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Cuento #1: Dormilón

Alrededor de sus 80 años mi abuelo ya no era el mismo. No era la retirada masiva de cabello en la azotea ni la falta de «piedras en su albarrada» lo que más dolía de verlo, sino el constante recordatorio de su alojamiento permanente en el limbo; su mirada vacante, la sonrisa ensayada, el esfuerzo evidente por intentar asociar tu rostro con algún recuerdo de los días que se le habían escapado del baúl.

Por razones que desafiaban toda lógica, el único ser que había logrado sortear todos los destrozos que la senilidad causaba en las neuronas de mi abuelo, era Dormilón —un border-terrier que llevaba más de 10 años de muerto—.

A veces pensaba que era preocupación genuina por el bienestar de mi abuelo, otras veces —cuando me permitía sincerarme conmigo misma— sabía que era envidia en su más pura expresión, que se me llenasen los ojos de lágrimas cuando le veía reclinarse en su sillón para bajar la mano casi hasta el suelo mientras le llamaba: «Dormilón, ven... ven, Dormilón. Ese es mi perrito bonito. ¿Quieres una galleta?» y permanecer en esa posición que crucificaba sus reumas, durante intervalos que parecían eternos, mientras acariciaba el aire.

Diez años llevaba de muerto el pinche Dormilón y ni un día había pasado en el que mi abuelo no lo llamase para alimentarlo de caricias, mientras que con el paso de cada año más y más miembros de la familia desaparecían de su mapa mental; más y más nombres se desconectaban de los rostros que veía todos los días.

Mi abuelo falleció a los 86, convencido de estar solo y probablemente preguntándose por qué estaba rodeado de extraños en su lecho de muerte. Mi abuela, destrozada después del funeral, se negaba a poner pie en su habitación. «Demasiados recuerdos dolorosos», decía ella, y ninguno de sus hijos ni nietos se aventuraba a argumentar lo contrario aunque ella llevase días durmiendo en el sofá. 

Aún no sé bien cómo terminé siendo la elegida para limpiar la habitación y sacar todas las pertenencias de mi abuelo mientras los demás se iban a la misa del domingo con la abuela, pero eso es lo de menos.

Ahí estaba yo, con la puerta de la sala y la del patio abiertas, al igual que todas las cortinas y ventanas, dejando que el sol de las once de la mañana iluminase la extensión completa de la diminuta casa; disfrutando del crujir de las hojas cuando el viento soplaba salvajemente; paseándome de un lado a otro de la habitación, tomando objetos entre mis manos, desempolvándolos para meterlos en una caja de cartón, riendo con el ocasional recuerdo de la niñez... cuando en un cierto ángulo alcancé a distinguir su figura con el rabillo del ojo. 

Me detuve por miedo —no a lo que estaba viendo sino a que se desvaneciese si intentaba mirarlo directamente— y esperé. Ahí estaba él: con sus ropas más cómodas, sentado en su sillón, inclinándose con más agilidad de la que le conocí jamás, la mano extendida y moviendo los labios. No necesité escucharlo para saber lo que estaba diciendo, podía imaginarme su voz sin esforzarme:  «Dormilón, ven... ven, Dormilón». 

Lo que me detuvo el corazón fue la siguiente figura que entró en el campo de visión del ángulo externo de mi ojo derecho: Dormilón, con paso tranquilo pero seguro, llegó hasta sus pies y se echó para dejar que mi abuelo lo bañase con caricias. Fue entonces que las lágrimsa me obligaron a parpadear y ambos se desvanecieron.

Nunca más volví a verlos, sin importar cuántas veces paré en ese mismo lugar, en exactamente el mísmo ángulo; sin importar cuanto tiempo me quedase ahí: inmóvil. Pero a veces, cuando visito a mi abuela los fines de semana, puedo jurar que escucho claramente el repicar de la placa metálica de Dormilón, en su paseo lento desde el jardín hacia el pie del sillón de mi abuelo.

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