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『 3 』

"—Esta es tu última oportunidad para que te reciban dichosos en el reino. No lo arruines le advirtió su padre, viéndolo seriamente.

Ellas no van a caer de nuevo, no en qué pensabas pero esto no va a funcionardijo el menor, tallándose las sienes con desesperación.

¡Sólo hazlo y ya, maldita sea! –exclamó el rey, quienes estaban cerca voltearon a verlos, muy confundidos–. Me largo, suerte —y lo dejó ahí".

Esa conversación le rondaba por su cabeza sin parar, como una reproducción que siempre se repetía. No podía dormir sin sentirse culpable.

Pero cuando recordaba las expresiones que su hermano mayor hizo al decirle que se casaría mas pronto que él, y con una reina, lo motivaba mucho, tanto que se le olvidaba la pena que sentía.

Él quería ser importante. Quería demostrarles a todos que él podía poner sus nombres en alto si le daban una oportunidad.

Pero sabía que eso jamás pasaría, al menos no así. Tenía que cazar oportunidades que jamás pensó que podría tener.

Correría el riesgo. Aunque todos los de aquí lo odien, para que quienes lo quieren se sientan orgullosos de él.

Le dieron ganas de hacer del baño, y obviamente no lo haría en una cubeta. Quisieran o no, seguía teniendo porte real. 

—Deberían hacer baños propios en cada cuarto –pateó el cubo, lejos de él–. Qué asco –gruñó, cuando un fluido desconocido escurrió por todo el suelo–. ¡Santos, necesito salir! —gritó Hans, acercándose a los barrotes.

—¿Y ahora por qué, oh gran príncipe? —le respondió el guardia con sarcasmo.

—Quiero ir al baño —dijo, decidiendo ignorar el tono de voz que había empleado aquel sujeto. 

—Haz en el cubo de metal, por algo está ahí, duh —Hans gruñó.

—¡Oh, vamos! ¡Ni a ti te gustaría hacer ahí!

Santos rodó los ojos, fastidiado. Se dirigió hasta él y le abrió las rejas.

—Rápido cabrón, que ya debes dormir –le colocó las esposas con sus manos frente a él y lo guió hasta el baño de guardias–, tienes cinco minutos.

Lo metió a un cubículo y le cerró la puerta.

Era sumamente pequeño, pero mucho mejor que la cubeta en la esquina de su "habitación".

Bajó el ziper de su pantalón. Y comenzó a hacer sus necesidades.

La ventisca fresca que la noche otorgaba le rozó en su mejilla. Observó el cubículo y se dio cuenta que hay una ventanilla.

—No cabré por ahí —pensó en vos alta, por si en dado caso necesitara salir.

—Se te acabó tu tiempo, Hans. Sal de ahí.

Frunció el ceño, y se subió el ziper. Y tocó un par de veces en la puerta.

—A ver niño bonito, es hora de dormir. Mañana tendrás mucho trabajo limpiando —canturreó en forma de burla Santos, cerrando con cerrojo la reja.

—Qué suerte tengo.

Después de varias horas...

_Reina Elsa, es hora de desayunar, su café está listo y también su pie —avisó Marjorie, al tiempo que tocaba la puerta.

—Ahora voy —se escuchó un susurro, débil y nostálgico detrás de la puerta.

La señorita vio hacia el suelo. Apenada y dolida.

Mientras que la rubia aún se mantenía en su cama, totalmente cubierta por la sábana y su habitación repleta de escarcha. Estaba llorando.

—Mi niña, ella va a volver. No va a abandonarte, llegará sana y salva aquí, a casa. Por favor, limpie su rostro y venga a comer —le susurró, para mantener la tranquilidad en el pasillo.

—Sí. Sí, ahora voy.

Finalmente, la señora se marchó.

Sin gana alguna, Elsa va parándose de su cama, lentamente. Hasta estar sentada en una orilla de su cama.

La última vez que alguien de su familia se había ido en barco, jamás volvieron. Y temía que pasara lo mismo con su hermana y cuñado.

Se lavó el cuerpo, se puso un vestido rojo vino, que llegaba a los talones y con un lindo escote en forma de corazón. Y como toque final, su coronilla, pero no tenía cómo despistar sus párpados hinchados de tanto llorar.

—¿Le llevo o no su desayuno? —le susurraba Azucena a Marjorie, con un plato lleno de comida en las manos.

—Tú llévaselo. Ella va a comer, necesita energía para su día —Azucena no tenía mucho tiempo sirviendo para la realeza, así que hacía todo lo que Marjorie le indicaba.

—Buenos días señoritas, ¿qué trabajo nos tienen para hoy? —preguntó Michael, entrando acampante con un Hans esposado siguiéndolo.

—Ya se acerca fin de año, debemos decorar todo el pueblo y el castillo. Dos árboles qué adornar, y no son tan pequeños que digamos. Así que muévanse.

—Ush. Navidad —se quejó Hans.

—Cálmate, Grinch —le siguió Santos, y se dispuso a sacarle las esposas al joven.

—Aún no comienza Diciembre. Pero vamos a prepararnos desde ya, no queremos tragedias como las del año pasado —se rieron los presentes, a excepción del pelirrojo que no entendía lo que pasaba ni cual era la gracia.

—¿Qué ocurrió el año pasado? —el ojiverde preguntó.

—El príncipe Kristoff cayó de la escalera cuando intentaba colocar la estrella en el pino del castillo, fue un día muy agitado —de tan solo recordarlo, le daba escalofríos por toda la espalda.

—¿Príncipe? Já –bufó–. Ese rubio sólo es un plebeyo que le vende hielo a la gente —habló grotescamente el castigado. Sin imaginarse quién lo estaba escuchando

—Al casarse con la princesa Anna, él se convirtió en príncipe, por tanto, le sugiero que no use ese tono de voz cuando se refiera a los integrantes de la realeza, señor Hans. Recuerde que usted aquí es el último eslabón en la jerarquía, así que no me dé razones para lanzarlo al mar de vuelta a su isla —le reprendió Elsa, apoyada desde sus caderas hasta su hombro en el marco de la puerta de la cocina, con sus brazos cruzados y su entrecejo arrugado.

—Buenos días, alteza —susurraron la servidumbre, haciendo una pequeña reverencia.

Él se quedó callado. Pues su respiración se volvió tensa cuando escuchó eso, además de que ella lo había sorprendido con tal figura entallada en terciopelo.

—¿Quiere que le caliente su comida, o le hago una merienda más pequeña, señorita Elsa?

—Con un té helado está bien, Susie. ¿Ya le dijeron a nuestro "invitado" cuáles serán sus deberes hoy? —sonrió, un poco maliciosa.

El susodicho tragó duro.

—Más o menos —señaló Gregory.

—Bien. Con eso basta, espero que haya descansado bien, joven Hans, porque hoy será un día muy largo y arduo, después de desayunar lo espero afuera, cruzando el puente que nos lleva al pueblo. Esposado, claro —no hizo falta saber en dónde estaba su mirada.

Tomó una manzana roja de un pequeño cesto, y la lanzó al aire, movió un poco sus dedos y la fruta se tornó verde con ayuda de sus poderes, la atrapó y le pegó un mordisco: —Provecho —dijo, en cuanto tragó su bocado.

Salió de ahí.

Editado
Viernes 29 de Mayo, 2020.

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