『 7 』
—¿Alteza? —susurró Hans, luego de unos minutos de darse cuenta que se había quedado "solo" en la habitación.
Se puso de pie, se sacudió los pantalones y se encaminó al resto del interior de la habitación, intentando averiguar algún indicio de su paradero.
Observó por un momento la cama, era enorme y estaba tendida. En cada lado de la cama había un buró, con lámparas elegantes y pequeños. Se acercó a uno de ellos con curiosidad cuando se dio cuenta de una figurilla muy peculiar.
Era una muñeca de tela, con mechones rubios y un lindo vestido color azul marino. Más que claro que, pertenecía a Elsa, representaba mucho a su dueña.
—¿Aún juega con muñecas, majestad? —la sostuvo entre sus manos, apenas y tenía el tamaño de la palma de su mano.
Pero de nuevo, no obtuvo respuesta.
Vio que había otra puerta dentro de este lugar, y supuso que sería el baño. La luz estaba encendida, quizás ella se daba una ducha.
¿Teniendo visitas aquí?
Él no entraría a ver si lo que pensaba era cierto. No quería ponerse en una situación incómoda con la reina, bueno, más incomoda de la que tuvo hacía unos minutos.
Así que se centró en otras cosas para no caer en tentaciones, y un objetivo claro era la cama.
Se apoyó sobre ella y pudo sentir lo suave y cómoda que era, digna de quien la portaba.
Se sentó, y dejó caerse de espalda.
Un suspiro de placer se le escapó de su garganta, esto era la gloria, una queen size con sábanas de seda. Ni de esas tenía cuando vivía aún con su padre, los lujos definitivamente nunca eran para él.
Cogió una almohada y la acomodó entre sus brazos junto con la muñeca cerca de su rostro, le dio por aspirar el aroma de aquella mini Elsa, rosas. Qué maravilloso olor. Y la suavidad era increíble. Sus párpados le empezaron a cerrarse, y ni esfuerzo hizo para mantenerse despierto.
—Disculpa, es que fui a cambiarme de ropa –finalmente se oyó su voz, haciendo acto de presencia–. ¿Sabe? Estuve... Pensando en lo que me acaba de decir, y creo que por eso, cuando estoy hablando con otros generales o reyes, no me prestan mucha atención a lo que digo, sino a mis p... —apenas iba saliendo del baño, cuando se dio cuenta de quién reposaba en su alcoba.
Sonrió enternecida.
—Ay príncipe Hans. Es usted muy somnoliento —caminó hacia él de puntillas, no quería despertarlo. Es que se le miraba cansado.
Se puso en cuclillas, para mirar con detenimiento el rostro de aquel pelirrojo.
Cuando dormía, lucía despreocupado, lucía joven, lucía bello.
Ella sacudió su cabeza a los lados, para librarse de esos pensamientos tan extraños que se habían metido a su mente.
Se incorporó, buscó una cobija y cubrió el cuerpo del muchacho con mucho cuidado.
—Descanse príncipe, aunque ya no tenga su título — susurró, abrió la puerta y se marchó de ahí.
[...]
—Aquí tiene majestad, té caliente y una rebanada de pie de queso, tal como le gusta —anunció Marjorie, acomodando los platos y la taza en la mesa redonda y pequeña de la sala.
—Gracias, Marjorie. ¿Cómo va Sara con su bebé? —tomó la orejita de la taza, y se la llevó a los labios, dando sorbos al delicioso líquido.
Adoraba la sensación ardiente atravesando su garganta.
—Perfecto, se espera que cuando comience la primavera el niño nazca —a la pequeña mujer se le notaba muy feliz, y cómo no, Sara era como su hermana. Tantos años trabajando juntas para la realeza había propiciado a una amistad duradera y honesta.
—Ojalá pueda traerlo al castillo, para bendecir y festejar su nacimiento. Me encantan los bebés —Elsa pegó un grito de la emoción.
—¡A mí también! —concordó la sirvienta.
La rubia le dio un mordisco al pedazo de pie, y su sentido del gusto deleitó los sabores.
Cuando acabó de masticar, le preguntó a Marjorie: —¿No ha llegado noticia alguna de Anna?
—No, alteza. No ha llegado nada al castillo respecto a la princesa Anna —titubeó un poco para responder, francamente porque no estaba segura si era el tiempo ideal para tocar ese tema. Después de todos los acontecimientos ocurridos no quería empeorar su estado de ánimo.
—Qué raro... —siseó la rubia, entrecerrando lo ojos.
—La verdad no tanto. Corona es un reino muy lejano, y no tan avanzado como el nuestro hablando de entregas rápidas. Créame, he estado ahí, le envié correo a mi esposo, y llegó luego de una semana que llegué yo. ¿Usted puede creerlo? Pésimo servicio —la señora rió con nerviosismo.
Su intención no era mentirle, pero no halló forma de justificar la tardanza de Anna en mandar cartas.
Por otro lado, esto tranquilizó un poco a Elsa.
—Quizás sea por eso que no nos ha llegado nada —contestó, pero el volumen de su voz fue tan bajo, que Marjorie supuso que estaba hablando consigo misma, por lo que decidió irse de ahí.
—Me retiro, majestad. Provecho y permiso.
—Propio, y gracias.
La sala se volvió a quedar en silencio. Como siempre.
Ya no quiso volver a su habitación, no quería despertar al joven de ojos verdes.
Han preguntado por él varias veces, y lo único que ha respondido es "Está limpiando el castillo". Le ha pedido a la suerte que nadie pregunte qué es lo que limpió, porque estará en problemas.
Bueno, no así, pero podrían sospechar y es lo que menos necesitaba, no necesitaba escándalos ni sermones de parte de su consejero.
Al cerrar sus ojos, pudo escuchar que unos tacones resonaban en el piso de madera.
—Señorita Elsa, los niños del reino le han creado una pequeña sorpresa para usted y su hermana Anna. Le va a encantar —habló Gregory, desde dos metros de distancia de ella.
Bufó, un poco cansada. Más no lo hizo notar.
—Está bien, dígales que ahora voy. Iré a ponerme los guantes, para evitar catástrofes —se levantó de su asiento.
Gregory giró en dirección a la entrada principal del castillo, ya que sonaban voces desconocidas, ajenas al alboroto de los pequeños.
Abrió la puerta y se encontró con dos señores de traje formal, y anteojos oscuros.
Elsa terminó de subir las escaleras y con paso lento se dirigió a su habitación, sin darse cuenta que una silueta había pasado tras de ella, escondiéndose entre las paredes del segundo piso.
Abrió la puerta de su habitación, y cuando atravesó el umbral la cerró de vuelta.
—¿Dónde dejé los guantes? —se susurró a sí misma, abriendo cajones al azar de su buró.
Estaba tan concentrada intentando encontrar sus guantes, que no se dio cuenta que las puertas del armario se abrían, y de ellas unos brazos salieron.
Cuando las encontró, ya estaba dispuesta a marcharse, pero rápidamente la jalaron al interior del armario al tiempo que llamaban en la entrada de la habitación. Las puertas se cerraron de nuevo.
Elsa forcejeó con su captor, no podía gritar ya que esa mano grande y tibia se posaba sobre sus labios poniendo mucha presión, mientras que la otra mano sostenía sus caderas.
—Reina Elsa. Soy yo, necesito que se controle, por favor —Esa voz se le hizo tan familiar, que casi al instante se detuvo.
La puerta de la recámara se abrió con brusquedad, y un hombre, de traje y lentes, entró con una ballesta en las manos, apuntando a todas partes.
Un tiro, un sólo tiro tenía de ventaja. Y si fallaba, no vería más la luz del día.
Editado
Lunes 1 de Junio, 2020.
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