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El Deseo del Mendigo

Había una vez un hombre, uno sucio, de ropas harapientas, cabello como el de una escoba. Delgado como palo seco en un lugar sin lluvia; y casi sin ningún peso en el bolsillo.

Su única fuente de ingresos era proporcionada por los amables residentes de la futura gran ciudad de la nación que nacía tras el derrocamiento de las figuras reales. Pero, con los pocos centavos que recaudaba de la mendicidad, apenas le alcanzaba para llevar una vida normal.

Al no tener ninguna clase de estudios o un aspecto decente, le era imposible conseguir un trabajo con el que sustentarse. Tampoco conoció a su padre o su madre. Ni siquiera sabía si tenía un nombre o una identidad a la que aferrarse. El mundo le llamaba por el denominativo de Méndigo. No conocía mucho de sus orígenes o por qué creció solo en un bosquecillo a la merced de las criaturas y los malvados.

En su vida tuvo un amigo, menos una pareja. Veía con recelo a todos aquellos humanos —o híbridos de humanos con las criaturas antropomórficas capaces de reproducirse— tomarse de la mano, reírse, hacerse gestos y señas.

«—Ojalá fuese yo, algún día lo conseguiré», se solía decir a sí para no sentir la envidia.

Todos los años, cierta fecha en específico, en la joven ciudad se reunían todas las parejas para celebrar en publico su felicidad. Las calles se llenaban con polvos colores rosas y rojos. Caían pétalos de flores que simbolizaban los distintos tipos de amor. Las promesas se daban por montones, al igual que la alegría.

Excepto para algunas personas, ese día era uno de sus favoritos en el año. Uno de esos era el Mendigo.

Sobre la cima de un árbol alto y con nuevas flores en sus ramas, observaba lo que no podía tener. Era una suerte de ritual y masoquismo al que se acostumbró. Se iba a quedar ahí por el resto de los ciclos, sin comer o querer probar sorbos de agua.

— ¡Auxilio! ¡Me ahogo! ¡Que alguien me ayude, por favor! —escuchó el fuerte grito de alguna persona.

Siendo uno de los pocos capaces de brindar apoyo, trepó de vuelta al piso y con sus zapatos desgastados por tantos años de uso, corrió hasta llegar al rio que separaba la ciudad de las aldeas dispersas.

Con los ojos bien abiertos, en medio del caudal del traicionero rio, pudo ver a lo que le resultó ser una especie de hombre color verde con cabellos largos y revueltos de un tono inusual para un humano normal: violeta. Era evidente que no era alguien de por ahí.

Luego de arremangarse la camisa llena de remaches y los pantalones con agujeros, Mendigo se lanzó. Con la poca fuerza que poseía, dio suficientes brazadas para llegar hasta el extraño ser verde que, encima, le crecían plumas de aves en la cabeza.

Le agarró de los hombros y volvió a pelear contra las aguas. Le quedaba poca energía, pero consiguió su objetivo.

En la orilla vio al ser que salvó del caudal. No traía zapatos y en su cabeza estaba un pájaro a pleno picotear al que espantó al extender un brazo para simular la zarpa de un gato.

El Mendigo, temiendo de que le sucediese algo al extraño, le sostuvo de la espalda con el objetivo de golpear su pecho. El agua salió de los pulmones del ser verde que recobró la conciencia y vio a su benefactor.

—Me has salvado la vida, gracias.

Mendigo hizo unos ruidos raros, producto de no tener algunos dientes por todos los años de desgaste. Sintió orgullo porque pudo salvar a alguien de la misma situación que fue rescatado hace años atrás.

—De...nada... —pronunció con cuidado.

—Por tu sacrificio, te pienso conceder un deseo. Primero voy a arreglar tu dentadura. No puede ser que a tu edad ya tengas algunos dientes caídos.

El ser le puso una de sus plumas al hombre y con la magia que podía existir en las plumas del dueño original del que fue arrebatado, el harapiento se tocó la boca por afuera, dándose cuenta de que recobró los dientes que se dañaron.

—Yo, ¡deseo una novia! —gastó su deseo. No le preguntó al extraño ser verde qué era en verdad, si era confiable o no. Le vio sacar otra pluma de la cabeza, a esta la pasó con su saliva y poniendo sus manos como una muralla, la mandó a volar.

—Tu deseo fue concedido, espera hasta mañana

Mendigo, sin ninguna exageración de por medio, dio un salto hasta el cielo, culpa era de las trazas de magia que quedaron en su cuerpo. Por fin no iba a estar solo.

En tanto, su benefactor se retiró a la ciudad para ver que acontecía por esos lares.

«Vaya hombre más raro, ni se preguntó qué clase de ser soy. Él podrá ser fácil de engañar, el resto de humanos, no creo», se dijo el tipo verde para luego tomar con su magia una apariencia por completo humana que le serviría para no llamar la atención.

Al día siguiente, tal y como le había prometido al mendigo, el deseo se hizo realidad. Ante sus ojos estaba una hermosa mujer de piel trigueña, no tan gruesa o delgada que ondeaba una larga cabellera azabache al viento. Por su estatura pequeña, podía confundírsele con un duende. Si el hombre harapiento medía unos ciento setenta centímetros, ella era de unos ciento cincuenta. En su rostro se destacaban unos grandes y hermosos ojos.

Él no lo creía. Ella era la chica perfecta, tan dulce, tan bella y femenina. Se detuvo de ir a lavarse los ojos, se quedó quieto, observándola.

— ¿Quién eres y cómo te llamas? —mezcló su sorpresa con inquietudes.

— Mi nombre es Kavalish, soy tu novia, ¿no lo recuerdas?

La pregunta del final lo mandó de forma mental al cielo. Ella se refirió a sí con el apelativo de novia. El ser verde y con plumas en la cabeza no le mintió; ella era real.

—Estás tan hermosa como de costumbre —la hizo ruborizarse. Sin miedo o preocupación, tan conveniente, preguntó:

— ¿Cuál es tu nombre? Creo que olvidé el tuyo, que mala novia que soy.

El mendigo se puso a pensar. Recordó que no le llamaban por ningún nombre en específico. ¿Qué sentimientos iba a tener Kavalish si se enteraba de que su amado no tenía ni un nombre propio? Le tocaba actuar rápido. La única palabra en su mente era la de Mendigo.

—Yo...—dijo para no dar preocupaciones—. Yo me llamo Midgo —respondió con un nombre improvisado.

—Ahora no se me tiene que olvidar —puso una sonrisa que llenó de brillo los ojos del hombre—. Midgo, estás un desastre, ¿Por qué no tomas un baño y te cambias la ropa?

No tuvo la valentía de decirle que solo poseía un par cambio de ropa. Pero, después de tanto tiempo, el hombre de la porquería, tomó un baño. Se dijo que aquella mañana, el rio sin nombre se puso oscuro por los años de suciedad acumulada que salieron del cuerpo del pordiosero.

Y entonces, así fue el primer encuentro entre el autonombrado Midgo y su nueva novia, Kalish.

—Esta comida es deliciosa, ¿Cómo se llama?

—Es solo unos pedazos de hongos y una carne asadas al fuego con un poco de sal y puestas en una brocheta, no es gran trabajo. No me digas que no lo probaste antes.

—No, no, es que, hace tiempo que no sentía su sabor.

—Ay, Midgo —procedió a besarlo en la frente.

Con la presencia de Kalish, algunos aspectos empezaron a cambiar en la vida del mendigo.

Ahora se bañaba día por medio. A algunos de los ciudadanos no les gustaba ver que su amado rio se volvía negro por absorber la suciedad del pordiosero. Fue cuestión de unos meses para que volviera a tener sus aguas limpias.

Además, se las dio por hacerse de cazador o debería decirse, volver a la cacería, actividad que dejó de practicar por sentirse inútil y por el temor de que algún chalado defensor de los animales viniera a darle una tunda verbal.

Cuando estaba a punto de darse por vencido, veía el rostro tan dulce de Kalish, lo que le hacia recobrar fuerzas para ir con su máxima hacia la presa. La pareja, tomada de la mano y viéndose al uno al otro, exploraban el bosque en busca de comida y presas. Él cazaba, ella cocinaba, los dos recolectaban.

Una tarde de radiancia y calor, llegó lo inevitable: Kalish tenía ganas de ir a la ciudad. Con un temor que no dejaba su mente, Mendigo aceptó entrar a aquel sitio que le traía miles de recuerdos y miradas nada positivas. Por lo menos si iban tomados de la mano, todo sería menos pesado.

Error. Desde que entraron hasta que salieron casi al anochecer, sin exageración alguna, la mitad de los ojos de los citadinos se posaron en el hombre y su pareja. ¿De dónde había salido esa chica tan linda? ¿Cómo le hizo un sujeto de poca socialización para encontrar a una mujer como la que sale? Eran algunas de las preguntas de los residentes.

Kalish, sorprendida por los objetos y colores de la ciudad, quería varios de los objetos que vio. Un collar de cuentas luminosas, un vestido de seda hecho en otra parte. Zapatos con los que una mujer dijo que no se cansaba al usarlos. Tanto por ver y desear.

—Por favor, no me digas Mendigo, llámame Midgo y dile al resto de la ciudad que me diga con ese nombre —le pidió con amabilidad a un señor que se quedó con una ceja más arriba que la otra por oír que el hombre de la porquería pronunció demasiado bien las palabras.

Su nuevo nombre fue esparcido con éxito. Sintió un alivio momentáneo hasta que en una noche en la que creyó que iba a dormir bien, Kalish le dijo:

—Quiero un nuevo vestido y dormir en una cama. El pasto es suave, pero nada se compara a la comodidad de un colchón y su almohada.

Estaba en problemas. Tenía que encontrar un trabajo a como diera lugar. Con el corazón en la mano, cada madrugada, mientras ella dormía, él se iba a por unas monedas a la vez que rogaba por conseguir un empleo que pudiera pagarle lo suficiente para cumplir con las demandas de su amada.

Lo pudo encontrar como ayudante en las nuevas y crecientes construcciones que mostraban el poder económico y crecimiento de la nación joven. La paga era por ciclos menores. No era mucho; ni lo suficiente para él, por lo menos ganaría experiencia para conseguir mejores trabajos.

—Midgo, regresa conmigo, te necesito a mi lado —Kalish deseaba que su novio no la dejase tanto tiempo sola. No se podía resistir a su hermosa mirada y dejó su parte a medias para después soportar los gritos del hombre jefe que deseaba que su obra estuviese perfecta.

A costa de sus horas de sueño, el Mendigo empezó a trabajar en las madrugadas, todo para tener más dinero y tiempo para Kalish que se encargaba de hacer las comidas. En un par de meses, él consiguió el dinero suficiente para las demandas de su novia.

—Esto es lo que querías, ¿no? —le destapó los ojos y ella dio unos gritos profundos. Por desgracia, el sueldo del Mendigo solo alcanzó para una cama de una plaza que le serviría apenas a Kalish; a él le bastó con verla sonreír para continuar con el trabajo.

—Soy tan feliz, Midgo. Ahora quiero un nuevo par de zapatos, una de esas lanzas especiales que van directo al objetivo, así podré cazar sin que tú no estés; mantas para cubrirme mejor.

Estaba jodido. ¿Dónde iba a sacar todo el dinero necesario para los requerimientos de Kalish? Con tal de no decepcionarla, tuvo que buscar un segundo empleo porque no deseaba que su amada se pusiera triste.

De las veinticuatro horas disponibles en un día, Mendigo trabajaba unas catorce, cinco le dedicaba a ella y las otras cinco, dormía. Le favorecía el no tener amigos o una familia.

Y una mañana en la que las hojas se desprendían de los árboles perennes, Kalish decidió que tener unas cuantas horas a su querido Midgo, no eran suficientes.

—Midgo —lo llamó con una voz dulce y sensual. El hombre que no se podía resistir, dejó un trabajo a medias para pasar tiempo juntos.

Por aquellos momentos, ya no estaban tan mal. Mendigo ganaba lo suficiente y ya podía cumplir con las exigencias materiales de la mujer, aunque con las amorosas, era otro el terreno.

—Kalish, te ves tan hermosa con tu mirada de guerrera. Lamento tanto por no darle la lanza cuando la necesitabas.

—No importa, ahora yo también soy una cazadora.

—Por favor prepara la comida, debo volver al trabajo.

—No me dejes, estás todo el tiempo ahí. Necesito verte, quiero que estes conmigo.

No podía decir que no. Ella era su deseo hecho realidad, tenía que subir el esfuerzo.

Como decía un dicho popular entre diversos reinos y naciones sin monarquía:

Cuando un hombre se enamora y ama de verdad, te da hasta lo que no tiene.

Los tiempos de ser un hombre sin oficio o profesión quedaron atrás, inclusive el apelativo de Mendigo. El nuevo, dígase Midgo, ocupaba su tiempo entre su amada y su trabajo.

Con la primera su felicidad era al tope. Con lo segundo daba alegría a ambos a costa de demacrar su cuerpo por la fuerza que necesitaba para mover ladrillos, piedras y mercancía nada liviana.

El tiempo en el que la ciudad se llenaba de flores estaba próximo, lo que para la pareja era símbolo de unión y cariño. Kalish le iba a dar una sorpresa por el primer año juntos, Midgo, sabiendo que quería ver esa sonrisa, corría de calle en calle, buscando el regalo ideal.

Al cruzar tan deprisa una de esas no notó que un extraño, pero al mismo tiempo conocido hombre con plumas en la cabeza y ropas verdes, lo observó de vez en cuando.

En una que justo estaba próxima a la salida que iba al bosque, compró unas finas joyas para su amada. El color ocre de la gema se parecía al de Midgo cuando no usaba ropa.

Contento, fue a llevarle el preciado regalo a la hermosa joven que le esperaba con un banquete de carnes y verduras. Cuando los dos se saciaron, se tomaron de la mano.

—Midgo... —hizo unos susurros—. Te amo mucho, no demasiado. Pronto estaremos un año juntos y quiero hacerte una petición especial.

—La que tú quieras, yo lo cumpliré.

—Quiero que vivamos en una casa. El bosque puede ser cómodo y proveernos de lo que necesitamos. Mas, necesito vivir como los demás. No te molestes, amor.

Aquello fue el ultimo clavo del ataúd mental del hombre. Una casa, ¿Cómo iba a comprarla? No era nada fácil. No durmió toda la noche pensando en una solución. Mínimo eran unos cinco años de trabajo o hasta más, no quería decepcionarla... no quería perderla.

Iba a requerir de un gran sacrificio cumplir con el deseo de Kalish, en especial porque hasta la llegada de ella, Midgo jamás sintió la necesidad de vivir entre cuatro paredes.

¿Por qué ahora sí? ¿Por qué de pronto esa necesidad se le aumentó?

Así como tantas otras que incluían tener decoraciones en su morada improvisada del bosque, ropa, perfumes. Era tanto, Kalish seguía pidiendo, estaba en su derecho.

«¿Por qué no me dijeron esto cuando veía a aquellas parejas tomadas de la mano en la ciudad?», llegó a una conclusión dolorosa.

El día se acercaba, con ello la decepción de la chica del deseo del Mendigo al que el cuerpo le dolía por tanto esfuerzo. Lejos de ella, con un dolor mental y físico, sacó los gritos que sus adentros.

— ¡Ya no puedo! ¡La amo demasiado, no quiero que se vaya de mi lado! Pero, pero —agachó la cabeza—. ¡De amor no se vive! —el grito final fue tan fuerte que fue escuchado a un par de kilómetros por algunas personas que frecuentaban el bosque.

De pronto, una luz con forma de esfera se manifestó ante los ojos del chico que sumido en su desesperación cayó al piso. Esta se transformó en el misterioso hombre verde con plumas creciendo en la cabeza.

—Veo que has aprendido tu lección —terminó de volverse solido en el lugar donde estaban.

—Por favor, ayuda. No quiero decepcionar a Kalish, dame el dinero.

—No puedo, querido Mendigo. Si es que gustas, puedo devolverte a tu vida anterior, a la que tenías antes de cumplir tu deseo.

Lleno de desesperación y cansancio, a la vez que, con un dolor agudo en el pecho, el hombre no tardó en responder:

—Ah —dio un suspiro notable—. Creo que será lo mejor. No puedo más, no quiero defraudarla. Cuando veía a aquellas parejas en la ciudad, jamás me imaginé que tuviera que ser así.

—No es toda tu culpa. Te vendieron la historia incompleta, te endulzaron el alma a base de cuentos. Tú fuiste capaz de reconocer tu error y, por ende, te concedo romper tu deseo. Puedes quedarte con lo que hiciste con el fruto de tu trabajo y desgaste; y también con los dientes, los vas a necesitar.

—Gracias, gracias —se puso de rodillas ante el ser extraño.

—Anda, ve y haz una nueva vida que aún eres joven y tienes mucho camino por delante. Búscate una nueva identidad, explora nuevos rumbos. Sé libre.

Siguiendo el consejo del ser, el Mendigo, al poco tiempo de que Kalish desapareció, vendió todo lo que obtuvo con su esfuerzo.

Era evidente que la extrañaría al ser la primera persona a la que amó en su vida.

Ahora estaba en un nuevo viaje, uno para descubrirse a sí mismo y con una lección que le marcó para siempre.

—No necesito que una mujer me haga feliz. Hay mucho más que tener una pareja, yo soy dueño de mi propia vida y la voy a cambiar —vio hacia la inmensidad del horizonte—. Wyrna, por favor, ayúdame —se encomendó al presionar con fuerza un dije con una piedra color rosa.

Con esas palabras dio por muerto al Mendigo. Ahora sería otro, uno mejor para sí mismo.

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