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38 - La Esperanza es lo último que se pierde

Los paparazis no son un problema; evidentemente, estar en pareja y con un bebé en camino ya no es tanto negocio para las revistas del corazón.

Nunca falta alguna que otra fotografía de arrebato, nada importante ni que represente una falta de respeto. Por lo general, son niños cuyos padres me reconocen quienes me piden retratar un momento con ellos.

Hemos festejado mi cumpleaños, el de Paloma y hemos recibido las fiestas de fin de año fastuosamente; el árbol navideño es enorme e invitamos a toda nuestra familia a recibir el primero de enero aquí, en esta ciudad.

En tanto que Paloma retomó su trabajo en el hospital, yo no he dejado de hablar con Regina Ciró, la dueña de la galería en el centro de Río de Janeiro, a quien he conocido antes de nuestra mudanza.

Decir que aceptó de buena gana que expusiera en su sala y que se mostraba más que interesada en la afluencia del público que iría, es quedarme corto de tela. Sin embargo, me sentí en la obligación de reducir su entusiasmo al afirmarle que no me interesaba llamar demasiado la atención.

―Ser Rafe Vilanova, es llamar la atención―respondió inteligentemente. Y lo acepté.

Dado que advirtió que estábamos embarazados, acordamos escoger una fecha del año entrante para exponer, teniendo en cuenta el probable de parto y que el bebé no fuera tan pequeño para viajar.

Pensar en mi hijo me arranca una sonrisa de oreja a oreja.

―¿Falta mucho? Tengo ganas de hacer pis. ―He pasado las últimas dos semanas pintando a Paloma de perfil, tocándose su barriga, con un par de alas semi-desplegadas en su espalda.

Pretendo que esta sea una de las imágenes que forme parte de la colección que montaré en Río; una colección en la que su rostro se ha visto protegido y aunque todos supieran quién es mi musa inspiradora, no pretendo exponerla en un ciento por ciento.

―Unas pinceladas más y termino ―le miento ansioso por lo que tengo en mente.

A partir de la noche en que planifiqué pedirle matrimonio, he guardado la sortija en el bolsillo de cada uno de los pantalones que usé, esperando el momento adecuado para declararme.

Han pasado varias semanas desde entonces y no quiero postergarlo más. Insuflo aire y lo largo de a poquito.

―Listo. ―Finjo una última pincelada y la dejo en libertad.

―Uf, menos mal, sino ibas a tener que agregar una mancha de humedad entre mis piernas ―Corretea no sin antes darme un besito en la boca. Dejo los pinceles, repaso susurradamente mi discurso amoroso y para cuando creo que todo está preparado para hacer mi declaración, un grito agudo me sobresalta.

―¿¡Paloma!? ―Rujo y voy en dirección al baño de servicio que he instalado en este almacén trasero que ha sido acondicionado como atelier.

Encuentro a Paloma de piernas semiabiertas, pálida y en shock.

Su rostro de pavura es elocuente: hay una mancha de sangre mojando su larga camisa celeste claro.

No es una hemorragia, tampoco un hilito insignificante es...sangre.

―¡No, no, no! ―Niega, temblando. Me acerco a ella y la rodeo con mis brazos, pensando lo peor. No se lo digo, debo mantenerme fuerte.

―Cariño, iremos ya mismo al hospital. ―Afirmo buscando sus ojos llorosos.

―P-pero...no puede ser ahora...me faltan muchas semanas... ―se lamenta, entre quejidos y sollozos.

―No perdamos más tiempo y subamos al automóvil.

―Estás todo pintarrajeado.

―¡Paloma! Me importa una mierda si estoy descalzo o desnudo. Bueno, no desnudo, pero vámonos de una puta vez.

―Sí, sí...estoy nerviosa ―¿Y cómo no estarlo?

La sangre en esta instancia no es un buena señal. No soy médico, pero he consumido buena parte de libros sobre paternidad y me he descargado una aplicación que cuenta las semanas y días de gestación. Te permite saber si tu niño tiene el tamaño de una lima, de una banana o de un melón. También qué parte de su cuerpecito se está desarrollando.

Paloma lleva 33 semanas y algunos días. Los pulmones están listos y según la última ecografía, mide alrededor de 35 centímetros y pesa cerca de 2 kilos.

―¡Hernán! Gracias a Dios ―enseguida llamo a mi cuñado ―. Necesito que vengas ya mismo a nuestra casa y busques el bolso de parto de Paloma. Está en el vestidor, entre sus pertenencias.

―¿Qué pasó?¿Ella está bien?

―Está con un sangrado sospechoso. Vamos rumbo a la clínica, te esperamos allí.

No hace más preguntas ni aguarda por otras ordenes, ya sabe qué hacer y agradezco que sea tan expeditivo en este instante.

Una hora más tarde, Paloma ya está en la habitación del hospital preparándose para entrar a quirófano, asustada como la mierda y llorando a mares. El nudo que sofoca mi garganta se ajusta como la mierda.

―Todo saldrá bien, ¿me escuchas? ―Acaban de pinchar su brazo para hacerle unos análisis de control. La ecografía arrojó que su útero ha dilatado antes de tiempo, motivo por el cual ella sangró. El bebé demostró estar en perfectas condiciones, con los latidos regulares y la decisión de adelantar el parto fue unánime ―.Te amo...te amo...los amo...―no puedo demostrarle flaquezas; ella fue mi puntal, mi ancla en momentos de tempestad. Ahora mismo, me necesitan. Ella y nuestro bebé.

Quizás este no sea el mejor lugar, pero sé que lograré que se relaje por un instante si finalmente doy rienda suelta a mis planes postergados durante tantas semanas. Le suelto la mano y se queja del dolor, sus contracciones son cada vez más fuertes y punzantes.

Acaban de aplicarle la peridural; no inducirán un parto natural ya que el bebé no está encajado.

―Paloma, hace mucho que quiero pedírtelo; lo he postergado y créeme que esto ya picaba en mis pantalones ―digo y le muestro la sortija que escogí para ella: una delicada banda de oro blanco con pequeños diamantes engarzados. Ella abre la boca, sin esperarlo ―: Quiero que seas mi esposa. Que seas mi compañera por siempre. No preciso de una respuesta ahora, solo que sepas que nadie te amará más que yo y que esto es solo el comienzo de nuestra gran y hermosa familia.

Su labio inferior tiembla y sonríe entre sollozos.

―Este es el pedido de matrimonio más absurdo y original del mundo...¡obvio que acepto! ―Expresa y aunque las circunstancias no son las soñadas y estamos en plena crisis de nervios, le coloco el anillo en su dedo.

Llevo mi mano a su hinchada barriga junto a la suya y ambos sentimos al bebé moverse frenéticamente.

―Me duele mucho. ¿Dónde mierda están todos? ―protesta. Su vientre se ha puesto duro a causa de otra contracción.

Un minuto después, Marcela, la partera del equipo médico, viene al cuarto junto a dos enfermeros. Lo único que consigo es que la profesional me arroje un seco: "ponéte esto y esperá a que te digamos cuándo pasar, ¿sí?"

Es una orden directa y la acato.

En la sala de espera, ya con la ropa de quirófano encima, me encuentro con los padres y el hermano de Paloma. Han llegado casi al mismo tiempo que nosotros, pero por protocolo, solo yo he podido acompañar a mi mujer.

―¿Como la viste? ―pregunta Leticia. Eduardo está pálido como un papel.

―Su hija es una guerrera. No tiene miedo por ella, tiene miedo por nuestro hijo.

―Ya le pedí a las chicas de la peluquería que recen por ellos.

―Gracias, toda ayuda es buena.

Minutos después, Marina aparece con Pablo varios pasos detrás de ella. Embarazada y todo es más veloz que su pareja.

Leticia y yo la ponemos al tanto de lo sucedido. Llora, su prometido la consuela y yo le froto la espalda con cariño.

―Marina, necesitas cuidar tu propio embarazo. Lo mejor es que regreses a tu casa; te llamaremos ante cualquier novedad que surja.

―¡De ningún modo me voy a ir de acá! ―Es terca y es la mejor amiga que Paloma puede tener en la vida. Me gratifica que su bebé sea amigo o amiga del nuestro.

―No insistiré, pero quiero que sepas que comprendería si prefieres irte.―digo.

―¡No y no! ―Pablo eleva sus hombros, diciéndome silenciosamente "yo convivo con ella todos los días, hermano, esto es una causa perdida".

Entiendo el mensaje y callo.

En tanto que el hermano de Paloma está a puro café, su madre y su padre se susurran palabras de aliento. Ella me mira de lado y nos hablamos en silencio.

Poco después, una de las enfermeras nos permite pasar a la antesala de la habitación de maternidad de Paloma, un espacio privado con algunos sofás en donde esperar.

Hernán y Eduardo van y vienen nerviosos, intranquilos como el resto.

―¿Qué hora es?¡Ya tendría que haber salido del quirófano! ―protesta Leticia, mordisqueándose las uñas ―. ¡Es una cesárea, carajo! ―grita, exasperada. Eduardo la contiene y la insta a calmarse para cuando el golpe en la puerta nos pone a todos en alerta.

Es el obstetra de Paloma y su semblante no es el más feliz del mundo.

―Hola a todos ―saluda con discreción y camina hacia mí―. Felicitaciones Rafe, acabas de convertirte en padre de una hermosa niña ―las lágrimas no piden permiso y salen de mis ojos sin control. Todos celebran a mis espaldas y aunque yo debería hacer lo mismo, mi felicidad no es completa. Algo sucede con Paloma, lo sé, lo intuyo.

―¿La bebé está bien? ―consulto.

―Ha nacido con dos kilos ciento cincuenta gramos y si bien es un peso bajo para un recién nacido, es lo que se espera para su semana de gestación. Ahora mismo está en neonatología, esperando por vos. ―Que no me hablen de Paloma me alarma.

―¿Cómo está mi hija, Francisco? ―mi suegra se anticipa a la misma duda que convive dentro de mí.

―Paloma, bueno...hemos tenido que estabilizar sus valores; su tensión arterial bajó estrepitosamente durante la intervención. No ha reaccionado desde entonces.

―¿Qué?¿Cómo es eso? ―Rujo como león de la selva. El padre de Paloma se aferra a mi brazo izquierdo y Pablo, al derecho. Ambos me instan a tranquilizarme, pero no soy capaz de procesar el pedido.

―Estamos investigando qué pudo haber pasado. De momento, no entendemos por qué no despierta. La llevaremos a una sala de terapia intermedia para seguir de cerca su evolución.

―¿No se sabe cuándo abrirá sus ojos? ―Marina pregunta en un alarido.

―No.

―P-pero se supone que era solo una cesárea. ―Ella se desinfla y se toca el vientre, con el reflejo de sus propios miedos en su voz.

―Lo sé, señora ―responde el doctor a la amiga de Paloma ―, pero esto ha pasado de un simple desvanecimiento y queremos saber el motivo que lo provocó, tanto como ustedes.

―¿Podremos verla? ―mi cuñado, más sereno, pregunta.

―Dentro de media hora y de a una persona por vez ―el doctor me mira y me palmea el hombro. Estoy desconcertado y dolido ―. Ve a conocer a tu hija y regresa para contarle a Paloma la bella niña que han tenido.

Un susurrado "gracias" sale de la boca de todos a espaldas del doctor; el drama y la euforia por el nacimiento de la bebé, de mi hija, se entremezclan injustamente.

―Felicitaciones, papá ―mi cuñado toma la palabra e inmediatamente, todos me abrazan. Hay que celebrar que mi niña está bien y esperar porque Paloma despierte pronto.

Al cabo de diez minutos la Dra. Trenchi, neonatóloga, me conduce adonde está mi beba. Me habla sobre su bajo peso, sus pulmones fuertes y bien desarrollados, y sus centímetros.

También, de que mi misión será alimentarla hasta que Paloma pueda hacerlo naturalmente; que debo hacerlo con paciencia y amor.

Amor es lo que me sobra para ella.

Entro a la sala de neonatología, donde hay muchos bebés con sus padres y en diversas circunstancias de salud. Cada pareja está en su mundo; mi ego acaba de recibir una bofetada de realidad y en momentos como estos pienso en lo poco que sirve tener dinero.

Saludo mientras avanzo entre las pequeñas camitas de acrílico con niños que están luchando por salir adelante; tras lo que me resulta una eternidad, la doctora me señala la cuna de mi beba. No puede identificarse más que por el nombre de Paloma.

Inmediatamente lloro. En silencio y sin ser juzgado. La médica me frota la espalda.

―En un minuto, uno de los chicos te va a traer una mamadera. Tiene muy poquita leche de fórmula y vas a tener que darle de tomar despacito. Recordá que recién sale al mundo por lo que el reflejo de succión no está del todo desarrollado. Tampoco tiene fuerza suficiente como para sostener el ejercicio en el tiempo. ¿Estamos?

―Sí, sí ―Acepto, arrastrando mis lágrimas y deseando saber cómo cogerla entre mis grandes manos.

La doctora la acomoda expertamente en mis brazos; lo hace con suavidad y eso se siente natural, increíble.

El sentimiento de felicidad me colma, me extasía, me enloquece.

Quisiera salir corriendo y mostrar a mi hija a toda mi familia; Levi y mamá están en viaje y seguramente, comiéndose las uñas ante la realidad que les he contado.

No les he dicho que Paloma no ha despertado, sino tan solo que fue sometida a una cesárea de urgencia y que debían volar lo más rápido posible a Buenos Aires.

Mezo a mi niña y le sonrío. Es tan pequeña y frágil que temo romperla. Le susurro una vieja canción que mamá me cantaba cuando era niño y creo que ha hecho un gestito parecido a la sonrisa. ¿O tiene un gas y simplemente se queja? La doctora me deja con el enfermero que me trajo el biberón y me recuerda que se lo ofrezca de a poco.

Tomo asiento junto a la cuna y me maravillo ante semejante acto de la naturaleza; su nariz es pequeñita y respingona, su cabello es oscuro, apenas una pelusa que cubre su cráneo. Está vestida con la ropa que Paloma quiso que le pusiéramos al nacer: el abriguito con las mangas dobladas varias veces y el pantaloncillo con puntitos amarillos que le queda flojo.

Sin embargo, ella es perfecta.

Tal como me advirtieron los especialistas, mi niña apenas hace fuerza, pero lo hace. Es una luchadora, y vislumbro su tesón y obstinación.

Es una Vilanova de pura cepa.

―Felicidades por tu pequeña ―una muchacha de mi edad sonríe de pie, a mi lado. Ajusta la chaqueta que cubre su camisón e intuyo que está recién parida a juzgar por el cansancio en su rostro y su atuendo.

―Gracias. La mamá...―digo y trago con pesar ―. Mi niña acaba de nacer ―digo ante la atenta mirada de la mujer y que Paloma aún desconozca a nuestra hija me rompe el corazón.

―¿Tiene nombre?

―No lo decidimos, aunque tenemos algunos en mente. La mamá no quiso saber su sexo hasta el momento de nacer. ¿Y tú?

―Dos varones...―su voz se quiebra y presumo una mala noticia detrás del anuncio ―,uno falleció ayer. El otro aún está luchando, pero el pronóstico es más favorable.

De no ser porque estoy con mi hija en brazos, le ofrecería un abrazo contenedor.

―¿Cómo se llama tu gladiador?

―Lorenzo.

―Siento mucho lo de tu otro niño.

―Gracias. Ha sido duro, pero que Lorenzo esté peleándola me da fuerzas para seguir adelante. No puedo flaquear, él me necesita.

Inmediatamente, miro a mi hija.

Eso es exactamente lo que debo pensar, que mientras Paloma no esté recuperada, yo debo estar fuerte por mi bebita, ser su proveedor.

―Es hora de volver a mi habitación ―dice y se voltea hacia mí―, estoy seguro de que tu esposa estará bien. La esperanza es lo último que se pierde en estos casos ―completa y antes de que se alejes más, la llamo con un grosero "hey". Ella gira de nuevo ―. Su nombre es Esperanza.

―¿Perdón?

―Mi beba. Se llama Esperanza.

Su rostro se enciende con alegría.

―Es un nombre perfecto.

Y se va.

Regreso mi atención a mi pequeño milagro, a Esperanza, y le alejo la leche. Ya no succiona como antes y creo que se ha dormido a causa del esfuerzo.

―Esperanza Vilanova Barreto. ¡Tu sí que tienes el nombre más bonito del mundo! ―Bromeo y creo ver una mueca de asentimiento.

Sí, estoy loco.

Loco por mi hija y por su madre.

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