De inocencia y paciencia
A las afueras de una aldea, en las tierras más remotas en las que uno se podría imaginar, había una casa, destartalada y pobre. Pero aún más pobre la campesina que vivía en ella, su única fuente de ingreso eran las flores que cultivaba para vender.
Abandonada por su esposo y con hijos que se fueron en busca de una mejor vida, para soportar la soledad que le generaba el estar sola, a menudo hacía actos que se podrían considerar de buena caridad, no siempre sin recibir la paga que le correspondía.
Dependiente de la lluvia para crecer sus flores, en los últimos tiempos se había dedicado a cultivar vegetales para ver si le resultaba la venta de estos. Pero, la tierra no era fácil de trabajar, requería mucho esfuerzo, paciencia y buena voluntad, que cualidades que no le faltaban a la mujer. Todas las mañanas, en la época de baja lluvia, se levantaba a preparar la tierra, poner las semillas y rogar que los ríos fueran buenos con ella.
Una mañana de esas, al ir por su carreta para traer el fertilizante, vio un brillo asomarse por la tierra magra. La campesina, con una luz en los ojos, tomó fuerza y de un empujón, sacó el objeto: una tiara elaborada en metales de pureza inimaginable. Había piedras luminosas de distintos colores adornándolas.
La campesina se preguntaba cómo es que un objeto tan preciado terminó en las tierras tan sucias. Si fuera otra persona, ya la habría vendido para hacerse de un buen dinero y salir de la pobreza que le aquejaba. En vez de tan ambicioso fin, ella se lo quedó, en la espera de que fuera reclamada por alguna persona.
Debido a las enseñanzas entregadas por sus abuelos y sus padres, no podía optar por quedársela de adorno o regalarla. ¿Qué iban a pensar los seres mágicos en los que tanto creía si se portaba mal y aprovechaba la tiara para su beneficio? Según los mayores que a otra vida partieron, la castigarían quitando de su vida la escasa riqueza que le sobraba. Lo que ninguno conocía era que, en verdad, a los mágicos a los que tanto adoraban, no les importaban las acciones de los humanos; ni las buenas, ni las malas.
Sin embargo, los llamados portadores de la verdad de los mágicos, durante ciclos y ciclos, les mintieron a los otros con la excusa de que, si cometían faltas, los mágicos los castigarían. Terrible mentira la que esparcían. Su cometido de no querer que muchos se acerquen a las verdades y mantener su poder, se cumplía mientras la ignorancia cundía. La pobre campesina, era una de las victimas que, en su inocencia e ilimitada paciencia, a todos a veces creía.
Un par de jornadas después, en todas las partes del lejano y lluvioso reino de Valac, se hizo eco de que la corona favorita del joven heredero del trono, se perdió en unas sucias y oscuras tierras. La campesina, consciente de que la corona que guardó a salvo en su casa podría ser la de la noticia, fue con el informante a mostrarla.
El muchacho de un tercio de la edad de la mujer, vio en la joya un importante negocio y la oportunidad de salir de la aldea de porquería en la que según él vivía.
—Has de agradecer a los mágicos por permitirte correr tan rápido como los animales. De ellos es el poder por el que fuiste escogido para ser el informante de todos nosotros.
—Sí, señora, le voy a agradecer a los mágicos en cuanto entregue esto al príncipe —dijo de mala voluntad. Lejos de la campesina, con la tiara en una caja metálica cerrada por cuatro seguros, en su mente pensó: «Gracias a esa tonta el rey me reconocerá y podré vivir en una ciudad con mejor comida, diversión y amigos».
Entregada la joya a su respectivo dueño, este se alegró tanto que le dieron ganas de conocer a la persona que salvó su corona favorita.
—Madre, quiero que me des el permiso de ir a conocer a la persona que me sacó de la desesperación —Pedía el príncipe.
—Hijo, no puedes ir solo, es una aldea casi al límite con la nación sin reyes.
— ¿Los indignos? Prometo que será rápido, no puedo descuidar mis labores.
— Irás, pero quiero que te lleves a los hijos de los nuestros, o sea los pequeños duques.
Entregado el permiso, el noble empacaría algunas de sus pertenencias para el viaje; que no eran para nada unas cuantas. Dos maletas y un saco de dinero especial para él. Iría en el transporte más cómodo que era una especie de vehículo volador conducido por dos pegasos mal pagados y descuidados.
Lo que en verdad no quería abandonar el joven era la vida de comodidades y calidez que tenía en su palacio, mandando de aquí para allá, sin tener que cumplir muchas obligaciones.
—No me manches el traje, tiene que estar impecable —Le reclamaba a una de sus pequeñas duquesas que se guardó las ganas de decirle que no se porte cual niño insoportable de alcurnia. Se conformó con cruzar los brazos y estar silenciosa.
Conforme avanzaban los ciclos primos, la lluvia volvía a la aldea y la campesina, debía estar al tanto de que ni sus flores ni sus vegetales se arruinen, en ellos estaba la esperanza de ganar lo suficiente y comprarse las llamadas herramientas encantadas que, sin la necesidad de manejarlas, con unas cuantas palabras, hacían el trabajo de unos días. El problema era su costo. A la mujer que por poco se quedaba sin comer, unos cuantos meses de ahorro le bastarían, ¿o no?
Una cálida mañana en la que los fuertes rayos solares producían que algunas criaturas heliofilicas aparecieran y los capullos rebeldes se reventasen, llegaba el príncipe con sus pequeños duques y duquesas. El líder de la aldea los recibió con un banquete con la poca comida que encontraron, debido a tal acto, varios se quedaron sin un pedazo que llevar a la boca.
Los más felices fueron los pegasos que luego de cansadores kilómetros batiendo las alas, recibieron agua fresca y las dulces flores cultivadas por los aldeanos.
Terminados los agradecimientos por la visita, el informante llevó al noble y sus acompañantes a conocer a la persona que guardó con recelo la tiara por la que por un poco estuvo a punto de hacer un escándalo. Aquella fue una de las últimas andadas del informante porque al acabar su favor final, se fue de la aldea para siempre.
El príncipe llegó a la casa de la campesina creyendo que se encontraría con una persona importante y de porte a la que debería llenar de agradecimientos. Grande fue su sorpresa y su descontento cuando en vez de alguien de alta cuna, se encontraba una señora marcada por las arrugas del trabajo y de piel reseca. Ocultando sus sentimientos de desagrado, con un tono fingido y sin compromisos, habló:
—En nombre de la corona de este reino, te bendigo por tu coraje y nobleza. Que tus deseos profundos se cumplan y las criaturas mágicas siempre estén contigo.
—Gracias, noble príncipe.
La campesina no recibió ni una moneda o un verdadero reconocimiento por sus acciones. Ni el jefe de la aldea o los portadores de la verdad de los mágicos le dieron un agradecimiento apropiado.
Una de sus costumbres preferidas, que siempre cumplía sin problemas o flojera, era el de rendirle tributo a las criaturas. Pese a que los portadores clamaban que existía un día concreto para hacerlo, en realidad no era así. Sus mentiras tan efectivas como perecederas en el tiempo fueron suficientes para mantener a tantos en la ignorancia, pero entre ellos, había quienes lo eran más, y quienes lo eran menos. Nadie se cuestionaba porque no aparecía ninguno a ayudar y sacar a la aldea de su desgracia de ni la que los reyes querían saber.
Quizá una de las pocas verdades que ellos decían era sobre el aspecto de los mágicos: seres con pieles de colores inusuales, con partes de animales creciendo en su cabeza y con debilidad a las fuerzas de la naturaleza; y claro, con magia que solo ellos conocían. Claro que no eran tan poderosos como los charlatanes los ponían. Todos ellos eran de una misma raza: los remegis. Difíciles de ver, seguían sus caminos sin lastimar a las personas. Para suerte de muchos, eran una raza benevolente, capaz de cumplir deseos los cuales no siempre terminaban bien.
Sus ofrendas favoritas eran las producidas por sus propios fieles. Comida, bebida, lo que en verdad les saliera del corazón. Flores, eran justo las que les dejaba la mujer.
—Toma una, dulce niño. Ve y déjaselas a los mágicos.
—Muchas gracias, señora. Tome estas monedas, que los mágicos bendigan su ofrenda.
Ella las guardó en los bolsillos de su vieja prenda de vestir, llena de remaches. De camino al altar ubicado en la colina más empinada de la aldea, vio a un conejo desmayado por el calor. Sin dudarlo, le dio de los últimos sorbos de agua de su recipiente. Así era con todos los seres. Humanos o animales.
¿Y acaso era reconocida por sus acciones?
No, a menudo no lo era.
Incluso si daba paquetes enteros de sus preciadas semillas, intercambiaba verduras por productos de menos valor, si prestaba su casa para un viajero herido. No era recompensada de la manera correcta.
Los años pasaron sin que ella pudiese comprar lo que tanto anhelaba. En su piel las marcas por el arduo trabajo aumentaron. No había rastros de sus hijos o de su esposo. Una noche en la que no comió en largo tiempo, por lo menos unos tres días, se preguntó por primera vez si es que los mágicos existían y sabían de su existencia.
Ese año, marcado por la escasa cosecha de verduras y flores, fue el último de mal agüero. Los siguientes que vinieron fueron mejores. La aldea pasó a ser pueblo, aparecieron las primeras calles y los negocios crecieron, incluyendo el de la campesina; sin embargo, no le alcanzaba para cumplir su anhelo. Nadie era capaz de tenderle una mano o decirle que pare. Mientras ella se esforzaba sus malagradecidos hijos vivían tan cómodos, todos en ciudades y el esposo, aquel bastardo se había ido del reino para vivir aventuras y diversiones sin límites.
Cuando la campesina al fin llegó a su propósito, sus manos y varias partes de su cuerpo eran masas temblorosas, algunas sin forma y por completo debilitadas. Con las calles puestas con adoquines, le era más fácil transitar. Era una de las pocas personas que respetaban toda norma sin rechistas o poner alguna clase de pero.
Los chalados de las criaturas mágicas, adaptados a esos nuevos tiempos, salieron con la tontería de que, si alguien se atrevía a cruzar mal, sería juzgado ante los ojos de las criaturas. Incluso con los ayudantes, las reglas a menudos eran rotas.
Una tarde en la que uno de los arroyos se desbordó, eran contados los sitios por los que se podía transitar. Todos los pobladores se iban rápido a sus casas, algunos sin fijarse en los que necesitaban ayuda, siendo una de ellas la envejecida campesina que con miedo de tomar un paso en falso o hacer el mal, estuvo sin cruzar por largo tiempo.
No se iba a mover hasta que apareciera algún ayudante o una persona capacitada. La lluvia fría cayó sobre ella sin piedad. Estaba por enfermarse cuando se puso a pensar.
«No lo comprendo. Siempre hago el bien y ayudo a las personas y sigo las órdenes que se me dan. ¿Por qué no me va bien en la vida? ¿Será que no soy suficiente para las criaturas mágicos?», se cuestionó. La culpa le carcomía, necesitaba conocer las razones.
Al irse la lluvia, empapada por esta y el frio, el camino de la campesina se iluminó por una fuente desconocida.
—A veces para hacer el bien es necesario pensar primero en uno mismo. De qué sirve hacerlo si no es que con mente; la mente y el corazón no siempre van peleados. Los ideales y los anhelos son importantes, pero no siempre deben ser el motor que nos impulse. A veces, un poco de egoísmo, no esta mal —habló una voz femenina llena de sabiduría.
Nadie en el reino o muchos otros sabía quién era. Adorada, pero a la par que una desconocida. La voz de la razón que despertó de sus ilusiones a la campesina.
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