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Una más entre el firmamento

Cada vez que me voy a dormir, mi madre sube conmigo a mi habitación, llevando una charola con un vaso de licuado de chocolate y una pieza de pan de dulce consigo.

Me acomoda las cobijas, espera a que me siente y me deja la charola junto al pequeño buró que tengo junto a mi cama. Yo me siento y empiezo a probar la deliciosa leche con el exceso de espuma  justo como lo prepara, luego le doy un bocado a la pieza que me trajo, y finalmente dejo los trastos en la bandeja. Intento levantarme para lavarlos por mí misma, pero ella me retiene y me vuelve a acomodar las sábanas.

Quisiera pensar que no es una madre consentidora. Y realmente, no lo es. Simplemente es muy considerada conmigo, aunque ella sabe que solamente es leucemia, no estoy inválida ni parapléjica.

Luego de volver a acomodarme, me realiza la sesión de preguntas rutinarias del turno de la noche. Empieza con un típico «¿Te sientes bien?». Luego sigue con cosas como «Te ves pálida, ¿saliste a algún lugar sin decirnos? ¿comiste algo que no cocinamos nosotros?» Y sigue con otros rollos a los cuales no les presto casi nada de atención.

Pero, intentando calmarla, junto sus manos con las mías, la miro de frente, y le digo «Mamá, estoy bien».

No la culpo por su excesiva preocupación pues, desde que me diagnosticaron la leucemia mielomonocítica juvenil (o JMML, que don sus siglas en inglés) su vida gira en torno a cuatro cosas. Levantarse. Ir a trabajar. Cuidarme. Y por último , irse a dormir. Aunque si ella pudiese, dejaría todas las demás con tal de cumplir la tercera sin descuidar la ni por un segundo, o al menos hasta que me curase.

Luego de que la tranquilizo, coge la charola y la levanta de me buró, me da otro beso de las buenas noches y se retira de mi habitación. Y, después de que se va a dormir, me levanto y voy directo a la ventana de mi habitación que está al lado derecho de mi cama, sujeto con fuerza el marco y la abro lo más despacio posible para no llamar la atención de mis padres, pues si paso de una parte de la ventana que marqué con un rotulador negro, emite un chirrido terrible y se atora durante toda la noche. Luego, mi papá, tiene que venir a destrabar la ventana con un destornillador.

Después de abrirla, me quedo contemplando por unos momentos el firmamento y las maravillas que tiene para todos los organismos que tienen la capacidad de verla y apreciar su belleza.

Veo pasar los cometas fugaces. Contemplo las estrellas que iluminan la ciudad de Houston, Texas. Miro si hay alguna nueva estrella que se revela por la degradación de la atmósfera. O simplemente, admiro todo lo que el espacio exterior, que es igual a cualquier noche en algún planetario.

A veces, cuando observo todas las estrellas que tapizan el cielo nocturno de nuestra atmósfera, pienso que nuestras vidas son como estrellas en un firmamento que sería el planeta. Las estrellas son las vidas de cada ser vivo, y algunas pueden permanecer muchísimo tiempo, otras se pierden por el paso de los años. A veces, no se extinguen, simplemente las perdemos de vista porque decidimos alejarlas de nuestro campo visual, o son ocultas por alguna nube, satélite o avión. Y luego me voy a dormir pensando lo siguiente:

Yo, soy una más en el firmamento que no tardará mucho en apagarse como todas las demás. Las de mis padres, tal vez logren gozar un poco más de su vida, pero yo, soy una de las pocas estrellas que no tardan en apagarse y perderse en la oscuridad.

Les he contado esta metáfora a mis padres un par de veces cuando nos quedamos recostados en el patio de atrás a contemplar el cielo nocturno durante las noches. Y aunque mis padres dicen que en el contexto de esa metáfora ellos siempre contemplarán mi estrella por siempre, así como las pocas personas que me conocen lo hacen todos los días; yo, sinceramente, me considero ya una estrella extinta, que no dejará nada más que simple polvo en el espacio, del cual pocos se darán cuenta que dejé.

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