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27

Visnú desapareció junto a las demás deidades. Me levanté del suelo y me acerqué a tu estatua. Me arrodillé a ti y vomité mientras me ahogaba en llanto. Mis lágrimas eran de impotencia y dolor, caían sin cesar. Mi pecho dolía, no debido a las heridas físicas, sino por el peso de mi culpa.

—Es mi culpa... mi culpa... no quiero sentir esto, no quiero —repetía en medio del llanto—. Quiero que abras los ojos, ábrelos, por favor —imploraba, porque esa sensación que se aferraba a mi cuerpo y a mi corazón me estaba matando.

No estoy seguro de cuánto tiempo transcurrió, pero sentía la garganta arder de tantas súplicas vociferadas para no sentir tanto vacío. Las horas transcurrieron y yo seguía llorando. Necesitaba algo que me ayudara a soportar, porque sentía que me fragmentaba y al mismo tiempo me quemaba por dentro. De pronto, una risa burlona resonó a mi alrededor. Levanté la cabeza y vi a Kamadeva y Rati, mirándome con un tono de desprecio y diversión.

—¿Otra vez llorando, Eiden? —Kamadeva se burló, cruzándose de brazos—. Qué patético.

Rati, a su lado, añadió con una sonrisa cruel.

—Deberías dejar de lamentarte y buscar placer en tu inmortalidad. La vida es demasiado larga para malgastarla en lágrimas.

Los miré furioso y sentí la rabia bullir en mi interior.

—¿Cómo pueden decir eso? —Un escalofrío surcó por mi columna—. Todo esto es su culpa también. Si no hubieran intervenido, nada de esto habría sucedido.

Kamadeva sonrió con malicia, acercándose un paso más.

—Oh, Eiden, siempre buscando a quién culpar. Pero la realidad es que todos somos peones en este juego divino. Tú, ella, nosotros. Nadie es inocente.

Rati asintió, su mirada fría y calculadora. Al extender su mano, una visión se desplegó ante mí. Me vi rodeado de lugares increíbles como banquetes con manjares deliciosos y bebidas que fluían sin cesar. Mujeres hermosas y hombres danzaban y copulaban a mi alrededor.

Sentí el calor de sus caricias, el placer que ofrecían sin descanso, y la euforia de la libertad absoluta. No había preocupaciones, ni dolores, ni culpas, solo había un mar de hedonismo en el que podía perderme eternamente. Rati susurró en mi oído, su voz como un dulce veneno: "Esto es lo que puedes tener". La ansiedad era abrumadora, pero un vacío constante en mi pecho me recordaba lo que en realidad deseaba. Los observé con desprecio, sintiendo tanto resentimiento hacia ellos.

—¿Cómo pueden decir eso? —Un escalofrío recorrió mi columna—. Todo esto es su culpa también. Si no hubieran intervenido, nada de esto habría sucedido.

—Oh, por favor. No nos culpes por tus errores —soltó Kamadeva una carcajada, sacudiendo la cabeza—. La inmortalidad no tiene por qué ser una maldición. Puede ser una oportunidad.

—¿Una oportunidad para qué? —grité, sintiendo cómo la desesperación se transformaba en ira—. ¿Para sufrir eternamente? ¿Para ver cómo ella sufre en cada reencarnación?

Kamadeva soltó una carcajada.

—Para aprender, para adaptarte, para evolucionar. El dolor puede ser un maestro si lo permites.

Me quedé en silencio, mi pecho subiendo y bajando con dificultad. Sus palabras eran veneno, pero en ellas había una verdad que no podía ignorar. La inmortalidad era mi condena, pero también era mi única oportunidad de redención, de encontrarte y quizás, solo quizás, hacer las paces con mi pasado.

Finalmente, me puse de pie, la determinación reemplazando la desesperación en mis ojos.

—Me las pagarán —dije, con la voz firme—. A todos. Buscaré la manera de romper esta maldición y, cuando lo haga, nada ni nadie me detendrá.

Kamadeva y Rati intercambiaron una mirada de complicidad, pero no dijeron nada. Sabían que mi viaje apenas empezaba y que el verdadero reto estaba por delante.

—Oh, por favor. No nos amenaces —soltó Kamadeva una carcajada, sacudiendo la cabeza.

Rati asintió, su expresión de desprecio inalterada.

—Nosotros no tenemos la culpa de tu obsesión. Además, el sufrimiento de Shiva nos divierte —respondió Rati con sorna—. En el pasado, tuvimos nuestros propios problemas con él.

La incredulidad me embargó. Varias gotitas de sudor resbalaron por mi clavícula.

—Hace mucho, pero mucho tiempo, Parvati vino a mí para que la ayudara a ganar el amor de Shiva. Ella me dijo que la ayudara y, como tengo un corazón de mantequilla, acepté. De esta forma, disparé mis invisibles dardos de deseo contra él para interrumpir su "duelo". —Kamadeva puntualizó la última palabra con sus dedos y soltó una carcajada burlona—. Pero qué cosas digo, para interrumpir su meditación. —Kamadeva movió sus ojos de un lado a otro de manera pícara, como si estuviera recordando algo—. El pobre estaba pasando por demasiado —soltó otra carcajada, ahora con sorna—. En fin, nuestro ardid se volvió en mi contra. Shiva, al darse cuenta de lo que había sucedido, se enfureció, abrió su tercer ojo y, con una sola mirada encendida, prendió fuego a mi cuerpo, reduciéndome a cenizas.

—El problema sería aún mayor. Sin mi esposo, el mundo se volvería frígido. Los demás dioses intervinieron y, después de hacerse rogar, lo resucitaron, asegurando de esa manera la continuidad reproductiva del mundo —comentó Rati con rencor—. Shiva es un dios visceral y cruel, como si mi esposo fuera el culpable de sus adornos. Solo lo devolvió a la vida como una imagen mental.

—¿Entonces solo me usaron para vengarse de Shiva? —Los miré achicando los ojos—. ¿Eso es todo lo que fui para ustedes?

—Exactamente —respondió Kamadeva sin un ápice de remordimiento—. Tu dolor, tu sufrimiento, son solo un medio para nuestro fin.

La rabia y la desesperación se mezclaban en mi interior.

—¿Cómo pueden ser tan insensibles? —inquirí en tono sombrío.

Rati se encogió de hombros, aburrida.

—Porque el dolor de los mortales, incluso el tuyo ahora que eres inmortal, no significa nada para nosotros. Ahora, deja de llorar y empieza a disfrutar de tu inmortalidad. Hay muchos placeres esperando.

—No puedo —respondí con voz temblorosa—. No después de todo lo que ha pasado.

Kamadeva suspiró, visiblemente irritado.

—Eres un tonto. Buscarla te traerá más dolor —expresó, trazando una mueca en sus labios—. Déjala ir y concéntrate en lo que realmente importa: el placer.

Mi mandíbula se puso rígida y de mis poros emanó pura rabia.

—Jamás —dije, con un gruñido—. Prefiero sufrir por toda la eternidad antes que olvidarla.

Rati puso los ojos en blanco.

—Entonces sufre —dijo con desdén—. Nos importa poco tu elección. Pero recuerda, tu dolor solo nos entretiene más. Así que, adelante, sé el mártir que deseas ser. No cambiará nada para nosotros.

Kamadeva añadió, con una sonrisa sádica.

—Recuerda, Eiden, que siempre estaremos observando.

Los observé desaparecer. Sus palabras resonaban en mi mente, pero no podían cambiar lo que sentía. Me quedé solo. El dolor en mi pecho era insoportable, y las lágrimas seguían cayendo sin cesar. De pronto, percibí un estruendo y al levantar la mirada, observé a Ganesha acercándose con una expresión de tristeza en su rostro.

—Mira lo que has provocado —dijo con una voz calmada, pero llena de reproche—. Todo esto podría haberse evitado.

—No tienes que recordármelo —respondí con amargura—. Cada segundo que pasa siento el peso de mi error.

Ganesha suspiró, acercándose más.

—Existen personas en las que el rencor los destruye en pedacitos irreparables. Espero que ese no sea tu caso —expresó con animosidad—. Otras personas, por otro lado, el dolor los vuelve tan débiles como fuertes que, a lo largo del tiempo, convierten esa dualidad en la fuerza que los hace luchar día a día.

Ganesha posó sus ojos en ti y empezó a llorar. Soltó un grito ante el dolor que lo atormentó y cerró los ojos, derramando un par de lágrimas.

—Juré que iba a cuidarla siempre —dijo después de tocar tu mejilla y acariciar la piedra áspera como si esta tuviera vida.

Posé mis ojos en tu figura, como si pudiera devolverte la vida a fuerza de voluntad.

—Era más hermosa que esta estatua —dije tras un largo silencio.

—Lo era. —Ganesha tenía la voz ronca por el dolor rememorado—. No puedo quedarme de brazos cruzados. A pesar de lo que ha pasado, creo que merecen una oportunidad.

Lo miré, confundido.

Ganesha extendió una mano y de repente apareció un libro en el aire, flotando entre nosotros.

—En este libro se registrarán todos los sucesos de tu vida, desde el principio, cada acción, cada decisión, sean positiva o negativa. Ella deberá leerlo algún día para comprender toda la verdad acerca de ti.

El libro desapareció, pero antes escribió algo en una de sus hojas con un cálamo dorado, sus ojos concentrados y serios.

—¿Y cómo eso ayudará? —pregunté, escéptico.

—Lo sabrás en su momento —respondió sin agregar más.

—No puedo andar por la tierra así, a ciegas, sin saber nada —me quejé ante tanto mutismo.

—Pues eso es lo que harás. —Ganesha realizó una breve pausa antes de añadir con la voz un poco más ronca de lo normal—: El tiempo te servirá como maestro. Solo eso te diré.

Con un gesto de su mano, hizo aparecer una soga divina, brillante y etérea. Sin decir una palabra, me ató con ella. Al principio, la soga parecía suave, pero a medida que se ajustaba, sentí cómo se filtraba en mi piel, causándome un dolor sordo. La soga se fusionaba conmigo, desapareciendo de manera gradual hasta que ya no había rastro de ella en la superficie, pero la sensación de su presión persistía. Ganesha levantó entonces su mano derecha, con el brazo bajado, con su palma hacia arriba y los dedos apuntando hacia el suelo. Luego, giró hacia dónde estabas y murmuró unas palabras en un idioma antiguo. Entonces, todas las grietas y fisuras en las paredes, columnas y el piso fueron restauradas, y fui arrastrado hacia al otro lado de la puerta.

Ganesha se situó frente a la entrada. Con un simple gesto de su mano, hizo aparecer una enorme y pesada puerta de metal y otra de roble y las cerró con un estruendo sordo, sellando el pasaje. Luego volvió a levantar su mano y, con un destello de poder, hizo aparecer una última puerta, más grande y pesada que las anteriores. La figura de dos serpientes enfrentadas, a punto de atacarse, quedaron grabadas como si fueran la ejecución de un herrero ágil. La imagen era una advertencia clara y ominosa, una señal para cualquiera que intentara abrir la puerta. Observé fascinado y con un nudo en el estómago cómo las mismas serpientes aparecían en mi armadura. La puerta estaba sellada, y el mensaje era claro: nadie debía intentar entrar.

—La puerta la sellé para protegerla hasta que regreses —dijo Ganesha—. También implantaré en la mente de los aldeanos que abrir esa puerta será una sentencia de muerte. Les haré creer que es altamente misteriosa y sagrada, que solo puede ser abierta por un Sadhus bien educado y que esté familiarizado con "Naga Bandhnam" cantando la contradictoria "Garuda Mantra". De hacerlo mal, ocurrirán catástrofes en todo el mundo.

—¿Por qué haces todo esto? —pregunté.

—Lo hago porque yo también le fallé —respondió Ganesha con amargura—. Ella en verdad me amó y se esmeró por hacerme feliz. Es lo menos que puedo hacer por ella.

—No entiendo —dije, sacudiendo la cabeza.

—Escucha. —Me detuvo con un gesto de su mano—. También haré que corra el rumor de que las personas podrán escuchar los sonidos de las serpientes como advertencia.

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Ganesha se acercó, colocando una mano en mi hombro.

—Nos volveremos a ver, Eiden. —Ganesha sonrió con tristeza.

Con eso, desapareció, dejándome solo una vez más. Justo cuando creía que todo había terminado, reapareció, acompañado de alguien más. Era mi protector, el que Shiva había decapitado cuando intentó ayudarme.

—Eiden, te presento a Majishá —dijo—. Lo traje de vuelta para que te ayude. No puedo permitir que enloquezcas en medio de tu búsqueda.

Majishá asintió en silencio, pero había una resolución en sus ojos que hablaba más que mil palabras.

—¿Si pudiste traerlo de vuelta a la vida por qué no lo haces con ella?

—La verdad es que no es tan fácil. Brahma y Visnú hicieron un gran trabajo para detener a mi padre. Ahora es tu turno de que su esfuerzo no haya sido en vano —admitió después de fruncir los labios con amargura—. Por eso cuidaré su cuerpo para que nadie le haga daño hasta tu regreso.

—¿Tan seguro estás de que podré regresar con una de sus reencarnaciones? —pregunté.

—Realmente no lo sé, eso solo dependerá de qué tan firme estés en cumplir tu promesa —respondió Ganesha.

—¿Quién querrá hacerle daño? —indagué.

—Algunas heridas nunca llegan a cerrarse y sangran constantemente —respondió Ganesha con seriedad—. Sus futuras reencarnaciones son el pago por no haber retenido las almas en su interior. Sin embargo, si algo o alguien llegara a destruir esta estatua, la verdadera esencia de su alma moriría para siempre —continuó Ganesha—. Además, debes saber que Durga y Maya irán tras ella, y también mi padre, con la intención de encerrarla en un lugar donde nadie pueda tocarla.

El miedo comenzó a introducirse en mis sentidos. Aquello no me gustaba.

—¿Entonces, por qué me ayudas? ¿Por qué tomarte tantas molestias?

Ganesha me observó con una mirada de compasión y desapareció, y esa fue la última vez que lo vi hasta mucho tiempo después. Me dejó con Majishá, o "Silencio" como lo había nombrado. Un zumbido cortó el aire y, de pronto, un alarido de dolor me hizo mirar hacia los lados, buscando la procedencia de este. Entonces unas gotas de sangre cayeron a mis pies y levanté la vista para ver a mi hermano Eskol fijado en el techo por un tridente. De mi garganta emergió un grito de frustración ante el intenso dolor que me causó al observar a mi hermano de tal manera.

Un vacío empezó a silbar en mis oídos y empecé a sentir un frío aterrador. Me giré y nuestras miradas se encontraron. Sin necesidad de palabras, quedó establecido un pacto de enemistad eterna entre ambos. El resentimiento y la promesa de venganza se reflejaban en sus ojos, y supe que el mismo sentimiento se reflejaba en los míos.

Empecé a notar sombras danzando a mi alrededor, oscuras y amenazantes, como un presagio de la guerra que se avecinaba. Majishá se colocó a mi lado, listo para defenderme. La tensión en el aire era palpable, casi tangible, como una cuerda tensa a punto de romperse.

Podía percibir su furia contenida, su fuerza imparable que amenazaba con desatarse en cualquier momento. Mi corazón latía con fuerza, pero no por miedo, sino por el valor de enfrentar lo que viniera. Las sombras persistieron, pero nada ocurrió. Sabía que esta calma era solo el preludio de una tormenta aún mayor.

Antes de comenzar a caminar por el bosque donde había dejado a Othar, me envolví con la túnica. Toqué la puerta donde descansabas y miré el techo donde estaba mi hermano. No derramé ni una sola lágrima más, no me eché a llorar como tal vez Majishá esperaba que hiciera, no expresé con palabras el dolor que me quemaba por esta separación.

—Eskol era un buen... guerrero y era mi hermano... también es mi culpa su muerte... nunca pude decirle... que lo quería —expresé en medio de un sollozo que murió en mi garganta.

Empecé a caminar como se inicia cualquier recorrido, poniendo un pie delante del otro, una y otra vez. A medida que avanzaba a trompicones, divisé a Othar. Sé que percibió mis emociones porque al verme fue a mi encuentro. Apoyó su cabeza en mis hombros y me lamió el rostro. Lo cabalgué para dirigirme donde me esperaban mis hombres, Majishá me siguió el paso a pesar de ir a pie. Me detuve cuando vi el campamento.

Al llegar, el silencio era ominoso. Mis hombres yacían esparcidos por el suelo, muertos, con heridas y cortes espantosos en sus cuerpos. No había señales de lucha; fueron tomados desprevenidos. Ni siquiera les dio tiempo a prepararse. Fue rápido y cruel. La sangre cubría el terreno como un manto oscuro y pegajoso. Sentí una fría certeza: esto era obra de Shiva. Él reclamó sus vidas sin piedad, dejando su sello de muerte. La furia y el dolor se mezclaron en mi interior mientras contemplaba la escena.

Cabalgué una vez más hasta llegar a la entrada de una cueva. El interior estaba absolutamente oscuro y el aire era más denso allí. Majishá encendió con la mente algunas yescas que había recolectado en el camino, iluminando tenuemente el entorno sombrío.

Miré a mi compañero con una indiferencia que me estremeció de pies a cabeza. Luego di unos pasos hacia atrás, hasta que mi espalda se estrelló contra la pared y terminé sentándome en el suelo. Tenía que dejar de pensar en nuestros recuerdos y palabras que tal vez usarías si estuvieras viviendo y sabías lo que iba a hacer. Actué con rapidez, saqué la pequeña daga que tomé en el campamento y la clavé en mi pecho.

—¡No! —gritó Majishá, su rostro convertido en una máscara de horror—. No debes hacerlo.

No le hice caso y abrí más la herida para que mi mano pudiera entrar. Fue doloroso, pero necesitaba eliminar el dolor que me quemaba por dentro. Pude sentir mis huesos mientras me arrancaba el corazón. No fue tan fácil como lo pensé, pero no me di por vencido. Mi pecho se llenó de sangre y, cuando logré mi objetivo, lo exprimí con el puño mientras mi visión se nublaba.

—Recuerda que no puedes morir —siseó mi compañero—. Tu dolor por ella no cambiará el resultado.

Le clavé la mirada a Majishá, sintiendo un odio infinito hacia él y hacia todo el panteón de dioses de Kerala.

—Ambos están condenados... —afirmó Majishá—. No añadas más dolor del que te es permitido sentir.

Le lancé mi corazón y me tapé la cara con un brazo ensangrentado, comenzando a llorar de manera incontrolable hasta que la oscuridad me reclamó.

Cuando desperté, el dolor físico era un eco distante comparado con el tormento emocional que me consumía. Majishá estaba a mi lado, su expresión endurecida la preocupación.

—No puedo dejar que sigas así —dijo con voz firme—. Si sigues destruyéndote de esta manera, nunca podrás salvarla. Debes encontrar una manera de soportar el dolor, de convertirlo en tu fuerza.

Sus palabras resonaron en mi mente, pero no podía aceptar la verdad de inmediato. El peso de la pérdida seguía aplastándome.

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