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Felipe y Azul iban en el auto camino al antiguo barrio donde se suponía que vivía Antonio con la lejana esperanza de encontrar algo.

—Te agradecería que te mostraras menos efusiva ante la historia de la yeya, piensa en que lo más probable es que no encontremos al tal Antonio, y en el mejor de los casos, si lo llegamos a encontrar, puede ser que esté muerto o que esté casado, ¿no lo crees? —inquirió.

—Claro que no —zanjó Azul con convicción—, un amor así no se puede olvidar con tanta facilidad —respondió con seguridad.

—¿Escuchas lo que dices? Han pasado un millón de años —añadió mientras giraba en una esquina—, hasta ella se casó y tuvo familia. ¿Te piensas que alguien puede quedarse esperando por siempre?

—Bueno, quizá no, pero ¿por qué no piensas que a lo mejor las cosas salen bien y él también la recuerda de la misma manera? ¿con la misma veneración y el amor de la juventud?

Felipe puso los ojos en blanco.

—Creo que tú tienes muy mala vibra, me parece que no necesitas hacer esto, si quieres me encargaré yo sola —zanjó la muchacha decidida, pero sus palabras causaron risa a Felipe—. Y no te preocupes, le diré a Felicita que me has ayudado —añadió.

—¿Crees que voy a fallarle así a la yeya? —inquirió.

—Como si te importara. ¿Sabes hace cuánto la conozco y nunca te había visto por allí? —inquirió—. ¿El nieto perdido que nunca se interesó resulta que ahora no le quiere fallar? Vaya hipocresía... —añadió. Quiso agregar algo referente a la herencia, pero lo pensó mejor y se calló, parecía demasiado.

Felipe se mostró confundido por aquellas palabras, pero luego lo comprendió. Iba a decirle algo, pero prefería no tener que hablar de Mónica con esa muchacha, así que guardó silencio y continuó el camino.

—Estamos llegando —comentó al fin—. No creo que encontremos nada por aquí, pero veremos qué sucede.

El barrio se llamaba ahora Felicidad y las calles habían cambiado de nombre. Preguntaron en una bodega, en una peluquería y en una iglesia si alguien sabía cuál era la antigua calle Poetas, y una señora les informó que esa calle se llamaba ahora Porvenir. Buscaron la misma, pero todas las construcciones allí eran nuevas y elegantes.

—Esto será difícil —dijo Azul al mirar los edificios.

Felipe no dijo nada, pero hizo un gesto que parecía decir te lo dije.

Azul caminó de un edificio al otro y preguntó en portería si alguien tenía algún dato. Cuando ya casi desistían y pensaban que debían hallar otras alternativas, una persona de la limpieza que barría el piso en la entrada de uno de los edificios habló de la señora Norma, que era una anciana que vivía en el cuarto piso y que varias veces había mencionado que se había criado en ese barrio cuando aún había árboles y flores en los jardines de las casas.

Felipe y Azul se miraron y reconocieron un brillo de esperanza en sus miradas.

—¿Podríamos hablar con ella? —inquirió Felipe al conserje.

—Puedo llamarla y anunciarles, pero no les garantizo nada, es una mujer especial —zanjó el hombre con una mirada de reproche a la limpiadora que se encogió de hombros y siguió con lo suyo.

Casi quince minutos después y gracias a la tenacidad de Azul, la señora Norma les permitió que subieran. Al principio no creyó lo que decían, se quejó acusándolos de querer venderle algo que no necesitaba, Felipe se impacientó, pero entonces Azul pidió hablar con ella y con una voz cariñosa le contó que estaba buscando a su abuelo, el señor Antonio Castillo y le pidió que si sabía algo le diera algún dato, pues era importante para ella.

Mientras Azul y Felipe subían por el ascensor este la miró y negó con diversión.

—Así que tu abuelo, ¿no? —inquirió.

—Bueno, hay mentiras que son piadosas, debía aflojar el corazón de la mujer y los únicos capaces de aflojar los corazones de los abuelos son los nietos —afirmó.

Felipe sonrió y Azul se perdió en sus facciones. Hasta ese momento no se había dado cuenta lo guapo que era, tras aquella sonrisa su rostro se había trasformado. No parecía el hombre frío y calculador vestido de traje y corbata que reprochaba la historia de amor más fantástica que ella había conocido hasta ahora, de hecho, parecía haber rejuvenecido y sus ojos se achinaban de una manera que a ella le pareció adorable.

La puerta se abrió entonces y salieron sin decir más. La muchacha buscó el apartamento correcto y golpeó. Una anciana de pelo blanco, alta, delgada y con un bastón les abrió con lentitud.

—Pasen, siéntense —dijo y los acercó a la mesa—. Disculpen, no recibo muchas visitas —añadió.

—No se preocupe, Norma —comentó Azul con naturalidad—, su casa es muy hermosa —añadió.

—Bueno, lastimosamente no tengo mucho para decirte —dijo la mujer que se sentó con sumo cuidado en una de las sillas del extremo de la mesa—, conocí a Antonio, yo era unos años menor que él. Sé que era maestro de piano y se hizo de muchos alumnos cuando su maestra enfermó. Luego de un tiempo, escuché que tuvo un problema con una de las familias más adineradas de pueblo, pero no sé qué problema exactamente. Algunos decían que era dinero, otros decían que se había enamorado de la hija del dueño de la fábrica. Sea lo que sea, ese problema hizo que él se fuera del pueblo.

—Oh... ¿Se marchó? ¿No sabe a dónde? —inquirió Azul con desilusión.

Felipe la observaba y se perdía en las expresiones tan diversas que atravesaban las facciones de Azul. Era tan espontánea y natural que le despertaba una curiosidad impresionante, recordaba las palabras de la yeya sobre su forma de ser y sentía que comenzaba a comprender de lo que hablaba.

—Sí, no recuerdo cuándo fue... cerca del sesenta o el sesenta y uno... Vendió su piano, dejó a sus alumnos y se fue con unos amigos con los que formó una banda. Buscaban grabar un disco o algo así.

—¿Recuerda el nombre de la banda? —preguntó Felipe.

—Creo que era Luna Azul o... Cielo Azul —dijo la mujer que achinó los ojos en un gesto pensativo—. Pero volvieron, unos años después...

—¿Sí?

—Sí... Era una época de muchos cambios —dijo soñadora—, muchos jóvenes buscaban alcanzar el éxito con las bandas de rock, pero no todos lo lograron. Antonio y sus amigos regresaron sin pena ni gloria, pero él ya no vino a vivir acá, tengo entendido que se casó con una chica de nombre Ada, era una de sus fanáticas, según me contó Roberto, un amigo del barrio que solía tocar con ellos de vez en cuando y que se alejó de la banda cuando comenzaron a hacer viajes, ya que estudiaba en la universidad.

—¿Tiene usted idea de dónde podríamos hallar a alguna de estas personas? ¿Los compañeros de la banda, Ada o Roberto?

—Hace poco vi a uno de los chicos... Se llama Pedro y lo vi en... a ver si recuerdo... —dijo y volvió a poner cara de pensativa—. Ah, sí... lo vi en el cine, la diabetes lo dejó ciego al pobre, va a escuchar las películas, los viernes de clásicos, dice que le recuerdan a nuestra época —explicó con nostalgia.

—Podríamos intentar dar con él —dijo Azul con emoción.

—Espero que lo hagan, yo la verdad es que no sé nada más, y a él lo encontré de casualidad hace como dos o tres semanas cuando quise darme una escapada para recordar épocas mejores. Es probable que él sepa a dónde fue luego de regresar...

—Muchas gracias, señora Norma, ha sido usted de gran ayuda —dijo Felipe con cortesía.

—¿De verdad? Me hubiese gustado ayudarles más, ojalá lo encuentres —añadió la mujer que miró a Azul con ternura.

La muchacha se levantó y la besó en la frente con tanta naturalidad y afecto que a Felipe lo dejó confundido.

—Muchas gracias, Norma, lo que me ha contado ha sido hermoso —añadió.

Al salir de allí, ella se mostraba más que entusiasmada y Felipe no lograba comprender el porqué, pero disfrutaba de verla andar casi bailando hasta el vehículo que estaba estacionado a un par de cuadras.

—¿Crees que hallemos a don Pedro? —inquirió.

—¿Don Pedro? —rio él.

—Bueno, suena más cercano así —dijo encogiéndose de hombros.

—Antes me preocupaba Felicita, pero ahora también me preocupas tú. Temo que, si no hallamos al tal Antonio, o mejor, a don Antonio —bromeó—, tú te sentirás tan mal como la yeya.

Azul asintió y se volteó a verlo. Ella iba casi dos metros por delante y comenzó a caminar de espaldas.

—No me tires tus pensamientos negativos, don Felipe —añadió—, no necesitamos de tu mala vibra —dijo apuntándole con un dedo y volteó de nuevo.

Felipe volvió a sonreír, de pronto aquello le divertía bastante. Subieron al vehículo y decidieron que, por ese día, la expedición había terminado.

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