El ascenso de Itaxora (Parte 2)
Mientras el naga huía, en el circulo con la escasa vegetación que perduraba, el hada consiguió abrir uno de sus ojos solo para observar que un colosal hueco ocupaba lo que fue el cielo del continente de Hejeia. Su respiración iba acelerada, en contraste con los vagos movimientos que dio.
Del hueco una gigantesca pierna ataviada de joyas relucientes saltó a la vista. Hasta que el descalzó pie de la criatura hizo contacto con la tierra y se formaron unas grietas, ahora en la corteza continental.
Un temblor sacudió al continente entero. Una pierna todavía más gruesa y llena de adornos filosos apareció. Con cada nueva que hacía su número, la tierra se llenaba de grietas. Pronto, la corteza no resistiría.
El hada ahora vio salir del hueco un abdomen pegado a otros dos abdómenes. Uno era más ancho, el segundo delgado y el ultimo, grueso y lleno de heridas.
Ella, con lo poco de magia que le quedaba, acarició el suelo. Llena de dolor interno y externo, en una voz de lamento dijo:
—Les he fallado. Espero que algún día puedan perdonarme.
Su cuerpo se volvió de un rosa traslucido y a partir de este, salieron virutas de par color que se esparcieron en el aire a medida que ella desaparecía del lugar, convertida en polvo mágico y dejando un olor a flores de primavera.
Los brotes se secaron.
Una gigantesca pierna mitad humana que terminaba en garras de buitre, pisó sobre el pedazo, volviéndolo uniforme al paisaje.
Dejó una enorme huella y, más arriba se distinguía las tres cabezas del mal mayor. Una iba cubierta con una máscara de desesperación. Otra era la de un hombre lleno de pelo, en esta se distinguían las heridas provocadas por arma cortopunzantes. La última era la de una mujer de cabello corto y también tenía profundas heridas, pero provocadas por magia.
Aquel ser presentaba muchos brazos o extremidades superiores, entre alas de aves, tentáculos, con escamas o similares a los de trolls; escamosos, y hasta los que parecían humanos, con la peculiaridad de contar con muchas manos que salían, no siempre de razas iguales a los del brazo. Se desprendían igual sogas metálicas y enredaderas.
Era un monstruo. Y así como lo era, actuaba.
Sin ninguna prenda más que los adornos y tatuajes de su cuerpo, su presencia no era de buen augurio.
De sus tres bocas escupió una ráfaga de viento que se esparció por el continente entero que, en cuestión de segundos, quedó cubierto por gases que mataban a toda criatura viviente. Ni los que estaban en sus casas se salvaron.
El ser emitía carcajadas que agrupó a los amorfos cerca de su presencia. Cubierto con la cercanía de ellos, empezó a bailar. Sus pies dejaban huellas distintas.
—Hace mucho tiempo que no siento esta libertad. —Lo que se suponía que fuesen tres voces distintas, se unificaron en una grave y chillona.
Dio un salto hacia el hueco celeste infinito. Pequeño pero suficiente para que partiera la tierra que pisaba en pedazos.
Hizo puños con los brazos que terminaban en manos o partes capaces de generar uno. De sus palmas se abrieron unos hoyos de color negro profundo que atrajeron a los cuerpos de los caídos. Se hicieron pilas con uno encima del anterior.
De los hoyos salieron lenguas que llegaban hasta el piso que se destruía por las anteriores acciones.
—«Comida», decían.
Los cuerpos fueron succionados con alma y todo. Los devorados no podrían reencarnar de manera normal, incluso si el ser hiciese la digestión, no volverían a ser lo mismo para las víctimas.
—Magnifico —dijo un calamar violeta profundo de aspecto antropomorfo del tronco para arriba. —Amos Itaxora, se han lucido.
—Llámame en singular —el trío de voces se delató a sí, sonando por separado.
Itaxora. Un nombre si bien poco conocido, su presencia traía los peores males a donde quiera que se asentase en Ranvirkth.
Compuesto por tres identidades: Itaxak, Itaxork e Itaxkut, antaño eran cuatro. Jamás se supo qué sucedió con el último de los cuatro.
—Fue tan fácil; demasiado —Itaxora dejó caer una cola de toro por la espalda. —Cuadrúpedos, bípedos. Humanos, gente-animalia. De vida corta o larga. Todos cayeron ante mi engaño. El plan funcionó. Sin importar la raza, comparten las mismas ambiciones y pensamientos rastreros. Poder, riquezas, gloria, control. Les ofrecí mis palabras y mi magia, ellos acabaron el trabajo.
—Cuál es su siguiente movimiento, amo Itaxora. —El calamar antropomorfizado se puso de decoración unos botones de tinta blanca en el pecho.
Itaxora mostró los dientes de sus tres bocas. Con las extremidades terminadas en garras, atrajo los cuerpos que no devoró y al tenerlos a su disposición, con su magia, transformó lo que antes tuvo vida, en una espada de filo perfecto que ganaba tamaño al incorporarse más materia. Cuando la terminó era tan grande, más que varios gigantes juntos. La levantó sin hesitaciones.
En el continente los únicos seres que quedaban eran ellos y el remedo de mayordomo.
Después de alcanzar una altura por encima de su cabeza, Itaxora impactó el arma contra el antiguo continente de Hejeia. La parte sólida quedó convertida en pedazos que flotaban sobre el océano sin fin. El filo, sin embargo, intacto.
Orgulloso del resultado; del caos en su totalidad, mandó extremidades de animales al agua, ahí se convirtieron en calamares y pulpos humanizados del torso para arriba. No pasó mucho para que regenerara lo perdido.
—Tomen lo que quieran y sirvan en mi nombre. El archipiélago de Itaxora les va a pertenecer.
Aunque no era uno, el ser lo llamó así.
Los ojos sin pupilas de los siervos se posaron en el amo. Le veían con miedo y admiración. Él, sentado sobre un enorme hielo que creó con las manos, no se iba a ir en un tiempo indefinido.
Quería ser alabado, notado. El mundo y su inmensidad, pronto se enterarían.
Por distintos continentes junto a sus reinos, naciones y estados, un rumor corría de boca a boca. La catástrofe en Hejeia, su desaparición sin explicaciones lógicas; el asedio de un monstruo. ¿Cómo no iban a ser noticias importantes?
Bajo el abrasador sol de estación seca, un hombre moreno de piernas largas corría por el suelo en el que ninguna alma pasaba. En el cinturón llevaba una daga para defenderse junto con una cantimplora llena de agua que se mantenía fresca por efectos de una magia de enfriamiento.
En su mente, los relatos de un suceso macabro corrían frescos como rocío del amanecer.
Corría y corría. Los colores del cielo pasaron de un intenso celeste a un naranja besado por cafés y rojos, hasta un azul profundo en el que las estrellas se veían cual partículas apenas brillantes, alejadas del mundo. Después de cruzar por una de las tantas peneplanicies, apenas le restaba agua para el resto del camino que eran las siguientes tres cuartas partes del recorrido.
Por detrás de él venía una criatura, zigzagueando entre las arenas y la oscuridad. Sus ojos eran de un inusual carmesí sanguíneo, tenía los colmillos dispuestos a enterrarlos en la piel del informante que, poseedor de una agudeza de oído, lanzó una pequeña botella de líquido rojo que consumió en llamas al animal.
— ¡Itaxora! —fue la última palabra que el hombre escuchó.
Tuvieron que pasar un par de ciclos para que encontrara agua para saciar la sed y continuar la misión. Pero, en el camino al gran gobernante de su reino, eliminó a otros seres con la inusual característica de poseer ojos monocolores brillantes.
Como él, en distintos reinos, naciones, imperios y territorios de distintas clases de gobierno, los informantes iban hacia sus superiores y al gentío en general, a contar las mismas noticias con diferentes palabras.
Ellos no fueron los únicos. Los bardos, poetas, vivarachos y fabulistas, compusieron canciones e historias para llevar el mensaje de una forma que era peor o igual de terrible que los no líricos.
—Si ese tal Itaxora acabó con Hejeia entera junto a sus ejércitos, que le espera a este reino de encontrarse con una amenaza de su nivel —Tamerán, Conde de Berrón, uno de los territorios del continente de Artrusia, vio desde el balcón de su enorme casa, hacia el horizonte que se extendía ante su vista. —Tengo que advertirle al rey y la reina, es mi deber como parte de afiliado de la corona. Debo pedirles a los cartógrafos que ubiquen el Archipiélago de Itaxora, y a los marineros que no zarpen sin precauciones hacia ese lugar.
—Tamerán —un hombre fornido de barba tupida puso la mano sobre el hombro del conde—, eres un exagerado. Para los marineros de mi talla, ninguna tormenta causa temor.
—Capitán Menelao, no subestime la gravedad del problema.
—Tú no subestimes la fuerza de este marinero que ha pasado muchos ciclos magnos en el mar. Partiré mañana al anochecer. Vas a ver por qué la corona se enorgullece tanto del poder marítimo de —sonreía, lleno de confianza y serenidad.
Tamerán tenía sentimientos opuestos. Para él alguien debía de ir a comprobar la existencia del lugar, pero al mismo tiempo, no deseaba que inocentes se involucrasen.
En el último ciclo menor del día, a las orillas de unos gigantescos muelles de carga, unas embarcaciones estaban a punto de partir en búsqueda del Archipiélago de Itaxora. Los capitanes se reunieron para darse los mejores deseos entre sí. Irían apoyados de una jugosa cantidad de monedas doradas, cortesía del rey y la reina; si volvían con vida y pruebas de la existencia del lugar, el monto se iba a doblar.
La luna en cuarto creciente y la marea que se mecía tan grácil y suave, eran indicadores de un buen viaje.
El capitán Menelao estrechó las manos con la capitana Lura, una humana-animalia con aspecto de león antropomórfico; una de sus rivales y compañeras de navegación. Los dos se desearon buena suerte, haciendo la apuesta de que quién llegase primero, pagaría las bebidas del otro.
Los barcos zarparon. Los habitantes, ansiosos por la travesía que les aguardaba a los capitanes, les lanzaron escudos consumibles para la buena suerte. Y, otros, creyentes, le pidieron al hada Wyrna que les brindara protección; incautos al saber que sus oraciones no servirían, pues ella, en un estado nada favorable estaba.
En una playa lejana del barullo del populacho, se encontraba Tamerán observando el panorama con la ayuda de un catalejo que le permitió ver al fondo del lienzo oscuro (no el agua) una inusual neblina amontonada capas de tonos verduzcos que cubría el área, impidiendo que se pudiera seguir con la actividad de la observación. Aquello era señal de mal presagio.
Entonces, un sonido como de vidrio roto se sintió sobre el instrumento. El conde reaccionó lanzándolo a las arenas en donde sin ninguna explicación posible, se redujo a cenizas.
No estaba bien.
Lo que menos le preocupaba era pedir uno nuevo al rey.
Arropado entre la oscuridad de unos árboles, una amenaza de tentáculos de calamar y mitad humana, se reía del temor valido de Tamerán que abandonó la playa con rumbo hacia el muelle para advertir sobre el peligro que se cernía.
—«Tonto» —dijo el ser oscuro con un tono macabro. Por órdenes de su superior no le era permitido atacar a nadie. Pero si fuera por él, un par de vidas se hubiesen consumido.
Cuando el Conde de Berrón llegó a los muelles, era demasiado tarde: todos los marineros partieron, sin ninguna excepción posible.
El único que quedaba era un muchacho rubio, delgado, con ojos azules opacos que no paraba de repetir:
—Itaxora no tendrá piedad de nadie. Ningún marinero o tripulante que zarpó regresará en vida. Itaxora...Itaxora...
Él se movía en una forma vertical, describiendo una trayectoria de ida y de vuelta sin dejar de repetir las oraciones que escuchaban los que se aventuraban a pasar por allí. Por el color azul sereno de su traje era obvio que pertenecía a una flota del grupo de la marina real.
La voz tan vacía que tenía fue suficiente para llamar la atención de un grupo de guardias.
—Llévense a este chico, ¡es un esquizofrénico!
— No lo harán —Tamerán se interpuso en el camino para impedir la acción—. Este chico ahora está bajo la protección del Conde de Berrón.
Se apresuró a sacar la insignia de oro que demostraba su identidad. Los guardias acataron su orden.
—Quiero que me cuentes más. Qué viste muchacho. No temas de mí, no te haré daño.
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