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19. El orden de los factores sí altera el producto (Josephine)

19. El orden de los factores sí altera el producto (Josephine)

¿A qué vino ese abrazo? No era apropiado, apenas la conocía como para compartir un gesto de afecto tan grande (y ni aunque la conociera de toda la vida lo habría hecho).

Se podía leer la extrañeza en los ojos de Espa... Layla (cuesta dejar los títulos) cuando me aparté, lo que me dio que pensar. ¿Eran normales las muestras de cariño gratuitas de donde ella provenía? ¿Éramos los únicos capaces de ver lo inadecuado en esa acción? Había notado, por su forma de expresarse, que su cultura era distinta, pero no esperaba conceptos tan diferentes sobre lo correcto.

¿Podría Selene proceder de un ambiente similar? Tendría sentido, dados sus modales. Un segundo... ¿y eso qué relevancia tiene ahora? Se me ha ido la cabeza a otra parte, mil perdones.

—¿Podría explicarme la causa de esa efusiva reacción? —pedí.

A modo de respuesta, ella bostezó.

—No te lo tomes a mal, pero no estoy de humor para explicarte nada más; ha sido un día muy largo y tener que aclararte cada indirecta es un suplicio. ¿Hablamos mañana?

Díganme, ¿qué habrían respondido? Sin duda alguna, ella tenía razón; no captaba la mitad del significado de su discurso, las mencionadas indirectas (es mucho más sencillo entenderlas escritas que escuchadas, en mi humilde opinión; a menos, claro, que me sean conocidas). Además, el cansancio comenzaba a hacer mella en todos los presentes.

Tras vacilar un instante, asentí; mañana sería otro día, con nueva luz todo se ilumina.

Layla nos llevó de vuelta al callejón anterior, donde nuestros caminos se separaron. Pietro y yo fuimos en dirección a mi hogar, mientras que el trío estrafalario se marchó en dirección contraria. Rato después, mi acompañante entró por la puerta de servicio, dejándome a solas con mi escalada rutinaria.

Lo que no me esperaba al llegar arriba era encontrar a mi madre sentada en la cama, aguardando mi llegada con su atemorizante expresión seria. Me preparé para lo peor.

—Conque creía usted que su madre es ciega... —comenzó. Mi pavor subía a cada palabra que salía de sus labios; solo quería irme, recuperar mi rutina y que todo lo ocurrido en mi dieciséis cumpleaños fuera un mal sueño. Todo eso, con una sola frase—. ¿Cree que no veo al encuadernado que lleva consigo? ¿Cree que por ser analfabeta no sé atar cabos? Por si eso fuera poco, ¡se atreve a contarle ese deshonroso detalle a un sirviente antes que a su progenitora! Ha ido demasiado lejos, Josephine Corlan.

Su discurso me vapuleó como nada anterior, aun no habiendo comprendido su totalidad. Solo unos días después, cuando reescribí esas palabras grabadas en mi corazón, pude comprender el cómo del descubrimiento; no pude sentirme más estúpida al ver que Roberto, el ispilu aliado de mi madre, había grabado toda mi conversación con Pietro. Si hubiese empañado el cristal antes de hablar sobre mis actividades ilegales, aquella reprimenda no estaría teniendo lugar. Pueden insultarme, me lo merezco; soy una completa necia.

—¡Prometió no manchar más nuestro nombre, costara lo que costara! —continuó. Yo permanecí callada, como una buena hija, mientras aquellas palabras dichas nueve años atrás se volvían en mi contra—. ¡Las promesas son para cumplirlas, hija! ¡Y ha hecho justo lo opuesto! ¿Es que con los años ha perdido inteligencia? Aunque, por otro lado, no me sorprende; su cabeza ha estado demasiado metida en textos clandestinos como para concentrarse en lo importante de la vida, que son los modales y la posición social. Leer, que insensatez, no sirve para nada útil.

La sal mojaba mis labios, procedente de las lágrimas derramadas; un auténtico sismo emocional sacudía mis entrañas.

Sin embargo, no fue hasta que despreció a la literatura cuando reaccioné. Podía meterse conmigo lo que quisiera, no tenía alternativa y mi ineptitud se lo merecía, pero no iba a consentir que insultara a la mayor alegría de mi vida.

—¡Cállese! —sollocé, impidiéndola seguir con el sermón—. ¡Usted no sabe de lo que habla! ¡Los libros no nos aíslan de la vida, nos permiten vivir mil! ¡He aprendido más de esos personajes a los que tacha de inútiles que de usted! Siempre la misma cantinela: estatus, prestigio, honra, modales, posición social. Estatus, prestigio, honra, modales, posición social. ¡Si termina la lista, vuelta a empezar! ¿No ve que la vida es más que eso? Claro que no, solo ve esa maldita lista...

—¡Esa boca, jovencita! —interrumpió. Yo no le hice el más mínimo caso; iba lanzada. Si aquella flecha cruzaría el precipicio... estaba por ver.

—... la lista que le enseñó su madre, que a su vez la aprendió de su madre y así hasta nuestras más profundas raíces. ¡Las ramas del árbol Corlan están a nivel del suelo, mamá! ¿Cómo no se da cuenta? La única rama que se atrevió a apuntar al firmamento, la única que trató de evolucionar... —se me hacía muy duro hablar de él; no conocía su paradero desde que fue a echar una mano en el bando encadenado, siendo desterrado— la rama de papá, nadie sabe dónde está.

—¡Por eso mismo! —rebatió ella, sin ganas de tirar la toalla—. ¡Las ramas que despuntan hay que talarlas! Algunas no sobreviven al trasplante, pero ninguna vuelve —dicho esto, abandonó aquel tono duro para adoptar uno de persuasión, digno del mismísimo "corazón medio-helado"—. Por suerte, existen brotes que todavía están a tiempo de corregirse y permanecer. Si deja los libros a un lado, este tema no volverá a ser tocado; será como si nunca hubiera pasado. ¿Acepta?

Creo que nunca he tenido una respuesta tan clara en mi vida. Levanté la mirada a aquellos ojos que, a pesar del enrojecimiento de los míos, compartíamos y sentencié:

—Tendrá que talarme, porque ya crecí; sentí el sol y soy feliz.

Ella nunca esperó que me rebelase. Para que mentir, yo tampoco había previsto esa valentía por mi parte; no obstante, ese insulto a mi mayor pasión fue el impulso necesario para poder soltar todo aquello que llevaba dentro.

—¡Es un carboncillo maleducado, eso es lo que es! ¡Mientras yo viva, no volverá a pertenecer al linaje Corlan ni a pisar esta casa! Y no lo dude, las autoridades se enterarán de esto; tiene usted los días contados, desgraciado pedazo de carbón.

Y así fue como me echó de casa, el único hogar que había conocido. Aunque, pensándolo en frío, nunca fue un verdadero hogar; jamás transmitió esa sensación de calidez que tanto describen en las novelas.

Mi primer impulso fue dormir en la calle cuál mendiga. Sin embargo, la humedad en el aire me hizo descartarlo; era noche de Uraize.

En pocos minutos, muy a mi pesar, llamaba a la puerta de la mansión Kellogg. Para mi sorpresa, no me recibió nadie del servicio, sino el mismísimo Trevor Kellogg.

—La he visto por la ventana —explicó—, ¿qué ha ocurrido?

—La duquesa Corlan —respondí—, ya no soy bienvenida en la mansión. ¿Podría pasar la noche aquí? Me quedaría fuera, pero les tengo pavor a las descargas de energía durante el Uraize.

—¡Faltaría más! Todo por mi prometida —dicho esto, me besó la mejilla; eso provocó (como no) un inevitable sonrojo en mi rostro—. Debería acostumbrarse a los besos; después de todo, solo quedan dos años para que dejen de ser a escondidas.

Me guiñó un ojo y me guío a una de las habitaciones de invitados, en la que me dormí nada más rozar la cama.

A la mañana siguiente, encontré algo que me sorprendió sobre la cómoda. Mi libro, el marca páginas de Pietro, una muda y una mochila totalmente nueva. Entre todo aquello, una hoja de haritz de diseño serpenteante.

"¿Vas a admitir ya que tengo razón? Anda, puede que te venga bien. ¡Buen viaje, princesita!" y la firma de aquella nómada lunar que, sin que yo me enterase, sabía todos mis movimientos. ¿Debería asustarme?

¿Qué creéis vosotros? ¿Debería? Vale, no; estoy de broma.

¿Ya se aclaró lo de "el orden de los factores sí altera el producto"? izenipe ha vuelto a acertar (¿por qué no me sorprende? Aunque he de admitir que lo dejé a tiro con la dichosa frasecita).

¡Hasta la semana que viene! Si todo va bien, estaré de vacaciones.

Mireia

P.D.: ¿Cuándo alcanzó RE su primera K? ¡La segunda parte de la trilogía ya tiene 1,02K! ¡Gracias!

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