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El ascenso de Itaxora (Parte 3)

En tanto el conde y el chico se iban a un sitio privado, en el mar, los capitanes jactaban de que no tardarían en encontrar el llamado Archipiélago de Itaxora.

—Según lo previsto por los cálculos hechos con coordenadas, el destino tendría que estar en donde antes eran las tierras del continente de Hejeia —dijo un joven cartógrafo que era un león humano como la capitana Lura.

—Buen trabajo Eleazar. Voy a ganarle a tu tía, también la apuesta. Jajaja. —Se partía a carcajadas, manejando el timón.

El león-hombre que le guardaba mucho respeto se puso a su lado. Para él, Menelao era un padre, una figura a la que seguir con orgullo.

—Gracias, pa...—se cortó a medio decir.

Avanzaron por las aguas con relativa calma. A algunos marineros les pareció sospechoso, pero su capitán les dijo que no fueran tan negativos.

En un par de ciclos más se habrían alejado bastante no solo de las aguas de su reino, si no de las de Artrusia en general. Esos ciclos no tardaron en pasar.

La luna pronto cambió a su fase de llena. Se tomaron las precauciones necesarias.

Era de noche, la embarcación se preparaba para llegar a una espesa niebla que cubría la vista de la mayoría, salvo del marino que de nacimiento era ciego.

Llamó la atención que fuera de un color verde parecido a la pestilencia. Menelao no se dejó intimidar la prueba. Tomaba el timón tan seguro de sus movimientos.

Con la experiencia ganada por tantos años en el rubro, se movió entre la niebla con la misma facilidad que se movería por aguas tranquilas.

Un aroma como de a basura y alimentos en descomposición hizo que muchos que dormían se levantaran de sus camastros. A Menelao le comenzó a doler la cabeza y se desplomó al piso. Ese sería el comienzo del final de todos.

— ¡Capitán! —Eleazar se detuvo para socorrerlo. Le tomó el pulso para ver que siguiera con vida, lo estaba, pero no se podía levantar.

El muchacho pidió por ayuda, uno de los marinos con conocimiento médico vino a socorrerles. Entonces, tomó el control principal del barco.

La niebla se volvía de un verde profundo, el aroma se intensificó, provocando que varios de la tripulación se desmayaran de la misma forma que su superior.

Eleazar procuraba mantener la calma. Habiendo memorizado parte de la carta náutica, sabía que era el tramo final que los llevaría al destino. Intentaba no mirar hacia atrás.

Los que no cayeron en el forzado sueño hicieron tampones improvisados con los corchos de vino y otras bebidas; no faltó para nadie.

La calma regresó de manera momentánea y los enfermos se transportaban a los cuartos cuando el de pronto, el sonido de la madera destruyéndose en la parte inferior del barco, marcó preocupación entre los que lo escucharon.

El improvisado capitán mandó rápido a ver qué sucedía, mas aquellos que fueron mandados, perdieron la vista al entrar en contacto con el mar. Desprovistos de uno de sus sentidos, unos tentáculos tomaron sus cuerpos y les cortaron las cabezas.

Cuando Eleazar notó que los que los marinos no volvían, la nave se llenó de fisuras. Menelao despertó para ver que el pánico se apoderaba entre la tripulación que corría entre la cubierta.

¿Qué iban a hacer ahora que estaban en una verdadera situación de peligro?

En ese momento, Menelao odió no tener botes de emergencia, sabía que los necesitaría. Sabía.

— ¡Resguarden a los menores! Yo me encargaré de la situación —fueron sus últimas palabras antes de que una inmensa ola los tomase, cubriendo la nave por completo.

Y en la parte superior de la ola, un viscoso tentáculo de dimensiones colosales y procedencia desconocida que impactó contra la tripulación, fue la cosa final que vieron todos. El mar que tanto amaban y admiraban, se convirtió en su tumba.

El resto de tripulaciones corrió con la misma suerte, unos incluso peor.

Tragados en remolinos. Desaparecidos en tormentas que nadie se esperaba. Mandados al fondo. Acidificados con cuerpos enteros. De las treinta naves enviadas por la corona de los Reinos de la Mancomunidad de la Cordillera de los Vlados, quedaron unos diez supervivientes que regresaron a los muelles llenos de recuerdos que jamás hubieran querido tener.

El culpable de la masacre se regocijaba; lo mismo para sus aliados. Si dejó supervivientes fue porque aquello era una manera de dar a conocer al mundo sobre su poder.

Todos los que se aventuraban a ir en búsqueda del Archipiélago de Itaxora sufrieron el mismo destino.

La mancomunidad de los Reinos de la Cordillera de Vlados, para dar punto final al asunto, firmó el acuerdo interno entre sus componentes, y externo con otros territorios; de que nadie volvería a intentar buscar el lugar por métodos directos. Para salvaguardar la vida de los habitantes, en una colaboración de varios reinos, imperios y naciones, se construyeron barreras para aislar a la llamada «Niebla Maldita» y sus sitios aledaños del resto del mundo.

Como el polen de las flores en la época verde, las noticias frescas se esparcieron por innumerables rincones de Ranvirkth.

En una habitación alejada del resto, con aroma a humedad que se filtraba por los ladrillos de la pared adornada de ciertas grietas. Y, con el suelo inoloro producto de una reciente limpieza, Halemif, el principal Lord Caballero del Reino Agrupado de Ymion, mantenía en secreto una reunión con un Vivaracho y su escribana, los dos, errantes; apátridas.

Pero, en compañía de él estaba la Dama de Fuego que se encargaba de que Halemif no saliera con propuestas disparatadas.

—Blenki, Yetzali. Si aceptan la oportunidad que les doy, se volverán famosos entre Ymion y los reinos y naciones vecinas. La gente se muere por oír historias de Itaxora, es la sensación entre las sensaciones. —El Lord Caballero intentaba persuadir a la pareja de viajeros.

—No se van a arrepentir. Les vamos a entregar una paga si nos conceden los derechos —la Dama de Fuego seguía al superior.

Yetzali se cruzó de brazos, forzando a su mandíbula a no actuar para abrir la boca. Blenki arqueó sus tupidas cejas. Se arreglaba los botones de la camisa para evadir las miradas de los dos que creían que se iban a salir con la suya.

—No. —Dejó salir una respuesta contundente. —Un Vivaracho como yo no busca fama fácil ni riquezas que lo aten a una tierra. No escribiré canciones, cuentos o poemas del desastre de Itaxora. Menos haré caso a la petición de una autoridad importante.

El trato no se concretó. El Vivaracho fiel a los principios, cambió de destino junto, llevándose a su escribana. No siendo unos tontos útiles, pidieron una buena cantidad de dinero en compensación por ir hasta la lejana Ymion.

Halemif quedó con un mal sabor en la boca. La Dama de Fuego chasqueó los dedos para calmar la ira e impedir que de su cabello salieran partículas capaces de provocar un incendio.

Después de dos semanas de viaje en barco, el siguiente destino de los errantes fue el reino de Ubastá. Llevados ahí por las corrientes de viento y agua, jamás se esperaron que uno de los primeros individuos con el que se encontrarían, fuera Saramir, príncipe al mando que, reconociendo las peculiaridades del Vivaracho, lo llamó a un encuentro en uno de sus escondites privados.

— ¿Qué clase de príncipe tiene sitios como este? —Se preguntaba la escribana que falló en desviar la atención del príncipe hacia su compañero. Al parecer a Saramir no le sorprendía que una persona se convirtiese en ave y volviera rápido a ser normal.

— No soy un príncipe convencional. —Dijo, comiendo una especie de nuez típica de Ubastá. —Ustedes tampoco son convencionales. No voy a preguntarles qué los trajo a mi reino, porque la respuesta será un silencio.

— Veo que sabes cómo funcionan mis reglas.

—He estado varias veces con vivarachos. A pesar de que no se rijan por normas convencionales, tienen las suyas, y tener reglas propias es una de ellas.

—Has sido uno de los pocos humanos que no se sorprendió por mi acto. ¿Qué buscas de nosotros?

Adelantándose a los pensamientos de Blenki, el Vivaracho, Halemif declaró:

—No quiero que compongan canciones y relatos de Itaxora de manera anónima para luego quedarme con los derechos o volverlos públicos. Quiero que vaguen por este reino y hagan entender que Itaxora es una verdadera amenaza.

Blenki se quedó con la boca abierta, mirando a los ojos al príncipe. Hacía mucho que no escuchaba una petición tan peculiar que a la vez tenía pinta de reto. ¿Cómo iba a decir que no?

—Nosotros no sabemos de Itaxora más allá de las noticias que se cuenta —respondió. Su escribana puso una cara de sorpresa, a lo que en un movimiento que involucró un hombro levantado, le indicó que tomaría el desafío.

—Vamos a tomar tu petición a cambio de que los locales o la corona no intervengan en nuestros asuntos —Yetzali hizo una intervención. Blenki aprobó su decisión con un suave movimiento de cabeza. Le iba a decir a Saramir de las condiciones al final, pero vaya que se le adelantaron.

—Acepto. —El príncipe fue directo—. Les daré la información y permisos que necesiten, además del libre albedrio por Ubasta y la acreditación a sus composiciones. Solo procuren no llamar la atención, en especial tú, Blenki —hizo un vistazo completo a las prendas del Vivaracho.

Un hombre con zapatos de tacón alto y el cabello rizado hasta la espalda, era un objetivo llamativo.

Mientras los dos se encargarían de informarse de Itaxora, Blenki escribiría las canciones y cuentos; Yetzali los narraría y haría sus propias interpretaciones.

El trabajo por parte de los errantes avanzaba con normalidad, ellos se movían por Ubastá cuidadosos de no ser topados por nadie que pudiera interferir en su camino. Al mismo tiempo que la popularidad del príncipe Saramir crecía al correr las advertencias del malvado Itaxora.

En uno de los reinos aledaños a Ubastá, ostentado por gobernantes a los que le valía la existencia y el peligro que suponía Itaxora, se jactaban por las desgracias y malestares ajenos que sucedieron. No era posible que un ser del que no se tenía muchos registros apareciera de la nada para atormentar y destruir el mundo de sus alrededores. Para ellos les sonaba como una historia sin coherencia hecha por vecinos envidiosos que no querían ver prosperar a sus rivales.

Los habitantes del reino cuya mayoría de habitantes estaba a un paso de una mejor vida, caminaban por las calles y andaban en sus transportes o a pie, sin tener ningún temor; como si nada hubiese pasado. Craso error por parte de ellos.

Una noche de lo que para ellos era la época de mayores horas de luz en el día, en la que las personas acostumbraban a quedarse hasta los ciclos menores finales vagando o haciendo actos no muy pudorosos, la Luna desapareció de la vista de todos, convirtiéndose en un hueco de negro carbón del cual salían unas criaturas amorfas que atacaron a los habitantes directo a sus cabezas.

Y, como una firma y a la vez señal de su llegada, el cielo se llenó de grietas; no tardó en partirse a la mitad.

Por las calles del reino de ingenuos gobernantes aparecieron humanos animalia con habilidades que en condiciones normales no podrían tener. Arañas-humanos. Serpientes-humanos. Fueron los principales en causar terror. Una vez encontraban a sus víctimas, no las dejaban hasta que el latido de sus corazones se detuviese.

Un cementerio de razas como el que se dio en el extinto continente de Hejeia apareció.

En lo más alto el ser de tres caras cubiertas por mascaras simbolizados por las expresiones de la alegría, la tristeza y la sorpresa, escupía bolas que, al entrar en contacto con las estructuras, las derretían con mucha facilidad.

Tanta crueldad fue suficiente para llamar la atención de algunos de los gobernantes de reinos y naciones vecinas. El príncipe de Ubastá, la princesa de Matora, uno de los Condes de uno de los Reinos de la Cordillera de los Vlados del continente de Artrusia que le seguía el rastro al villano, y entre el montón que llegó a destiempo a socorrer.

Itaxora hizo sonidos como los de un depredador a punto de cazar su presa. El suelo tembló, pero procuró a propósito dejar con vida a los entrometidos, sus entrometidos.

—Jajaja —hizo una risa de bufón—. Esto es lo que les pasará a aquellos que no crean en mi existencia. Disfruten de sus miserables vidas.

El ser desapareció entre una niebla verde, la misma en la que morían muchos marineros y viajeros de maneras inenarrables para muchos. Su siguiente parada estaba a un par de continentes de distancia.

Al igual que pasó con las aguas que fueron aisladas. El reino destruido quedó cercado. Brujos y magos asistieron con su magia creando barreras.

No tuvo que pasar tanto tiempo para que, en un punto distinto del mundo, otro sitio, en ese caso, una nación gobernada por seres que se jactaban de ser elegidos en democracia, fuera destruida; luego aislada.

La amenaza de Itaxora era real, tanto como para ser pasada por alto. Después de tantos ciclos épicos (o siglos en un lenguaje común) se deshizo de sus cadenas.

Libre e incapaz de ser controlado por incluso los Amos de la Naturaleza en conjunto, desplegaba su maldad sin temor.

—Es una magnifica obra de arte, amo Itaxora —El calamar-humano usó sus tentáculos para felicitarlo por causar la aniquilación de un país entero en un continente con gobiernos no monárquicos.

El mundo debía saber que ha cambiado.

—No tengo temor de nada ni de nadie. Seres que dejé que sobrevivieran. Informantes lacayos de sus superiores. Muévanse y huyan de mí. Sé que esparcirán mis noticias y atraerán adeptos como moscas a la miel que consumen. Si tanto quieren ser reconocidos, esparzan la noticia de que un nuevo Amo Menor ha nacido.

Itaxora quería que su existencia se hiciera pública en toda Ranvirkth. Lo iba a lograr. Porque quién sabe a qué hacen referencia los Amos Menores, conocía que él no hablaba mentiras.

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