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30. Una verdadera leyenda (Josephine)

30. Una verdadera leyenda (Josephine)

Juro por las raíces del dios Zuhaitz que nunca me había sentido tan humillada como en este instante. Podríamos haber caído en el caminito de piedras, en la copa de un árbol, ¡incluso encima de un hartz! Cualquier punto del mapa, menos aquel, hubiese sido de mi preferencia. Sin embargo, allí estábamos, subidos a la espalda de un sacerdote que rezaba al borde de la linde intraspasable.

Así, agarrados de la mano, haciendo sufrir a la pobre espalda del creyente en el punto más sagrado de toda la dimensión, nada era rescatable de aquella imagen. Por ende, los ojos de sus compañeros no tardaron en acusarnos; si no hubiera sido por las túnicas que portaban y los votos que representaban, esas miradas hubiesen degenerado en algo mucho peor.

Nos bajamos tan rápido como nuestros cuerpos nos lo permitieron. Jamás creí lograr alcanzar esa tonalidad de rojo en mis mejillas; mis pecas se habían perdido en el estallido de lava.

¿Qué explicación pueden darle a esta insolencia, jovencitos? —preguntó el Sumo Sacerdote, el líder de aquel grupo. Con su sombrero haciéndole parecer mucho más alto de lo que en realidad era y las doradas filigranas de su vestimenta (las que la distinguían del resto de túnicas), el hombre imponía. Sí, a pesar de la avanzada edad que aparentaba.

A Layla le faltó un pelo para agarrar su diccionario (porque sí, había hablado en arcaico enraizado; solo se lo he traducido a ustedes para evitar su incomprensión). Por fortuna para la posición de nuestras cabezas, Trevor la detuvo antes de que demostrase su alfabetización al mundo; ahí sí que nos llevarían directos a los calabozos, donde quién sabe qué sería de nosotros.

Como dictaba el protocolo, permanecí en silencio; hubiese sido un error garrafal contestar. Mi prometido, el único hombre del grupo, tomó la palabra.

Verá —replicó, también en arcaico; se pueden imaginar a Layla, con su naricilla arrugada y su boca entreabierta, teniendo la mitad izquierda del labio levantada, rogando una traducción con la mirada—, estas bellas jóvenes que presencia han sido seleccionadas por Zuhaitz.

¡Blasfemias! —respondió el señor al que habíamos aplastado; uno de sus discípulos, de ojos azules y cejas gruesas, le había traído un bastón—. ¡El poderoso Zuhaitz jamás dañaría a uno de sus seguidores por medio de un escogido!

Si mi memoria no falla, eso sí que ocurrió una vez —prosiguió—. Quinto libro, vigésimo segundo capítulo, octavo versículo. "Y aquel que vaticinó su llegada esperó en tal lugar exacto, que, cuando Él descendió, no pudo evitar sepultarlo bajo sus raíces".

¡Eso es falso! —ahí debía otorgarle la razón al religioso; yo había leído las escrituras varias veces en mis practicas de lectura y nunca me había cruzado con una frase similar. Sin embargo, quería creer que poseía un plan para que esa bellaca mentira saliera bien.

Trevor alzó una ceja. Sabía lo que significaba; cuando jugaba al ajedrez con sus amigos, siempre efectuaba ese gesto cuando todas las piezas estaban donde él quería. Estaba en lo cierto, entonces; todo lo dicho lo había llevado hasta ese instante, a donde él quería llegar.

¿Tan seguro está usted, señor sacerdote? —inquirió con sorna—. Entonces, ¿cómo explica usted que sean capaces de atravesar la barrera?

¿La barrera? ¿Ese era su plan? Vale, sabía nuestras identidades y Layla le había confesado que, en una dimensión distinta, una giltz, su hermano y ella habían sido capaces de atravesar una cúpula similar. Sin embargo, eso no demostraba nada; Trevor estaba jugando con fuego, podría incendiarnos.

Los sacerdotes esbozaron una sonrisa de burla, expresión que jamás había visto en un religioso; por Zuhaitz, como se nota que tengo mucho mundo por ver.

Toqué el hombro de Layla, que seguía absorta tratando de descifrar aquel galimatías, y le susurré con disimulo:

—Tenemos que cruzar.

Ella sonrió con suficiencia y comenzó a andar con paso firme. La cúpula se iluminó, pero no hubo ningún otro amago de detenerla; en pocos segundos, Layla pisaba el prado sagrado. Los murmullos no se hicieron esperar.

¿Cómo lo habrá hecho? —comentó uno.

—Eso ha sido maravilloso; nunca antes había presenciado la aceptación de una elegida —se limpió una lágrima otro.

¡Eso no prueba nada! —La voz furibunda del anciano de columna destrozada se impuso sobre el resto—. ¡Deben pasar las dos, si es que el joven mantiene su palabra!

Las dos... Cierto, yo seguía fuera. Se suponía que, siendo la cúpula similar a la otra, no habría ningún problema. No obstante, mis inseguridades me impedían avanzar sin que las rodillas me temblaran. ¿Y si no soy aceptada? ¿Y si la entrada evalúa el nivel de magia? ¿Y si, por culpa de desconocer el arte de los portales, no soy considerada digna?

Trevor asintió, reafirmando su respuesta anterior. Después, dirigió su vista a mi posición, vocalizando un "puedes hacerlo" convencido. Cerré los ojos, viendo venir el golpearme de bruces contra la barrera.

Sentí un pequeño cosquilleo, empezando desde la nariz hasta los talones. Levanté los párpados, comprobando que, de hecho, estaba al otro lado. Los religiosos me miraban, asombrados; ni una décima parte del entusiasmo que yo sentía.

No sabía dónde fijar la vista. Era como ver el mundo por primera vez. La hierba brillaba de un bello amarillo canario, salpicada de flores multicolores que reflejaban otros muchos con su estructura cristalina. El tronco, marrón y rugoso por los milenios que llevaba plantado allí, desde el comienzo del multiverso conocido, daba base a unas elegantes hojas doradas que iluminaban la cúpula con luz propia. Sonreí ante el recuerdo que ese color me provocaba.

Apreté la pequeña medalla de mi pulsera, sintiendo que el que me la dio estaba junto a mí; sin lugar a dudas, era una rama de su árbol. En un saludo a todo aquello que se extendía ante mí, dibujé un circulo de cuatro puntos con mi pulgar, posándolo en mi frente, hombros y estomago; culminé la espiral santa con un quinto punto cerca del corazón.

Miré atrás, dónde Trevor aguantaba las carcajadas a duras penas. Siendo justos, los rostros de los sacerdotes no podían ser más cómicos. El anciano del bastón se había tragado sus palabras y, estaba segura, iría a revisar el vigésimo segundo capítulo del quinto libro cuando volviera a su hogar.

—¿Has terminado ya de maravillarte? —cuestionó Layla, despertándome de mi ensoñación. El cambiar de idioma con tal brusquedad ocasionó una reacción muy lenta por mi parte—. Tenemos trabajo, Joshy, ¿recuerdas?

Se adelantó hasta una roca negra, encajada en la base de las raíces. Con cuidado de no tropezarme con las protuberancias de éstas, la seguí. Ella comenzó a inspeccionar la roca.

—Vamos, tu vida pasada debió dejar una nota, un acertijo, ¡algo! —se desesperó al cabo de cinco minutos.

—Tranquilícese, Layla —pedí, tratando de calmarla—. ¿Qué precisamos?

—Cuando fuimos al templo de Aura —explicó—, a su antepasado se le ocurrió dejarnos la traducción de la roca. Un detalle que, parece ser, al tuyo se le pasó por completo.

La miré, me miró y bajé la cabeza, ocultando la sonrisa que afloraba de mis labios. Ella no entendió.

—Déjeme echarles un vistazo —por fin algo de lo que sabía era necesario en esta misión.

Me arrodillé junto a la piedra, posando las yemas de mis dedos sobre las hendiduras de roca. A medida que el tacto iba identificando las letras, yo las murmuraba mientras Layla apuntaba en aquella libreta azul. La hubiese detenido, mas estábamos fuera del campo de visión de los sacerdotes, así que no importaba demasiado.

—I... O... A... —culminé, con una gran sonrisa—. Ilusa de mí al creer que Marco insistía en rúnica porque le apasionaba.

Así, sentadas en el césped, leímos lo descifrado.

"Lurraren hitza,
sustraien giltza,
Denborazioa"

—Pues no se lo curraron mucho —suspiró Layla, echando los ojos a las ramas que nos envolvían—. Es bastante similar al otro. Palabra de tierra, llave de las raíces, Denborazioa. Supongo que, como la otra vez, será una guía.

No me detuve a pensar a fondo a qué se debía tal coincidencia. La antigua unión entre ambas dimensiones podría ser la causa. O, a lo mejor, las primeras giltz se pusieron de acuerdo en sus adivinanzas. O puede que Layla tuviera razón y la originalidad no fuera el fuerte de los primeros habitantes del multiverso; después de todo, habían nombrado a la capital de Raíces Eternas, literalmente, Raíz en arcaico.

Lurra —susurré, comenzando mi invocación.

Al son de mis dedos, finos hilos de polvo iridiscente flotaron hacia mí, llenando el aire de colores vibrantes. Arcos de partículas se introducían en las ranuras de la roca, como si pertenecieran allí y hubiesen sido desplazadas.

Tosí; unas motas se habían colado en mi garganta. Mi concentración se vio mermada por ello y el resultado fue bastante perceptible; el hechizo decayó hasta que fui capaz de retomar el control.

El polvo rellenó la primera runa al completo; ésta, por arte de algún hechizo desconocido, se movió, arrastrando consigo un pedazo de roca. El resto, una vez completadas, realizaron la misma acción, dejando a la vista un pasadizo secreto de los de verdad.

Me volví, con una sonrisa de oreja a oreja dibujada en la faz, esperando una reacción igualmente asombrada.

No la encontré; ni una pizca de la fascinación esperada se reflejó en sus ojos. Y me dolió. Claro, yo era una copia barata, una versión defectuosa cuyo original había visto en todo su esplendor. Aquella Aura de la que tanto hablaba, aquella amiga a la que iban a buscar, arriesgando sus vidas en el proceso. Ella sí que hubiera formulado un hechizo increíble para abrir la puerta, mucho más impresionante que el truquito del polvo.

Debía aceptarlo: yo solo era un medio. Sin la necesidad de por medio, ni se hubiesen acercado a mí en primer lugar. ¿Para qué? No sería de ayuda si no fuera por ese poder que ni siquiera sé usar.

Fijé la vista en los peldaños de pirita. Para eso había hecho todo aquel viaje, ¿no? Para superarme, para poder ser, al fin, considerada como parte de los tres giltz. Para ser una verdadera yo, una verdadera leyenda.

—Vamos —murmuré, neutra, dando el primer paso hacia las escaleras de caracol. Era la hora de la verdad.

Cuando leáis esto, supongo que estaré en el coche, con los auriculares puestos y ocho horas de carretera por delante. Igual me conecto a los datos, igual no (dependerá de si mi hermana decide poner Titanic), así que no sé cuando leeré vuestros comentarios.

¡Nos leemos cuando nos leamos, aztierdis!

Mireia

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