Cuento #3: Profeta
El sueño comenzó como lo hacía siempre: con valles inundados de miedos injustificados y colinas colmadas de ataduras mentales; vacíos auto-infligidos por medio de pensamientos destructivos, esperanzas fracturadas en mitades y sueños nunca perseguidos.
En la distancia sabía que encontraría a Erich Fromm discutiendo sobre amor con Freud y a Dalí deliberando sobre realismo artístico con Pollock, así que continué mi camino sin prestarles atención.
Después venían esos senderos que solo tenían lógica en una mente inmersa en el sueño más profundo: ciudades flotantes, serpientes aladas surcando el cielo, Saturno poniéndose en el horizonte.
Caminé con cuidado, esquivando baches saturados de conocimientos matemáticos, sorteando integrales y derivadas, sub-espacios y matrices, eternas líneas de Lenguaje Ensamblador, módulos de C++ y funciones de PHP.
El suelo se abrió bajo mis pies. Magma comenzó a brotar de las zanjas, convirtiéndolas en ríos de fuego y cenizas. Un centenar de gente comenzó a correr en todas direcciones, gritando, empujándose, pisando a quien tuviera la audacia de tropezarse y caer al suelo. Mis instintos me gritaban que corriera, pero mis pies estaban fusionados al suelo. Richard Clayderman tocaba apasionadamente su «Balada para Adelina» sobre el único pedacito de suelo que quedaba íntegro en medio de toda la lava hirviente, levantándose rápidamente por los aires, creciendo como una gigantesca estalagmita instantánea mientras una quinceañera de expresión triste danzaba con sus chambelanes a mi lado.
Bajé la mirada, presintiendo que era demasiado tarde para huir y entonces descubrí que estaba en medio del océano sobre una tabla de surf. Detrás de mí, en la misma tabla, viajaba Bono, cantando que aún no había encontrado lo que estaba buscando. Entonces caí en cuenta que yo ni siquiera sabía qué era lo que buscaba y me angustió no poder encontrarlo nunca... fuera lo que fuese.
La tabla de surf se transformó en una carabela. Ahora era Michael Cretu quien cantaba en la distancia sobre Dios, asegurando que aquel que usare Su nombre para cometer pecados, no sería perdonado el día del Juicio Final.
La embarcación llegó a puerto y yo bajé a tierra en medio de una horda de conquistadores apresurados.
Me interné en la vegetación húmeda y cálida de la selva, olvidando, como siempre sucedía, a donde conducía ese camino. Seguí avanzando. Tosí con el polvo acumulado sobre los cuentos abandonados a medias y dibujos deformes arrojados al olvido. Me enredé en las telarañas de las cuales colgaban frases de mis autores favoritos y me enfurecí al descubrir cuantas de mis ideas originales nunca fueron más que cocteles resultantes de información ingerida por separado a lo largo de mi vida.
Entonces encontré la entrada a la caverna que acunaba los rincones más oscuros y tenebrosos de mi subconsciente; esa caverna en donde residían los secretos más atroces, los miedos más profundos, las lágrimas nunca derramadas, los resentimientos sin resolver y las expectativas nunca llenadas.
Ese era, invariablemente, el momento más angustiante del sueño, y era el que ponía a prueba mi determinación, porque solamente tenía tres opciones: regresarme sobre mis pasos para presenciar la masacre de la cultura de mis ancestros, enclaustrarme en una posición fetal hasta que la alarma me despertase, o atravesar la caverna para ser confrontada por los peores momentos de mi vida.
No recordaba cual era la motivación para seguir adelante, pero una vocecita en mi interior me aseguraba que era algo importante. Medí mis fuerzas, suspiré, y me decidí a dar el primer paso hacia la oscuridad que me esperaba.
Al salir del otro lado, drenada de todas mis fuerzas y mi amor propio, me encontré al pie de una montaña rocosa gigantesca que parecía tocar el cielo. Negué con la cabeza, presintiendo el esfuerzo sobrehumano que tomaría escalarla; temiendo ya no tener nada más para entregarle al recorrido, pero alcancé la cima al dar, apenas, el segundo paso.
En la cúspide, volví a verle, como sucedía en cada ocasión que tenía ese sueño; pero en realidad no lograba verle: escuché su voz y sentí su presencia, pero no podía distinguir su cuerpo. Sabía quién era, aunque en ese momento no pudiera recordar ninguno de sus nombres.
Me dio las respuestas que buscaba, me comunicó lo que necesitaba saber y lo que tenía que transmitir. Sonreí, comprendiendo, sintiendo una paz infinita y toda la disposición de hacer llegar su mensaje a quien estuviera dispuesto a escuchar.
Cerré los ojos y me lancé al vacío para regresar a mi cuerpo.
Al abrir los ojos y descubrir que estoy recostada en mi cama, puedo sentir que las palabras comienzan a desvanecerse a paso acelerado. Me pongo de pie a toda prisa, revolviendo la cómoda y el escritorio en busca de pluma y papel; crayones y libros para colorear; piedra, cincel y martillo; lo que sea que me permita escribir las revelaciones que escuché en la cima de la montaña.
No encuentro nada que sea de utilidad.
Bajo las escaleras corriendo, padeciendo la sentencia de cada ocasión que el sueño se presenta, descubriendo que a cada instante voy perdiendo un fragmento más del mensaje.
Cuando llego a la sala, me encuentro con mi mamá sentada en el sofá, leyendo el periódico.
—¿Qué buscas? —pregunta, con una expresión que me asegura que quiere ayudarme.
—No sé —respondo con sinceridad.
—¿Qué soñaste? —sonríe, adivinando la fuente de mi comportamiento errático.
—No me acuerdo —le digo, genuinamente confundida. Olvidando la prisa de instantes atrás.
—Entonces seguro fue algo sin importancia —dice, regresando la mirada a su periódico.
—Probablemente —respondo, subiendo las escaleras de regreso a mi habitación, rascándome la cabeza.
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