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IV

El sonido del agua rompiendo entre las piedras despertó a Eleonor, extrañándole que fuera lo primero que escuchara. Mantenía los ojos cerrados que se le dificultaron en abrir para observar en donde estaba. Pudo dar varios pestañeos, pero el dolor era más que le impedía seguir la acción.

Los últimos recuerdos de la noche, alumbraron su mente, dándoles un escalofrío de lo atroz que fue. Se preguntó si la habían dejado ciega, que era la razón por la cual no podía ver o si la habían traído a ese lugar como alguna esclava. El solo pensamiento de volverse una persona perteneciente a un amo, era mejor morir o casarse con el que su padre desee.

Su padre.

¿Se habrá dado cuenta de que había escapado? ¿Cuánto tiempo estuvo inconsciente?

¿Alguien le estaría buscando?

Quiso levantarse para escapar de ese sitio, no obstante, su cuerpo no le respondía. Eso le desesperó más, porque era injusto que dos veces su cuerpo no le hiciera caso y únicamente de consuelo, de manera automáticamente bajaran por sus mejillas lágrimas saladas que terminaban en el suelo.

¿Había tomado la decisión correcta?

No, esa era la respuesta. Ahora estaría en una cama cómoda con una ventana que le haría observar a las plantas retoñar al estar entrando la primavera y podría observar su cuarto que era uno de las más cómodas de la casona.

No ciega, ni adolorida, ni siendo esclava, ni... ¿Acaso esos hombres habían abusado de ella y tenía un hijo en su vientre?

Era de su entendimiento, desde que le llego su menstruación a los quince años el objetivo de esa sangre que cada fin de mes le hacía dormir la mayor parte del día por una de las mujeres indias que trabajaban en la hacienda que le designó su progenitor para instruir sobre el tema de la procreación de los hijos a la falta de una imagen materna.

No le gustó nunca la idea de tener un hijo y menos ahora de esa forma...

Pasos, el crujir de ramas, las hojas rozándose y su corazón latir más de lo normal.

Sintió como alguien se le acercaba, podría ser esos malnacidos que querían seguir abusando de ella, aunque estaba inconsciente. Los arbustos siendo movidos a cada paso de esa persona cada vez se escuchaba más fuerte, haciéndole temblar de miedo. Sabía que se acercaban a ella, pero no la intención. Hasta que sintió como sujetaban su mano con suma delicadeza que por un momento le transportó a los bailes que asistía y un hombre con galantería pedía su mano para una pieza. Esto no era invitación, se trataba de algo más íntimo que tenía algún objetivo que ella no guardaba conocimiento.

—Sé que está despierta, por lo que pido que no se asuste. —escucho decir, era la voz de un hombre. —Ahora puede calmarse, solo vine a observar cómo estaba. —Lo último que podía hacer era calmarse cuando unos hombres ayer la interceptaron a ella y a Aliaga ¿Cierto?

La duda de cuánto tiempo estuvo inconsciente despertó a Eleonor. Busco con sus manos algún objeto, que le diera algún indicio de donde estaba, logrando tocar la tibia piel de una mano que lo agarró tan fuerte para ver si era real. No sabía quién era el hombre que estaba con ella, pero no le iba a hacer daño, no cuando tuvo oportunidades desde hace minutos estando en desventaja.

—¿Puede abrir los ojos? —no declaró nada. No porque no quisiera, sino porque cuando empezó a pronunciar un simple "si" solamente sus labios se movían, sin embargo, no salía alguna palabra de su boca.

El hombre le entendió, hasta se recrimina por su pregunta. Con solo observar el estado en el que estaba, llena de pequeñas heridas que empezaban a tener costras y la piel verdosa, podía hasta no poder pararse. Se acercó a su rostro para observar con más detenimiento. Pudo contemplar como la zona estaba pigmentada de color morado con algunos lugares azules. No obstante, lo que más resaltaba era la hinchazón que tenía. Ya lo preveía, por lo que agarró de la pequeña hoja de plátano uno de esas pequeñas compresas, colocándolo encima de cada uno de los ojos. A Eleonor le incomodaba como el contacto de la tela en su piel producía escalofríos al estar fría, que pasó por alto el pequeño roce del hombre en su rostro con su mano.

Estuvieron de esa forma todo el día, pequeñas compresas en los ojos, en la barriga, en el cuello hasta por los senos. Le hizo beber en un momento un poco de agua, otro momento una especie de infusión y al medio día —porque sintió por momentos los rayos del sol con intensidad en la piel— una sopa que lo hizo consumir con pequeños sorbos que sabía a pollo.

Tenía tantas preguntas que quería realizarle. Entendió que su cuerpo no estaba en condiciones para levantarse y menos para confrontar a aquel hombre que nunca observó su rostro, pero si escuchó su voz. No quería admitirlo, pero con solo escucharlo apagaba los pensamientos de esa noche y su presencia, como su manera de atender los dolores físicos que tenía, disminuye.

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