
『 36 』
Ya todo estaba listo para regresar a casa, menos una cosa.
Su despedida.
Lo había meditado toda la noche (porque dormir no podía), y por más que le daba vueltas al asunto, no lograba encontrar una forma de decirle adiós al amor de su vida sin arrepentirse en el intento.
Quiso ir por el lado cobarde, pero sabía que en cuanto Hiccup se enterara, lo arrastraría de vuelta a la reina. Con eso de que se habían agarrado tanta confianza el uno al otro en las últimas horas, sí le creería capaz de algo así.
¿Por qué todo era tan difícil?
Tomó una gran bocanada de aire, y también mucho valor. Tocó la puerta tres veces.
Nada se escuchó tras el muro de madera.
Volvió a tocar, ésta vez de manera ruidosa. Y no se abrió. Titubeó, quizás se encontraba dormida o simplemente estaba esquivándolo.
Cualquiera que fuera su intención, ya se encontraba a punto de marcharse de ahí, hasta que ella habló.
—¿Pasa algo? —susurró Elsa, apenas audible.
—¿P-podemos hablar? —tartamudeó Hans, sintiendo que el pecho iba a explotarle.
Estaba temblando del miedo.
—Claro. ¿Aquí o en privado? —abrió más la puerta, y mostró a una Anna dormida en la cama de la albina.
—En donde no nos escuche, es algo... Delicado —idiota, ¿no se te ocurrió describirlo con otra palabra?
Ella frunció el ceño, preguntándose sobre qué tema querría hablar y que hayan dejado pendiente. Pero nada se le venía a la memoria.
—Esto es nuevo —le respondió a su duda mental.
Atravesó el marco, la cerró con suavidad y caminaron a la oficina, con pasos silenciosos y cabezas bajas.
—Lamento mucho lo que pasó en estos días, todo esto es mi culpa. De no haber mentido tal vez... —la rubia lo interrumpió, riendo en bajito.
—Hans, nada de esto es nuestra culpa. Sólo de un hombre sediento de poder y lujuria. Nada que nosotros pudiéramos controlar —se encogió de hombros con suavidad, algo graciosa.
—Pero mírate. Saliste lastimada y... –gruñó, sintiendo molestia por su tardía intervención–, no pude hacer algo para evitarlo —miró el vendaje que atravesaba su pecho por debajo del camisón.
Elsa lo volteó a ver, con una mirada triste y una sonrisa de lado. Lo tomó de la mano, y cuando él la extendió, pudo entrelazar sus dedos con los del pelirrojo. El muchacho se sorprendió, tanto que levantó su extremidad sólo para verificar que eso fuera real.
La brillante y pálida piel de la dama a su lado resaltaba del tono aperlado del suyo. Suspiró. Y le dio un leve apretón.
¿Realmente quería romper ese momento? Jamás. Pero tenía que hacerlo. Él no era lo suficientemente bueno para complementar la vida de la rubia, no era digno de ser rey, no era digno de pertenecer a su familia, ni a Arendelle. Tenía que buscar la forma de purificar su alma y ganarse ese lugar en el trono, como debería de ser.
Llegaron a la habitación donde Elsa trabajaba a solas, más no entraron.
—Sólo dime qué sucede, seguro voy a comprenderlo —en su voz se podía notar la desesperación por saber.
Los ojos esmeraldas del pecoso comenzaron a cristalizarse.
—Lo siento mucho —tembló su labio.
—¿Por qué te disculpas? —no faltó mucho para que también se sintiera triste.
—Por lo que he hecho. Por lo que soy ahora, y no puedo asegurarte que en un futuro no cometa errores, soy un desastre andante. Soy tan bestia y tú tan bella. No te merezco —la sujetó de las dos manos, y las besó entre cada oración.
—Nadie es perfecto, no es posible alcanzar la perfección sin perderse en el camino. Simplemente no se puede, y sólo nos queda aceptarlo —el joven suspiró con pesadez, dejando en claro que estaba cansado.
—No soy el bueno, Elsa. Y dudo que algún día pueda serlo. Tu reino me odia, y con mucha razón. No habrá nada que les haga olvidar las tonterías que hice. Debes ver por tu reino, y protegerlo. Pase lo que pase —y la soltó de las manos.
—¿Por qué me dices esas cosas? –luego, algo invadió su cabeza, algo que le hizo sentirse mal–. ¿Estás... Despidiéndote? —lo miró a los ojos, y buscó un atisbo de esperanza, algo, lo que fuera que lo mantuviera ahí, con ella.
Pero no vio nada.
—Volveré —respondió, bajando la mirada.
—¡Hans! —chilló, y lo golpeó en el torso.
—Corazón... —siseó, pescándola de las muñecas, ya con las mejillas empapadas de agua.
—No quiero que te vayas —respondió la otra, hundiéndose en su cálido pecho.
—Yo tampoco quiero irme —acariciaba su cabello, reprimiendo las ganas de llorar desconsoladamente.
—Entonces quédate, hazlo por mí —salió de su escondite, para enfocarse en tomar el rostro del príncipe y estampar sus labios contra los de ella, en un pobre intento por cambiar la situación.
Pero ya era una decisión tomada.
—No me hagas... Esto, por favor —jadeó, faltándole el aire por las caricias.
—Quédate —murmuró sobre su piel. Provocando vibraciones intensas sobre él.
—No puedo. No aguantaría más poder verte sólo desde lejos, desearte en secreto, no poder demostrar todo lo que siento por ti. No soy tan fuerte como crees.
Lo abrazó. Lo abrazó tan fuertemente como su cuerpo se lo podía permitir, aspiró cada bocanada de aire sólo para memorizar el aroma que desprendía.
Sabía que hablaba en serio, sabía que se iría y que volvería, podía sentirlo.
—Te amo —soltó.
—Yo también te amo.
Y con delicadeza, volvieron a rozar sus labios.
[...]
—Te veré más pronto de lo que imagines, lo prometo —le sonrió.
—Lo sé —Elsa contestó.
Los marineros retiraron las rampas y soltaron las sogas. Y sabía que no faltaba mucho para que se marcharan.
—Adiós, caballero Weterford —susurró la rubia, sin que nadie pudiera escucharla, sujetando con fuerza el abrigo que cubría su espalda y cruzaba por sus brazos
—Adiós, Reina de las Nieves —murmuró Hans, sin despegar la vista del muelle.
Editado
Sábado 4 de Julio, 2020.
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