
CINCO AÑOS
Mi madre siempre dijo que yo era un ángel que nació en un infierno. Mi casa era el mismísimo infierno.
— Jeremy, pórtate bien — me dijo mi madre luego de depositar un beso en mi mejilla. Ella era tan dulce conmigo. Era la mejor de las madres. No entendía cómo podía amarme tanto cuando yo era la razón de sus desgracias, era la cadena que la apresó a aquel hombre.
— Sí, mami.
— Eso, sé un buen niño — me abrazó y mi cabeza chocó momentáneamente con sus lentes negros —. Ups, lo siento — dijo acomodándoselos rápidamente, como si temiera que alguien viera sus ojos.
Ingresé a la Iglesia, dentro me esperaban una camada de niños y una maestra. Los niños se alegraron al verme.
Me gustaba ir a la Iglesia, la maestra siempre nos contaba historias muy interesantes. Había una de un hombre que abría un mar en dos, otro que construía un enorme barco para salvar a los animales de una inundación, y un montón de relatos más que avivaban mi imaginación y me trasportaban a lugares extraños y llenos de aventuras. Mi favorito era de ese hombre que sobrevivió un montón de tiempo dentro del estómago de un pez gigante.
Las clases terminaron cuando todos terminamos de pintar a dos personas que sólo se cubrían con una hoja. No había entendido muy bien la historia, pero sus nombres se habían quedado varados en mi mente: Adán y Eva.
— Pueden jugar un rato hasta que sus padres vengan a buscarlos — dijo la maestra y nos dejó solos por un momento para guardar el material de clases.
Mientras los otros niños abandonaron sus dibujos para jugar, yo me quedé terminando el mío, sentía que si lo dejaba inconcluso mi padre podría regañarme. Él me regañaba por ser un inútil y quería demostrarle que podía hacer todo lo que me propusiera. Quería dejar de ser inútil. Quería ser un buen hijo.
Tomé el lápiz marrón para pintar el largo cabello de la mujer, pero mi pulso se escapó y rayé fuera de la línea cuando escuché que mis compañeros de Iglesia se rieron sonoramente, haciendo que perdiera el interés en aquel dibujo. Ya lo había arruinado. Fruncí el ceño enojado. Ya no podía mostrárselo a mi padre.
Una carcajada volvió a interrumpir mi paz. Decidí levantarme de la mesa e ir hasta donde estaban los otros niños para descubrir que sucedía.
— Háganlo otra vez — dijo un niño.
— ¿Qué sucede? — pregunté ya que no me enteraba de nada.
— Mila y Jacobo son novios — me respondió una niña de manera entusiasmada —, y se acaban de dar un beso.
Abrí los ojos con sorpresa.
— ¿Un beso?... ¿Eso no lo hacen sólo los adultos? — pregunté. Había besos en la televisión, pero mi madre siempre me tapaba los ojos para que no los viera.
— Si tienes novia puedes dar uno — dijo un niño, habló con tanta seguridad que debía estar en lo cierto.
Mila y Jacobo se dieron otro beso. Eso me generó una sensación extraña. Había sido tan breve, un simple roce de labios y ella se retiró riendo y sonrojada. En cambio, él, había sido tan dulce. Pensé en mis padres, eran pocas, pero a veces mi padre le daba besos a mi madre, pero a ella parecía no gustarles, decía "no en frente de Jeremy" y lloraba mucho. Cuando sucedía eso yo corría a esconderme en mi cuarto, me tapaba los oídos con fuerza y cantaba algún himno hasta que todo terminara.
Pero... ¿por qué con Mila y Jacobo era tan diferente?
— ¿Y tú, Jeremy? ¿Con cuál chica te gustaría besarte?
— ¿Besarme? — dije, aquella pregunta me había tomado desprevenido.
— Sí, dinos cuál te parece más linda y si ella quiere te dará un beso. ¿Qué dicen, chicas? — las chicas asintieron emocionadas. Al parecer todas estaban emocionadas por besar a alguien, y los chicos no se quedaban atrás.
¿Quién me parecía más linda?, realmente nunca me había parado a pensar en eso.
Mis ojos pasearon de chica en chica, intentando descubrir cuál de ellas me parecía la más linda. La verdad, es que había varias que lo eran, pero ninguna despertaba en mí ese deseo de besarla. No podía imaginarme haciendo lo mismo que hicieron Mila y Jacobo.
Eso pensé hasta que mis ojos se detuvieron en aquellas pecas. El aire se me atoró en la garganta cuando me imaginé rozando esos labios con los míos. Sus ojos azules hicieron contacto con los míos, y me avergoncé de inmediato, pero ya supe la respuesta.
— A él — dije y lo señalé —. A Roma — lo nombré y eso hizo que el niño se sintiera aún más confundido.
Todos los niños se alborotaron. Algunos rieron y otros negaron con la cabeza.
— Vaya que eres tonto, Jeremy. Los chicos se besan con las chicas — me explicó el mismo niño que parecía saber sobre todo, si él lo decía debía ser cierto, pero... para mí no parecía ser así, intenté pensarlo, pero mi decisión no cambiaba. Si debiera besar a alguien de ese grupo, ese alguien sería Roma, nadie más.
— Pero, yo no quiero besar a ninguna chica.
— Eres raro — dijo el niño inteligente mirándome como a alguien fallado — ¿Verdad, Roma?
Roma estaba tan impactado que no profirió ninguna palabra. Sólo me miraba con los ojos bien abiertos.
Me asusté cuando la mano de la maestra me tomó la camisa por el hombro y me elevó del suelo, haciendo que tuviera que poner mis pies de puntitas para poder tocar piso.
— ¿Qué pecados dices?, los homosexuales no entran al reino de los cielos.
— ¿Qué es un homo... mono... eso? — le pregunté. Nunca había escuchado esa palabra.
— Un enfermo — me respondió y esa fue la primera vez que la maestra me miró con asco, y yo no entendí por qué.
Lo peor fue cuando llegué a casa. La maestra le contó lo sucedido a mis padres. Mi padre se puso furioso y despotricó toda su furia contra mí. Me golpeó un par de veces. Al punto que de mi boca salió algo de sangre.
Me asusté. Pensé que moriría. Que mi padre me mataría.
— ¡Lo siento! — supliqué mientras me cubría el rostro, aunque no sabía muy bien del por qué debía arrepentirme.
El hombre me tomó del cabello y me levantó del suelo. Lloré e intenté detener el dolor aferrándome a sus enormes manos, pero era en vano, sentía como si me desprendiera la piel del cráneo.
— Todavía es un niño, sólo está confundido. No sabía lo que hacía — mi madre intervino, pero él la mandó lejos de un golpe.
— No se podía esperar menos del hijo de una negra. Si vuelvo a verte hacer alguna mariconada, juro que te enderezaré a golpes.
Asentí un millón de veces y prometí portarme bien.
Me soltó con algo de brusquedad y yo corrí a esconderme a mi cuarto, pero me detuve antes de encerrarme cuando escuché que algo se rompía.
Mi padre le había lanzado a mi madre un plato que yacía sobre la mesa.
— Límpialo, sirve para algo — dijo y luego salió por la puerta principal.
Mi madre lloró a mares.
Con el cuerpo tembloroso me di media vuelta, busqué el botiquín del baño y con él curé las heridas que el vidrio del plato había dejado en sus manos y luego la ayudé a limpiar el desastre, mientras ambos llorábamos.
— Lo siento, hijo. Lo siento por no ser una buena madre — me dijo mientras me abrazaba con fuerza —. Todo es mi culpa.
Talvez debí decirle que estaba equivocada, que era la mejor madre del mundo, pero no pude, me quedé en silencio, petrificado. Cuánto me arrepiento de no habérselo dicho en ese momento, para que no se echara toda la culpa ella sola.
Ella me soltó. Me sonrió falsamente, pero sabía que tenía buenas intenciones, trataba de tranquilizarme. Y luego volvió a la tarea de limpiar.
Pasé un trapo por la mesa y me detuve cuando mis ojos chocaron con el cuadro de bodas de mis padres. Los dos tenían sonrisas falsas, ella una que ocultaba su dolor, y él una que escondía su verdadero rostro de diablo.
La verdad es que pudo haber sido una linda historia de amor. Mi padre, un hombre blanco, que se enamora de una mujer negra. Y anteponen el amor al color. Ojalá esa historia fuera cierta. Siempre me pregunté por qué se casó con mi mamá si la aborrecía tanto, unos años después supe que fue porque ella quedó embarazada de mí.
A partir de allí, sólo supe que no debía volver a pensar en besar a ningún niño, aunque nunca supe muy bien el porqué.
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