ONCE AÑOS
Doce de abril. Esa era una fecha funesta para mí. Podría decirse que fue el día que un nuevo demonio ingresó a mi infierno, un secuaz del diablo que me atormentaba diariamente.
Ese día me desperté temprano cuando escuché ruido en la planta baja. No me cambié el pijama, ya que, atraído por el bullicio, bajé a investigar lo que sucedía.
Me quedé inmóvil, sin saber bien qué hacer, cuando descubrí que nuestra sala estaba invadida por una mujer que no había visto en mi vida, pero que era absurdamente hermosa. Alta, con una figura delgada y estilizada, una cabellera rubia como el citrino, larga y levemente ondeada al final. Y mi madre, frente a ella, se veía reducida, pequeña y sin importancia, lo supe, porque estaba con la cabeza gacha, como si no pudiera enfrentarla a los ojos, aprisionada contra la pared más cercana. Como si la rubia fuera mejor que ella en presencia, en cuerpo, en clase, en todo.
Mi padre se paró al lado de la mujer rubia con una enorme sonrisa. Le rodeó la cintura de manera íntima y yo sentí ganas de llorar al ver el rostro de mi madre. Ella no dejó escapar ni una sola lágrima, pero sabía que quería hacerlo, pero no tenía permitido mostrar sus emociones en ese momento.
La mujer rubia no vino sola, en sus manos con uñas prolijas, largas y de maniquiur de día, traía algo envuelto en una sábana amarilla. No tardé mucho en comprender de qué se trataba.
Dios, nunca creí que mi padre fuera capaz de una cosa semejante.
— Ella es Agatha Coss, a partir de hoy vivirá aquí.
Vi a mi madre pasar saliva, sin la fuerza de levantar la vista y darle la cara a esta humillación. Era débil porque era cobarde, pero al mismo tiempo era fuerte. Cualquier persona se hubiera derrumbado en esta situación, pero no ella, ella seguía de pie, compuesta y entera, enfrentándolo a su manera.
— Señora Coss, le prepararé una habitación para que se quede...
— No, ella dormirá en la habitación principal — intervino mi padre — conmigo. Mejor limpia la habitación de bebé.
Mi madre se quedó inmóvil un segundo. La tal Agatha sonrió de manera perversa, y mi padre la miró con algo de apuro, seguramente esperando que se opusiera para golpearla.
— Lo... lo haré ahora mismo — respondió mi madre finalmente, con la voz algo débil, al borde de quebrarse.
Esa tarde yo ayudé a mi madre a limpiar la vieja habitación de bebé, la que una vez fue mía cuando era pequeño.
— No puedes permitir esto — le dije a mi madre.
Ella me miró y por su mirada supe que estaba cansada de pelear, ya sólo se estaba dejando llevar por la corriente.
— No puedo hacer nada. ¿No la viste?, ella es todo lo contrario a mí.
No pude decir nada, porque era cierto, esa mujer tenía todo lo que mi padre le reprochaba a mi madre por faltarle. Era rubia, hermosa, agraciada y su piel era tan blanca como la de un esquimal.
Ese fue el día que mi madre pasó de ser la esposa a la sirvienta, y yo no me atreví a hacer nada para detenerlo.
Le recriminaba a mi madre por tenerle miedo a ese hombre y no hacer nada para pararlo, pero yo era igual a ella.
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