Saramir. Yo soy un príncipe de los ideales.

Durmió con los ojos abiertos por si se atrevían a acecharle.

El último día en Matora llegó, Elnoed empacó las escasas pertenencias que trajo. Entre la indiferencia y el rechazo de sus propios congéneres a sus ideales; y el odio gratuito del otro lado, parecería que el príncipe se daría por vencido.

— ¡La princesa Alana del reino de Trimo fue llevada a una torre en contra de su voluntad! ¡Alguien vaya a rescatarla! No importa si es príncipe, princesa, caballero, caballeriza, quién sea —anunció un mensajero al máximo de su volumen.

— Cálmate, no creo que sea en contra de su voluntad. Yo la conozco y sé que lo hace para probar si alguien es digno o no de ella —dijo la princesa de Matora. Claro que ya van en camino.

— Espero que sea cierto, su alteza.

La noticia se esparció rápido por Matora y otros reinos; y algunos estados. Cuando uno de los comensales quiso alertar al príncipe Elnoed, él estaba marchándose a su siguiente destino: el autodenominado estado libre y teocrático de Masalun.

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